VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XV

CRÁTERES, ZONAS ABISALES Y BALLENAS

Vine a despertar recién a las once de la mañana del día siguiente, 20 de febrero. Las fatigas de la noche se habían esfumado por completo y me vestí con prontitud porque deseaba conocer la dirección del "Nautilus". Los instrumentos me indicaron que corría con una velocidad de 20 nudos, 36 kilómetros por hora, y a una profundidad de cien metros.

Efectivamente, el "Nautilus" navegaba a diez metros del suelo por la llanura de la Atlántida, avanzando como un dirigible al viento sobre las praderas terrestres.

Durante muchas horas habíamos navegado encima de un fondo marino compuesto de un fango espeso mezclado con ramas mineralizadas, pero alrededor de las cuatro de la tarde, el terreno se modificó. Ahora se veía más rocoso y sembrado de conglomerados y bloques basálticos con algunas partículas de obsidiana, de lava y de compuestos sulfurosos.

Al hacer el "Nautilus" algunas evoluciones con verdadera agilidad de cetáceo, distinguí en el horizonte meridional una alta muralla que parecía cerrar toda salida. Pasaba su cima evidentemente del nivel del océano, y debía ser una isla, tal vez del grupo de las Canarias o de las de Cabo Verde. Pero sin tener a mano los instrumentos no pude reconocer nuestra posición. Aquella muralla me pareció que indicaba el fin de la Atlántida, de la cual sólo habíamos recorrido una pequeña parte.

Por la noche me quedé solo, pues Consejo se volvió a su habitación. El "Nautilus", aminorando su marcha, revoloteaba sobre las masas confusas del terreno, a veces rozándolas, como si hubiera querido pararse, y otras veces remontándose caprichosamente a la superficie.

Mucho tiempo habría permanecido aun en mi observatorio admirando las bellezas del mar y del cielo, cuando se cerraron las ventanas. En aquel momento el "Nautilus" había llegado a estar verticalmente situado sobre la muralla, sin que pudiera atinar de qué manera maniobraba.

Al día siguiente eran las ocho cuando volví al salón y examiné el manómetro. Reconocí entonces que el "Nautilus" flotaba en la superficie del océano. Por otra parte, oía ruido de pasos en la plataforma de cubierta aun cuando no sentía que el más ligero vaivén revelase el oleaje de las aguas superiores.

Subí hasta la escotilla, que estaba abierta, y en vez de la luz que esperaba encontrar, me vi cercado de una profundísima oscuridad.

No podía darme cuenta de lo que pasaba, cuando oí una voz que me decía:

—¿Es usted, doctor Aronnax?,

—¡Ah! Capitán Nemo —respondí—. ¿Dónde estamos?

—Bajo tierra, señor profesor.

—Bajo tierra —exclamé—, pero el "Nautilus" flota todavía.

—Flota siempre.

—Pues no comprendo.

Puse el pie en la plataforma y esperé mirando al cenit. Exactamente sobre mi cabeza creí distinguir un fulgor indeciso, una especie de crepúsculo que entraba por un orificio circular.

En aquel momento se encendió repentinamente el fanal, y su vivo resplandor hizo desvanecerse aquella luz vaga.

El mar se había transformado en un lago cerrado al que aprisionaba un alto circo de murallones rocosos que medía casi cuatro kilómetros de diámetro y unos doce de contorno. Las altas paredes inclinadas sobre su base formaban una especie de bóveda como un inmenso embudo, cuya altura contaría quinientos o seiscientos metros. En lo alto se abría un orificio circular, por el cual entraba esa ligera claridad, debida evidentemente a la luz del día.

Antes de examinar con más detención las disposiciones interiores de aquella enorme caverna, me dirigí al capitán Nemo.

—¿Dónde estamos? —le pregunté.

—En el centro mismo de un volcán apagado —me respondió el capitán—. Un volcán cuyo interior ha sido invadido por el mar a consecuencia de alguna convulsión del terreno. Mientras usted dormía, profesor, el "Nautilus" ha penetrado en este gran lago por un canal natural, abierto a unos diez metros bajo la superficie del océano.

—¿Qué montaña volcánica es ésta? —pregunté.

—Pertenece a uno de los numerosos islotes de que se halla sembrado este mar; un simple escollo para los navíos, si uno se limita a mirarlo desde la superficie.

—¿Y no se podría descender por ese orificio que forma el cráter del volcán?

—Ni tampoco puede subirse. La base interior de esta montaña es practicable hasta unos treinta y cinco metros de altura pero encima las paredes se hallan fuera de la vertical, y no hay manera de escalar sus rampas.

—Veo, capitán, que la naturaleza le sirve a usted de todas maneras; pero, ¿para qué sirve este refugio, si el "Nautilus" no tiene necesidad de puerto?

—Ciertamente, señor profesor; pero tiene necesidad de electricidad para moverse; de elementos para producir esa electricidad; de sodio para alimentar sus elementos; de carbón para hacer ese sodio, y de minas de hulla para extraer su carbón. Viene aquí, porque precisamente el mar cubre bosques enteros ahora mineralizados y transformados en hulla.

—¿Y podremos ver nosotros todas esas operaciones?

—Nos detendremos el tiempo necesario para embarcar la hulla, es decir, un día solamente, y continuaremos nuestro viaje. Si quiere recorrer esta caverna y dar la vuelta al lago, aproveche este día, señor Aronnax.

Di gracias al capitán y me fui a buscar a mis compañeros, que no habían salido de su cuarto.

Abandonamos el "Nautilus" para iniciar nuestra excursión después del desayuno, a eso de las diez.

—Ya estamos otra vez en tierra —dijo Consejo.

—A esto no le llamo yo tierra —dijo el canadiens—, y además no estamos encima, sino debajo.

Entre el pie de las paredes de la montaña y las aguas del lago, se extendía una ribera arenosa, que en su mayor anchura medía 180 metros. En aquella ladera se podía caminar cómodamente dando la vuelta al lago.

Cuando alcanzamos una altura de noventa metros aproximadamente fuimos detenidos por insuperables obstáculos. La curvatura interior se tornaba vertical, y hubimos de trocar la subida en paseo circular. En este último plano comenzaba a pugnar por su vida el reino vegetal, y algunos arbustos y ciertos árboles brotaban entre las grietas de los murallones. Aquí y allá retoñaban tímidamente algunos crisantemos al pie de algunas zádivas de largas hojas, tristes y enfermizas. Entre los regueros de la lava distinguí unas pequeñas violetas perfumadas.

Habíamos llegado al pie de un bosquecillo de robustos dragoneros, cuando Ned Land exclamó:

—¡Mire, señor! ¡Una colmena!

Me aproximé y vi en el orificio de un agujero abierto cerca de un dragonero, algunos millares de abejas.

Naturalmente, el canadiense quiso hacer su provisión de miel. Después de reunir una cantidad respetable de hojas secas les prendió fuego con algunas chispas de un pedernal, y comenzó a ahuyentar con el humo a las abejas. Cesaron poco a poco los zumbidos, y la colmena, ya desierta, entregó varios kilos de una miel perfumada.

Después dimos vuelta a la cresta elevada de rocas que sostenían la bóveda. Entonces vi que no eran las abejas los únicos representantes del reino animal en el interior de aquel volcán, porque las aves de rapiña se cernían y daban vueltas por acá y por allá en las sombras, o se escapaban de sus nidos colgados en la punta de las rocas. Había milanos de vientre blanco y cernícalos. También por las pendientes se paseaban, con toda la rapidez de sus zancas, hermosas y gordísimas avutardas. Ned Land, después de muchos infructuosos ensayos, consiguió herir una de esas magníficas aves con una pedrada. El ave fue a reunirse con los panales de miel en su morral.

Bajamos entonces hacia la ribera, porque la cresta ya era impracticable. El cráter abierto aparecía encima de nosotros como la ancha abertura de un pozo. Desde este punto se podía distinguir el cielo con bastante claridad, y veíamos correr las nubes desparramadas por el viento Oeste, que venían a chocar en la cima de la montaña, deshaciéndose en brumosos jirones. Media hora después habíamos vuelto a la ribera inferior.

Llevábamos algo más de una hora de grato ocio en la encantadora gruta y la conversación, muy animada al principio, había caído entonces en un estado de languidez, hasta el punto de que se apoderaba de nosotros una especie de somnolencia.

De repente me despertó la voz de Consejo.

—¡Alerta, alerta! —gritaba el muchacho—. El agua avanza hacia nosotros, y nos va a envolver.

Efectivamente, el mar se precipitaba como un torrente dentro del retiro donde nos habíamos cobijado.

En pocos instantes logramos subir sobre la cima de la gruta, donde nos hallábamos seguros.

—¿Qué ha sido esto —preguntó Consejo—, algún nuevo fenómeno?

—No, amigo mío—respondí—; es la marea. El océano crece por fuera, y por ley natural del equilibrio, el nivel del lago sube también.

Tres cuartos de hora más tarde llegábamos a bordo. La tripulación acababa de embarcar las provisiones de sodio, y el "Nautilus" estaba listo para zarpar.

Al día siguiente navegaba mar adentro, a unos quince metros bajo la superficie del Atlántico.

Las cosas nuevamente estaban claras Y adversas para el porfiado canadiense. El "Nautilus" no había modificado su rumbo hacia el sur ni daba señales de proponerse hacerlo en un futuro cercano. Había que olvidar toda esperanza de regresar a los mares europeos... y a las costas de la anhelada Europa.

Todo el día, 22 de febrero, lo pasamos cruzando el mar de los Sargazos, donde los peces aficionados a las plantas marinas y a los crustáceos encuentran abundante nutrición. Al día siguiente el océano recobró su aspecto habitual.

Entre el 23 de febrero y el 12 de marzo, el "Nautilus", situado en medio del Atlántico, nos llevó con velocidad constante de cien leguas, o casi ochocientos kilómetros cada veinticuatro horas. Sin duda el capitán Nemo quería realizar nuevas exploraciones y yo no dudaba de que no se proponía doblar de nuevo el cabo de Hornos para volver a los mares australes del Pacífico.

Eran, pues, fundados los temores de Ned Land. En aquellos dilatados mares, privados de islas, no podía pensarse en escapar de a bordo. Durante aquellos diecinueve días ningún incidente particular ocurrió en nuestro viaje. Vi con poca frecuencia al capitán, pero me parecía claro que él estaba trabajando, ya que en la biblioteca solía yo hallar libros que dejaba entreabiertos; especialmente libros de historia natural.

Durante aquella parte del viaje, estuvimos navegando días enteros en la superficie de las aguas. Algunos buques de vela, con carga para las Indias, se dirigían hacia el cabo de Buena Esperanza. Un día fuimos perseguidos por las embarcaciones de un ballenero, que indudablemente nos tomaba por una enorme ballena, pero el capitán Nemo acabó por sumergirse en las aguas, apiadándose de los pobres tripulantes de las lanchas que él podía haber destruido en un instante.

Para el 13 de marzo habíamos recorrido ya más de noventa mil kilómetros desde nuestra partida. Esto es, trece mil leguas.

Nos encontrábamos en pleno Atlántico Sur, a unas ochocientas millas de la Patagonia, en una zona de mar profundo, y allí el capitán Nemo decidió sumergir al máximo su "Nautilus" a fin de comprobar la profundidad. Yo me disponía a anotar los resultados del experimento. Las ventanas del salón se abrieron, y comenzaron las maniobras necesarias para llegar a las regiones tan prodigiosamente profundas.

El casco del "Nautilus" se estremeció como una cuerda sonora y avanzó descendiendo con regularidad bajo las aguas. El capitán y yo, situados en el salón, seguíamos la aguja del manómetro que se movía rápidamente. Muy pronto dejamos atrás la zona habitable donde pulula la mayor parte de los peces. Hay otros, menos numerosos, que se mantienen a profundidades bastante grandes. Entre estos últimos observé el hexanco, especie de perro de mar, provisto de seis fisuras respiratorias; el malarmat o peristedión acorazado, protegido por un peto de placas huesosas de color rojo claro, y, por último, el granadero, que vive a los mil doscientos metros de profundidad y resiste una presión de ciento veinte atmósferas.

Pregunté al capitán Nemo si había observado peces en mayores profundidades.

Pocos —me respondió.

Miré con inquietud el manómetro. El instrumento indicaba una profundidad de seis mil metros. Nuestra inmersión llevaba ya una hora de duración, y el "Nautilus", seguía descendiendo. Las desiertas aguas eran admirablemente trasparentes y de una diafanidad inexplicable. Una hora más tarde estábamos a siete mil metros, y el fondo del océano todavía no se divisaba.

Sin embargo, a los ocho mil metros percibí unos picachos negruzcos que sobresalían en medio de las aguas. Pero quizás estas cumbres podían pertenecer a montañas como el Himalaya o el Montblanc, y quizá más altas, siendo dificil, por consiguiente, evaluar todavía la profundidad.

El "Nautilus" descendió todavía más a pesar de la poderosas presiones que sufría. Yo sentía sus planchas de hierro estremecerse en las junturas anunciando el peligro de saltar sus remaches. Los barrotes se arqueaban; los tabiques crujían; los cristales del salón se combaban bajo la presión de las aguas.

Pasamos rozando las pendientes de la peñas, y todavía divisé algunas conchas pero poco después estos últimos representantes de la vida animal desaparecieron, y más allá de los nueve kilómetros el "Nautilus" pasó los límites de la existencia de vida submarina. En la media hora siguiente alcanzamos una profundidad de once mil metros, y el casco del "Nautilus" hubo de aguantar entonces la presión de mil cien atmósferas; es decir, mil cien kilogramos por cada centímetro cuadrado de superficie.

¡Qué sitios tan desconocidos, y cuán de sentir es el no poder conservar de ellos más que el simple recuerdo! —exclamé.

—¿Le gustaría llevarse algo más que el recuerdo?

—¿Qué quiere decirme con eso?

—Quiero decir, que es muy fácil tomar una vista fotográfica de esta región submarina.

Ante un aviso del capitán Nemo habían traído ya una cámara fotográfica. Por las ventanas abiertas en toda su anchura, la masa líquida, alumbrada eléctricamente, se distinguía con una claridad perfecta. El "Nautilus" permanecía inmóvil. La cámara se apuntó hacia aquellos puntos del océano, y en algunos segundos tuvimos una prueba negativa, de extraordinaria pureza, mostrando esas rocas primordiales que nunca han conocido la luz de los cielos; esos granitos inferiores que forman el poderoso cimiento del planeta.

Después de terminada la operación, el capitán Nemo me dijo:

—Ahora regresaremos arriba, profesor. No debemos exponer durante mucho tiempo al "Nautilus" a estas presiones monstruosas.

Todavía no había tenido tiempo para comprender cuando caí sobre la alfombra.

Detenida la hélice a una voz del capitán, lavantados sus planos verticalmente, el "Nautilus", se elevaba con tremenda rapidez. En cuatro minutos cruzó los kilómetros que le separaban de la superficie del mar. Por el enorme impulso que llevaba, la enorme nave salió sobre la superfice de las olas como un pez volador y volvió a caer haciendo saltar un oleaje de altura prodigiosa.

Después de la gran prueba de profundidad, el "Nautilus" prosiguió su navegación interminable sin acusar averías ni dificultades. El capitán Nemo mantenía inexorable su derrotero al Sur. Yo creí que a la altura del cabo de Hornos tomaría el rumbo al Oeste, a fin de volver al Pacífico para terminar su vuelta al mundo. No lo hizo así; por el contrario, siguió adelante su navegación hacia las regiones australes.

Desde algún tiempo el canadiense no me hablaba ya de sus proyectos de fuga. Se había tornado silencioso y menos comunicativo. Cuando veía al capitán, sus ojos se encendían con sombrío fuego, y yo iba temiendo que su violencia natural le llevase a cometer algún disparate.

Aquel día, 14 de marzo. Consejo y él vinieron a verme.

—Voy a hacer una simple pregunta —dijo el arponero.

—Habla.

—¿Cuántos hombres cree usted que hay a bordo del "Nautilus"?

—No lo sé, amigo mío.

—Me parece —replicó Ned Land— que no necesita la maniobra mucha gente.

—En efecto —respondí—. Atendiendo sólo a las indicaciones del capitán Nemo, deben bastar unos diez hombres.

Miré con fijeza a Ned Land. Sus intenciones me parecieron fáciles de adivinar y harto alarmantes.

—Ned Land —le dije—, sólo puedo recomendarte la paciencia.

—Y aun, más que paciencia —agregó Consejo—, resignación.

Consejo miró a Ned y luego continuó dirigiéndose a mí:

—Por lo demás —prosiguió—, el capitán Nemo no puede ir hasta el Polo Sur. Pronto será necesario que se detenga ante los bancos de hielo y tendrá que regresar a mares más civilizados. Entonces será tiempo de volver a pensar en los proyectos de Ned Land.

El arponero no respondió; movió la cabeza, se pasó la mano por la frente, y se retiró.

—Que el señor me permita dirigirle una observación —me dijo entonces Consejo—. Ese pobre Ned piensa en todo lo que no puede tener. Recuerda la vida pasada y echa de menos cuanto le falta. ¿Qué tiene él que hacer aquí? No es un sabio como el señor, ni puede cobrar afición a lo que nosotros admiramos. Todo lo arriesgaría por poder entrar en una taberna de su país.

Cierto es que la monotonía de a bordo debía parecer insoportable al canadiense, acostumbrado a una vida más libre y divertida. Los sucesos que podían apasionarle eran raros. Sin embargo, aquel día vino un incidente a recordarle sus bellos días de arponero.

Estando el "Nautilus" en la superficie del océano, a cosa de las once de la mañana, cayó en medio de un grupo de ballenas.

Estábamos sentados en la plataforma descubierta en medio de un mar bonancible y disfrutando de un hermoso día de otoño. El canadiense fue quien indicó una ballena en el horizonte hacia el Este. Mirando con atención, se veía su dorso negruzco elevarse y bajar alternativamente por encima de las olas, a cinco millas del "Nautilus".

—¡Ah! —exclamó Ned Land—. Si yo estuviera a bordo de un ballenero, he aquí un encuentro que me daría gusto. Es un animal de gran talla. ¡Vean con qué fuerza arroja sus chorros de aire y de agua! ¡Mil diantres! ¿Por qué he de estar aprisionado adentro de este pedazo de hierro?

—¿No has pescado nunca en estos mares?

—Nunca, señor. Solamente en los mares boreales, y tanto en el estrecho de Behring como en el de Davis.

—¡Miren, miren! —dijo el canadiense con acento conmovido—. Ya se acerca. ¡Viene hacia nosotros! ¡Me está desafiando! ¡Sabe que nada puedo contra ella!

Ned golpeaba el suelo con el pie, y su mano se estremecía blandiendo un arpón imaginario.

La ballena seguía acercándose y Ned Land la devoraba con la vista.

—¡Ah! —exclamó—. Ya no es una ballena, son diez, veinte, un tropel entero. ¡Y sin poder hacer nada! ¡Estar aquí atado de pies y manos!

—Pero, amigo Ned —dijo Consejo—, ¿por qué no pides al capitán Nemo permiso de caza?

Consejo no había terminado la frase, cuando Ned Land, metiéndose por la escotilla, corría al encuentro del capitán. Algunos instantes después ambos aparecieron en la plataforma de cubierta.

El capitán Nemo observó el tropel de cetáceos que jugaba sobre las aguas a una milla del "Nautilus".

—Son ballenas australes —dijo—. Aquí hay la fortuna de una flota entera de balleneros.

—Pues bien, señor —dijo el arponero—, ¿no podré perseguirlas aunque sólo sea para no olvidar mi antiguo oficio?

—¿Para qué? —respondió el capitán Nemo—. ¿Es que usted quiere matar por el gusto de hacerlo? ¡No necesitamos aceite de ballena a bordo!

—Sin embargo, señor —repuso el canadiense, en el mar Rojo nos autorizó a perseguir un dugongo.

—Se trataba entonces de proporcionar carne fresca a mi gente. Aquí sólo mataríamos por matar. ¡Y yo no admito esos pasatiempos estúpidos! Destruyendo la ballena austral como la franca, seres inofensivos y buenos, nuestros semejantes, maese Land, cometen una acción vituperable. Así han despoblado ya toda la bahía de Baffin, y aniquilarán una clase de animales útiles. ¡Deje tranquilos a esos desgraciados cetáceos!

Dar semejantes razones a un pescador, eran palabras perdidas. Ned Land miraba al capitán y no comprendía lo que quería decirle. Sin embargo, el capitán tenía razón. El encarnizamiento bárbaro y desconsiderado de los pescadores hará desaparecer un día la última ballena del océano.

Ned Land tarareó el Yankee doodle con contenida insolencia, se metió las manos en los bolsillos y nos volvió la espalda.

Entre tanto, el capitán Nemo observaba el tropel de cetáceos, y dirigéndose a mí, exclamó:

—Bien tenía razón en decir que, sin el hombre, ya tiene la ballena bastantes enemigos naturales. Las que estamos viendo van a tener pronto que resistir un ataque, ¿ve usted, señor Aronnax, a ocho millas a babor, aquellos puntos negruzcos que están en movimiento?

—Sí, capitán —respondí.

—Son orcas.

El canadiense, al oír esto, se volvió vivamente.

—Pues bien, capitán —dijo—, en interés mismo de las ballenas, puede Ned Land ejercer su hazañas.

—Es inútil exponerse, señor profesor. El "Nautilus" bastará para dispersar a las orcas, puesto que su espolón de acero vale tanto como el arpón del señor Land. ¿No es cierto?

El canadiense se encogió de hombros. ¿Atacar a los cetáceos a espolonazos? ¿Quién había nunca visto una cosa así?

—Aguarde, señor Aronnax —dijo el capitán Nemo—, presenciará una lucha que muy pocos conocen todavía. ¡No haya piedad para esos feroces cetáceos! ¡No son más que boca y dientes!

Entre tanto se iba acercando la bandada, que habiendo visto a las ballenas se aprestaba a atacarlas. Podía prejuzgarse anticipadamente la victoria de la orcas no tan sólo porque están mejor formadas que sus inofensivos adversarios para la acometida, sino también porque pueden pasar mucho tiempo bajo el agua sin salir a respirar a la superficie.

El "Nautilus" se colocó entre dos aguas, y nos arrimamos Consejo, Ned y yo a los cristales del salón. El capitán Nemo fue junto al timonel para hacer maniobrar su aparato como una máquina de destrucción. Poco después sentí que nuestra velocidad aumentaba.

Ya había principiado el combate entre orcas y ballenas cuando llegó el "Nautilus". Maniobró éste de manera que el tropel del atacantes quedase cortado.

¡Qué lucha! hasta el amurrado Ned Land acabó por batir palmas. El "Nautilus" no era ya más que un arpón formidable, manejado por el brazo de su capitán. Arrojábase sobre aquellas masas musculosas y las atravesaba de parte a parte, dejando a su paso dos ensangrentadas mitades de animal. No sentía los formidables coletazos con que los cachalotes golpeaban su casco, ni tampoco los choques con que él arremetía. Exterminado un cetáceo, corría sobre otro; iba adelante y atrás, dócil a su timón, sumergiéndose cuando el cachalote se zambullía en las capas profundas, ascendiendo con él cuando subía a la superficie, hiriéndole de plano o de punta, cortándolo o desgarrándolo y perforando en todas direcciones y a todas andaduras con su terrible y agudo espolón.

Durante una hora se prolongó aquella matanza, a la cual no podían sustraerse las orcas. Diez, doce se reunieron varias veces para aplastar al "Nautilus" con su masa. Veíase en la ventana su enorme boca, incrustada de dientes, y su ojo formidable, semejante al de un toro furioso. Ned Land, que ya no era dueño de sí, los amenazaba e injuriaba. Sentíamos que se agarraban a nuestro buque pero el "Nautilus", forzando su hélice, se los llevaba, los arrastraba, los subía a la superficie sin cuidarse de su peso enorme, ni de sus potentes apretones.

Al fin se fue aclarando la turba de orcas y las olas tornaron a su quietud. Sentí que subíamos a la superficie del océano. Se abrió la escotilla y nos apresuramos a salir a cubierta.

El mar estaba cubierto de cadáveres mutilados. Flotábamos entre cuerpos gigantescos, azulados por el dorso, blanquecinos por el vientre, y llenos de enormes protuberancias. Algunas orcas espantadas huían por el horizonte.

Las aguas estaban teñidas de rojo en un espacio de muchas leguas, y el "Nautilus" navegaba por un mar de sangre.

El capitán Nemo se nos reunió, y dijo:

—¿Y bien, señor Land?

—Y bien —respondió el canadiense, en quien el entusiasmo se había calmado—. Es un espectáculo terrible, en efecto, pero no soy carnicero, sino pescador, y esto no es más que una carnicena. Prefiero mi arpón.

—Cada cual su arma —respondió el capitán mirando con fijeza a Ned Land.

Temía yo que éste se dejase arrebatar por alguna violencia, que hubiera tenido deplorables consecuencias; pero su disgusto se calmó a la vista de una ballena con que el "Nautilus" tropezaba entonces.

En el extremo de su nadadera mutilada pendía un ballenato, al cual no había podido salvar de la matanza. Su boca abierta dejaba correr por entre las barbas chorros de agua, cuyo susurro se parecía al de la resaca.

El capitán Nemo condujo el "Nautilus" hasta donde estaba el animal. Dos de sus hombres subieron la ballena, y no sin asombro vi que retiraban de sus pechos toda la leche que contenía, es decir dos o tres toneladas.

El capitán me ofreció una taza de aquella leche caliente todavía, pero no pude disimular un movimiento de repugnancia. Me aseguró que era excelente. La probé y le di la razón. Era, para nosotros, una provisión valiosa que en forma de manteca y de queso, debía dar mucha variedad a nuestro alimento cotidiano.

Por otra parte, una nueva inquietud comenzó a preocuparme. Me pareció evidente que Ned Land había desarrollado una inquina profunda hacia el capitán Nemo y el arponero era un tipo muy primitivo e imprevisible. Tomé la decisión de vigilarlo permanentemente.

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