VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XVI

AVENTURA BAJO EL CASQUETE POLAR

Contra todas mis suposiciones, el "Nautilus" volvió a su imperturbable rumbo sur con una velocidad considerable. Ya habíamos traspasado el Paralelo 50 de latitud sur. ¿Quería, acaso, llegar al Polo? No me parecía posible porque hasta entonces todas las tentativas hechas para alcanzar aquel punto del globo habían fracasado.

El 14 de marzo a los 55 grados de latitud, divisé los primeros hielos flotantes, si bien no eran todavía más que pedazos sueltos y descoloridos, de seis a ocho metros, formando escollos, contra los cuales se estrellaba el mar. El "Nautilus" se mantenía en la superficie del océano. Ned Land, que había pescado ya en los mares árticos, estaba familiarizado con el espectáculo de aquellos témpanos, pero Consejo y yo los admirábamos por vez primera.

En la atmósfera, hacia el horizonte del Sur, se extendía una faja blanca de aspecto deslumbrador.

Pronto aparecieron moles más considerables, cuyo brillo iba variando según los caprichos de la bruma. Algunas de estas masas mostraban vetas verdes. Otras, como enormes amatistas, se dejaban penetrar por la luz. Reflejaban éstas los rayos luminosos sobre las mil facetas de sus cristales.

Cuanto más bajábamos al Sur, más numerosas e imponentes iban siendo aquellas flotantes islas, donde anidaban a millares las aves del Polo.

Durante esta navegación por entre los hielos, el capitán Nemo permanecía frecuentemente sobre la plataforma de cubierta de cubierta observando con atención aquellos parajes abandonados. Así fue como el "Nautilus" atravesó por entre los hielos en tiempo asombrosamente corto.

La temperatura era baja. El termómetro expuesto al aire exterior, marcaba dos o tres grados bajo cero; pero estábamos abrigados con pieles de focas y lobos marinos. El interior del "Nautilus", regularmente caldeado por sus aparatos eléctricos, se mantenía grato y tibio aún en medio de los fríos más intensos.

El 15 de marzo dejamos atrás la latitud de las islas New Shetland y Orkney del Sur, y allí me dijo el capitán que antiguamente numerosas tribus de focas habitaban aquellas tierras; pero los balleneros ingleses y americanos, en su genio de destrucción, habían conseguido dejar el silencio de la muerte donde antes existía la animación de la vida.

El 16 de marzo, hacia las 8 de la mañana, el "Nautilus" cortó el círculo polar antártico a los 55 grados de longuitud. Los hielos nos rodeaban por todos lados y cerraban el horizonte. Sin embargo, el capitán Nemo seguía sorteándolos por los pasos que quedaban libres y avanzando hacia el Polo.

Los hielos presentaban curiosos aspectos. Parecía que formaban en ciertos parajes una ciudad oriental con sus minaretes y sus mezquitas innumerables; en otros sitios se asemejaban a una población derruida, desplomada por una convulsión del suelo, ofreciendo en conjunto detalles variados sin cesar por los oblicuos rayos solares, o bien perdido entre las oscuras brumas en medio de huracanes de nieve. Y al propio tiempo, las detonaciones que por todos lados se escuchaban, los desmoronamientos y los vuelcos de los grandes témpanos, cambiaban la decoración como el paisaje de un diorama.

Durante el día 16 de marzo, las masas de hielo cerraban ya por completo el paso. No era aquello todavía el gran banco de hielo general pero sí extensos témpanos soldados entre sí por el frío. No podía este obstáculo detener al capitán Nemo, y se arrojó sobre una de aquellas moles con espantosa violencia. El "Nautilus" penetraba lo mismo que una cuña en aquella masa quebradiza que destrozaba con terrible estallido.

Durante aquellas jornadas nos acometieron violentos chubascos, y en algunas ocasiones la bruma era tan espesa, que no hubiera sido posible verse de un extremo al otro de la plataforma. La nieve se acumulaba en capas tan duras que era necesario romperla con picos, y los vientos cambiaban a cada instante de rumbo. Toda la parte exterior del "Nautilus" se cubría de hielo.

En estas condiciones, el barómetro se mantuvo generalmente muy bajo, descendiendo hasta los 785 milímetros. Las indicaciones de la brújula no ofrecían ya garantía alguna. Sus agujas marcaban sin tino direcciones contradictorias al acercarse al Polo magnético meridional, que no debe confundirse con el terrestre. Por eso había que buscar el rumbo por medio de numerosas observaciones sobre el compás en diferentes punto del buque para tomar un término medio. Y con frecuencia se recurría simplemente a la estima para apreciar el camino seguido.

Por último, el 18 de marzo, después de veinte asaltos múltiples, el "Nautilus" se vio definitivamente detenido. Ya no se trataba de témpanos, ni de moles sueltas, sino de una barrera interminable e inmóvil que se presentaba ante nosotros, formada por montañas de icebergs unidos entre sí.

—¡El gran banco de hielo! —dijo el arponero.

Comprendí que para Ned, así como para todos los navegantes que nos habían precedido, aquél era el obstáculo insuperable.

Ya no había a nuestra vista apariencia de masa líquida. Ante el espolón del "Nautilus" se extendía una inmensa llanura accidentada, llena de trabadas y confusas moles. Por uno y otro lado picos agudos, agujas aisladas elevándose a doscientos pies de altura; más lejos, una serie de cantiles cortados a pico y revestidos de matices negruzcos, vastos espejos que reflejaban algunos rayos solares medio perdidos entre las brumas. Y un silencio feroz interrumpido apenas por el aleteo de los petreles. Todo allí estaba helado, hasta el ruido.

El "Nautilus" se detuvo en medio de campos de hielo.

—Señor profesor —me dijo aquel día Ned—, si ese dicho capitán suyo va más lejos será hombre perdido.

—¿Por qué?

—Porque nadie ha podido pasar ese banco de hielo. Ciertamente que el capitán Nemo es poderoso, pero, ¡mil diantres!, no ha de poder más que la naturaleza.

—En efecto, Ned Land, y, sin embargo, yo hubiera deseado saber lo que hay detrás de esa inmensa mole. No hay cosa que más irrite que una pared.

—Tiene razón el señor —dijo Consejo—. No debería haber muros en ninguna parte.

Muy pronto, a pesar de sus esfuerzos, el "Nautilus" quedó reducido a una inmovilidad forzada puesto que ya no podía avanzar ni tampoco retroceder. Rápidamente, una espesa costra de hielo se formó sobre los costados metálicos de la nave.

Toda salida se había cerrado y no tardamos mucho en vernos bloqueados, como si la nave fuese un negra joya engarzada en el hielo. Hacia las dos de la tarde, la costra de hielo tenía fuertemente soldada la tapa de la escotilla, al extremo que hubo que calentar los metales eléctricamente para poder abrirla y volverla a cerrar. Yo me sentía irritado, convencido de que el capitán Nemo había sido más que imprudente en sus decisiones.

Yo me encontraba en esos momentos sobre la congelada plataforma de cubierta, contemplando el desalentador paisaje. El capitán, que había estado en sus observaciones desde antes que yo, me interrogó de pronto:

—Y bien, profesor. ¿Qué le parece esto?

—Me parece, capitán, que esta vez sí que estamos cogidos. No vamos hacia ninguna parte.

—¿Y usted piensa que el "Nautilus" no conseguirá liberarse de esta prisión de hielo?

—Me parece muy dificil. Temo que habremos de esperar hasta el deshielo, es decir, hasta dentro de un año.

—¡Vaya con este profesor! —dijo el capitán, en tono zocarrón—. ¡Siempre apegado a sus mismos prejuicios! Usted sólo ve los obstáculos. ¡Yo le prometo que ahora el "Nautilus" no sólo se desembarazará del hielo, sino que irá más allá todavía!

—¿Más allá, hacia el Sur? —dije mirando al capitán.

—Sí, señor, iremos al Polo.

—¡Al Polo! —exclamé, no pudiendo contener un momento de incredulidad.

—Sí —respondió fríamente el capitán—. Al Polo antártico. Ya verá que hago lo que quiero con el "Nautilus".

Se me ocurrió entonces preguntar al capitán Nemo si había estado alguna vez ya en el Polo Sur y me respondió:

—No, pero lo descubriremos pronto. Allí, donde otros se han estrellado, yo no me estrellaré. Jamás he llevado mi "Nautilus" tan lejos como ahora en los mares australes; pero le aseguro que todavía irá más allá.

—Quiero creerle, capitán —repuse con acento algo irónico—. ¡Vamos, adelante! ¡Rompamos esa mole de hielo! Coloquemos, barrenos, y si aun así resiste, pongamos alas al "Nautilus" para que vaya por los aires.

—¡Por encima, señor profesor! —respondió con sosiego el capitán Nemo—. Por encima, no; pero por debajo, sí.

Una súbita revelación de los proyectos del capitán disipó mis dudas. Acababa de comprender que las maravillosas cualidades del "Nautilus" le iban a servir todavía en tan sobrehumana empresa.

—Ya veo que empezaremos a entendernos señor profesor —me dijo el capitán sonriendo—. Ahora comprende la posibilidad. Lo que es impracticable para un buque ordinario es posible para el "Nautilus". Si en el polo hay algún continente, allí se detendrá; pero si el mar está libre llegará al mismo Polo.

—La única dificultad será la de estar algunos días sumergidos sin renovar nuestra provisión de aire.

—Si no es más que eso —dijo—, el "Nautilus" tiene extensos receptáculos; los llenaremos y nos darán todo el oxígeno necesario.

—Bien pensado, señor Aronnax —respondió el capitán sonriendo.

A una señal del capitán por el intercomunicador eléctrico apareció el segundo, y ambos conversaron rápidamente en su incomprensible idioma. El segundo no manifestó ninguna sorpresa.

Más por impasible que fuese, no fue en esto superior a Consejo, cuando anuncié a este buen muchacho nuestro intento de llegar hasta el Polo. Mi comunicación fue acogida con las acostumbradas palabras de "como el señor guste".

En cuanto a Ned Land, nunca lo había visto encogerse de hombros con tanta decisión.

—¿Sabe una cosa, profesor? —me dijo—, ustedes me dan lástima. Usted y su famoso capitán Nemo.

—Pero iremos al Polo, Land.

—¡Es posible, mas no volveremos!

Y el arponero se metió en su camarote por no producir algún disgusto, como me dijo al salir.

Entretanto comenzaban los preparativos. Las potentes bombas del "Nautilus" embutían el aire en los receptáculos y los almacenaban a una presión muy alta. Hacia las cuatro, el capitán Nemo me anunció que se iban a cerrar las escotillas, y dirigí la última mirada al banco de hielo que íbamos a atravesar. El tiempo estaba sereno, la atmósfera bastante pura, y la temperatura descendía a 12 grado Celsius bajo cero.

Unos diez hombres salieron a romper con picos el hielo formado alrededor del "Nautilus". Penetramos todos adentro, los depósitos se llenaron de agua, y el aparato no tardó en sumergirse.

Me había sentado en el salón con Consejo, y por el cristal de la ventana mirábamos las capas inferiores del océano austral. El termómetro subía. La aguja del manómetro se desviaba sobre el cuadrante.

A unos trescientos metros, como lo había previsto el capitán Nemo, navegábamos bajo la escabrosa superficie del banco de hielo. Pero el "Nautilus" se sumergió todavía más, alcanzando una profundidad de ochocientos metros.

Durante una parte de la noche, la novedad de la situación nos mantuvo a Consejo y a mí en el salón. El mar se iluminaba bajo la radiación eléctrica del fanal, pero estaba desierto. Hacia las dos de la mañana fui a tomar algunas horas de reposo y Consejo me imitó.

Volví a mi puesto de observación en el salón a las cinco de la mañana. La corredera eléctrica me indicó que la velocidad del "Nautilus" se había moderado y que la nave iba ascendiendo, aunque prudentemente, vaciando sus depósitos.

Un choque me demostró que el "Nautilus" había tropezado con la superficie inferior del banco de hielo, muy grueso todavía, a juzgar por el sonido amortiguado que produjo.

Durante aquella jornada el "Nautilus" comenzó frecuentemente el mismo experimento, y vino siempre a dar contra aquella muralla que formaba techumbre sobre nosotros. En ciertos momentos la encontré a novecientos metros y esto acusaba mil doscientos metros de grueso, de los cuales trescientos estaban fuera de las aguas. Era el triple de su altura en el momento en que el "Nautilus"penetró debajo.

Por la tarde ningún cambio había sobrevenido en la situación. Siempre estaba el hielo entre cuatrocientos y quinientos metros de profundidad. La disminución era evidente, pero ¡cuán gruesa era todavía la barrera que nos separaba de la superficie!

Mi sueño fue penoso durante aquella noche, asaltándome alternativamente la esperanza y el terror. Me levanté muchas veces, y observé que los tanteos del "Nautilus" continuaban, hasta que pude advertir a cosa de las tres de la mañana que ya no estaba la superficie inferior del hielo sino a cincuenta metros. La montaña se iba reduciendo a llanura.

Por último, a las seis de la mañana del memorable día 19 de marzo, la puerta del salón se abrió, y el capitán Nemo apareció diciéndonos:

—¡Hemos encontrado mar libre de hielos!

Subí presuroso a cubierta. ¡Era verdad!

Apenas se divisaban algunos témpanos esparcidos y algunos icebergs movedizos; a lo lejos un mar extenso, un mundo de aves por los aires y millares de peces bajo aquellas aguas que variaban, según su fondo, desde el azul intenso al verde oliva. El termómetro indicaba tres grados sobre cero. Era una especie de primavera relativa encerrada detrás del banco del hielo cuya lejana masa se perfilaba sobre el horizonte del Norte.

—¿Estamos en el Polo? —pregunté al capitán con el corazón palpitante.

—Lo ignoro —respondió—. A las doce tomaremos el punto.

A diez millas del "Nautilus", hacia el Sur, se elevaba un islote solitario a una altura de doscientos metros. Avanzábamos hacia él, pero con prudencia, porque aquel mar podía estar sembrado de escollos.

Una hora después habíamos alcanzado el islote. Dos horas más tarde habíamos dado la vuelta en su alrededor. Medía unas cuatro o cinco millas de circunferencia. Un canal estrecho lo separaba de una tierra de considerable extensión, quizá un continente, cuyos límites no podíamos percibir.

El "Nautilus", por temor a encallar, se había detenido a tres cables (540 metros) de un banco de arena, dominado por un soberbio cúmulo de peñas. Se lanzó el bote al mar, y el capitán con dos de sus hombres llevando los instrumentos, Consejo y yo nos embarcamos. Eran las diez de la mañana. Yo no había visto a Ned Land. El canadiense sin duda no quería confesar su equivocación delante del Polo Sur.

Algunos golpes de remo llevaron el bote sobre la arena, donde encalló. En el momento en que Consejo iba a saltar a tierra lo detuve.

—Señor —dije al capitán Nemo—, a usted le corresponde el honor de ser el primero en desembarcar.

—Sí, señor —respondió el capitán—, y si yo no vacilo en pisar esa tierra del Polo, es porque hasta ahora no hay ser humano alguno que haya dejado aquí su planta.

El capitán Nemo saltó ágilmente sobre la arena. Trepó a una peña que dominaba a plomo un promontorio, y allí, cruzado de brazos, la mirada ardiente, quieto, mudo, parecía tomar posesión de aquellas regiones australes. Después se volvió hacia nosotros exclamando:

—Cuando quiera, profesor Aronnax.

Desembarqué seguido de Consejo, y dejando a los dos hombres en la canoa.

La playa estaba sembrada de moluscos y de pequeñas almejas.

Pero donde abundaba la vida era en los aires. Allí volaban y revoloteaban por millares ciertas aves de variadas especies, cuyos gritos nos ensordecían. Otras había que, agrupadas sobre las peñas, nos miraban pasar sin recelo y apiñándose confiadamente a nuestro paso. Eran pingüinos, tan ágiles y flexibles en el agua como torpes y pesados en tierra. Exhalaban gritos irregulares, y formaban grupos numerosos, sobrios de movimientos, pero pródigos de clamores.

Después de andar media milla, la bruma no se levantaba, y a las once el sol no había aparecido todavía. Su ausencia no dejaba de inquietarme; porque sin él no eran posibles las observaciones, para saber si habíamos llegado al Polo.

Llegó mediodía sin que el radiante astro apareciese un solo instante, sin que siquiera fuese posible reconocer el sitio que ocupaba detrás de la espesa bruma, la cual no tardó en convertirse en nieve.

—Tendremos que esperar hasta mañana —dijo simplemente el capitán.

Volvimos, pues, al "Nautilus", acosados por los torbellinos de la atmósfera.

La tempestad duró hasta el día siguiente. Era imposible mantenerse en la plataforma. Desde el salón se oían los gritos de los petreles y de los albatros que jugaban en medio de la tormenta como niños en un jardín. El "Nautilus" no estuvo quieto, pues avanzó costeando una docena de millas hacia el Sur, en medio de aquella semi claridad que dejaba el sol al rasar los bordes del horizonte.

Al siguiente día, 20 de marzo, había cesado la nieve. El frío era algo más vivo. Las nieblas se levantaron, y esperé que aquel día pudiéramos al fin efectuar nuestra observacion.

No habiendo aparecido todavía el capitán Nemo, nos metimos Consejo y yo en el bote, trasladándonos a tierra. La naturaleza del suelo era volcánica, pues se veían por todos lados vestigios de lavas, escorias y basaltos, sin advertir qué cráter podría haberlos arrojado. Aquí también había millares de aves que animaban aquella parte del continente polar. Pero compartían este imperio con numerosos rebaños de mamíferos marinos que nos contemplaban con dulce mirada. Eran focas de diversas especies, tendidas las unas en el suelo, recostadas las otras sobre témpanos de nieve, saliendo y entrando algunas en el mar.

Eran las ocho de la mañana. Disponíamos de cuatro horas libres hasta el momento en que el sol pudiera ser observado con precisión y utilidad. Dirigí mis pasos hacia una extensa bahía formada entre el acantilado granítico de la ribera.

Allí, y hasta donde se extendía la vista alrededor de nosotros, la tierra y los témpanos estaban atestados de mamíferos marinos. Eran especialmente focas, que formaban grupos distintos, machos y hembras, el padre vigilando a la familia, la madre amamantando a sus pequeñuelos, y los hijos ya fuertes, aunque jóvenes, emancipándose a cierta distancia.

Había también elefantes marinos, especie de focas de trompa corta y movible, gigantes de la especie, y que tienen una circunferencia de seis metros por diez metros de longitud. Ningún movimiento hacían al acercarnos.

—¿No son animales peligrosos? —preguntó Consejo.

—No, a no ser que se les ataque.

Dos millas más lejos fuimos detenidos por el promontorio que protegía la bahía contra los vientos del Sur. Caía a plomo sobre el mar, produciendo la resaca sobre él espumosos torbellinos. Más allá se escuchaban formidables mugidos, cual si procedieran de un rebaño de rumiantes.

—Eso parece un concierto de toros —dijo Consejo.

—No, es un concierto de morsas.

—Si al señor no le disgusta debemos verlo.

—Vamos a verlo, Consejo.

Y nos pusimos a trepar las ennegrecidas rocas, en medio de imprevistos derrumbamientos, y pisando piedras que el hielo hacía muy resbaladizas. Más de una vez rodé por el suelo, en detrimento de mis caderas. Consejo, más prudente o más fuerte, casi no tropezaba, y acudía a levantarme, diciendo:

—Si el señor quisiera tener la bondad de separar las piernas, conservaría mejor el equilibrio.

Llegado a la arista superior del promontorio, percibí un vasta llanura blanca cubierta de morsas jugueteando. Al pasar cerca de tan curiosos animales, pude examinarlos a mi gusto, porque no se movían. Su piel es gruesa y rugosa, de color leonado tirando al rojo rubio, su pelo corto y poco tupido. Tenían algunos la longitud de cuatro metros.

Después de haber examinado aquella población de morsas, debí pensar en el regreso. Emprendimos nuestra marcha hacia el "Nautilus", siguiendo un estrecho sendero que corría sobre la cumbre del acantilado. A las once y media estábamos en el punto de desembarque. El bote había ya traído al capitán, a quien vi de pie sobre una peña de basalto y con los instrumentos a su lado. Su mirada se fijaba en el horizonte hacia el Norte, junto al cual describía entonces el sol su prolongada curva.

Me coloqué junto a él y aguardé sin hablar. Llegó mediodía y tampoco pudo percibirse el sol.

Si al día siguiente no se verificaba, habríamos de renunciar difinitivamente a marcar nuestra situación.

En efecto, era precisamente el 20 de marzo. Al día siguiente, 21, que era el del equinoccio, y sin tener en cuenta la refracción, el sol debía desaparecer durante seis meses, empezando la larga noche polar.

Comuniqué mis observaciones y mis temores al capitán Nemo.

—Tenéis razón, señor Aronnax —me dijo–—, y si mañana no obtengo la altura del sol, no podré repetir la operación hasta dentro de seis meses. Pero también precisamente porque los azares de mi navegación me han traído el 21 de marzo a estos mares, mi punto será fácil de marcar cuando a las doce el sol se muestre a nuestra vista.

—¿Por qué, capitán?

—Porque cuando el astro describe espirales tan prolongadas, es dificil medir exactamente su altura sobre el horizonte, y los instrumentos pueden cometer graves errores.

—¿Cómo vais, pues, a proceder?

—No emplearé más que mi cronómetro —me respondió el capitán Nemo—. Si mañana, 21 de marzo a las doce, cuando el disco del sol, teniendo en cuenta su refracción, está exactamente partido por el horizonte del Norte, será que me encuentro en el polo Sur.

—En efecto —dije—, pero esta afirmación no es matemáticamente coincidente con la hora de mediodía.

—Si duda; pero el error será de menos de cien metros, y no necesitamos más. Hasta mañana pues.

El capitán Nemo volvió a bordo. Consejo y yo quedamos en tierra hasta las cinco, recorriendo la playa, observando y estudiando.

Al día siguiente, 21 de marzo, a las cinco de la mañana, subí a la plataforma y encontré en ella al capitán Nemo.

—El tiempo se despeja algo —me dijo—, y tengo buena esperanza. Después de tomar el desayuno iremos a tierra para escoger un punto de observación.

Convenido esto, me fui a ver a Ned Land para llevarlo con nosotros; pero el obstinado canadiense rehusó, y bien claro comprendí que su taciturnidad, así como su malhumor, se iban diariamente acrecentando.

Terminando el almuerzo, me dirigí a tierra. El "Nautilus" había recorrido todavía algunas millas durante la noche, hasta quedar mar adentro, a unos siete kilómetros de la costa, dominada por un pico agudo de cuatrocientos a quinientos metros. En el bote iban conmigo el capitán Nemo, dos hombres de la tripulación y los instrumentos; esto es, un cronómetro, un anteojo y un barómetro.

A las nueve llegábamos a tierra. El cielo se aclaraba. Las nubes huían hacia el Sur. El capitán Nemo se dirigió al pico donde quería establecer su observatorio. Fue una ascensión penosa sobre lavas agudas y piedras pómez, en medio de una atmósfera con frecuencia saturada de emanaciones sulfurosas de las humaredas. El capitán, a pesar de no tener el hábito de pisar la tierra, trepaba por las pendientes más rápidas con una soltura y agilidad que yo no podía imitar.

Dos horas fueron necesarias para alcanzar la cumbre de aquel pico, medio pórfido, medio basalto. Desde allí, nuestras miradas abrazaban un extenso mar, que hacia el Norte trazaba claramente su línea terminal sobre el fondo del cielo.

A las doce menos cuarto, el sol, visto entonces por refracción únicamente, apareció como un disco de oro, y dispersó sus postreros rayos sobre aquel continente abandonado.

El capitán, provisto de un anteojo de retículas, que por medio de un espejo corregía la refracción, observó el astro que penetraba poco a poco por debajo del horizonte siguiendo una diagonal muy prolongada. Yo tenía el cronómetro.

—Las doce —exclamé.

—¡No es el Polo Sur! —respondió el capitán Nemo con voz grave y dándome el anteojo, con el cual se percibía el astro del día, cortado en dos porciones desiguales por el horizonte. En realidad, nos encontrábamos al fondo de una gigantesca bahía y nuestra latitud era 86 grados 7 minutos Sur. Es decir, nos encontrábamos a unas doscientas treinta y tres millas del Polo.

El capitán Nemo apoyando su mano sobre mis hombros, me dijo:

—Caballero. No he llegado al Polo Sur, pero tomo posesión de este paraje del globo.

—¿En nombre de quién, capitán?

—En el mío, señor Aronnax.

Y diciendo esto, desplegó una bandera negra que tenía una N de oro bordada en su centro. Luego, volviéndose al astro del día, cuyos postreros rayos rozaban el horizonte del mar, exclamó:

—¡Adiós, sol! ¡Desaparece, bajo ese mar libre, y deja que una noche de seis meses extienda sus sombras sobre mis nuevos dominios!

Los preparativos para el regreso se iniciaron al día siguiente, 22 de marzo, a las seis de una mañana inexistente, que no era más que un leve palidecer del cielo sombrío.

El frío era muy vivo. Las constelaciones resplandecían con sorprendente intensidad, y sobre el cenit brillaba la Cruz del Sur.

Entretanto, los receptáculos de agua se habían llenado, y el "Nautilus", descendía con lentitud, hasta que se detuvo a trecientos metros de profundidad. Su hélice batió las aguas y emprendió la marcha hacia el Norte con una velocidad de 27 kilómetros por hora. Por la tarde, navegábamos ya debajo de la inmensa mole sólida de los campos de hielo.

Por prudencia se habían cerrado las ventanas del salón, porque podía acontecer que el "Nautilus" tropezara con algún témpano, suelto; así es que empleé todo aquel día en ordenar mis apuntes, dedicándose mi trabajo mental por entero a coordinar mis recuerdos de esas comarcas tan cercanas al Polo Sur.

A las tres de la mañana me despertó un violento choque. Me incorporé, y estaba escuchando entre la oscuridad, cuan me vi bruscamente arrojado en medio de la cámara. Evidentemente que el "Nautilus", después de haber tocado sobre algún escollo, estaba considerablemente tumbado. Me agarré a las paredes y arrastrándome por los corredores, llegué hasta el salón alumbrado por su luminoso techo. Los muebles estaban derribados. Por fortuna, los escaparates, sólidamente asegurados en su base, se habían mantenido firmes. Los cuadros de estribor estaban pegados a la tapicería, mientras que los de babor colgaban con separación de un pie sobre su borde inferior.

Se oían en el interior voces confusas y ruido de pasos; pero el capitán Nemo no aparecía. En el momento en que me iba a marchar del salón, Ned Land y Consejo entraron.

—¿Qué hay? —les pregunté.

—Yo venía a preguntárselo al señor —respondió Consejo.

—¡Mil diantres! —exclamó el canadiense—. Yo bien lo sé. El "Nautilus" ha varado, y si hemos de juzgar por la situación, no creo que salga de aquí tan fácilmente como en el estrecho de Torres.

Consulté el manómetro, y, con gran sorpresa mía, indicaba una profundidad de trescientos sesenta metros.

Abandonamos el salón. En la biblioteca no había nadie. Supuse que el capitán Nemo estaría en la casilla del timonel, y como era mejor esperarle volvimos los tres al salón.

Veinte minutos después entró el capitán Nemo, quien fingió no vernos. Su fisonomía, habitualmente impasible, revelaba cierta inquietud. Observó silenciosamente la brújula y el manómetro, y fue a poner su dedo en el punto del planisferio que representaba los mares australes.

No quise interrumpirle. Algunos instantes más tarde, cuando se volvió hacia mí, le dije, devolviéndole una expresión de que se había servido en el estrecho de Torres:

—¿Un incidente, capitán?

—No, señor; esta vez es un accidente.

—¿Grave?

—Tal vez.

—¿Es inmediato el peligro?

—No.

—¿Está varado el "Nautilus"

—Sí.

—¿Puedo saber cuál es la causa de este accidente?

—Un enorme témpano de hielo, una verdadera montaña ha dado un vuelco de campana —me respondió—. Su mole ha tropezado con el "Nautilus", deslizándose por debajo de su casco y, levantándolo con irresistible fuerza, lo ha elevado hasta unas aguas menos densas, donde se encuentra caído de costado.

—¿Pero no es posible restituirle su equilibrio, vaciando sus depósitos?

—Eso estamos haciendo, señor profesor. ¡Escuche cómo funcionan las bombas! Mire la aguja del manómetro, indica que el "Nautilus" sube; pero con él sube también el pedazo de hielo, y mientras su movimiento ascensional no se vea detenido por un obstáculo, no cambiaremos de posición.

En efecto, el "Nautilus" seguía tumbado a estribor, y era indudable que se restablecería su equilibrio cuando la masa congelada se detuviera. Pero, ¿quién sabe si habíamos tropezado también con la parte inferior de un gran banco, y estábamos espantosamente oprimidos entre las dos formidables superficies heladas?

El "Nautilus", desde la caída del iceberg, había subido unos cincuenta metros; pero continuaba formando el mismo ángulo con la perpendicular.

De repente, el casco se movió ligeramente. El "Nautilus" iba volviendo a su posición normal. Ninguno de nosotros hablaba; estábamos observando y escuchando con el ánimo suspenso. Trascurrieron así diez minutos, y exclamé.

—¿Por fin ya estamos en posición recta!

—Sí —respondió el capitán Nemo, dirigiéndose a la puerta.

El capitán salió, observé que por sus órdenes no tardó en suspenderse la marcha ascensional, porque, en efecto, era mejor conservar nuestra embarcación entre dos aguas, antes que tropezar con la paredes inferior del banco de arriba.

Se abrieron ventanas, y la luz exterior penetró por los cristales.

Estábamos en agua libre, como ya he dicho; pero a una distancia de diez metros, por cada lado del "Nautilus", se levantaba una resplandeciente muralla de hielo. Por encima y por debajo había otra muralla, porque la superficie interior del banco se desarrollaba como una techumbre inmensa, y además el trozo volcado, después de haberse deslizado poco, se había atorado firmemente bajo el "Nautilus". Le era, pues, fácil salir marchando hacia adelante o hacia atrás y recobrar después, a unos cien metros más allá, un libre paso por debajo del banco.

El techo luminoso se había apagado y sin embargo el salón resplandecía con intensa luz. Era que la poderosa reverberación de la paredes de hielo reflejaba hacia nosotros los fulgores del fanal. Difícil es describir el efecto de la luz eléctrica sobre aquellas masas caprichosamente recortadas, donde cada ángulo, cada arista, cada faceta desprendía brillos diferentes, semejándose a una resplandeciente mina de zafiros, que cruzaban sus destellos azules con los verdes de la esmeralda. De trecho en trecho, los matices opalinos, de una suavidad infinita, se extendían entre puntos ardientes como otros tantos diamantes de fuego.

—¡Cuán bello es esto, cuán bello! —exclamó Consejo.

—¡Sí! —dije yo—. Es un espectáculo admirable. ¿No es verdad, Ned Land?

—¡Mil diantres que sí —contestó—. Esto es soberbio, y me revienta tener que reconocerlo! Nunca se ha visto cosa igual; pero ese espectáculo puede costarnos caro. Y para decirlo todo, se me figura que estamos viendo cosas que Dios ha querido alejar de las miradas humanas.

Ned Land tenía razón. Era demasiado bello.

—Cuando volvamos a tierra —dijo Consejo— estaremos tan maravillados de todos estos portentos de la Naturaleza, que nos parecerán insulsos esos miserables continentes y esas pequeñas obras salidas de mano de los hombres. ¡No! ¡El mundo habitado ya no es digno de nosotros!

Semejantes palabras en boca de un impasible flamenco, demostraban cuál era el grado de efervescencia a que había llegado nuestro entusiasmo. Pero el canadiense no dejó de aplacarlo con su gota de agua fría.

—¡El mundo habitado! —dijo moviendo la cabeza—. No te preocupes, amigo Consejo, pues no volveremos a verlo.

En aquel momento hubo un choque por la parte anterior del "Nautilus". Comprendí que su espolón acababa de tropezar con una mole de hielo.

Creí, pues, que el capitán Nemo, modificando su rumbo, sortearía aquellos obstáculos y seguiría las sinuosidades del túnel. En todo caso, la marcha hacia adelante no podía quedar en absoluto detenida. Sin embargo, el "Nautilus" tomó un movimiento de retroceso muy pronunciado.

—¡Volvemos hacia atrás! —dijo Consejo.

—Sí —respondí—. El túnel, sin duda, no tiene salida por este lado. Retrocedemos, y todo queda reducido a salir por el orificio del Sur.

Al hablar así trataba yo de parecer más sereno de lo que estaba realmente.

Entre tanto, el movimiento retrógrado del "Nautilus" se aceleraba, arrastrándonos a contra hélice con gran velocidad.

Transcurrieron algunas horas. Observé los instrumentos, y el manómetro indicaba que el "Nautilus" se hallaba a una profundidad constante de trescientos metros; la brújula, que marchaba al Sur, y la corredera, que andaba con una velocidad de veinte millas por hora, rapidez excesiva para tan estrecho espacio. Nemo sabía que no podía perder tiempo.

A las ocho y venticinco se sintió otro golpe. Perdí el color. Mis compañeros se habían acercado, y nos mirábamos, diciendo nuestros ojos más de lo que hubieran expresado las palabras.

Entonces. entró el capitán en el salón, y me dirigí a él.

—¿Está el camino también cerrado por el Sur? —le pregunté.

—Sí, señor. El iceberg, al volcarse, ha cerrado toda salida.

—¿Estamos bloqueados?

—Sí.

La situación era mortalmente simple: un muro impenetrable de hielo eterno rodeaba al "Nautilus" por todos lados.

Quedamos mudos

El capitán Nemo tomó finalmente la palabra, diciendo con voz serena:

—Señores, hay dos modos de morir en las condiciones que nos rodean.

—El primero —añadió—, es morir aplastado. El segundo es morir asfixiado.

—En cuanto a la asfixia, capitán —le dije—, por ahora no la debemos temer, porque nuestros depósitos están llenos.

—Exacto —replicó el capitán Nemo—, pero no nos darán más que dos días de aire. Hace treinta y seis horas que estamos presos en estas aguas, y ya la atmósfera viciada del "Nautilus" exige renovación. Dentro de cuarenta y ocho horas nuestras reservas se habrán agotado.

—Pues bien, capitán, procuremos librarnos antes de cuarenta y ocho horas.

—Así lo intentaremos perforando el muro que nos rodea.

Voy a ver el "Nautilus" sobre el banco inferior, y mis hombres, revestidos con las escafandras, atacarán el hielo por su pared menos gruesa.

El capitán Nemo salió, y bien pronto advertí, por los silbidos, que el agua se introducía en los depósitos.

El "Nautilus" descendió con lentitud, y descansó sobre el fondo de hielo a la profundidad de trescientos cincuenta metros.

—Amigos míos —dije—, la situación es grave, pero cuento con que mantengan el valor y la energía.

—Señor —me respondió el canadiense—, no será ahora cuando lo mortifique con mis recriminaciones. Estoy dispuesto a todo para la salvación común.

Les conduje a la cámara donde la tripulación del "Nautilus" se ponía las escafandras, y di parte al capitán de la proposición de Ned, que fue aceptada.

Después de vestirse con el traje submarino Ned Land se unió a los demás tripulantes y yo entré en el salón, cuyas ventanas estaban abiertas, y examine las capas ambientes que rodeaban al "Nautilus".

Algunos instantes después veíamos una docena de hombres de la tripulación apearse sobre el banco de hielo, y entre ellos a Ned Land, fácil de reconocer por su elevada estatura. El capitán iba con ellos.

Antes de proceder a la perforación del hielo, mandó practicar calas, que debían asegurar la buena dirección de los trabajos, haciendo penetrar largos barrenos en las paredes laterales; pero a los quince metros todavía las detenía la gruesa muralla. Se juzgó inútil pensar en la superficie de arriba, porque era el banco mismo con más de cuatrocientos metros de altura. Se sondeó la superficie inferior, y se reconoció que estábamos a diez metros del agua. Había que cortar un pedazo igual a la superficie de la línea del "Nautilus". Era necesario arrancar seis mil quinientos metros cúbicos de hielo para obtener una abertura por donde cupiésemos.

El trabajo comenzó inmendiatamente y fue dirigido con infatigable obstinación. El capitán Nemo hizo dibujar la inmensa fosa a diez metros del banco de babor. Después la tripulación taladró el hielo en diferentes puntos de la circunferencia.

Después de dos horas de trabajo incansable, Ned Land se retiró fatigado. Sus compañeros y él fueron sustituidos por nuevos trabajadores, a los cuales nos unimos Consejo y yo. El segundo del "Nautilus" nos dirigía.

Cuando me retiré, a las dos horas, para tomar algún alimento y descanso, hallé una notable diferencia entre el fluido puro que me suministraba el aparato Rouquayrol y la atmósfera del "Nautilus", cargada ya de gas carbónico. Hacia cuarenta y ocho horas que el aire no se renovaba. Entretanto y por espacio de doce horas, no se había conseguido arrancar más que un metro de profundidad de hielo, o sea unos seiscientos metros cúbicos. Suponiendo que cada doce horas se hiciera el mismo trabajo, necesitábamos todavía cinco noches y cuatro días para llevar a cabo nuestra empresa.

—¡Cinco noches y cuatro días! —dije a mis compañeros—. Y no nos queda en los depósitos aire más que para dos días.

—¡Sin contar —repuso Ned— que una vez fuera de esta maldita prisión estaremos todavía debajo del banco de hielo, y sin comunicación posible con la atmósfera!

Según mis previsiones, durante la noche se había profundizado un metro más el alvéolo inmenso por donde había de buscar su salida el "Nautilus". Pero por la mañana, cuando vestido con mi escafandra recorrí la masa observé que las paredes laterales se iban aproximando. Las capas de agua más lejanas del hoyo, que no se calentaban con el trabajo de los hombres y la acción de las herramientas, indicaban una tendencia a congelarse. Ante este nuevo e inminente peligro, desaparecían nuestras probabilidades de salvación, sin que yo creyera posible impedir la solidificación de aquel medio líquido, que podía hacer estallar como vidrio el casco de nuestra embarcación.

Nada dije de este nuevo riesgo a mis compañeros. Pero cuando volví a bordo, di cuenta al capitán Nemo de tan grave complicación.

—Ya lo sé —me dijo con aquel acento sereno, que ni las más terribles coyunturas hacían modificar—. Es un peligro más, y no se me ocurre medio ninguno para conjurarlo. La única posibilidad de salvación consiste en ir más aprisa, procurando llegar primero. A eso se reduce todo.

Aquella noche el capitán Nemo mandó abrir las llaves de los depósitos y derramar por el interior del "Nautilus" algunas columnas de aire. Sin esta precaución no nos habríamos despertado.

Al día siguiente, 26 de marzo, proseguí en mi trabajo de minero, empezando a arrancar el quinto metro. Las paredes laterales y la inferior del banco iban, visiblemente, acercándose. Era evidente que se juntarían antes de que el "Nautilus" hubiese conseguido desembarazarse. Tuve un momento de desesperación, y por poco soltaron mis manos el pico. Parecíame que me encontraba entre las formidables mandíbulas de un monstruo, que se iban cerrando irremisiblemente.

El aquel momento el capitán Nemo, pasó a mi lado. Le toqué con la mano y le enseñé las paredes de nuestra cárcel. La de estribor se había acercado ya a menos de cuatro metros del casco del "Nautilus".

El capitán me comprendió y me indicó con señas que le siguiera. Volvimos a bordo, y después de quitarnos las escafandras, le acompañé al salón, donde me dijo:

—Señor Aronnax, es necesario apelar a algún medio heroico, o de lo contrario vamos a quedar empotrados en esta agua congelada como si fuera cemento.

—Señor, por cierto —exclamé—. ¿Pero qué haremos?

—Tenemos que oponernos a esa solidificación, deteniéndola. No solamente se estrecha el espacio comprendido entre las paredes laterales, sino que ya no quedan más que diez pies de agua por delante y por detrás del "Nautilus". La congelación nos alcanza por todos lados.

—¿Cuánto tiempo nos permitirá respirar a bordo el aire de los receptáculos?

—Pasando mañana los depósitos estarán vacíos.

Un sudor frío me invadió.

El capitán Nemo reflexionaba silencioso, quieto; era indudable que le cruzaba una idea por la imaginación; pero, al parecer; la rechazaba respondiéndose negativamente a sí mismo, hasta que por último soltaron sus labios las siguientes palabras:

—¡El agua hirviendo!

—¿El agua hirviendo? —exclamé.

—Sí, señor. Estamos encerrados en un espacio relativamente pequeño. ¿Acaso no es posible elevar la temperatura ambiente y retardar la congelación con chorros de agua hirviendo inyectadas por las bombas del "Nautilus"?

—Hay que hacer la prueba —dije resueltamente.

El termómetro señalaba entonces menos siete grados al exterior. El capitán Nemo me llevó a las cocinas, donde funcionaban vastos aparatos destiladores que nos suministraban el agua potable por evaporación. Se llenaron de agua, y todo el calor eléctrico de las pilas fue derramado por los serpentines bañados de líquido. En pocos minutos el agua había alcanzado cien grados y fue dirigida a las bombas mientras que era reemplazada por otra, y así sucesivamente, a medida que se calentaba, el calor desarrollado por las pilas era tal, que el agua fría tomada del mar llegaba hirviendo a los cuerpos de la bomba con sólo atravesar los aparatos.

La inyección comenzó, y tres horas después el termómetro señalaba al exterior seis grados bajo cero. Era la ventaja de un grado. Dos horas más tarde llegábamos a cuatro grados.

—Saldremos bien —dije al capitán, después de haber seguido y comprobado por numerosas observaciones los adelantos de la operación.

—Así lo creo —me contestó—. No seremos estrujados. Ya no nos queda otro peligro que el de la asfixia.

Durante la noche, la temperatura del agua llegó a un grado bajo cero, sin que pudiera pasar de aquí; pero como la congelación del agua del mar no se produce sino a tres bajo cero, me tranquilicé contra los peligros de la solidificación.

Al día siguiente, 27 de marzo, habíamos arrancado seis metros de hielo, y nos quedaban cuatro por ahondar. Faltaban, pues, cuarenta y ocho horas de trabajo. El aire no podía renovarse ya en el interior del "Nautilus", y por eso aquella jornada fue penosísima.

Una pesadez intolerable me abrumó. Hacia las tres de la tarde, este sentimiento de angustia llegó a muy alto grado. Los bostezos dislocaban mis mandíbulas. Se apoderó de mis sentidos una torpeza mortal. Estaba tendido sin fuerzas y casi sin conocimiento. Mi buen Consejo, atacado por los mismos síntomas, sufriendo idénticos padecimientos, no me abandonaba. Me agarraba la mano, me daba ánimo, y yo le oía decir:

—¡Ah! Si pudiera yo no respirar para dejar más aire al señor.

Mis ojos se inundaban de lágrimas al oírle hablar así.

Nuestra situación era tan intolerable en el interior; que cuando nos llegaba el turno de trabajar nos apresurábamos llenos de gozo a ponernos las escafandras. Los picos resonaban sobre la helada superficie. ¡Allí, por fin, se respiraba! Y, sin embargo, nadie prolongaba más de lo debido su trabajo. Todos entregaban al fin de la tarea, a sus compañeros angustiados, el aparato que debía transmitirles vida. El capitán Nemo daba el ejemplo.

Aquel día, el trabajo habitual se cumplió con más vigor todavía. Solamente dos metros nos separaban del mar libre; pero los receptáculos estaban casi vacíos de aire, y lo poco que restaba debía ser conservado para los trabajadores. Ni un átomo para el "Nautilus".

Aquel día, sexto de nuestro cautiverio, el capitán Nemo abandonó el sistema de trabajo demasiado lento del piso, resolviendo quebrar la capa de hielo que restaba por arrancar.

Por orden suya, se aligeró la embarcación y se puso a flote, trayéndola después encima del hoyo inmenso. Volviéronse a llenar de líquido los receptáculos, el "Nautilus" bajó y se encajó a la abertura.

Todos entraron a bordo; se cerró la doble puerta de comunicación y se dejó descansar la nave submarina sobre el fondo del hoyo, formado entonces por una capa de hielo que no llegaba a un metro de grueso, y estaba perforada por la sonda en mil puntos diferentes.

Se abrieron las llaves de los receptáculos, y cien metros cúbicos de agua entraron en el "Nautilus", aumentando su peso en cien mil kilógramos.

A pesar de los zumbidos que me ensordecían, sentí los chasquidos del hielo bajo el casco del "Nautilus". Se produjo un desnivel. El hielo estalló con singular estrépito, y nuestro barco descendió.

—¡Pasamos! —me dijo Consejo al oído.

De repente, arrastrado el "Nautilus" por su tremenda sobrecarga, penetró como una bala bajo las aguas, es decir; que cayó como en el vacío.

Entonces se aplicó toda la fuerza eléctrica a las bombas, que empezaron a desalojar el agua de los resceptáculos. Al cabo de algunos minutos cesó el descenso, y el manómetro comenzó a indicar un movimiento ascensional. La hélice, marchando a gran velocidad, hizo estremecer el casco del buque y nos impelió hacia él Norte.

Medio extendido sobre un diván de la biblioteca, me sofocaba. Mi rostró estaba pálido; mis labios, azules; mis facultades, suspensas. Ni veía ni escuchaba nada. La noción del tiempo había desaparecido de mi entendimiento. Mis músculos no podían contraerse.

No puedo calcular las horas que así transcurrieron; pero tuve la conciencia de mi agonía, que empezaba. Comprendí que iba a morir...

De repente recobré el sentido. Algunas bocanadas de aire penetraban en mis pulmones.

Eran Ned y Consejo, mis dos buenos amigos, que se sacrificaban por salvarme. Quedaban todavía algunos átomos de aire en el fondo de un aparato. En vez de respirarlo, lo habían conservado para mí. Quise rechazar el aparato, me sujetaron las manos, y durante algunos instantes respiré con deleite.

Mi vista se dirigió al reloj. Eran las once de la mañana. Debíamos estar a 28 de marzo. El "Nautilus" navegaba a una velocidad espantosa de cuarenta nudos, ¡más de 70 kilómetros por hora!

En aquel momento, el manómetro indicaba que sólo estábamos a siete metros de la superficie, separándonos de la atmósfera una simple corteza de hielo. ¿No sería fácil quebrarla?

El "Nautilus" iba a intentarlo. Sentí, en efecto, que tomaba una posición oblicua elevando su espolón, bastando una introducción de agua para producir el desequilibrio. Impelido después por su potente hélice, atacó la masa congelada por debajo. Lo iba así rajando, se retiraba, y acometía de nuevo a toda velocidad, hasta que, arrastrado por un supremo impulso, se lanzó sobre la congelada superficie, despedazándola con su peso.

La escotilla fue inmediatamente abierta y el aire puro penetró a torrentes en todo el interior del "Nautilus", mientras las bombas extraían hasta el último residuo de anhídrido carbónico.

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