El asno real

(Jakoby Wilhelm Grimm)

En un lejano y maravilloso país había un rey y una reina que gozaban de grandes riquezas: palacios, servidores, tierras, vasallos, joyas. Tenían todo lo que podían desear, excepto lo más importante: hijos. La reina no era feliz por ello.

—Soy como un campo en el que nada florece –se lamentaba a menudo.

Al fin, Dios atendió sus deseos; nació un niño, pero éste más parecía un asno que un ser humano. Y cuando la madre lo vio comenzó a gritar:

–¿Cómo puedo creer que este niño sea hijo mío? –lloraba con desesperación–. Preferiría no tener hijos a tener uno que parece un burro. Tendré que arrojarlo al río para que no lo vuelva a ver y se lo coman los peces.

El rey, al oír a su esposa decir algo tan horrible, la miró con pena. Y desaprobando por primera vez la voluntad de la reina, dijo:

–No procederemos así. Dios me lo ha dado, es mi hijo muy querido y será mi heredero. Cuando yo muera, él ceñirá la corona real y gobernará mi reino.

Así, el príncipe con apariencia de asno fue criado con esmero y creció. Crecieron también sus orejas, primorosamente largas y esbeltas, así como sus extremidades grandes y toscas. Por lo demás, era de natural alegre y juguetón; le encantaba jugar y aprendía todo con gran facilidad. Lo que más le gustaba era la música; sentía una particular inclinación por ella, de tal forma que un día fue a ver a un famoso maestro de música y le dijo:

–Enséñame tu arte. Quiero llegar a tocar el laúd tan bien como tú.

–¡Ay, mi pequeño señor! –respondió el músico–, le va a resultar muy difícil. Los dedos de su alteza no están hechos para esto; son demasiado grandes. Me temo que las cuerdas del laúd no resistan.

Pero sus excusas no sirvieron de nada. El príncipe burrito quería tocar el laúd, tenía que tocar el laúd y empezó a recibir las primeras lecciones.

Fue un alumno tan perseverante y aplicado que no tardó mucho tiempo en dominar el instrumento. Lo tocaba tan bien o mejor que su maestro, haciendo que el rey se sintiera muy orgulloso de su hijo. No así la reina, que sólo acertaba a ver en él a un ser repugnante.

Al príncipe le gustaba pasear por el campo. Un día se acercó a una fuente, en cuyas cristalinas aguas se vio reflejado. Por primera vez vio que su figura se parecía a la de un asno. Quedó tan consternado por ello que al volver a palacio preparó con sigilo lo necesario para irse a recorrer el mundo. Invitó a un fiel amigo que lo acompañara y, sin despedirse del rey, salió cuando todos dormían.

Erraron de un lado a otro y sólo él fue viendo misteriosas transformaciones en sí mismo, que disimuló hábilmente a los ojos de su compañero. El viaje le resultaba una rica y maravillosa experiencia. Todo contribuía a aumentar sus conocimientos.

Un día llegaron a un lejano país gobernado por un rey anciano y bondadoso. Éste tenía una sola hija, la que era muy hermosa y con fama de discreta. El príncipe dijo a su compañero:

–Aquí pasaremos un buen tiempo.

Llamó a la puerta del palacio y gritó:

–¡Aquí hay huéspedes! Abran la puerta para que podamos entrar.

Como las puertas no se abrían, el príncipe se sentó y sacando su laúd se puso a tocar las más bellas melodías. Entonces el centinela abrió desmesuradamente los ojos, corrió a ver al rey y le dijo:

–Ahí afuera hay un joven borriquillo que está tocando el laúd como un maestro consumado, y un joven que debe ser su amo.

–Hazlos pasar –ordenó el rey–. Quiero oír a ese músico.

Los dos amigos entraron, pero cuando los presentes vieron que el que decían músico no pasaba de ser un borriquillo, se pusieron a reír y a burlarse del músico y su laúd. Luego quisieron que almorzara con los servidores, pero el joven se negó diciendo:

–No soy un borriquillo común de los establos, yo soy un noble.

–Si eres lo que dices, anda entonces a sentarte con los centinelas.

–No –replicó el príncipe–, yo no tengo nada que ver con armas. Quiero sentarme junto al rey.

El rey se puso a reír y miró divertido al insólito "personaje".

–Muy bien –le dijo–, se hará como deseas, borriquillo. Siéntate a mi lado.

El joven se sentó con ademanes corteses y el rey, admirado, le preguntó:

–Dime, ¿qué te parece mi hija?

El singular "burrito" se volvió para mirarla, la contempló en silencio e hizo un gesto de aprobación.

–Bella sobremanera –dijo–. Es tan hermosa que nunca he visto otra igual.

–Bien, entonces, siéntate también a su lado –le dijo el rey.

–¡Encantado! –dijo el príncipe burrito.

Se puso al lado de la bella princesa, comió y bebió con tan finas maneras y se comportó tan cortésmente que todos empezaron a mirarlo olvidados de su apariencia. Especialmente cuando al final del banquete tomó su laúd y dedicó a la princesa una melodía tan bella y ejecutada con tal maestría, que entusiasmó a toda la corte.

Pasó el tiempo en la corte del rey. Éste se había encariñado con aquel inteligente "animalillo". Pero el príncipe pensaba: "¿De qué me sirve todo esto? Tengo que regresar al lado de mis padres".

Con la cabeza inclinada, se presentó un día ante el rey para pedirle que le permitiera marcharse. Pero el rey le dijo con afecto:

–¿Qué te pasa, amigo burrito? Tienes una cara que más parece una botella de vinagre. ¡ Quédate conmigo! Serás mi músico; te daré lo que me pidas. ¿Quieres oro?

–No –respondió el joven moviendo tristemente la cabeza.

–¿Quieres lujos y alhajas?

–No.

Le preguntó entonces el rey:

–¿Con qué podré satisfacerte? ¿Quieres que te dé a mi hermosa hija por esposa?

–¡Oh, sí! –exclamó el príncipe burrito con los ojos brillantes de dicha–. Eso me gustaría más que nada en el mundo.

El enamorado joven se había puesto súbitamente alegre. Increíblemente, la hermosa princesa aceptó encantada y el rey dio orden de que se hicieran los preparativos para la boda.

La ceremonia se celebró con toda pompa y majestad. El burrito músico recibió a la bellísima esposa como el mejor y más galante de los enamorados... pero ¡su fea apariencia...!

La fiesta se prolongó hasta la noche y los nuevos esposos fueron conducidos a la habitación nupcial. El rey estaba inquieto, pensando que su pobre hija sería desdichada por su culpa, y mandó a un sirviente de confianza para que espiara, desde un lugar oculto, el comportamiento del novio.

Cuando la pareja entró en la habitación, el esposo cerró con llave la puerta, miró a su alrededor para convencerse de que estaban solos y se despojó entonces de la piel de burro. Quedó convertido en lo que era desde hacía mucho tiempo: un apuesto y joven príncipe.

–Ahora que me ves como soy –dijo a su amada esposa–, verás también que no era indigno de ti.

La recién casada, llena de alegría, le besó con amor y fue la más feliz de las esposas.

A la mañana siguiente el joven se puso de nuevo su piel, de manera que nadie habría podido sospechar quién se ocultaba bajo aquella apariencia de asno. Pronto apareció el rey.

-¡Hola! –exclamó, saludando a su hija–. ¡Ya está alegre y despierto el burrito! Tú, en cambio, debes estar triste, hija mía, porque no tienes como esposo a un hombre normal, ¿no es verdad?

–¡Oh no, querido padre! Le quiero tanto como si fuera el más hermoso de los hombres. Deseo estar con él toda mi vida.

El rey, sorprendido, no podía comprender. Pero el criado que había descubierto todo desde su escondite, le reveló la verdad.

–Monte guardia, su majestad, esta noche, y lo podrá ver con sus propios ojos. ¿sabe lo que su majestad podría hacer? Tome la piel y échela al fuego. Así el joven tendrá que aparecer con su verdadera figura.

–No está mal tu consejo –dijo el rey.

Así sucedió. Por la noche, mientras la pareja dormía profundamente, entró el rey en la pieza sin hacer ruido, se acercó a la cama donde dormían y, a la luz de la luna, vio al apuesto joven que le había descrito su criado.

La piel de asno estaba en el suelo. La tomó, salió con sigilo de la habitación, mandó encender una gran hoguera y la arrojó en ella. Contempló con cara de satisfacción cómo el fuego la consumía hasta quedar reducida a un puñado de cenizas. Sólo entonces regresó a su lecho, donde pasó el resto de la noche en vela, imaginando lo que haría el despojado príncipe al levantarse.

Como siempre, el joven se levantó cuando apenas amanecía. Quiso ponerse su piel, pero no logró encontrarla. Consternado y temeroso se dijo:

–Ahora no tengo más remedio que huir.

Iba a hacerlo, cuando el rey le salió al paso. Al verle desnudo, le dijo entre burlón y divertido:

–¿Adónde va sin vestido y presuroso el feliz esposo de mi hija, mi querido músico burrito?

Confundido y avergonzado, el joven príncipe no supo qué responder. Pero el rey le miró con bondad.

Quédate aquí, hijo mío –le pidió–. Un hombre tan valioso y sabio no debe separarse de mi lado. Desde ahora tienes la mitad de mi reino y, cuando yo muera, será tuyo y de tu esposa todo entero.

–De acuerdo –dijo el joven–. Yo sólo deseo que lo que tuvo un buen principio tenga un buen fin. Me quedo aquí con mi amada esposa.

Llamó a su compañero, que no podía dar crédito a sus ojos al ver la transformación de su amigo burrito, le abrazó y le dijo:

–Vuelve a casa de mis padres y comunícales que al fin podrán ver a su hijo tal como ellos lo soñaron.

El amigo partió presuroso. El anciano rey le regaló al yerno la mitad de su reino y cuando, al cabo de un año, murió, el reino completo. Dicen que al morir su padre, el príncipe heredó también el otro reino. Y que, feliz junto a la reina, fue el más inteligente y bueno de cuantos reyes hubo en la historia de aquellos dos países.

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