Bolita y el jabalí

(León Tolstoi)

Un día de diciembre, en el Cáucaso, organizamos una cacería de jabalíes, y Bolita me siguió.

Los bosques del Cáucaso están llenos de frutas exquisitas: piñas, uvas silvestres, manzanas, peras, moras y bellotas. Con las primeras heladas, estas frutas, ya maduras, caen, y los cerdos y los jabalíes se alimentan con ellas, poniéndose exageradamente gordos. Esto hace que se cansen pronto cuando los perros los persiguen, y al cabo de una o dos horas de persecución se detienen, refugiándose en la espesura de los bosques. Por el ladrido de la jauría los cazadores saben si el jabalí se ha escondido o corre aún ya que, cuando se detienen, los perros dejan de gruñir y aúllan largamente.

Aquella mañana, yo aún no había conseguido enfrentar a un jabalí, cuando escuché los aullidos característicos. Corrí hacia el lugar de donde éstos provenían, y a medida que me iba aproximando comencé a oír chasquidos de ramas y luego ladridos. Entonces comprendí que la jauría tenía cercado a un jabalí, pero no se atrevía a atacarlo. De pronto, un ruido a mi espalda me hizo volver la cabeza, e inesperadamente descubrí a Bolita.

Sin duda había perdido de vista a los perros y ahora los oía ladrar. Bolita avanzaba por una pradera cubierta de hierba tan alta, que sólo permitía ver su negra cabeza y los dientes blancos, por entre los que asomaba su lengua. Lo llamé repetidamente, pero parecía sordo a mis gritos, y fue adentrándose en el bosque. Fui tras él. Las ramas me arañaban el rostro y las espinas de los ciruelos silvestres me rompían la ropa. Los ladridos aumentaron, y escuché al jabalí gruñendo, jadeante.

"Bolita lo está atacando", pensé, y apuré mi carrera.

Sólo me detuve al divisar al jabalí acosado por un perro de caza, y a Bolita que lanzaba penetrantes aullidos. Apenas alcanzaron a pasar unos segundos y el jabalí se lanzó encima del perro de caza. Éste saltó hacia atrás, temeroso, y yo disparé sobre la cabeza del jabalí que, por fin, quedaba a mi alcance. Di en el blanco y la fiera penetró en la espesura, gruñendo de dolor y furia. La jauría iba tras él, y yo siguiéndoles, hasta que tropecé con Bolita, que se hallaba echado sobre su costado izquierdo, inmóvil, gimiendo apenas, encima de un charco de sangre.

"Está muriéndose", pensé. Avancé unos pasos más, y vi al jabalí, atacado por la jauría, revolviéndose de un lado a otro. Bruscamente embistió contra mí y, por segunda vez, yo le disparé. La bestia giró, vacilante, gruñendo aún, y finalmente se desplomó.

Al acercarme, el cuerpo del jabalí palpitaba todavía. Yo busqué con los ojos a Bolita, que venía a mi encuentro, arrastrándose con dificultad. Su vientre estaba abierto, y los intestinos se le habían salido. Con mis compañeros se los volvimos a su lugar y cosimos la herida. Bolita soportaba el dolor y nos lamía las manos.

Después amarramos al jabalí a un caballo, y pusimos a mi perro encima. Así lo llevamos, agonizante, a la casa. Sin embargo, seis semanas más tarde, Bolita volvió a animarse y mejoró.

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