Cómo cazamos un oso

(León Tolstoi)

Una mancha de sangre en la nieve. Eso era todo lo que había quedado después de que mí compañero hirió de un disparo al oso, y éste escapó. Pero aquella cacería no podía terminar allí, así es que nos reunimos en el bosque para tomar una decisión.

—¿Qué es más conveniente? —les preguntamos a los cazadores de osos—. ¿Esperar unos días hasta que la fiera regrese a su guarida o ir de inmediato en su búsqueda?

—En este momento sólo lograríamos asustarlo. Hay que dejar que se tranquilice —opinó un anciano montero, que llevaba muchos años persiguiendo la caza en los montes.

—Yo no veo inconveniente en perseguirlo ahora —rebatió Demian, y la discusión siguió.

—Con toda la nieve que ha caído, no podrá ir muy lejos —dije—. Lo alcanzaré esquiando.

Mi compañero no estuvo de acuerdo conmigo y aconsejó esperar. Pero yo estaba impaciente:

—No discutamos más. Hagan lo que quieran y yo me iré con Demian siguiendo las huellas del oso. Será magnífico si logramos acorralarlo, y si no lo conseguimos no perderemos nada.

Tal como lo afirmé lo hicimos. Mientras mi compañero y los demás hombres subieron a los trineos para regresar a la aldea, Demian y yo revisamos bien las escopetas y, alzando el cuello de nuestras chaquetas forradas en piel, nos adentramos en el bosque.

El tiempo era apacible y frío, pero resultaba difícil avanzar con los esquíes, ya que la nieve estaba blanda y esponjosa. A poco andar encontramos las huellas del oso, que en algunos trechos daba la impresión de haberse hundido hasta la barriga. Más adelante, las huellas se internaban en una espesura formada por abetos.

—No conviene ir tras estas huellas —dijo Demian, deteniéndose—. Pienso que el oso va a refugiarse aquí, y es mejor que demos un rodeo. Tratemos de no hacer ruido para no asustarlo.

Dimos vuelta hacia la izquierda, deslizándonos sigilosamente, y más o menos cincuenta pasos más adelante tropezamos nuevamente con las huellas. Nos miramos sorprendidos. Ahora éstas desembocaban en un sendero. Nos paramos allí para ver en qué dirección debíamos seguir; y observamos que en algunos lugares se notaban las huellas del animal muy marcadas en la nieve, y en otros sólo se distinguían las de un rústico calzado de corteza de abedul, propio de un campesino.

Recorrimos cerca de dos kilómetros, guiados por las huellas del oso, y éstas se alejaron del bosque y fueron en sentido contrario.

—¡Son de otro oso! —grité.

—No, señor; son del mismo —replicó Demian, examinando las patas marcadas en la nieve—. Se desvió del camino, y nos ha engañado andando hacia atrás.

Me resultaba muy difícil aceptar esa teoría; sin embargo, comprobé que era verdad. El oso había dado más de setenta pasos al revés, y de pronto volvió a caminar de frente.

—Lo acorralaremos. El pantano es su único escondite —aseveró Demian.

Nos adentramos en un tupido bosque de abetos. Yo principié a cansarme, a tropezar con algunos troncos o arbustos, y los esquíes se me torcían. Los de Demian, en cambio, daban la sensación de deslizarse solos, sin enredarse jamás. Así rodeamos el pantano, hasta que él se detuvo, haciendo señas de que me acercara.

—Observé esa urraca —me indicó—. Sus graznidos anuncian la proximidad del oso. Las urracas perciben su olor desde lejos.

Recorrimos otros dos kilómetros y reencontramos la antigua pista. Esto significaba que habíamos dado vueltas alrededor del sitio donde el oso se escondía. Por fin nos detuvimos, y yo me desabotoné la chaqueta y me despojé de mi gorro. Me sentía acalorado y sudoroso.

Es necesario descansar —aconsejó Demian, enjugándose la transpiración de la cara; sus mejillas estaban rojas.

Nos sentamos sobre los esquíes y sacamos el pan que llevábamos en los morrales. A través de los árboles se filtraba la puesta de sol. Comimos un poco de nieve, y luego el pan, que me pareció lo mejor que había comido en muchos años. Poco después bajaron las sombras del anochecer.

—¿Estaremos muy lejos de la aldea? —pregunté.

—Más o menos a unos dieciocho kilómetros.

Demian improvisó un lecho con ramas de abeto y nos tendimos alli, con las manos bajo la cabeza en reemplazo de las almohadas. Ignoro el momento en que me dormí, y caí en un sueño tan profundo que al despertar no supe en qué lugar me hallaba.

Vi que todo deslumbraba alrededor, y entre los ramajes, que formaban una bóveda por encima de mí, titilaban pequeñas luces multicolores. Pasado un rato me acordé de que estábamos en el bosque, y que eran las estrellas las que resplandecían en lo alto.

Desperté a Demian y sin pérdida de tiempo reanudamos la marcha. El silencio era tan denso, que únicamente se oía el sonido de nuestros esquíes resbalando por la nieve, y el leve golpe de una rama, o el crujido de un árbol, retumbaba por el bosque entero. De repente percibí un movimiento muy próximo y pensé que era el oso. Pero sólo descubrimos las pequeñas huellas de una liebre.

Ya en el camino, nos quitamos los esquíes y los arrastramos. Se deslizaban fácilmente, sin que hiciéramos ningún esfuerzo. Plumillas muy finas de escarcha flotaban sobre nuestras caras, y cientos de estrellas parecían bajar hacia nosotros, encendiéndose y apagándose, dando la sensación de un constante vaivén en el cielo.

Al llegar a la casa que habitábamos en la aldea, mi compañero estaba en cama, disponiéndose a dormir. No dejé que lo hiciera sin antes contarle la persecución del oso y dar órdenes para que nos reuniéramos todos a primera hora del nuevo día. Después, Demian y yo cenamos y me fui a acostar.

Me sentía tan agotado, que habría dormido la mañana íntegra si mi compañero no me hubiese despertado. Él ya se había vestido y estaba preparando su escopeta.

—Demian ya se fue al bosque y se llevó a los monteros —me comunicó—. Lo dispuso todo para acorralar al oso.

Me lavé y me vestí con prisa, cargué mis escopetas, y nos instalamos en el trineo.

Anduvimos casi cinco kilómetros y divisamos la columna de humo que surgía desde la parte baja del bosque, y al grupo de hombres y mujeres armados de estacas. Nos bajamos del trineo y nos acercamos. Demian estaba con ellos, y asaban unas papas, mientras conversaban alegremente. Al vernos, todos se pusieron de pie y Demian dio las instrucciones. Se trataba de ir componiendo un círculo alrededor del terreno que nosotros habíamos recorrido el día anterior. Unas treinta personas, hombres y mujeres, asintieron, y se internaron en el bosque en una larga fila. Mi compañero y yo fuimos detrás de ellos.

No era fácil avanzar de este modo por aquel sendero. No obstante, caminamos así más de dos kilómetros. De pronto vi a Demian que se aproximaba esquiando, haciendo gestos para que nos reuniéramos con él. Obedecimos, y entonces nos señaló nuestros respectivos puestos.

Ocupé el lugar indicado y miré en torno a mí. Hacia mi costado izquierdo se extendía una arboleda de abetos muy altos, pero no tupidos, entre los cuales era posible observar hasta una gran distancia. Allí divisé a uno de los cazadores. Delante de mí había un bosquecillo de abetos nuevos, no más altos que un hombre de regular estatura; sus débiles ramas se doblaban bajo el peso de la nieve. En medio de ese bosquecillo descubrí un senderito angosto, que venía a desembocar precisamente donde yo estaba. A mi derecha, los abetos formaban una espesura, detrás de la cual había una pradera, y allí se hallaba mi compañero.

Calmadamente revisé mis escopetas, les quité los seguros, y busqué el lugar preciso donde ubicarme. A pocos pasos vi un pino enorme y decidí colocarme junto a él. Hundiéndome en la nieve, caminé hasta el árbol y en seguida aplané el suelo bajo mis pies, preparando mi pequeño fuerte de batalla. Sostuve una de las escopetas en la mano y la otra la dejé apoyada contra el pino. Luego, desenvainé y envainé mi puñal, comprobando que, de ser necesario, podría hacer estos movimientos sin la menor dificultad. Repentinamente escuché los llamados de Demian:

—¡Alerta! ¡Alerta...! ¡Todos alerta!

De inmediato se oyeron las voces que contestaban:

—¡Alerta! ¡Alerta todos!

El oso se encontraba dentro de aquel extenso círculo, del que brotaban voces y gritos. Yo continuaba sosteniendo la escopeta, inmóvil, en silencio, sintiendo latir mi corazón y un escalofrío que recorría mi espalda. Pensaba: "lo veré aparecer y apuntaré, apretaré el gatillo... y se desplomará..."

Fue entonces cuando oi un ruido sordo, como si se hubiera producido un derrumbe en la nieve. Dirigí la mirada hacia los abetos más altos, y entre la arboleda, a unos cincuenta pasos, distinguí un bulto negro de gran tamaño. Esperé a que se aproximara un poco más y apunté. La mole giró en ese minuto, mostrándose de lado. Era un oso de estatura impresionante. Le disparé, pero la bala hizo blanco en un árbol, y a través del humo logré ver al animal que corría a esconderse en la espesura. Me desanimé. Pensé que había desperdiciado mi mejor oportunidad, ya que el oso no regresaría allí y lo cazarían los monteros. Sin embargo, cargué otra vez la escopeta. De pronto, cerca del sitio que ocupaba mi compañero, escuché los gritos de una mujer:

—¡Aquí..! ¡Está aquí! ¡Apúrense...!

Miré hacia allá y vi a Demian que corría por el senderito hasta llegar junto a mi compañero. Le señalaba una dirección con un bastón de los esquíes. Él disparó hacia el punto indicado. Pensé: "Si no lo mata ahora, el oso regresará a su guarida y no lo sacaremos de ahí". En aquel momento, intempestivamente, percibí el jadeo de la fiera. Se precipitaba por un caminillo entre los abetos, igual que un torbellino, levantando remolinos de nieve. Venía directamente hacia mí, con una mancha roja en su inmensa cabeza y los ojos extraviados, enceguecidos de terror. Disparé teniéndolo casi encima, e inexplicablemente no di en el blanco. El animal siguió en su enloquecida carrera y yo incliné mi escopeta y volví a disparar.

Lo había herido. El oso irguió la cabeza y mostrándome los dientes saltó sobre mí. Pero yo alcancé a coger la otra escopeta antes de que me derribara y traté de incorporarme. Cuando hice este esfuerzo comencé a ahogarme. Estaba aplastado por un peso terrible, y percibía un vaho caliente y un olor intenso a sangre. El animal tenía mi cara entre sus fauces, y las patas delanteras se apoyaban en mis hombros, inmovilizándome. Sentí que me hundía los dientes de arriba en la frente, en el nacimiento del pelo, y los inferiores debajo de los ojos, y que los iba apretando. Tuve la sensación de que me estaban cortando la cabeza con varios cuchillos, y pensé que era inútil luchar, que llegaba mi fin. Y repentinamente el tormento cesó. El oso había escapado.

—¿Qué pasó? —pregunté, confundido.

Me explicaron que cuando Demian y mi compañero vieron que la fiera me atacaba, acudieron a socorrerme. Mi amigo tropezó y cayó, y Demian, que no llevaba escopeta, llegó sin más arma que un bastón de los esquíes, gritando:

—¡El oso atacó al señor! ¡Vengan todos! ¡El oso atacó al señor!

Igual que si hubiera entendido, el animal me soltó y emprendió la fuga.

Ayudado por Demian, me puse de pie. En la nieve había un charco grande de sangre. Mi compañero me examinó las heridas y las cubrieron con nieve.

—¿Hacia dónde escapó? —averigüé.

—¡Aquí...! ¡Aquí está! —fue la respuesta.

En efecto, la fiera volvía, sin duda con la intención de atacarme otra vez. Pero al ver a tanta gente se asustó, y desapareció sin darnos fiempo para disparar. Pensé en continuar la cacería, pero empezó a dolerme mucho la cabeza, y la determinación unánime fue regresar a la aldea.

Un médico me curó y sané rápidamente, así es que pasado un mes partimos a cazar al mismo oso. Sin embargo, pese a mi obstinación, no logré matarlo. Fue Demian quien lo hizo.

Era un oso enorme, con una piel magnífica. Todavía lo conservo, disecado, en mi biblioteca. De mis heridas sólo quedan algunas marcas en mi frente.

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