Hombrecitos

Capítulo 1

LA LLEGADA DE NAT BLAKE

Los árboles del parque de Plumfield estaban cargados de flores. El pasto se veía más brillante debido a la suave lluvia primaveral. Un fuerte olor a tierra mojada y el aroma a flores daban la bienvenida al modesto muchacho que caminaba por el arenoso sendero. Toda esa belleza parecía augurarle una vida más dichosa.

A través de una de las ventanas, el andrajoso jovencito se detuvo a mirar el iluminado y alegre interior de la casa. En él se adivinaban pequeñas y ligeras siluetas y todo daba la sensación de ser un ambiente tibio y acogedor. Permaneció allí durante unos minutos.

Nat —así se llamaba el jovencito— creía soñar. Sólo un cuento de hadas podía transportar a un pobre muchacho huérfano como él a un lugar tan hermoso.

Sacando fuerzas de flaqueza, dio un fuerte golpe a la puerta. Una muchacha, al parecer del servicio doméstico, lo hizo pasar, y, tomando la carta que Nat le entregó, le pidió que tomara asiento. Luego se alejó con la carta que el señor Laurence enviaba a la señora Bhaer por su intermediario.

Ya solo en el vestíbulo, Nat observó a su alrededor. La casa parecía una enorme colmena, donde los niños lo ocupaban todo: la escalera, el piso superior y los cuartos, dentro de los cuales se veían grupos de niños jugando y conversando animadamente. Más allá, había una sala de clases con los pupitres llenos de útiles. Cerca de la chimenea, algunos niños trabajaban con interés; otros, tumbados cerca de la estufa, simulaban hacerlo. De cuando en cuando volaba algún zapato por el aire.

Desde el comedor llegaba un delicioso aroma. En la mesa se apilaban distintas clases de pan y jarras de leche. Nat traía un gran apetito y lo sentía doblemente.

El centro de la animación estaba en el vestíbulo, donde una bulliciosa partida de naipes hacía reír y gritar a los jugadores. Entremedio de todos, unos cachorros corrían de un lado para el otro peleándose un hueso.

Nat, absorbido por el espectáculo, se aproximó a ellos, justo cuando uno de los participantes daba con la cabeza en el piso después de haberse deslizado por la barandilla de la escalera. El golpe fue tremendo. Nat corrió a socorrerlo, pero el chico, incorporándose, le dijo:

—¡Hola!

—¡Hola! —respondió Nat, después de un momento.

—¿Eres un nuevo compañero? —preguntó el travieso.

—Tal vez lo sea —respondió Nat.

—Me llamo Tommy Bangs. ¿Y tú?

—Nat Blake.

Inmediatamente el pequeño se levantó de un salto.

—Sube y deslízate como yo —le invitó—. Es emocionante.

—¿Piensas que puedo hacerlo? Aún no sé si me acepta­rán —contestó Nat, temeroso aunque deseando ser parte de ese maravilloso hogar.

Mientras el travieso se dirigía velozmente a reanudar el juego, gritó con todas sus fuerzas:

—¡Demi, aquí tenemos uno nuevo! Ven pronto.

Después de cerrar su libro, el aludido se aproximó a Nat saludándole para luego agregar:

—¿Ya has hablado con tía Jo?

—Aún no; espero la respuesta a una carta que le traje —contestó Nat

—¿De tío Laurie? —preguntó Demi.

—Sí; él es quien me envía.

—¡Ah!... ¡Por eso eres tan simpático! Todos los chicos que envía tío Laurie son muy buenos compañeros.

Nat se transformó de alegría al oír el elogio.

—Este lugar es maravilloso —agregó Demi—. Quédate, te aseguro que no lo pasarás mal.

—Así me parece —opinó Nat, justo cuando la criada regresaba con el mensaje de la señora Bhaer.

—La señora dice que puede quedarse.

—¡Qué felicidad! —exclamó la pequeña hermana de Demi—. ¡Ven! Ahora conocerás a tía Jo.

Después de atravesar algunas habitaciones, Nat vio a un señor que jugaba con dos niños y a una señora de fina silueta que aun mantenía la carta en la mano.

—Tía Jo, éste es —le señaló la pequeña Daisy.

—¡Ah! ¿Este es mi nuevo "hijo"? Mucho gusto de co­nocerte. Ojalá te agrade este lugar —añadió, mientras lo aca­riciaba con ternura.

Nat se sintió acogido de inmediato y vio con alegría cómo los ojos de la señora se posaban en él con simpatía. Ella lo estrechó contra su regazo, diciéndole suavemente:

—Este señor es el "papi Bhaer" y yo seré tu mamá. Estos pequeñitos son nuestros hijos. Acérquense, chiquillos, éste es Nat —agregó señalándolo. Y de este modo quedó incor­porado a la gran familia.

De pronto, con cara de preocupación, el señor Bhaer dijo:

—Hijo: pon a secar tus pies, seguramente están húmedos.

—¡Tus pies están empapados! Mejor quítate los zapatos; te pondré otros —exclamó la tía Jo.

—Gracias..., señora —atinó a decir Nat cuando se los puso.

—¿Sabes que no me agrada esa tos? ¿Desde cuándo la tienes? —preguntó la tía Bhaer.

—Desde el comienzo del invierno —contestó Nat.

El chiquillo, de hombros estrechos y pecho hundido, estaba apenas cubierto por un viejo blusón, y se estremecía a cada acceso de tos. Su mirada era febril, y su voz, ronca. El profesor y su esposa se miraron; sabían que había que hacer algo por el recién llegado. La tía Bhaer ordenó a uno de los niños que estaban junto a su marido:

—Robin, pide a Nursey el linimento y el jarabe para la tos.

Luego de que Nat tomó la medicina, una buena fricción lo reconfortó. En ese momento la campana anunció la cena, y la señora Bhaer le dijo:

—No te preocupes; estarás a mi lado.

Una docena de impacientes niños rodeaban la mesa, aguardando detrás de sus sillas. Tía Jo se sentó en la cabecera, e incorporando a Nat a su lado, dijo:

—Les presento a Nat Blake, su nuevo compañero. Ahora, ¡a comer!

Todos miraron con curiosidad "al nuevo", mientras se acomodaban en sus asientos con gran ruido.

Nat se sintió muy a gusto durante la cena. Aprovechando el griterío reinante, se atrevió a preguntarle a Tommy Bangs:

—¿Quién es ese chico gordito sentado junto a la niña rubia?

—Se llama Jorge, pero le decimos "Gordinflón" Cole, porque siempre tiene hambre. El que está junto al profesor es Rob, su hijo, y el otro es Franz, su sobrino. Lo ayuda dándonos algunas clases. Es un flautista muy bueno. ¿Y tú, tocas algún instrumento? —consultó interesado.

—¡Yo toco el violín! —respondió Nat ruborizándose.

—¿Es cierto? —preguntó Tommy asombrado—: oye, el profesor tiene un violín que tal vez te lo preste.

—¡Cuánto me gustaría tenerlo! —respondió Nat pensativo y triste.

—¡Ánimo! Si tienes buen oído integrarás nuestra ban­da; te gustará —le dijo Tommy como para alejar los tristes pensamientos de su amigo—. Los domingos por la noche da­mos conciertos; mañana podrás ir —añadió.

Mientras los dos chicos conversaban, la tía Bhaer se dedicó a escucharlos; de esta forma podía saber más de la vida de Nat, ya que, en realidad, la carta del señor Laurence le comentaba muy poco sobre el niño. Decía:

"Mi buena Jo:

Te mando un niño, a quien encontré abandonado en un sótano, desesperado por la muerte de su padre y por la pérdida de su violín. Tu corazón sabrá reconfortarlo. Además, tendrás que atender su salud, débil por la miseria y el exceso de trabajo. Fritz se encargará de la parte intelectual. Quizá llegue a ser un artista, quizá sólo un hombre honrado que puede ganarse la vida.

"Trata de conocerlo a fondo. No dudo de que harás por él cuanto esté a tu alcance. Tu afectísimo,

TEDDY."

La cena había terminado y los niños, reunidos en el salón, jugaban alegremente. La tía Bhaer conversó algo con su esposo y luego se encaminó hacia Nat con el violín en la mano.

—En nuestra orquesta falta un violín. Tócanos algo, ¿quieres?

—Me gustaría mucho hacerlo —respondió Nat tímida­mente, pero impaciente de poder al fin tocarlo.

El bullicio cesó al momento y todos los ojos se posaron en él. Pero Nat nada veía; tocaba para sí. Su semblante estaba encendido, mientras que sus ojos seguían afiebrados; sin embargo, nada era un impedimento para que sus finos dedos se movieran suave y ágilmente.

Todos los presentes lo aplaudieron cálidamente. Tommy, que ya lo consideraba bajo su protección, fue el primero en hablar:

—Te ganaste el puesto de primer violín del conjunto.

—Teddy tiene razón; este niño tiene alma de artista —dijo el profesor, dándole a Nat cariñosos golpecitos en la espalda—. Ahora ejecuta algo en que todos podamos tomar parte —añadió conduciéndolo al lado del piano.

Nat se sintió feliz. Todos le rodeaban; pronto, se pusie­ron de acuerdo en una canción que integrara el piano, la flauta y el violín. Pero, agotado, el jovencito estalló en sollozos.

—¿Porqué lloras, hijito? ¿Qué te pasa? —susurró mamá Bhaer.

—Es que todo ha sido tan hermoso —titubeó Nat—. ¡Todos han sido tan compasivos!...

Mamá Bhaer lo llevó al escritorio diciéndole:

—Querido hijo, desahógate. Desde ahora éste es tu hogar, donde podrás ser feliz. Ahora ve a que Nursey te prepare un baño. El sueño repondrá tus fuerzas.

Una alemana, de cara gorda y risueña, estaba esperándolo. La tía Jo le indicó:

—Ella es la señora Nursey Hummel; te ayudará a bañarte, te cortará el pelo y te pondrá buenmozo.

Mientras eso ocurría, tía Jo le indicaba a la señora Nursey:

—Nat dormirá cerca de usted, y si tose, le dará la medicina.

La niñera vistió al chiquillo con un camisón de franela, haciéndolo luego beber una cucharada de jarabe antes de acostarlo en una de las tres camas del cuarto.

Nat creía seguir soñando. Si bien el sueño lo vencía, no pudo conciliarlo por que sus compañeros le dieron un espectáculo. Desde las camas, volaban hacia todos lados las almohadas. El combate se generalizó en todos los cuartos, pero ni tía Jo ni la señora Nursey parecían molestarse. De pronto, Nat, entre alegre y temeroso, preguntó a mamá Bhaer:

—¿No hay problema en esto?

—No, Nat —respondió ella—. Se les permite jugar para que entren en calor después del baño. Verás; con ellos he he­cho un trato que hasta ahora han cumplido: cada sábado les permito hacer guerrillas por quince minutos. A cambio, las demás noches se portan bien. Si no lo hacen, pierden el permiso del sábado.

—¡Qué maravilloso..., qué buen sistema! —exclamó Nat, pero sin atreverse a entrar al juego.

Desde su cama, observó con atención; se percató de que Tommy Bangs era el jefe de tropas de asalto con almohadas, mientras Demi dirigía la defensa del dormitorio.

Momentos después, la tía Jo, mirando el reloj, ordenó cariñosamente:

—¡Alto el fuego! Y a la cama, si no quieren que haya multa.

Cuando todo se calmó, sólo algunas risitas contenidas interrumpían el silencio general.

Nat se quedó dormido al instante, soñando con una felicidad que hasta entonces no había conocido y con el maternal beso de buenas noches que tía Jo le había dado.

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