Hombrecitos

Capítulo 13

VERDADEROS AMIGOS, COMO DAMÓN Y PITIAS

Es lamentable que el dinero sea tan necesario, pues la mayoría de las veces es el que ocasiona las discusiones y peleas. Plumfield no constituía una excepción a la regla, y, como Jo lo había previsto, la tormenta siguió a los días en calma.

Encontrándose un día Nat y Tommy en el granero, comentaban lo que llevaban ahorrado. El primero quería com­prarse un violín; el segundo necesitaba el dinero para conti­nuar con su negocio de los huevos.

De pronto, una voz los interrumpió:

—Vengan, chicos. ¡Dan tiene una enorme culebra!

Tommy dejó su dinero encima de una de las máquinas y salió corriendo para ver la novedad. Luego, la caza de un cuervo lo entretuvo y no se acordó más de su dinero.

Por la mañana, cuando todos estaban juntos, llegó Tommy sofocado.

—¿Quién ha tomado mi dólar? —preguntó.

—¿Se puede saber de qué dólar hablas? —inquirió Franz.

Tommy le explicó lo mejor que pudo, aprobando Nat la narración, no sin sentirse mortificado por las miradas de des­confianza que le dirigían los demás niños.

—Si nadie lo tomó, allí debe estar —sugirió Franz.

—¡Ah!, si descubro al ladrón, no se olvidará de mí —amenazó Tommy.

—Tranquilízate, Tom. Te prometo que descubriremos al que haya sido. Ya sabes que quien mal anda, mal acaba —le dijo Dan al oído.

—A lo mejor lo tomó algún vagabundo —opinó Ned.

—¡Imposible! —exclamó—. Silas vigila. Ade­más, tendría que ser adivino para saber que en el granero había dinero.

—El que haya sido, que confiese; es lo mejor —expresó Demi, sentenciosamente.

Nat no pudo contenerse más, y sofocado exclamó:

—¡Creen que fui yo! ¡Lo veo!

—Es que eras el único que estaba presente...  —le replicó Franz.

—¡Yo no fui..., lo juro, yo no lo tomé!

El profesor apareció atraído por el alboroto.

—¿Qué sucede?

Entonces Tommy relató la historia del dólar, con el con­siguiente disgusto del profesor Bhaer, pues la falta de honradez resultaba una novedad en Plumfield.

Después de que el profesor interrogó a todos los mucha­chos, y que le hubieron respondido con un "no, señor", se dirigió a Nat; dulcificando su voz, le preguntó:

—Dime, hijo mío, ¿tú tomaste ese dinero?

—No, señor —la voz de Nat era temblorosa. Y luego de un intercambio de miradas entre él y el profesor, éste le dijo:

—Lo lamento, hijo, pero todo parece acusarte. Yo no lo hago, pero sé que algunas veces mientes, cosa que me impide creer en ti como en los demás chicos.

Nat, con la cabeza escondida entre sus brazos, sollozaba:

—¡Juro que no he sido yo..., lo juro, señor!

—¡Ojalá sea así! —respondió el profesor, para luego agregar—: No se hable más del asunto. Entiendo que no mi­ran con simpatía a aquel del cual sospechan, pero les prohíbo mortificarlo. Su conciencia se encargará de hacerlo.

Durante una larga semana soportó Nat el despreciativo aislamiento de sus compañeros, por más que no se atrevieron a mortificarlo directamente. Hasta la señora Jo parecía haber cambiado con él

Pero entre tantos que dudaban de él, había una personita que creía firmemente en su inocencia: Daisy. Ella lo acompa­ñaba permanentemente, y de no beber sido por la niña, Nat no habría soportado la angustia de esos días. Por su parte, Dan también lo apoyaba ahogando las habladurías, pues pen­saba que la amistad estaba por encima de todo.

Una tarde vio que Ned molestaba a su amigo, y escuchó cómo Nat le suplicaba:

—¡No me mortifiques más, por favor! ¡Nada sé del dólar! De seguro que si Dan estuviera aquí, no me molestarías.

—No le temo a Dan, ¿sabes? Lo que voy a pensar es que Dan robó el dólar para ti. ¿Quién asegura que antes de venir aquí no fue ladrón? Nada sabemos de él.

—¡Si lo repites, iré a contarle al profesor! —exclamó Nat, indignado.

—Ahora veo que, además de ladrón, eres delator dijo Ned.

Pero en cuanto pronunció las palabras, se sintió levantado por una mano firme. Era Dan, que con tono amenazante, le dijo:

—Te he sorprendido molestando a Nat. ¡El muy per­verso! ¡Pero ya arreglaremos cuentas! —y lo amenazó con el puño.

Lleno de vergüenza y miedo, desapareció Ned del lu­gar. Dan, dirigiéndose a Nat, le dijo:

—Espero que no te moleste más. Si lo hiciera, me avi­sas.

—Me duele que piensen mal de ti, Dan. Por mí ya no me importa. Pero de ti es injusto y no puedo soportarlo.

—¿Y por qué dices que es injusto?

—Pues porque no dudo de ti. Sé que el dinero no te importa. Para ti sólo cuentan los escarabajos, las piedras...

—Pues, mira; así como tú anhelas un violín, yo deseo un cazamariposas. ¡De manera que bien podría ser yo el ladrón!

—No te creo ladrón, Dan —replicó Nat, y después de pensar un rato, agregó—: ¡Tú sabes quién fue, Dan! Te ruego le hables y le hagas confesar. ¡Estoy sufriendo tanta angustia por esto!...

Dan, no pudiendo soportar la pena de su amigo, le susurró:

—Pronto dejarás de sufrir —y se alejó casi corriendo, sin esperar respuesta alguna.

Durante varios días se vio a Dan alejado de los demás. Caminaba solo y no hablaba con nadie. Parecía preocupado por algún secreto motivo. Todos se preguntaban qué le ocurriría, mientras que la buena Jo, reflexionaba: "¡Pobre muchacho! Se ve cuánto sufre por Nat! ¡Nunca lograré comprenderlo!"

Pero para Nat estaban reservados mayores sufrimientos, como el de que Tommy le impidiera seguir siendo su socio borrándole el Cía., del que se sentía tan orgulloso, al letrero del granero.

—¿Tú me crees capaz de una mala acción? —le preguntó Nat a Tommy, afligido por el término de la sociedad.

—¡Debo hacerlo, Nat! —fue la respuesta de Tommy.

—¿Y si te diera todos mis ahorros, me creerías? —insistió.

—¡Im–po–si–ble! —dijo Tommy, moviendo la cabeza.

Nat se apenó profundamente por la conversación. Sin­tió que nadie creía en su palabra, y, además, su nombre desapareció del granero...

Para reemplazar a Nat en la sociedad, Tommy buscó los servicios de Billy, a quien enseñó los "secretos" del oficio.

Un día, mientras el ayudante de Tommy buscaba un pedacito de tiza para anotar, exclamó:

—¡Mira cuánto dinero hay aquí!

La sorpresa de Tommy fue muy grande al descubrir cuatro monedas relucientes. En un trozo de papel se leía: "Para Tom Bangs". Corrió hacia la casa, loco de contento, llamando a voces:

—¡Nat..., Nat..., encontré el dinero!...

La sorpresa de Nat demostró a todos lo equivocados que estaban al acusarlo. Este dijo:

—¿Ven? Yo no había tomado el dinero —agregando humildemente—: ¿Me admiten otra vez, amigos?

Todos estuvieron de acuerdo en aceptarlo, y la noticia sorprendió al profesor, alegrándolo y apenándolo a la vez, pues él también había desconfiado de Nat.

—Pero ¿quién fue entonces el ladrón? —preguntó uno de los chicos.

—Apuesto a que fue Dan —contestó otro.

Y comenzó entonces un murmullo en el que se culpaba al muchacho de lo ocurrido. El profesor Bhaer se acercó a Dan, que parecía muy turbado, y mirándolo a los ojos, le dijo severamente:

—Sé hombre, Dan. ¿Pusiste tú el dinero en ese escondite?

—Sí, profesor —respondió sereno, agregando—: fue por broma.

—¿Y no pedirás perdón o dirás que lo lamentas?

—No, porque no lo lamento —respondió, y no pudiendo mantenerse sereno, salió del comedor.

Si Dan se hubiera quedado, hubiese escuchado las Palabras de pena y asombro de sus compañeros, pues era querido y apreciado por todos.

Desde aquella noche, Dan se apartó de sus compañeros; rechazaba la compañía y pasaba solo sus horas libres merodeando por el bosque.

Una tarde jugaban los chicos en el bosquecito de los abedules, trepándose a ellos para luego bajar aprovechando la flexibilidad de sus ramas. Jack había trepado a un árbol muy alto, y cuando quiso bajar, la rama cedió demasiado, por lo que el chico quedó suspendido a gran altura.

—¡Me caigo! ¡Auxilio! —gritó espantado.

—¡Agárrate, que te matas! —exclamó Ned, asustado.

—¡Procura aguantar!; ¡allá voy! —se escuchó una voz llena de seguridad, mientras Dan avanzaba a brincos. Y dando un salto formidable, se colgó de la rama de manera que la obligó a bajar. Jack llegó al suelo sin dificultad.

—¡Gracias, Dan! —dijo Jack rodeado por los otros chicos. Pero Dan salió corriendo, evitando hablar más de lo necesario.

Al día siguiente, cuando entraron a clase, los chicos pre­senciaron una escena que los llenó de asombro. Después del saludo general, el señor Bhaer se dirigió hacia el asiento de Dan, y, tomándole efusivamente las manos, le dijo:

—Mereces todo mi cariño, Dan. Y aunque ayer no qui­siste escuchar los agradecimientos de los chicos, hoy tengo que decirte que todos estamos orgullosos de tu acción, la que nos ennoblece. Pero ni aun por salvar a un amigo debes mentir. Sin embargo, esa acción es digna de la confianza que te teníamos. ¿Me perdonas, Dan? —Y luego, dirigiéndose a los alumnos—: Tengo que comunicarles que no fue Dan quien escondió el dinero de Tommy.

—¿Y quién fue? —gritaron todos.

—Fue Jack, quien esta mañana se fue, pero nos dejó una carta. Dice:

"Fui yo quien hurtó primero y escondió después, asustado, el dólar de Tommy. Espiando por una rendija observé dónde lo ocultaba. Como no lo dije, mi temor fue creciendo cada día; pero el resto del dólar no lo he gastado, podrán encontrarlo debajo de la alfombra de mi dormitorio. No teman por mí; iré a mi casa y tal vez no me vuelvan a ver. Siento lo que ha sucedido. No tanto por Dan, pero sí por Nat. A él le dejo todas mis cosas.

Gracias por todo.

JACK"

Aquella carta, por más que corta y mal redactada, era preciosa para Dan. Cuando el profesor terminó su lectura, aquél se le aproximó para decirle:

—¿Puede usted también perdonarme, profesor?

—Mentiste por bondad —le contestó el señor Bhaer, y en su mirada se reflejó una profunda ternura—. No puedo menos que perdonarte de corazón —añadió.

—Lo hice para evitar el sufrimiento de Nat —respon­dió Dan—. El sufría más que yo el desprecio de sus compa­ñeros.

De improviso se escuchó una alegre voz que gritó:

—¡Hurra por Dan!

—¡Viva!

—¡Vivaaaa! —respondieron los niños.

Era Jo, que traía alegre el rostro. Dan, que hasta ese momento había soportado todo, al ver a la tía Jo se sintió dominado por la emoción. Salió rápido hacia la otra sala, a donde la señora Bhaer lo siguió. Allí conversaron solos, como madre e hijo.

Entre tanto, el profesor intentaba calmar a los agitados niños después de tan complicada y emocionante situación. Y para tranquilizarlos, les relató la historia de esos célebres amigos, Damón y Pitias, cuya amistad, más fuerte que el amor a la vida, les hizo inolvidables. Dicha historia les quedó muy grabada, pues sus corazones estaban hondamente impresionados por lo que acababa de ocurrir.

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