Hombrecitos

Capítulo 17

COSECHAS VALIOSAS

En septiembre, la cosecha trajo consigo alegría. Cada parcela produjo más de lo normal; a los esfuerzos de sus res­pectivos dueños, se sumó la suerte.

Franz y Emilio tuvieron éxito con su plantación de trigo, pues lograron cosechar lo suficiente para llevarlo al molino y convertirlo en harina.

Jack y Ned, que se habían asociado, produjeron papas. Lo que obtuvieron se lo vendieron a buen precio al profesor Bhaer, pues su consumo era necesario en Plumfield.

La traviesa Nan cosechó habas en gran cantidad. Jo la ayudó a crear un sistema práctico para trillarlas, con lo cual la sacó de apuros.

Tommy perdió su cosecha de porotos verdes por no haberlos regado, ni haber preparado el terreno previamente. Pero pronto se consoló, ya que volvió a intentar su produc­ción, esta vez esmerándose en su cuidado.

Los abuelos de Demi fueron sorprendidos gratamente por el regalo de su nieto. La abuela recibió abundantes y tier­nas plantas de lechuga durante todo el verano, y el abuelo recibió en el otoño un cesto de rabanitos.

La cosecha de Daisy fue de flores. Durante todo el ve­rano hubo en los floreros de Plumfield flores de su huerto. Le gustaba no sólo cultivarlas, sino también hablar de ellas.

Nan, por su parte, se dedicaba al cultivo de las "plantas útiles", como ella decía, refiriéndose a las hierbas. Cortaba y ponía a secar lo cosechado, para luego seleccionarlo. Al mismo tiempo, anotaba en una libreta las propiedades de cada hierba, a fin de evitar toda equivocación.

Dick y Dolly cosecharon ricas zanahorias y tomatitos. Rob obtuvo merecidos elogios por la calabaza que logró. Era tan grande que en ella podían sentarse dos personas delgadas.

Billy sufrió un percance. Sin quererlo, en vez de sacar los yudos, arrancó los pepinos que había sembrado. El pobrecito, apena­do, reemplazó su antigua plantación de pepinos por otra de botones metálicos, esperando cosechar monedas. Pero un án­gel de la guarda parecía velar por el niño, y el día de la reco­lección, de un árbol medio seco colgaba media docena de hermosas y doradas naranjas.

"Gordinflón" había obtenido melones y, como era de esperar, tuvo un serio problema debido a su glotonería. Antes de que maduraran, se dio un banquete de ellos, lo cual le oca­sionó una indigestión que no cedió durante varios días. Por otro lado, los chicos, ansiosos de saborear la rica fruta, esta­ban furiosos con él, ya que sólo había dejado los más feos melones fuera de su panzón estómago.

Dan, debido a su cojera, se vio impedido de cultivar su parcela, pero fue igualmente útil, pues cuidó con esmero el jardín y cortó leña para la cocina.

Pero la más difícil y reñida de todas las cosechas estuvo reservada a los pequeños hermanos Bhaer, Rob y Teddy. El profesor, en cierta oportunidad, les había dicho a sus hijitos señalándoles un viejo y generoso nogal:

—Hijos míos: las nueces de este nogal serán de ustedes si las recogen.

Teddy, al comienzo, trabajó con empeño, pero luego se aburrió y, con el cesto apenas lleno, fue a divertirse mejor, dejando para "otra vez" la terminación de su faena.

Las ardillas, que estaban al acecho, fueron y vinieron, llevándose todas las nueces. Silas, que las había observado, preguntó a los hermanitos:

—¿Las ardillas les compraron toda la cosecha de nueces?

—¡No, Silas! —le respondió Rob, sin comprender lo que quería decirle—. ¡Las nueces son de Teddy y mías!

—Pues... si demoran tanto en recogerlas, los ladrones los dejarán sin ellas.

—¿Las ardillas? —preguntó Rob.

—Sí, las ardillas..., en el suelo ya no quedan, y por caer... hay bien pocas —respondió el viejo sirviente.

Rob, comprobando la verdad de lo que decía Silas, lla­mó a Teddy y le explicó lo que estaba ocurriendo con las nueces.

—Si no nos apuramos —le dijo—, se burlarán de nosotros nuevamente.

Y así parecía. Las ardillas observaban a los chicos des­de el cerco, entre burlonas y enojadas. Teddy, dirigiéndose a una pequeñita que protestaba a chillidos, la amenazó. La ardilla le respondió agitando su cola rápidamente.

Cuando Jo se levantó al día siguiente, muy temprano, ya las ardillas estaban en plena labor. Despertó entonces a los niños, diciéndoles:

—¡Apúrense si no quieren perder sus nueces!

—¡No lo permitiremos! —exclamó Rob, y ambos chi­cos se vistieron apresuradamente para ir a defender su tesoro.

Trabajaron con mucho empeño esa mañana, llevando y trayendo las cajas, colmadas y vacías, hasta que la reserva del granero y del desván fue considerable. Después de la clase continuaron, y a eso de las dos de la tarde, ya no quedaba en el suelo ninguna nuez.

Sin embargo, Fusky, la pequeña y enojada ardilla, y un compañero, no se conformaron. Y muy triste fue la sorpresa de Rob cuando, días después, comprobó que en el granero había muchas menos nueces de las que había almacenado.

—Voy a ponerles una trampa —le comentó a Dick.

Dan, que se entretenía con este asunto, les dijo:

—Estén atentos; cuando descubran su escondite, yo las atraparé para ustedes.

Rob se dedicó a observar pacientemente, y así vio a la señora Fusky y a su marido que, penetrando en el granero por una pequeña ventana, regresaban al cabo de un rato con una nuez en la boca. Sin perder tiempo, Rob se trasladó al lugar, y enorme fue su sorpresa al descubrir, escondidas bajo un mon­tón de hojas, una porción de nueces que esperaban ser trans­portadas al almacén particular de las ardillas.

—Conque los Fusky, ¿no? ¡Muy bien! —les gritó Rob, y al mismo tiempo recogió todas las nueces para llevarlas nuevamente al granero, pero ahora asegurándose de que no podrían entrar en él. Las ardillas renunciaron a la lucha, pero una que otra vez dejaron caer cáscaras de nuez sobre la cabe­za del muchacho, como dándole a entender que recordaban la ofensa.

Otros que en Plumfield también quedaron satisfechos de su cosecha fueron los esposos Bhaer. Y aunque ésta fue de otra especie, no por ello tuvo menos valor. Habían trabajado con amor todo el año y la satisfacción que les dio el trabajo fue grande y muy merecida.

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