Mujercitas

Capítulo III

—¡Qué difícil es soportar nuestras cargas! —suspiró Meg la mañana después de la fiesta.

Porque ahora que las vacaciones habían concluido se hacía más difícil volver a una tarea que nunca le había gustado.

—¡Qué divertido, si siempre fuera Navidad y Año Nuevo! —bostezó Jo.

—¿De qué vale tratar de estar linda, si sólo me van a ver esos odiosos chiquillos? —murmuró Meg, cerrando de un golpe el cajón de sus cintas—.  Me pondré vieja, fea y agria porque soy pobre.

En ese estado de ánimo bajó al comedor. Todas parecían malhumoradas. Beth tenía dolor de cabeza y estaba echada en el sofá, tratando de consolarse con la gata y los tres gatitos; Amy estaba enojada porque no sabía sus lecciones; Jo intentaba silbar y alborotaba preparándose; la señora March estaba concentrada en una carta, y Hannah protestaba porque era tarde.

—Nunca vi una familia más atravesada —exclamó Jo, perdiendo los estribos después de volcar un tintero, romper los dos lazos de sus zapatos y sentarse sobre su sombrero.

—¡Beth, si no te llevas los gatos al sótano los voy a ahogar! —gritó Meg, enojada.

Jo se reía, Meg rezongaba, Beth suplicaba y Amy lloraba porque no podía recordar cuánto era nueve por doce.

—¡Adiós, mamá!  Aunque hoy parecemos una tribu de salvajes, seremos ángeles al regreso.  ¡Vamos, Meg! —y Jo corrió afuera, sintiendo que los peregrinos no se comportaban como debían; ya en la calle, añadió:

—Pobrecita querida, espera a que yo haga fortuna y te hartarás de carruajes, helados, zapatos con tacones, ramilletes y jóvenes de pelo colorado con quienes bailar.

—¡Qué ridícula eres, Jo! —pero Meg rió ante el disparate y se sintió mejor. . .

Jo le dio un golpecito alentador en la espalda y se separaron, tratando de reconfortarse a pesar del tiempo invernal, del trabajo y de sus juveniles anhelos insatisfechos. Cuando el señor March perdió sus bienes al tratar de ayudar a un amigo infortunado, las dos niñas mayores pidieron  que las dejaran colaborar, por lo menos, a su propio sostén.  Los  padres consintieron;  Margaret encontró un puesto de institutriz. Trató de no sentirse envidiosa, pero en casa de los King palpaba todo cuanto deseaba.

Las hermanas mayores de sus discípulos hablaban de fiestas y teatros, y veía derrochar el dinero en todas esas fruslerías tan preciosas para ella. Jo, por su parte, convino a la tía March, inválida, que necesitaba una persona activa que la atendiera. No era esto enteramente del agrado de Jo, pero aceptó el puesto en vista de que no aparecía nada mejor y, con gran sorpresa para todos, se llevó notablemente bien con su irascible parienta.  Sospechamos que la verdadera atracción para ella fue una gran biblioteca, librada al polvo ya las arañas desde la muerte del tío March. En cuanto la tía se adormilaba, Jo corría a este tranquilo lugar y devoraba poesía, novelas, historia, viajes y grabados, como un vulgar gusano. Hasta que el grito agudo de "¡Josephiiiiine!" la arrancaba de su  paraíso.

Beth era muy tímida para ir a la escuela; lo intentaron, pero sufrió tanto que abandonaron la idea. Aprendió en casa, con su padre.  Sus días transcurrían tranquilos, pero no ociosos, ya que hacía el arreglo de la casa.  Tenía seis muñecas, a las que cuidaba. Ninguna estaba entera, y había una, que perteneciera a Jo, que después de llevar una vida tempestuosa había quedado hecha una ruina, sin brazos ni piernas. A esta inválida crónica dedicaba sus mejores desvelos.

Como las otras, Beth también tenía sus pesares; y no siendo un ángel, sino una criatura humana, solía "llorar su llantito", como decía Jo, porque no podía tomar lecciones de música sin un buen piano.

En cuanto a Amy, de haberle preguntado cuál era su peor desgracia, hubiera contestado sin vacilar:  "Mi  nariz"'.  Siendo  un  bebé había caído de brazos de Jo, y Amy insistía en que aquel golpe le había estropeado la nariz para siempre. Se consolaba dibujando páginas enteras  de  elegantes  narices  griegas,  porque "Rafaelito", como la llamaban sus hermanas, tenía un decidido talento para el dibujo. En la escuela era un modelo de conducta.  Poseía el arte de agradar sin esfuerzo, e iba en camino de echarse a perder porque todo el mundo la mimaba. Había algo, sin embargo, que frenaba su petulancia:  heredaba las ropas de su prima Florence, cuya madre tenía un gusto deplorable. Los trajes estaban bien hechos y poco usados, pero el sentido artístico de Amy sufría al tener que ponerse un vestido púrpura con motas amarillas. Meg era la confidente y guía de Amy, y Jo lo era de Beth.

—Hoy me pasó algo raro con tía March ¾ comentó Jo esa tarde, cuando volvieron, a reunirse—. Le estaba leyendo una de esas fastidiosas lecturas que ella prefiere y bostecé de tal manera que casi me trago el libro. Entonces me echó un sermón sobre mis pecados y me dijo que reflexionara mientras ella descansaba un momento.  Se quedó dormida y yo me dediqué a mí "Vicario de Wakefield". Estaba en lo mejor, cuando una carcajada mía la despertó, y me pidió que le leyera algo de esas lecturas que yo prefería a cosas más edificantes:  Cuando estaba en la parte más emocionante, me interrumpí y le dije hipócritamente: "Temo cansarla. ¿Dejo ya?".  Tomó el tejido,  me miró severamente y me contestó: "Termine el capítulo y no sea impertinente, señorita." ¡No quería reconocer que le gustaba. Cuando me retiré, estaba tan metida en la lectura del "Vicario", que ni me oyó reír. '¡Qué bien podría vivir si lo quisiera.

—Eso me recuerda —dijo Meg— algo no tan cómico como tu historia. Hoy encontré a los King muy excitados, y uno de los chicos me contó que el hermano mayor hizo algo muy malo y el padre lo echó de la casa. No pregunté nada, por supuesto, pero me consideré feliz por no tener semejante desgracia en mi familia.

—Pues hoy —comentó Amy— llegó a la escuela Susie Perkins con un anillo que me dio envidia. Después Susie hizo una caricatura del maestro y nos estábamos riendo al verla, cuando nos sorprendió y ordenó a Susie que le llevara la pizarra. Ella quedó “entumida”, y, saben lo que hizo él? La tomó por las orejas y la llevó al estrado donde la hizo estarse de pie exhibiendo la pizarra para que todos la vieran. Susie lloraba a mares y pensé que ni un millón de anillos me hubieran consolado de semejante mortificación.

—Yo también vi algo hoy —dijo Beth—. Fui a comprar ostras y encontré al señor Laurence, pero él no me vio. En eso entró una pobre mujer y preguntó si le permitían hacer limpieza a cambio de un poco de pescado, porque no tenía qué comer. La despidieron de mal modo, pero el señor Laurence tomó un pescado y se lo dio.

—¿Y tú, mamá?, cuenta algo con moraleja —pidió Jo después de un instante.

—Una vez había cuatro niñas —comenzó la señora March, sonriendo— que tenían lo suficiente para comer y vestirse, y muchas comodidades y algunas diversiones, y padres que las querían entrañablemente; sin embargo, no se sentían felices.  (Aquí las oyentes se miraron y se pusieron a coser muy diligentes.)  Estas niñas anhelaban ser  buenas y formulaban muchas promesas, pero no las cumplían. Entonces pidieron a una vieja un filtro para ser felices, y ella les dijo: "Cuando se sientan desdichadas, piensen en todo lo que tienen y den las gracias." Como eran muy sensatas, decidieron seguir el consejo y muy pronto se sorprendieron al descubrir cuántos bienes poseían. Una descubrió que el dinero no impide que la vergüenza y el  dolor invadan  las casas  ricas;  otra,  que, aunque pobre, era mucho más feliz con su juventud, su salud y su alegría, que cierta anciana dama que no podía siquiera disfrutar de su bienestar; la tercera, que por desagradable que fuera el tener que ir a proveerse de comida, todavía era más duro tener que pedirla de limosna; y la cuarta, que todos los anillos del mundo no valen lo que la buena conducta. De manera que todas estuvieron de acuerdo en disfrutar lo que poseían y tratar de merecerlo. Creo que jamás se arrepintieron de haber seguido el consejo de la vieja.

—No lo olvidaremos —murmuró Jo, con una sonrisa.

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