Jack y Jill

Capítulo X

El milagro de Santa Lucía

El sábado fue un día muy ocupado y feliz para Jack, ya que en la mañana lo visitó el señor Acton, y prometió guardar el secreto de Bob y dar un reconocimiento público a Jack. Luego le pidió su libreta de notas, que el niño había recibido el día anterior con toda valentía y resignación.

—Aquí hay un error que debo rectificar —dijo el señor Acton tachando la calificación baja y cambiándola por la más alta.

—Pero violé el reglamento, señor —repuso Jack.

—No puedo tomarlo en cuenta, es como si forzaras la puerta de mi casa para intentar apagar el fuego, si se estuviera incendiando. Ojalá pudiera decírselo a tus compañeros, porque les haría bien. Siempre tuve confianza en ti, Jack, a pesar de las apariencias.

Luego de estrechar la mano del muchacho, el señor Acton se marchó y Jack corrió al lado de Jill para compartir con ella su alegría.

Por la tarde, Jack acompañó en coche a su madre hasta la casa del capitán. La señora Minot habló con tal franqueza que el anciano la escuchó con creciente interés y se sintió muy satisfecho ante los esfuerzos de los muchachos para mantener a Bob en el buen camino. Mientras el capitán y la señora Minot conversaban juntos, Bob llevó a Jack al granero y le regaló una bolsa de castañas.

—Se las daré a Jill —dijo Jack, cuando se despidieron.

—Espero poder darle una noticia que le encantará, pero dentro de uno o dos días. Ahora no puedo decirte nada más —anunció la señora Minot.

—¡Qué suerte! —dijo sonriendo el muchacho.

Por la tarde vino Ed, y Jack tuvo la alegría de ver el entusiasmo de su amigo, cuando le contó lo sucedido.

—Nunca pretendí pedirte tal sacrificio por Bob; sólo quería que fueras bueno con él —explicó Ed.

—Quería ser útil de verdad, ser como tú —contestó Jack con sinceridad.

—Serás mejor, yo no valgo gran cosa.

—¡Sí que vales! ¡Cualquiera que se atreva a decir lo contrario, me oirá! No sé por qué, pero tú siempre pareces tan feliz y contento —replicó Jack.

—El jabón lo conserva fresco y radiante. Jamás he visto un muchacho a quien le guste más el agua y el jabón —intervino Frank, que llegaba en ese momento.

—¡No quiero decir eso! —exclamó Jack, indignado—. Yo también me lavo con agua y jabón y sin embargo mi cara no tiene la expresión que refleja la de Ed... Es algo que viene de dentro... Como si siempre estuviera contento y con su conciencia tranquila.

—Es un defecto de nacimiento —dijo riendo Frank.

—Así será, pero yo quiero ser así y trataré de conseguirlo —argumentó Jack, llamando la atención de su amigo.

El domingo la señora Minot se sentó junto al fuego pensando cómo les daría a los niños la buena noticia que les tenía reservada. La señora Pecq ya lo sabía y parecía tan encantada, que iba de un lado para otro de la casa sonriendo. En ese momento se encontraba abajo, preparando la ropa para enviarla a lavar; por lo tanto, en la "Habitación de los Pájaros" sólo estaban la señora Minot y los niños. Frank andaba muy ocupado buscando los datos de cierto héroe bíblico. Jill, como de costumbre, se hallaba recostada en el sofá; ya cumplía cuatro meses de su enfermedad, y a pesar de que su rostro estaba pálido, su cara tenía una dulce expresión. Jack, instalado en la alfombra, observaba con una lupa un clavel blanco, mientras la niña aspiraba el perfume de uno rojo.

—Si te fijas bien en los pétalos blancos, verás que brillan y forman curvas hasta el centro de la flor, donde se tornan ligeramente rosados y entre esas hojas pequeñas, parecidas a los flecos de la cortina, verás una pequeña "hada" verde —explicó Jill—. Tu madre me enseñó eso. La llamo "hada", pero en realidad es donde se ocultan las semillas y de donde proviene el perfume.

La niña hablaba en voz baja, para no molestar a los demás, y, al volverse para arreglar la almohada, vio a la señora Minot que la miraba sonriendo.

—¿Me habló, señora? —preguntó sonriendo sin saber por qué.

—No, querida. Estaba escuchándote y pensando qué hermoso cuento se podría hacer con el "hada" que vive en medio de la flor.

—Cuéntalo, mamá —pidió Jack.

—Ésta es una historia verídica, pero la disfrazaré un poco y la llamaré: "El milagro de Santa Lucía" —comenzó diciendo la señora Minot, pensando que de esa manera podría anunciar a los niños las buenas noticias y divertirlos al mismo tiempo.

Frank se instaló en una mecedora, dispuesto a dormir si el cuento le resultaba muy infantil. Jill se acomodó entre sus almohadones, y Jack se tendió de espaldas en la alfombra.

"Había una vez una reina que tenía dos príncipes..."

—¿Y no tenía princesa? —inquirió Jack, interesado.

—No, y ése era el gran pesar de la reina, porque le hubiera gustado tener una hija, ya que sus hijos iban creciendo y a menudo se encontraba sola.

—Como la madre de Blancanieves —susurró Jill.

—¡No interrumpan más! —protestó Frank, más interesado.

"Un día —prosiguió la madre—, los príncipes habían salido de caza, y encontraron a una jovencita que yacía sobre la nieve, casi muerta de frío, según creyeron ellos. Era hija de una mujer que vivía en el bosque, una niña semisalvaje pero alegre y que siempre estaba bailando y cantando, más difícil de atrapar como una ardilla y tan osada que trepaba a los árboles más altos o saltaba desde las rocas más elevadas. Los muchachos la llevaron a palacio, y la reina la recibió con los brazos abiertos. Se había caído de un árbol, lastimándose, y tuvo que permanecer en cama semana tras semana, cuidada por la ma...."

—Ésa eres tú —mumuró Jack arrojando el clavel blanco a Jill, mientras ella le tiraba el rojo.

"Después de algún tiempo, la niña ya no sufría, pero lloraba y protestaba sin lograr resignarse a ser una prisionera. La reina trató de consolarla, pero no pudo hacer mucho por ella; los príncipes eran buenos, pero tenían sus estudios y sus juegos y gran parte del tiempo estaban fuera. Sus amigas iban a verla a menudo, pero a pesar de todo eso, la cautiva golpeaba sus alas contra los barrotes de su jaula y pronto perdió su energía."

—¿Y dónde encaja Santa Lucía en este cuento? —inquirió Jack, a quien no le gustaba que se insistiera sobre los dolores de Jill.

—Ya hablaré de ella. Las santas no nacen santas, sino que se van haciendo a través de muchas pruebas —contestó la madre.

"Bueno; la niña cantaba para distraerse durante esas largas horas, y sus canciones siempre eran tristes. Entre ellas había una que le enseñó la reina y que se llamaba "Dulce paciencia, ven". Cantaba esta canción sin sospechar que Paciencia era un ángel que la oiría y la obedecería. Una noche, cuando la niña se quedó dormida cantando esa canción, el ángel vino. Nadie lo vio ni oyó mientras revoloteaba sobre la cama de la enferma, la besó en sus manos y partió lejos, dejando tras de sí tres dones. Desde ese día, la niña se volvió alegre y sus ojos brillaban; también empezó a ocuparse en pequeños trabajos que gustaban a todo el mundo. Poco a poco aquel pájaro salvaje dejó de golpear sus alas contra los barrotes de la jaula y comenzó a alegrar con su canto a todo el palacio, hasta que la reina no pudo pasarse sin ella y la madre sintió renacer su optimismo y los príncipes la llamaron "la pequeña ruiseñor".

—¿Ése fue el milagro? —preguntó Jack, advirtiendo el brillo en los ojos de Jill y el rubor de sus mejillas.

—Ése fue el milagro, y la Paciencia puede hacer otros, si es que se lo permitimos.

—Y la niña ¿se llamaba Lucía?

—Sí; en ese tiempo aún no la llamaban santa, pero trataba de serlo, y por eso la reina le dio ese nombre, a pesar de que no se lo dijo hasta mucho tiempo después.

—No está mal para un cuento de domingo, pero a mí me parece que el papel de los príncipes hubiera podido ser más importante —criticó Frank.

—Aún no he terminado.

—¿Que no ha terminado el cuento?... ! —exclamó Jack.

—¡Oh, no! Falta la parte más interesante, ya verán.

—Sí, ya sé: la moraleja. Quedémonos quietos, y oigamos el final —ordenó Frank.

"El mayor de los príncipes tenía la debilidad de conducir dragones, porque la gente de ese país usaba a esos monstruos en vez de caballos".

—¿Y se escapó con uno de ellos? —preguntó riendo Jack. ¿Y qué hizo el menor?

—Ése defendía a los débiles y era muy bueno con los pobres. Pero no tenía el suficiente criterio y por ello a menudo se veía envuelto en enredos. Era impulsivo, a tal punto que una vez dio su mejor abrigo a un mendigo, creyendo darle el viejo.

—¡Eso no es justo, mamá! ¡Ninguno de los dos era nuevo, y a ese muchacho le hacía más falta que a mí! —exclamó Jack.

—Escuchen y sabrán lo que hicieron ambos para aprender a ser prudentes —dijo la madre, y continuó:.

"El mayor de los príncipes se dio cuenta de que no lograría dominar a los enormes dragones, y se dedicó a domar a uno más pequeño, que terminó por obedecerle. Ese dragón se llamaba Voluntad, y con el tiempo, ello le dio gran poder sobre sí mismo, capacitándolo para reinar sobre los demás".

—Gracias, madre; recordaré la parte de la moraleja que me corresponde. Ahora dale a Jack la suya —pidió Frank.

"El menor tenía ante sí el magnífico ejemplo de un amigo, y decidió imitarlo hasta que aprendió a emplear uno de los más nobles dones de Dios: la benevolencia."

—Ahora cuéntanos de la niña —dijo Jack sonriendo, encantado con su moraleja, ya que se refería a Ed.

—Ésta es la mejor parte: "Después de que Paciencia hizo a Lucía dócil y alegre, la niña comenzó a realizar pequeños milagros, a pesar de que ella misma no se daba cuenta de ello. La reina se encariñó tanto con la niña que no quería separarse de ella. La madre de Lucía pensó que debía abandonar el palacio para volver a su casa, pero la reina le dijo que a todos les hacía bien tener a la niña entre ellos, y rogó a la buena mujer que arrendara su casa del bosque y que se quedara como ama de llaves del palacio".

—¿Y aceptó? —preguntó Jill, ansiosa.

—Sí —repuso la señora Minot.

—Es un magnífico final para un cuento —replicó jack, acariciando la mano de Jill.

—No es el final contestó la mamá.

—¿Que no es el final? —exclamaron los tres niños a la vez.

—Aún falta lo mejor: "Mientras Lucía se ganaba el corazón de todos, las personas mayores hacían planes para ella. Ante todo debían construirle un aparato para sostener su espalda que, aunque lentamente, mejoraba día a día; luego, cuando llegaran las vacaciones, debía acompañar a la reina y a los príncipes durante dos meses a una playa, donde el aire puro y el agua terminarían por reponerla del todo". ¿No les parece un lindo final? —preguntó la mamá, mirando las caras de sus dos hijos, porque Jill había ocultado la suya en su almohada.

—¿Estás llorando? —inquirió Jack preocupado.

—No lloro —dijo riendo—. Pero es tan hermoso lo que acabo de oír... tan maravilloso, que me dejó sin aliento. Yo pensaba que no mejoraría y me había propuesto no preguntarlo, porque a cualquiera le hubiera resultado penoso decírmelo. Ahora comprendo por qué el médico me hizo ponerme de pie el otro día y me dijo riendo que preparara mis vestidos para el primero de mayo. Creí que bromeaba, pero ahora comprendo que habló en serio, ¿verdad? —preguntó Jill, llena de esperanzas.

—No, querida, no será tan pronto. Pasarán algunos meses antes de que puedas caminar y correr como lo hacías antes, pero el tiempo pasa pronto.

—¡Puedo esperar! Meses no son años, y si realmente estoy mejorando, todo me parecerá más fácil —añadió Jill.

—Querida niña, ésta ha sido una prueba dura y larga para ti, pero está llegando a su fin, y creo que no has perdido el tiempo. No pretendo que seas una santa, pero estoy segura de que la Jill que se levantará de ese sofá será una niña mucho más buena que la que se acostó en él el mes de diciembre.

—¿Y cómo no iba a enmendarme si todos son tan buenos conmigo? —exclamó Jill.

—Tú nos has retribuido cuanto hemos hecho por ti, por lo tanto estamos en paz. Así se lo demostré a tu madre —dijo la señora Minot.

—¿Será posible que sirva para algo? Yo sólo trataba de ser buena y mostrarme agradecida, pero jamás supuse que podría ser de utilidad —replicó la niña, sin comprender por qué la querían tanto.

—Cuando las intenciones son buenas, nunca resultan en vano. Son como la lluvia de primavera que hace florecer las plantas —añadió la madre de los niños.

—¿Soy parecida en algo a la buena Lucinda Snow? Traté de parecerme a ella, pero creí haber fracasado —dijo Jill con suavidad.

—Te pareces a ella en todos los aspectos, excepto en uno. Ella no mejoró nunca, en cambio, tú sanarás del todo.

La respuesta fue breve, pero satisfizo plenamente el corazón de Jill, y esa noche, antes de dormirse, pensó: "¡Qué extraño, hice mi trabajo de misionera sin saberlo! ¡Todos me quieren y me agradecen, y no dejan que me vaya de su lado! Por lo tanto, debo creer que realicé algo por ellos; sin embargo no sé lo que es, salvo ser buena y agradable con todos".

*

El sábado era un día de mucho quehacer, y a Merry, en su casa, le gustaban las habitaciones en orden, aunque odiaba tener que barrerlas, especialmente cuando ninguna partícula de polvo escapaba al ojo de la señora Grant.

—¡Apúrate, hija! Tienes que terminar de barrer, ayudarme a hornear y limpiar las verduras para el almuerzo.

—Sí, mamá —contestó Merry, con voz alegre, pero le costó trabajo, porque tenía planes para esa mañana.

El horneo era otra pesadilla para ella: le gustaban el pan blanco y las tortas, pero lo que no disfrutaba era quemarse la cara frente al horno caliente ni ensuciarse las manos con masa o pasarse horas enteras formando panes. En cuanto a "las verduras hervidas", les tenía horror, porque no era una comida elegante, y se estremecía a la sola idea de tener que lavarlas.

Sin embargo, como se había propuesto hacer su trabajo sin la menor queja, corrió a su cuarto, se ató un pañuelo a la cabeza y comenzó su tarea.

"Es un día tan hermoso que me hubiera gustado rastrillar el jardín y dar un paseo con Molly y terminar de leer mi libro, para retirar otro en la biblioteca", se dijo con un suspiro.

Se puso a barrer con tanta alegría que pronto quedaron listos los cuartos de arriba; luego barrió las escaleras y la salita.

Cada vez que entraba a esa sala, salía de ella lo más rápido que le era posible, porque, al igual que la mayoría de las salas de los pueblos, era un lugar frío, poco acogedor y sin gusto. Los muebles eran de madera negra, la mesa del centro tenía una carpeta tejida y estaba llena de álbumes antiguos, además de una lámpara horrible; en la repisa de la chimenea lucían unos jarrones de porcelana ordinaria y un reloj que no funcionaba. Merry ansiaba transformar esa sala en un lugar bello y cómodo.

El comedor era distinto, porque allí le habían permitido hacer algunos cambios. Empezando por las flores, su padre le trajo unos maceteros floridos con los que la niña adornó la ventana. Merry se conformó con hacer agradable un rinconcito, que sus hermanos llamaban "el rinconcito de Merry". Aun la atareada señora Grant reconoció que las plantas quedaban bien y no ensuciaban como ella creía. El granjero no se cansaba de mirar a su hija cuando se sentaba a leer ante su mesa baja, llena de libros.

La lámpara también contribuyó a la decoración. Su padre no tardó en acudir allí a leer su periódico, mientras su madre se habituó a ocupar la mecedora para descansar de las tareas del día. También los muchachos se sintieron atraídos por aquella habitación.

Pero lo que más contribuyó a transformar el comedor fue el agradable fuego que siempre ardía en la chimenea, de la cual habían quitado la horrible estufa a carbón. A un lado de la chimenea la niña colocó el sillón favorito de su padre, y en el otro, la mecedera de su madre. Frente al fuego solían estar listas las zapatillas de sus hermanos y las revistas y periódicos de la semana. Poco a poco los muchachos descubrieron que "las ideas" de Merry no eran tan raras, puesto que se sentían más cómodos que antes en su casa. Entonces empezaron a tratar de complacerla. Tom, ahora se peinaba y se lavaba las manos antes de sentarse a la mesa, Dick se esforzaba por reírse menos estrepitosamente y Harry evitaba fumar en esa habitación.

La niña regaba sus flores, limpiaba los muebles y preparaba el fuego en la chimenea. Cuando todo estuvo listo, se detuvo un instante para gozar del agradable aspecto del comedor. Su vista pareció darle ánimo para continuar con lo menos agradable y se dirigió a la cocina. La señora Grant estaba muy ocupada preparando los panes para meterlos al horno. Merry se hizo cargo de los pasteles, a los que les dio las más variadas formas.

—¡Qué hábil eres! —replicó la señora Grant—. Ahora pon a cocer las verduras. Corre a buscarlas.

Merry dejó de lado la masa que empezaba a divertirla y fue a buscar las hortalizas. Pero durante el almuerzo tuvo su recompensa al ver con qué placer el granjero comía ese plato de verduras que ella había arreglado combinando los colores de los vegetales.

"Ahora descansaré y leeré durante una hora, y luego iré a ver a Molly para que me dé algunas semillas", pensó la niña, mientras terminaba de poner en orden la cocina.

—Si terminaste de zurcir tu ropa, aquí hay un montón de calcetines que arreglar —dijo la madre.

—Sí, mamá contestó Merry.

Mientras se peinaba, notó que su cara no tenía la expresión simpática, alegre y feliz de siempre.

Sacudió su cabeza y dijo en voz alta:

—No tienes por qué ponerte fea por el solo hecho de que no puedes hacer lo que deseas. ¡Arriba ese ánimo! Después de todo el barrer, hornear y zurcir no es tan terrible, y si se hace con voluntad, hasta puede resultar un agrado.

La niña sonrió al espejo, y pronto estaba sentada zurciendo al lado de su madre.

Cuando Merry dio la última puntada, le preguntó:

—Ya está... ¿qué hago ahora? —la madre le contestó sonriendo:

—Si no estás cansada, quisiera que fueras a pedirle a la señorita Bat la receta de la bebida que me prometió.

—Iré en seguida, mamá contestó Merry.

Ir a Capítulo XI

Materias