Jack y Jill


Capítulo XIV

Logros materiales y gozo interior

Los niños no fueron los únicos que aprendieron algo en la playa. La señora Minot aprovechó las vacaciones para conversar con personas entendidas sobre aspectos de la educación de sus hijos. Las señoras se reunían con médicos y profesores que tenían hijos de la misma edad.

Como a la gente joven no le interesan estas discusiones, no sospecharon que se hubiera tratado en ella algo que podía determinar cambios en sus vidas, cuando regresaran a sus casas.

—¡Qué fastidio! —suspiró Jack—. Mañana comienzan las clases.

—¿No quieres ir? ¡A mí me gustaría tanto! Pero no creo que me lo permitan —dijo Jill, mirando con añoranza sus libros.

—Me he divertido tanto al aire libre, que me espanta pensar que tendré que estar todo el día encerrado. ¿No te pasa lo mismo, Frank? —preguntó Jack, mirando con fastidio sus matemáticas.

—Confieso que el colegio no me atrae tanto. Pero es natural, después de haber recorrido toda la playa en bicicleta. ¡Valor, Jack, valor! Las vacaciones han terminado —contestó Frank.

—No, queridos —dijo entrando la señora Minot—. Para ustedes las vacaciones seguirán aún.

—¡Cuánto me alegra la noticia! ¿Hasta cuándo durarán? —inquirió Jack, esperando a lo menos una semana más de juegos.

—Para algunos de ustedes, dos o tres años, por lo menos.

—¿Qué? —exclamaron los tres al mismo tiempo, con unos ojos tan abiertos que la señora no pudo menos que sonreír.

—Durante un tiempo, tengo la intención de ocuparme del desarrollo físico de mis hijos, y dar a sus cerebros un descanso, al menos de los libros. Hay muchas cosas que pueden aprender fuera del colegio.

—Pero, mamá, ¿qué será de mis estudios? —preguntó Frank.

—Los dejarás por un año, y verás cómo te sentirás luego para seguirlos.

—¡Pero me siento muy bien! ¡He estudiado como un tigre durante un año y estoy preparado para pasar el examen final!

—Preparado en un sentido, sí, pero en otro no. No quiero que termines una carrera a costa de tu salud. Será mejor que te quedes a mi lado hasta que cumplas los dieciocho años. Eres demasiado joven aún como para separarte de mí. Cuando te conviertas en un muchacho fuerte, sano y de sólidos principios, me quedaré tranquila. Además estudiarás con más provecho y tendrás más posibilidades para convertirte en un hombre de bien.

La señora había colocado una de sus manos en el hombro de su hijo mayor, mientras hablaba con voz suave y cariñosa, y el muchacho sentía que se ahogaba su rebeldía, a pesar de que aquellas palabras cambiaban sus proyectos más queridos.

—¿Por qué, entonces, otros jóvenes a mi edad van a la Universidad? Yo me sentiría orgulloso de poder asistir a los dieciséis años.

—Ya lo sé. Pero, ¿con qué resultados? Algunos se enferman. Otros adquieren malas costumbres. La parte más importante de nuestra educación no podemos aprenderla de los libros, hijo. Considero más valiosos los buenos principios que la sabiduría temprana, porque con una base sólida podrás afrontar la vida sin temor. Confía en mí, querido, porque lo que hago es por tu bien. Trata de sobrellevar esta prueba con valentía y algún día comprenderás que he tenido razón.

—Está bien, mamá. Pero te cansarás de tenernos tanto tiempo en casa —dijo Frank, tratando de dar buen ejemplo a los demás.

—No hay peligro, porque nunca he enviado a mis hijos al colegio para liberarme de ellos. Ahora que han crecido lo bastante como para ser mis amigos, deseo más que nunca tenerlos a mi lado. Además, no te preocupes, porque seguirán estudiando. Las mentes jóvenes necesitan ser alimentadas, pero despacio. Todos los días, a ciertas horas, tendrán clases de matemáticas. Pero no permitiré a nadie quedarse leyendo hasta la medianoche ni encerrarse a las mejores horas del día. No hay ninguna necesidad de apurarse en estudiar un montón de cosas, para terminar, al final, sabiendo menos que antes.

—¡Eso mismo digo yo! —exclamó Jack—. Odio que me obliguen a estudiar una cosa tras otra, sin explicarme lo que no entiendo, por falta de tiempo. El colegio es divertido por los compañeros y los juegos, pero no veo qué interés puede haber en hacernos estudiar un día ochenta preguntas de geografía para olvidarlas al día siguiente.

—¿Y qué haré yo? —preguntó Jill, tímidamente.

—Tú y Molly estudiarán conmigo. Antes de casarme fui profesora. Ahora volveré a serlo para ustedes, y dejaré a tu madre que se ocupe de la casa. Siempre pensé que las madres deben tratar de educar a sus hijos.

—¡Eso será magnífico! ¿Y qué dirá el papá de Molly? —preguntó Jill.

—Ya he hablado con él y le gusta la idea, porque se está desarrollando y necesita una clase de cuidados que no puede darle la señorita Bat. No soy una profesora estricta, y espero que encuentren agradables mis clases.

—¡Ya lo creo que lo serán! Ya me imaginaba que este año no me dejarían ir al colegio porque el doctor dijo que mi espalda necesitaba aún cuidados. Supongo que se tratará de meses, pero aunque fueran años, con un plan tan entretenido no me importaría. A pesar de los sufrimientos, creo que el año pasado fue el más feliz de mi vida.

—Me agrada saberlo, querida —contestó la señora Minot, acariciando la cabeza de la niña, con tanto cariño como si hubiera sido su hija de verdad—. Has mejorado mucho y seguirás haciéndolo. Estas semanas en la playa te han puesto en condiciones para iniciar mi experimento. Si vemos que las cosas no marchan bien, los mandaré a todos al colegio la próxima primavera.

—¡Viva mamá! ¡Y vivan las vacaciones! —gritó Jack.

—Ahora tendré tiempo de ir al gimnasio para enderezar mi espalda —añadió Frank.

—También podrán montar a caballo. Alquilaré la vieja yegua Jane y compraré un coche pequeño. Así podremos disfrutar del buen tiempo mientras dure. Molly y yo llevaremos a Jill y ustedes nos seguirán a caballo, si están cansados de remar o de jugar fútbol.

—¡Qué suerte! —exclamó Jack—. Hoy mismo subiré al desván a buscar mi silla de montar. Espero que a la vieja yegua le guste pasear tanto como a mí.

—Ustedes mismos se ocuparán de que así sea. No pienso seguir teniendo un empleado para que se ocupe de esos trabajos. Uno cuidará el caballo, y el otro, el jardín.

—Muy bien, yo me encargaré de Jane —dijo Jack, encantado.

—Mi caballo no necesita de cuidados. Prefiero una bicicleta a un animal, por lo tanto, me ocuparé del jardín —propuso Frank.

—En cuanto a mí, pueden ponerme en un gallinero, si quieren —agregó Jill.

—No te pondré en ningún gallinero, Jill, sino en una linda jaulita y te enviaré a la exposición, para que todos sepan cómo puede convertirse un pajarillo salvaje en una dócil paloma —contestó la señora Minot, sonriendo.

—No entiendo por qué no hacen una exposición de niños —observó Frank—. No de bebés, sino que de niños mayores, de manera que la gente compruebe cuáles son las perspectivas para la próxima generación.

—Hace años existía la costumbre de reunir a todos los colegios durante la primavera, invitando a los mejores alumnos —comentó la señora Minot—. Es una lástima que ya no se realice, los colegios de antes eran mejores que los de hoy. Obligaban a los padres a preocuparse de sus hijos y a reconocer sus progresos.

—Ralph va a mandar mi busto a la exposición —comentó Jill—. Ya le pidió permiso a mamá. El señor German dice que es uno de sus mejores trabajos. Espero que todos los demás estén de acuerdo.

—Yo podría enviar mi modelo de locomotora. Ralph, que entiende de esas cosas, me dijo que era un juguete ingenioso —agregó Frank.

—¡Y yo podría exponer mi colcha de parches! —siempre exponen cosas de este tipo —añadió Jill.

—¿Qué puedo llevar yo? —preguntó Jack, avergonzado—. ¡Ah!, ya sé. ¡Enviaré al viejo Bun! Es un conejo extraordinariamente grande y su piel tiene un color nunca visto. Iré a encerrarlo antes de que se ponga más salvaje.

Todos se rieron ante su entusiasmo, pero no les disgustó la ocurrencia y como la mamá los animó a que expusieran lo que habían hecho, Frank fue a trabajar en su locomotora y Jill decidió terminar cuanto antes su colcha, mientras la señora Minot iba a conversar con el señor Acton acerca de las lecciones que quería que el profesor diera a los muchachos.

No habían pasado más de quince días y los niños ya se habían acostumbrado a no ir al colegio, porque encontraron las clases interesantes y muy agradables las distracciones. La vieja Jane le daba bastante trabajo a Jack. Aunque Frank se lamentaba interiormente de la suspensión de sus estudios universitarios, le gustaba ir al gimnasio.

Jill y Molly salían a pasear por las mañanas en el pequeño coche ante la mirada de desaprobación de muchos granjeros, que opinaban que aquello era una "pérdida de tiempo", pero las niñas tenían las mejillas sonrosadas y estaban contentas de confiar en quien sabía lo que era mejor para ellas. La señora Minot se preocupaba de que leyeran mucho en voz alta. Cuando no comprendían algo se detenían para consultarlo con la profesora, aprendiendo así cosas que jamás habían pensado conocer.

Por las tardes conversaban, mientras hacían sus labores, generalmente de fisiología. A menudo la doctora Hammond les daba conferencias, enseñándoles el funcionamiento de su propio cuerpo y el modo de mantenerlo en perfecto estado de salud. Merry no pudo resistir el atractivo de aquel amable grupo, y persuadió a su madre para que la dejara participar en él; así fue como esa delicada niña también disfrutó de los beneficios del aire libre y de la instrucción amena de sus amigas.

La primera de estas nuevas ideas parecía prosperar muy bien, y la segunda, la famosa exposición, fue aceptada y adoptada por muchos niños. Todos pensaban enviar alguna curiosidad, aunque el único que tenía preparado algo de valor era Ralph. El modelo de locomotora de Frank era muy bueno pero no quería andar, y, en el último momento, estalló como pompa de jabón. Desesperado, se dedicó entonces a ayudar a Jack a mantener en condiciones a Bun, porque ese indomable animal huía de todas las prisiones donde lo ponían, dando mucho trabajo a su dueño. A todas horas del día o de la noche el muchacho saltaba de pronto exclamando:

—¡Ahí está otra vez! —Y se veía obligado a perseguirlo por toda la casa.

La noche anterior a la exposición, Frank se despertó por una corriente de aire. Se levantó y fue a la habitación de Jack. Su hermano no estaba allí, lo buscó y lo encontró en el jardín, tratando de dar caza a Bun. Frank se rió mucho y cuando Jack por fin lo tenía en sus manos, le dijo:

—Ponlo en la nevera; está sin hielo y de allí no se escapará.

Encontrando buena la idea de su hermano, Jack encerró allí al conejo, que por supuesto, no pudo salir.

La colcha de Jill resultó preciosa, tenía fondo azul con estrellas blancas. La niña había trabajado tanto en ella que esperaba que ninguna señora presentara un trabajo mejor. Merry expuso productos de la granja, porque ese verano ella y su madre se habían dedicado a la confección de quesos y mantequillas.

Molly anunció que iba a preparar una jaula para poner a Boo adentro y presentarlo como el niño más gordo de la región, pero el pobrecito se lo tomó tan en serio que huyó de la casa. Lo encontraron a dos o tres kilómetros durmiendo contra un muro, con dos galletas y un par de calcetines en un bulto, a su lado. Costó bastante convencerlo de que se trataba de una broma, hasta que Molly le dijo que enviaría sus gatos a la exposición y se apresuró a prepararles la jaula que pidió prestada a Jack. Después de pintarla de rojo vivo y colocar dos banderas sobre el techo, metió a todos sus gatos dentro.

Grif, que no tenía nada que llevar a la exposición, quiso divertirse haciendo bromas a la concurrencia. Para ello consiguió prestado un burro gris.

El día de la inauguración todo el pueblo esperaba ansioso. Los granjeros ocupaban el lugar que se les había asignado. El conejo de Jack fue colocado en una jaula.

Gus había cazado una pareja de pájaros silvestres que chillaban desaforadamente, protestando contra su captura. Ralph llevaba con toda delicadeza su busto entre las manos, mientras Jill y Molly, sentadas en el coche, cuidaban de que no se arrugara la colcha.

Cuando la exposición estuvo armada, las niñas la recorrieron admirando la habilidad de todos los participantes, especialmente la de Merry, que le había dado forma de flores a la mantequilla. De pronto se oyeron grandes carcajadas y todos salieron para ver qué ocurría.

Grif avanzaba por la calle, montado sobre un burro gris que tenía dos cabezas, seguido por un grupo de muchachos, lanzando exclamaciones de admiración. El chico había encontrado la cabeza entre las pertenencias del "Club de Teatro", y la había sujetado al cuello del animal, colocando encima una manta roja para ocultar el engaño. Lo más divertido del caso es que el burro avanzaba despacio, mirando a todos como si quisiera comprender el motivo de tanta risa.

De repente lanzó un sonoro rebuzno que fue imitado por Grif, con gran alegría del público. El muchacho quiso lucir su cabalgadura e inició con ella una carrera; todo anduvo bien hasta que de pronto la cabeza falsa se desprendió, asustando al animal, que se detuvo en seco, saliendo Grif por encima de su cabeza.

El jurado llegó y ordenó que todos se retiraran del lugar para premiar los mejores trabajos. Cuando se permitió otra vez la entrada al público, cada cual corrió a ver si había recibido algún premio. La mantequilla de Merry recibió mención. La señora Grant no podía esconder su alegría. También la linda colcha azul, porque los jurados sabían quién era la autora y querían premiar a esa niña que tanto había sufrido.

Los gatos de Molly causaron gran admiración, pero no obtuvieron premio. Jack estaba convencido de que su conejo era el más hermoso de la exposición, pero cuando fue a verlo, no lo encontró. Se había escapado y esta vez para siempre.

El trabajo de Ralph, no sólo recibió el premio que merecía, sino que una señora lo encontró tan bonito que le mandó a hacer el busto de su hija, una niña muy delicada y que acaso no viviría mucho tiempo.

Todas las niñas se mostraron encantadas con la suerte de Ralph, convertido en el héroe de la exposición.

—¡Cuánto me alegro de haber conseguido una expresión amable cuando Ralph modelaba mi cabeza! —comentó Jill.

—Siempre pensé que tu cara es encantadora, pero ahora la admiro más que nunca —respondió Merry.

*

Dos semanas más tarde, los muchachos estaban cosechando manzanas y las niñas terminaban su costura para ir a ayudar a los recolectores. Hacía un mes y medio que habían comenzado con el nuevo método de enseñanza. Las clases, el ejercicio y las tareas domésticas eran alternados agradablemente, y todos comprendían que estaban aprendiendo cosas que les serían útiles en la vida. Ahora estaban ocupadas confeccionando unos abriguitos cuya tela, modelo y adornos, ellas mismas habían elegido.

Mientras las niñas cosían, la señora Minot les leía y todas tenían conciencia de ser útiles a los demás y a sí mismas.

—Antes pensaba que me gustaría ser reina o gran dama, tener hermosos trajes de terciopelo y valiosas joyas, y vivir en un palacio; pero ya no me atraen esos lujos. Me agrada hacer cosas bonitas para mi casa y saber que todos me quieren y aprecian lo que hago por ellos. Las reinas no son felices y yo lo soy —reflexionó Merry.

—Creo que tu obra de misionera dio frutos; la mía también, estoy consiguiendo cada día más. La señorita Bat es tan amable que casi no la reconozco —añadió Molly—. Todo eso me gusta mucho pero no pienso pasar mi vida así. Quiero viajar, y en cuanto pueda tomaré a Boo y daremos la vuelta al mundo.

—A mí, en cambio, me gustaría ser una actriz o una bailarina famosa. Pero creo que no seré nada de eso —comentó Jill—. Y no me importa, porque me siento demasiado feliz sólo con la idea de no pasar, igual que Lucinda, toda mi vida postrada.

Si las tres niñas hubieran podido mirar el futuro, se hubiesen sorprendido al ver que les esperaba un destino completamente distinto. Merry no se ocuparía de embellecer una granja, sino que viviría feliz en Italia con su esposo Ralph, joven escultor de talento, que amaba la belleza tanto como ella. Molly no viajaría alrededor del mundo, pero se convertiría en una señorita bondadosa e independiente que se conformaría con manejar la casa de su padre y dirigir al joven Boo, su mayor alegría y orgullo. Jill jamás llegaría a la fama, sino que sería una mujer feliz y el gran apoyo de dos mujeres ancianas. Se casaría al cumplir los veinticinco años y, naturalmente, su esposo sería el simpático Jack.

Pero el día en que las tres amigas cosían y conversaban juntas, estaban lejos de soñar lo que el destino les reservaba. Una vez terminado su trabajo, y después de doblarlo cuidadosamente, fueron a buscar a los muchachos.

—Éstos son los últimos días hermosos de la temporada, y deberíamos aprovecharlos lo más posible. ¿Por qué no organizamos un picnic antes de que empiece el frío? —propuso Merry.

—Buena idea —aceptó Jill, encantada—. Podemos ir a la isla; pasaremos un día al aire libre. Cuando llegue la nieve tendremos demasiado tiempo para estar encerrados.

—Cuenten conmigo para organizarlo —añadió Frank—. Manaña es sábado y todos podrán acompañarnos.

—Deja de cosechar esas manzanas, Jack, y ven a ayudarnos a preparar nuestro proyecto —gritó Molly, arrojando una manzana al niño, que se encontraba semioculto entre las ramas.

—¡Ya terminamos! Tengo las manos hechas una miseria y me he roto los pantalones, pero hemos tenido una buena cosecha —agregó Jack.

—Mejor sería que ese niño no mordisqueara cada manzana que cae en sus manos. Vamos, Boo, ¡deja de hacerlo! ordenó Frank, tomando al pequeño de un brazo.

—Gus vendrá a pasar como siempre el fin de semana. No nos divertiríamos si él no formara parte del picnic —dijo Frank.

—Y Ralph, también —añadió Merry—. Trabaja en el busto de una niña, pero si se lo pedimos, lo dejará por un día.

—Invitaré a las niñas al regresar a casa. ¿Les parece bien que nos reunamos a las dos de la tarde, a orillas del río? Así podremos remar un poco antes de merendar. ¿Qué quieren que lleve? —inquirió Molly.

—Café y leche. También algunas galletas. Yo me encargaré de las tortas y la crema, y las demás que traigan lo que quieran —contestó Merry, orgullosa de las tortas que preparaba.

—Yo llevaré mi cítara, así podremos tener música durante el trayecto y Grif podrá llevar su violín. ¡Cuánto nos divertiremos! —exclamó Jill con entusiasmo.

—Bien, vamos a invitar a las chicas —dijo Merry, dando un brinco.

Al día siguiente, once muchachos se reunieron al borde del río, llevando cada uno sus provisiones. Ralph no podría ir hasta más tarde. El día estaba hermoso y tras remar un rato, llegaron a la isla.

Todo estaba listo y se disponían a merendar, sin esperar a Ralph, cuando un alegre grito les avisó que se acercaba. El joven traía una cara muy especial y todos trataban de averiguar la sorpresa que les tenía preparada.

En efecto, algo había sucedido, algo muy feliz y que Ralph les anunció:

—¡Buenas noticias, buenas noticias! ¡Parto para Roma el mes próximo!

La noticia alegró a sus amigos que lo cubrieron de halagos y felicitaciones.

—Me alegro mucho. Cuando vaya a Europa de aquí a cuatro años, al finalizar mis estudios, iré a verte dijo Gus.

—¿Te quedarás cuatro años? —inquirió Merry, suavemente.

—Diez, si puedo —contestó Ralph con decisión—. Tengo mucho que aprender, me encerraré en mi estudio y me olvidaré del mundo exterior.

—¡No te olvides de nosotros! ¡Escribe! —pidió Molly.

—Por supuesto que escribiré. Pero no deben esperar grandes noticias durante algún tiempo. La fama se demora en llegar.

—¿Qué les parece si terminamos el café antes de que se enfríe? —sugirió Annette, viendo algunas caras tristes.

Los muchachos aceptaron encantados y todos comenzaron a devorar tortas y pasteles, con gran rapidez.

—¿Terminaste el busto de la niñita? —preguntó Jill.

—Me falta muy poco, en dos semanas quedará listo. Te tengo que agradecer que hayas sido mi primera modelo. En recompensa te mandaré la primera cosa bonita que encuentre —contestó Ralph.

—¡Si supieras lo orgullosa que me siento! Lo que quisiera es pagártelo, pero no tengo dinero, y a ti no te hace falta nada de lo que yo sé hacer —respondio Jill.

—Puedes escribirme contándome cosas de todos ustedes. Temo que me olviden cuando esté lejos —dijo Ralph.

Jill se lo prometió y mantuvo su palabra; pero las cartas más largas fueron las que recibió de la granja sobre la colina, a pesar de que nadie lo supo hasta mucho tiempo después. En ese momento Merry sonrió con las mejillas enrojecidas y bajó la vista.

—Quisiera tener veinte años para marchar en busca de fortuna —exclamó Jack.

—Es fácil decir lo que nos gustaría hacer —intervino Gus—. Pero a veces hay que aceptar los hechos como se presentan.

—No siempre. Si uno se empeña en llegar a ser lo que quiere, puede convertir en realidad sus proyectos —dijó Frank, muy serio.

—Así hablaba Ed. Sus proyectos eran magníficos, pero no pudo realizarlos —añadió Jack.

—¡Quién sabe! Tal vez aquellos proyectos dieron su fruto —replicó Ralph.

—Muchas bellotas se pierden. Pero otras crecen y se convierten en grandes robles —susurró Merry.

—¿Plantaste la tuya? —preguntó Gus.

—Si. ¿Y tú? —contestó Frank.

—¿De qué están hablando? —susurró Merry.

—El domingo pasado —explicó Jill— los muchachos fueron al cementerio, y al llegar ante la tumba de Ed, la encontraron cubierta de bellotas caídas de un árbol que crece cerca. Cada uno de ellos recogió algunas y se propusieron plantarlas en recuerdo del amigo.

Los jóvenes la oyeron pero ninguno de ellos habló. Todos querían parecerse siquiera un poco a Ed y vivir una vida noble en recuerdo suyo.

—Me parece que este año ha sido rico en acontecimientos —dijo Merry, en tono pensativo.

—¡Ya lo creo! —exclamó Molly—. En casa hubo una verdadera revolución y yo soy el comandante en jefe ahora, y no me quejo.

—A mí me parece que nunca aprendí tanto en la vida como durante este año —dijo Jill, convencida—, a pesar de que estudié menos.

—Yo, en cambio, me encontraré perdido después de la ida de Gus, pero tengo que obedecer las órdenes de mamá y tratar de cumplirlas lo mejor posible. Además creo que no será tiempo perdido —explicó Frank.

—Espero que no —contestó Gus—. En cuanto a mí, mi tarea está preparada, pero les aseguro que es más dura de lo que se imaginan.

—Yo también me siento muy satisfecho —dijo Ralph—, a pesar de que tendré que luchar mucho; pero llegará el día en que haré algo que me enorgullecerá.

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