Cantar I: El destierro del Cid |
La primera página que falta en el códice del Poema narraba cómo Rodrigo Díaz de Vivar fue enviado por el rey de Castilla, Alfonso VI, a cobrar las parias o tributos anuales que, a cambio de amparar y sostener sus derechos, le pagaban los reyes moros de Córdoba y Sevilla.
Almudafar, que reinaba en Granada, "quería mal de muerte" al rey de Sevilla, Al Motámid, y dedicábase, ayudado por ricos omnes cristianos, como el conde García Ordóñez y Fortún Sánchez, yerno del rey de Navarra, a destruirle los poblados y talarle las tierras al sevillano. Era costumbre de la época que, por simple espíritu aventurero o por haber sido desterrado por el rey, caballeros cristianos pasasen a combatir en las huestes moras.
Rodrigo Díaz de Vivar, con una mesnada mixta de cristianos y moros, después de haber enviado, en vano, cartas de ruego a estos nobles para que no persistiesen en su empresa, sale en defensa de Al Motámid y vence, junto al castillo de Cabra, al conde García Ordóñez, a quien mantiene tres días prisionero, le quita gran riqueza y le hace sufrir el ultraje de mesarle las barbas. Esta era una de las mayores y graves ofensas que podía padecer un caballero. La legislación de aquel tiempo, representada en los "Fueros", condenaba al hechor a pagar, en favor de la victima, una crecida suma de dinero por cada "pulgarada" o mechón de barba que hubiere arrancado o que, si no tuviese dinero, sufriera a su vez el ser mesado en las suyas, debiendo, en el caso de ser lampiño, soportar que le cortaran una pulgada de carne en la mejilla. El "Fuero de Brihuega" indica que el afrentado debía recibir alimentos y vestidos del ofensor mientras "que aya el cabello eguado como ante lo avie".
Esta victoria enaltece y consagra a Rodrigo Díaz de Vivar ante los ojos de los moros, que desde aquel entonces le llaman Cid (Sidi significa señor) Campeador, que quiere decir batallador.
Con las parias cobradas, regresó el Cid a la corte de Alfonso VI. El rey, después de manifestar su aprobación a la actitud de Ruy Díaz, dando oído a cortesanos envidiosos o mestureros que acusan al Cid de haber guardado para sí parte de los tributos, lo destierra del reino, dándole un plazo de nueve días para trasponer sus fronteras.
Según el "Fuero Viejo de Castilla", debían los vasallos acompañar al señor desterrado mientras hallare medios de vivir: comunicada por el Campeador a los suyos la voluntad inapelable del rey, todos por boca de Alvar Fáñez, "su primo cormano", aceptan acompañarle por "yermos e por poblados". Con la partida del Cid de su heredad de Vivar hacia Burgos termina la página perdida del manuscrito de Per Abbat, que se suplió por la “Crónica de los Veinte Reyes de Castilla” y comienza el texto del Poema.
1
Adiós del Cid a Vivar
Los ojos de Mío Cid
mucho llanto van llorando,
hacia atrás vuelve la vista
y se quedaba mirándolos.
Vio cómo estaban las puertas
abiertas y sin candados,
vacías quedan las perchas
ni con pieles ni con mantos,
sin halcones de cazar
y sin azores mudados.
Suspira el Cid porque va
de pesadumbre cargado.
Y habló, como siempre habla,
tan justo y tan mesurado:
"¡Bendito seas, Dios mío,
Padre que estás en lo alto!
Contra mí tramaron esto
mis enemigos malvados.
2
Agüeros en el camino de Burgos
Ya aguijan a los caballos,
ya les soltaron las riendas.
Cuando salen de Vivar
ven la corneja a la diestra,
pero. al ir a entrar en Burgos
la llevaban a su izquierda.
Movió Mío Cid los hombros
y sacudió la cabeza:
"¡Ánimo, Álvar Fáñez, ánimo,
de nuestra tierra nos echan,
pero cargados de honra
hemos de volver a ella!"
3
El Cid entra en Burgos
Ya por la ciudad de Burgos,
el Cid Ruy Díaz entró.
Sesenta pendones lleva
detrás el campeador.
Todos salían a verle,
niño, mujer y varón,
a las ventanas de Burgos
mucha gente se asomó.
¡Cuántos ojos que lloraban
de grande que era el dolor!
Y de los labios de todos
sale la misma razón:
"¡Qué buen vasallo sería
si tuviese buen señor!"
4
Nadie hospeda al Cid. Solo una niña le dirige la palabra para mandarle alejarse. El Cid se ve obligado a acampar fuera de la población, en la glera
De grado le albergarían,
pero ninguno lo osaba,
que a Ruy Díaz de Vivar
le tiene el rey mucha saña.
La noche pasada a Burgos
llevaron una real carta,
con severas prevenciones
y fuertemente sellada
mandando que a Mío Cid
nadie le diese posada,
que sí alguno se la da
sepa lo que le esperaba:
sus haberes perdería,
mas los ojos de la cara,
y además se perdería
salvación de cuerpo y alma.
Gran color tiene en Burgos
toda la gente cristiana,
de Mío Cid se escondían;
no pueden decirle nada.
Se dirige Mío Cid
adonde siempre paraba;
cuando a la puerta llegó
se la encuentra bien cerrada.
Por miedo del rey Alfonso
acordaron los de casa
que como el Cid no la rompa
no se la abrirán por nada.
La gente de Mío Cid
a grandes voces llamaba,
los de dentro no querían
contestar una palabra.
Mío Cid picó el caballo,
a la puerta se acercaba,
el pie sacó del estribo,
y con él gran golpe daba,
pero no se abrió la puerta
que estaba muy bien cerrada.
La niña de nueve años
muy cerca del Cid se para:
"Campeador, que en bendita
hora ceñiste la espada,
el rey lo ha vedado, anoche
a Burgos llegó su carta,
con severas prevenciones
y fuertemente sellada.
No nos atrevemos, Cid,
a darte asilo por nada,
porgue si no perderíamos
los haberes y las casas,
perderíamos también
los ojos de nuestras caras.
Cid, en el mal de nosotros
vos no vais ganando nada.
Seguid y que os proteja
Dios con sus virtudes santas"
Esto le dijo la niña
y se volvió hasta su casa.
Bien claro ha visto Ruy Díaz
que del rey no espere gracia.
De allí se aparta, por Burgos
a buen paso atravesaba,
a Santa María llega,
del caballo descabalga,
las rodillas hinca en tierra
y de corazón rogaba.
Cuando acabó su oración
el Cid otra vez cabalga,
de las murallas salió,
el río Arlanzón cruzaba.
Junto a Burgos, esa villa,
en el arenal posaba,
las tiendas mandó plantar
y del caballo se baja.
Mío Cid el de Vivar
que en buen hora ciñó espada,
en un arenal posó,
que nadie le abre su casa.
Pero en torno suyo hay
guerreros que le acompañan.
Así acampó Mío Cid
cual si anduviera en montaña.
Prohibido tiene el rey
que en Burgos le vendan nada
de todas aquellas cosas
que le sirvan de vianda.
No se atreven a venderle
ni la ración más menguada.
5
Martín Antolínez viene de Burgos a proveer de víveres al Cid
El buen Martín Antolínez,
aquel burgalés cumplido,
a Mío Cid y a los suyos
los surte de pan y vino;
no lo compró, que lo trajo
de lo que tenía él mismo;
comida también les dio
que comer en el camino.
Muy contento que se puso
el Campeador cumplido
y los demás caballeros
que marchan a su servicio.
Habló Martín Antolínez,
escuchad bien lo que ha dicho:
"Mío Cid Campeador,
que en tan buen hora ha nacido,
descansemos esta noche
y mañana ¡de camino!
porque he de ser acusado,
Cid, por haberos servido
y en la cólera del rey
también me veré metido.
Si logro escapar con vos,
Campeador, sano y vivo,
el rey más tarde o temprano
me ha de querer por amigo;
las cosas que aquí me dejo
en muy poco las estimo."
6
El Cid empobrecido, acude a la astucia de Martín Antolínez. Las arcas de arena
Habla entonces Mío Cid,
que en buen hora ciñó espada:
"¡Oh, buen Martín Antolínez,
el de la valiente lanza!
Si Dios me da vida
de doblaros la soldada.
Ahora ya tengo gastado
todo mi oro y mi plata,
bien veis, Martín Antolinez,
que ya no me queda nada.
Plata y oro necesito
para toda mi compaña,
no me lo darán de grado,
lo he de sacar por las malas.
Martín, con vuestro consejo
hacer quisiera dos arcas,
las llenaremos de arena
por que sean muy pesadas,
bien guarnecidas de oro
y de clavos adornadas.
7
Las arcas destinadas para obtener dinero de dos judíos burgaleses
Bermejo ha de ser el cuero
y los clavos bien dorados.
Buscadme a Raquel y Vidas,
decid que voy desterrado
por el rey y que aquí en Burgos
el comprar me está vedado.
Que mis bienes pesan mucho
y no podría llevármelos,
yo, por lo que sea justo,
se los dejaré empeñados.
Que me juzgue el Creador,
y que me juzguen sus santos,
no puedo hacer otra cosa,
muy a la fuerza lo hago,"
8
Martín Antolínez vuelve a Burgos en busca de los judíos
A lo que el Cid le mandó,
Martín Antolínez marcha,
atraviesa todo Burgos,
en la judería entraba,
por Vidas y por Raquel
con gran prisa preguntaba.
9
Trato de Martín Antolínez con los judíos. Éstos van a la tienda del Cid. Cargan con las arcas de arena
A los judíos encuentra
cuando estaban ocupados
en contar esas riquezas
que entre los dos se ganaron.
Les saluda el burgalés,
muy atento y muy taimado:
"¿Cómo estáis, Raquel y Vidas,
amigos míos tan caros?
En secreto yo querría
hablar con los dos un rato."
No le hicieron esperar;
en un rincón se apartaron.
"Mis buenos Raquel y Vidas,
vengan, vengan esas manos,
guardadme bien el secreto,
sea a moro o a cristiano,
que os tengo que hacer ricos
y nada habrá de faltaros.
De cobrar parias a moros
el rey al Cid le ha encargado,
grandes riquezas cogió,
y caudales muy preciados,
pero luego se quedó
con lo que valía algo,
y por eso se ve ahora
de tanto mal acusado.
En dos arcas muy repletas
tiene oro fino guardado.
Ya sabéis que don Alfonso
de nuestra tierra le ha echado,
aquí se deja heredades
y sus casas y palacios,
no se puede llevar las arcas,
que le costaría caro,
el Campeador querría
dejarlas en vuestras manos
empeñadas, y que, en cambio,
le deis dinero prestado.
Coged las arcas del Cid,
ponedlas a buen recaudo,
pero eso tiene que ser
con juramento prestado
que no las habéis de abrir
en lo que queda de año."
Raquel y Vidas están
un rato cuchicheando:
"En este negocio hemos
de sacar nosotros algo.
Cuando el Cid cobró las parias,
mucho dinero ha ganado,
de allá de tierra de moros
gran riqueza se ha sacado.
Quien muchos caudales lleva
nunca duerme descansado.
Quedémonos con las arcas,
buen negocio haremos ambos,
pondremos este tesoro
donde nadie pueda hallarlo.
Pero queremos saber
qué nos pide el Cid en cambio
y qué ganancia tendremos
nosotros por este año."
Dice Martín Antolínez,
muy prudente y muy taimado:
"Muy razonable será
Mío Cid en este trato;
poco os ha de pedir
por dejar su haber en salvo.
Muchos hombres se le juntan
y todos necesitados,
el Cid tiene menester
ahora de seiscientos marcos.
Dijeron Raquel y Vidas:
"Se los daremos de grado."
El Cid tiene mucha prisa,
la noche se va acercando,
necesitamos tener
pronto los seiscientos marcos.
Dijeron Raquel y Vidas:
"No se hacen así los tratos,
sino cogiendo primero,
cuando se ha cogido, dando."
Dijo Martín Antolínez:
"No tengo ningún reparo,
venid conmigo que sepa
el Cid lo que se ha ajustado
y, como es justo, después
nosotros os ayudamos
a traer aquí las arcas
y ponerlas a resguardo,
con tal sigilo que en Burgos
no se entere ser humano."
Dijeron Raquel y Vidas:
"Conformes los dos estamos.
En cuanto traigan las arcas
tendréis los seiscientos marcos.
El buen Martín Antolínez
muy de prisa ha cabalgado,
van con él Raquel y Vidas,
tan satisfechos del trato.
No quieren pasar el puente,
por el agua atravesaron
para que no lo supiera
en Burgos ningún cristiano.
Aquí veis como a la tienda
del famoso Cid llegaron;
al entrar fueron los dos
a besar al Cid las manos.
Sonrióse Mío Cid,
y así comenzara a hablarles.
"Sí, don Raquel y don Vidas,
ya me habiáis olvidado.
Yo me marcho de Castilla
porque el rey me ha desterrado.
De aquello que yo ganare
habrá de tocaros algo,
y nada os faltará,
mientras que viváis, a ambos.
Entonces Raquel y Vidas
van a besarle las manos.
Martín Antolínez tiene
el trato bien ajustado
de que por aquellas arcas
le darán seiscientos marcos,
bien se las han de guardar
hasta el cabo de aquel año,
y prometido tenían,
y así lo habían jurado,
que si las abrieran antes
queden por perjuros malos
y no les dé en interés
Don Rodrigo ni un ochavo.
Dijo Martín Antolínez:
"Raquel y Vidas, llevaos
las dos arcas cuanto antes
y ponedlas a resguardo,
yo con vosotros iré
para que me deis los marcos,
que ha de salir Mío Cid
antes de que cante el gallo."
¡Qué alegres que se ponían
cuando los cofres cargaron!
Forzudos son, mas cargarlos
les costó mucho trabajo.
Ya se alegran los judíos
en los dineros pensando,
para el resto de sus días
por muy ricos se juzgaron.
10
Despedida de los judíos y el Cid. Martín Antolínez se va con los judíos a Burgos
Raquel coge a Mío Cid
la mano para besarla:
"Campeador, el que en buena
hora se ciñó la espada,
hoy de Castilla os vais
para las tierras extrañas.
Vuestra suerte así lo quiere,
grandes son vuestras ganancias.
Una piel morisca quiero
de rico color de grana,
humildemente os pido
me la traigáis regalada."
"Concedido, dijo el Cid,
la piel os será mandada,
si no la descontaréis
de lo que valen las arcas.
Los cofres de Mío Cid
los judíos se llevaban,
el buen Martín Antolínez
por Burgos los acompaña.
Así con muy gran secreto,
llegaron a su morada.
Tendieron un cobertor
por el suelo de la cámara
y encima de él una sábana
de tela de hilo muy blanca.
Contó Don Martín de un golpe
trescientos marcos de plata,
con la cuenta le bastó,
sin pesarlos lo tomaba,
los otros trescientos marcos
en oro se los pagaban.
Cinco escuderos traía
y los cinco llevan carga.
Cuando acabó Don Martín,
a los judíos hablaba:
"En vuestras manos, Raquel
y Vidas, están las arcas,
mucho ganáis, bien merezco
que me deis para unas calzas."
11
El Cid, provisto de dinero por Martín Antolínez, se dispone a marchar
Entonces Raquel y Vidas
allí a un lado se apartaron:
"En verdad que esta ganancia
él es quien nos la ha buscado."
Dicen: "Martín Antolínez,
burgalés bien afamado,
merecido lo tenéis,
os daremos buen regalo,
calzas os podréis comprar,
buena piel y rico manto.
La donación os hacemos,
don Martín, de treinta marcos,
y bien lo habréis merecido
si nos guardáis este trato,
que vos sois el fiador
de aquello que hemos pactado."
Lo agradece don Martín,
recibe los treinta marcos,
de su casa quiere irse,
ya se despide de ambos.
Por Burgos atravesó,
el Arlanzón ha pasado.
encamínase a la tienda
de Mío Cid bienhadado.
Ruy Díaz le ha recibido,
abiertos ambos los brazos:
"Ya estás aquí, don Martín
Antolínez, fiel vasallo,
Dios quiera que llegue el día
en que pueda darte algo."
"Aquí estoy, Campeador,
y buena ayuda os traigo,
para vos seiscientos marcos,
para mí treinta he sacado.
Mandad recoger la tienda
y a toda prisa partamos;
que en San Pedro de Cardeña
nos coja el cantar del gallo.
Veremos a vuestra esposa,
esa prudente hijadalgo.
Muy corta sea la estancia,
de Castilla nos salgamos,
así es menester, que el plazo
del destierro va expirando."
El Cid, montado ya y presto para la partida, vuélvese en dirección a la iglesia burgalesa de Santa María, y persignándose hace una breve oración y un voto de mil misas en sus altares si la Virgen le ampara durante su destierro. Mientras el leal Martín Antolínez torna a Burgos a despedirse de su esposa, el Cid y los suyos cabalgan hacia el monasterio de San Pedro de Cardeña, donde llegan al primer canto de los gallos que anuncian la aurora. Estaba rezando maitines el abad don Sancho, prior del monasterio, y doña Jimena, esposa del Cid, rodeada de cinco dueñas, también rogaba al Creador y al apóstol San Pedro, cuando les fue anunciada la nueva de que a la puerta estaba llamando Rodrigo Díaz. Abandona sus rezos el abad y con alegría sale a recibir al desterrado. Los monjes aparecen en el patio, aun entenebrecido, con luces y candelas que iluminan de amarillo los rostros. Más atrás viene doña Jimena con sus dos hijas, doña Elvira y doña Sol, que sendas ayas traen en brazos, porque aun son niñas; al llegar ante su esposo, se arrodilla, le quiere besar las manos, tiene los o]os con lágrimas y, dirigiéndose a él, lamenta el desamparo en que han de quedar ella y sus hijas; pero el de la hermosa barba, acogiéndolas en sus brazos, llegándolas al corazón, mientras suspira y "llora de los ojos", le da la esperanza de que, con la ayuda de Dios y de Santa María, casará por sus propias manos a sus hijas y tendrá tiempo aun de servir y acompañar a su honrada mujer. De gozo las campanas de San Pedro tañen a clamor. Las últimas estrellas de la noche se han diluido, lentamente, en el aire de la mañana y los cirios de los monjes, uno a uno, han ido apagando su inútil luz.
En Burgos, más de cien caballeros deciden juntarse a las mesnadas del Campeador. Aquellos que no son vasallos del desterrado perderán sus casas y heredades por seguirlo; y quienes lo son, el rey les respeta la hacienda, porque entre las obligaciones del vasallaje estaba la de acompañar al señor en el exilio. Crecida la compañía, habiéndose cumplido el sexto de los nueve días de plazo que tiene para abandonar Castilla, decide el Campeador partir al amanecer, luego que diga el abad su misa de la Santa Trinidad. Doña Jimena reza una larga oración para que el Creador guarde al Cid de todo mal. Acabada la misa se despiden los esposos con un tierno abrazo. Mira el Cid a sus hijas con ternura, mientras doña Jimena, llorosa, "non sabe qué se far". El momento es amargo: se separan como quien arranca "la uña de la carne".
El Cid se aleja del monasterio, no sin recomendar de nuevo al abad que cuide de doña Jimena, sus hijas y las dueñas de compañía. Durante su camino a la frontera de Castilla vanse acogiendo a sus mesnadas nueva gente, que han sabido la noticia del destierro por los pregones echados a correr por el rey. En cuanto fue la noche, cansado de la jornada, junto a los suyos se echó a dormir el Campeador. Fue muy grato ese sueño para Rodrigo Díaz, pues tuvo la visión del arcángel San Gabriel, que le prometió que, mientras viva, bien le irá en las empresas. Despertóse el Cid y se santiguó y anduvo toda esa mañana alegre por la promesa que recibió en el sueño.
Se adentra por sierras escabrosas en tierra enemiga y, después de un descanso, por que no los descubran, deciden marchar de noche y caer sorpresivamente sobre Castejón. El juglar se detiene a describir la hermosura de la mañana, la gente del pueblo, ya levantada, que abren las puertas de la ciudad y, confiadamente, van a trabajar a las tierras labrantías, desparramándose por los campos. Fácilmente el Cid se apodera de tan desprevenido castillo, ganando gran botín, mientras Minaya Alvar Fáñez grandes proezas hace en una algara contra Alcalá. Castejón está en el reino moro de Toledo, tributario del rey Alfonso, y el Cid no quiere luchar contra su soberano, que puede venir en socorro del castillo; así es que decide vender a los moros su libertad y no llevar cautivos en sus nuevas cabalgadas por territorios que dependen del rey moro de Valencia. Allí, en tierras de Zaragoza, pone cerco a Alcocer que, aunque le da parias, se defiende por espacio de quince semanas. Mediante el ardid de abandonar el asedio, dejando como cebo a la codicia de los sitiados una tienda, ve que grandes y chicos salen del castillo, atentos sólo a la rapiña. Cuando entre ellos y el fuerte quedó un gran trecho, volvió riendas el Campeador y con los suyos arremetió con gran violencia y denuedo. Buen testimonio son las espadas, tintas en sangre, de trescientos moros. En lo más alto del castillo planta Pero Vermúdez la enseña del Cid, como insignia de soberanía. Pero el rey de Valencia se lamenta demasiado de la pérdida para tolerarla y envía gruesas fuerzas, al mando de los emires Fáriz y Galve, a cercar el castillo.
33
Fáriz y Galve cercan al Cid en Alcocer
Ya han acampado los moros,
sus tiendas allí las plantan;
sus fuerzas iban creciendo,
mucha gente hay juntada.
Centinelas avanzados
de los moros se destacan
y armados hasta los dientes
de día y de noche andan.
Muchos son los centinelas
y mucha la hueste armada.
A Mío Cid y a los suyos
ya les han cortado el agua,
las mesnadas de Ruy Díaz
salir quieren a batalla,
el que en buen hora nació
muy firme se lo vedaba.
Tuviéronle así cercado
al Cid más de tres semanas.
34
Consejo del Cid con los suyos. Preparativos secretos. El Cid sale a batalla campal contra Fáriz y Galve. Pero Bermúdez asesta los primeros golpes
Al cabo de tres semanas
cuando la cuarta va a entrar,
Mío Cid de sus guerreros
consejo quiere tomar:
"El agua nos la han quitado,
puede faltarnos el pan
y escaparnos por la noche
no nos lo consentirán.
Muy grandes sus fuerzas son
para con ellos luchar,
decidme vos, caballeros,
qué es lo que hacerse podrá.
Habla el primero Minaya,
caballero de fiar:
"De Castilla la gentil
nos desterraron acá,
si no luchamos con moros
no tendremos nuestro pan.
Seiscientos somos nosotros
y aun creo que algunos más,
no nos queda otro remedio,
por Dios que en el cielo está;
en cuanto amanezca el día,
vayámoslos a atacar."
Díjole el Campeador:
"Así quería oír hablar;
ya sabía yo, Minaya,
que os habríais de honrar."
A los moros y a las moras
afuera los manda echar
para que el intento suyo
no lo vayan a contar.
Por el día y por la noche
se empiezan a preparar.
Otro día de mañana,
cuando el sol quiere apuntar,
armado está Mío Cid
y aquellos que con él van.
El Campeador habló
lo que ahora me oiréis contar:
"Todos nos saldremos fuera,
ninguno aquí quedará,
tan sólo estos dos peones,
que la puerta han de guardar.
Si morimos en el campo,
Al castillo nos traerán,
Si ganamos la batalla
gran botín nos tocará.
Vos, Pero Bermúdez,
esta bandera mía tomad,
como sois bravo la habréis
de llevar con lealtad,
mas no os adelantéis
sin que me lo oigáis mandar.”
Al Cid le besó la mano,
La bandera fue a tomar.
Abren las puertas y afuera
del castillo salen ya.
Las avanzadas al verlos
Al campamento se van.
¡Qué prisa se dan los moros!
Todos se empiezan a armar.
Del ruido de los tambores,
la terra se va a quebrar,
Vierais allí a tanto moro
armarse y en lucha entrar.
Al frente de todos ellos
Dos grandes banderas van,
Y los pendones más chicos,
¿quién los podría contar?
En las filas de los moros
empieza el avance ya,
con Mío Cid y los suyos
se querían encontrar.
Dijo el Cid: “Estos todos
quedos en este lugar,
que nadie salga de filas
sin que me lo oiga mandar.”
Aquel buen Pedro Bermúdez
no puede aguantarse más,
bandera en mano comienza
su caballo a espolear.
"¡Que el Creador nos asista,
Cid Campeador leal!
En medio de aquella tropa
voy la bandera a llevar,
los que deben defenderla
ya me la defenderán."
Dijo entonces Mío Cid:
¡No lo hagáis, por caridad!"
Repuso Pedro Bermúdez:
"Tai como digo se hará".
Su caballo espoleó
y entra donde había más.
Los moros ya la bandera
le quieren arrebatar,
hiérenle, mas la loriga
no se la pueden quebrar.
Dijo entonces Mío Cid:
"¡Valedle por caridad!"
35
Los del Cid acometen para socorrer a Pedro Bermúdez.
Embrazaron los escudos
delante del corazón,
las lanzas ponen en ristre
envueltas con su pendón,
todos inclinan las caras
por encima del arzón
y arrancan contra los moros
con muy bravo corazón.
A grandes voces decía
el que en buen hora nació:
"¡Heridlos, mis caballeros,
por amor del Creador,
aquí está el Cid, don Rodrigo
Díaz el Campeador!"
Todos caen sobre aquel grupo
donde Bermúdez se entró.
Éranse trescientas lanzas,
cada cual con su pendón.
Cada guerrero del Cid
a un enemigo mató,
al revolver para atrás
otros tantos muertos son.
36
Destrozan lanzas enemigas
Allí vierais tantas lanzas,
todas subir y bajar,
allí vierais tanta adarga
romper y agujerear,
las mallas de las lorigas
allí vierais quebrantar
y tantos pendones blancos
que rojos de sangre están
y tantos buenos caballos
que sin sus jinetes van.
A Santiago y a Mahoma
todo se vuelve invocar.
Por aquel campo caído,
en un poco de lugar
de moros muertos había
unos mil trescientos ya.
37
Mención de los principales caballeros cristianos
¡Qué bien que estaba luchando
sobre su dorado arzón,
Don Rodrigo de Vivar,
ese buen Campeador!
Están con él Álvar Fáñez,
el que Zurita mandó;
el buen Martín Antolínez,
ese burgalés de pro;
Muño Gustios, que en la misma
casa del Cid se crió;
Martín Muñoz el que estuvo
Mandando Montemayor;
Álvar Salvadores
y el buen Álvar Álvaros;
ese Galindo Garcías,
buen guerrero de Aragón,
y el sobrino de Rodrigo,
por nombre Félez Muñoz.
Con ellos la tropa entera
del Cid en la lucha entró
a socorrer la bandera
y a su Cid Campeador.
38
Minaya en peligro. El Cid hiere a Fáriz
Al buen Minaya Alvar Fáñez
le mataron el caballo,
pero a socorrerle fueron
las mesnadas de cristianos.
La lanza tiene quebrada,
a la espada metió mano,
aunque luchaba de pie
buenos tajos iba dando.
Ya le ha visto Mío Cid
Ruy Díaz el Castellano,
se va para un jefe moro
que tenía buen caballo
y con la mano derecha
descárgale fuerte tajo,
por la cintura le corta
y le echa en medio del campo.
Al buen Minaya Alvar Fáñez
le fue a ofrecer el caballo.
“Cabalgad en él, Minaya,
que vos sois diestro brazo.
Hoy de todo vuestro apoyo
me veo necesitado;
muy firmes están los moros,
no nos ceden aún el campo,
es menester que otra vez
fuertes les arremetamos."
Montó a caballo Minaya
y con su espada en la mano,
por entre las fuerzas moras
muy bravo siguió luchando.
enemigos que él alcanza
la vida los va quitando.
Mientras tanto Mío Cid
de Vivar el bienhadado
al emir Fáriz tres tajos
con la espada le ha tirado,
le fallan los dos primeros,
el tercero le ha certado;
ya por la loriga abajo
va la sangre destilando,
vuelve grupas el emir
para escaparse del campo.
Por aquel golpe del Cid
La batalla se ha ganado.
39
Galve herido y los moros derrotados
El buen Martín Antolinez
un buen tajo a Galve da,
los rubíes de su yelmo
los parte por la mitad,
la lanza atraviesa el yelmo,
a la carne fue a llegar,
el rey moro el otro golpe
ya no lo quiso esperar.
Los reyes Fáriz y Galve
derrotados están ya.
¡Qué buen día que fue aquél,
Dios, para la cristiandad!
Por una y otra parte
los moros huyendo van.
Los hombres de Mío Cid
los querían alcanzar,
el rey en Terrera se
ha llegado a refugiar,
pero a Galve no quisieron
abrirle la puerta allá;
a Calatayud entonces
a toda prisa se va.
Pero el Cid Campeador
le persigue sin parar,
y va detrás del rey moro
hasta la misma ciudad.
40
Minaya ve cumplido su voto. Botín de la batalla. El Cid dispone un presente para el rey
Al buen Minaya Álvar Fáñez
bueno le salió el caballo,
de esos moros enemigos
ha matado a treinta y cuatro;
de tajos que dio su espada
muy sangriento lleva el brazo,
por más abajo del codo
va la sangre chorreando.
A Castilla las noticias
en seguida irán llegando
de que en batalla campal
victoria el Cid ha ganado.
Muchos moros yacen muertos;
pocos con vida dejaron,
que al perseguirlos sin tregua
alcance les fueron dando.
Van volviendo los guerreros
de Mío Cid bienhadado;
andaba el Campeador
montado en su buen caballo,
la cofia lleva fruncida
su hermosa barba mostrando,
echada atrás la capucha
y con la espada en la mano.
A sus guerreros miraba
que ya se van acercando.
"Gracias al Dios de los cielos,
Aquel que está allí en alto,
porque batalla tan grande
nosotros la hemos ganado."
El campamento morisco
los del Cid le saquearon,
armas, escudos, riquezas
muy grandes se han encontrado.
Los hombres de Mío Cid
que en el campamento entraron
se encuentran, de los moriscos,
con quinientos diez caballos.
¡Gran alegría que andaba
por entre aquellos cristianos!
Al ir a contar sus bajas
tan sólo quince faltaron.
Tanto oro y tanta plata
no saben dónde guardarlo;
enriquecidos están
todos aquellos cristianos
con aquel botín tan grande
que se habían encontrado.
Los moros que los servían
al castillo se tornaron
y aun mandó el Campeador
que les regalaran algo.
Gran gozo tiene Ruy Díaz,
con él todos sus vasallos.
Repartir manda el dinero
y aquellos bienes ganados;
en su quinta parte al Cid
tocáronle cien caballos.
¡Dios y qué bien pagó
Mío Cid a sus vasalos,
a los que luchan a pie
y a los que luchan montados!
Muy bien que lo arregla todo
Mío Cid el bienhadado,
los hombres que van con él
satisfechos se quedaron.
"Oídme, Álvar Fáñez Minaya,
vos que sois mi diestro brazo,
de todas esas riquezas
que el Creador nos ha dado
cuanto para vos queráis
cogedlo con vuestra mano.
Para que se sepa allí,
quiero a Castilla mandaros
con nuevas de esta batalla
que a moros hemos ganado.
Al rey Don Alfonso, al rey
que de Castilla me ha echado
quiero hacerle donación
de treinta buenos caballos,
cada uno con su silla,
todos muy bien enfrenados,
todos con sendas espadas
de los arzones colgados."
Dijo Minaya Alvar Fáñez:
“Yo lo haré de muy buen grado."
Parte Álvar Fáñez para "Castilla la gentil", con el encargo de 1levar también dineros a doña Jimena y pagar la manda de mil misas que había hecho Ruy Díaz al salir de Burgos. El rey recibe al mensajero con complacencia, le restituye las heredades que le había confiscado por seguir al Cid y permite a los castellanos incrementar las huestes del de Vivar, sin caer en su saña; pero al Cid, aunque le acepta el homenaje y el don enviado, no le perdona todavía, porque la ira de un rey no se satisface en tan corto destierro.
Minaya retorna con un refuerzo de doscientos castellanos, y se encuentra con el Campeador, cuyas huestes se alegran al recibir noticias de la tierra natal. El Cid habla dejado Alcocer en libertad por tres mil marcos de plata, con gran llanto de los moros, que estaban contentos con el dominio benévolo de Ruy Díaz.
Con el crecimiento de sus mesnadas, invade las tierras de Alcañiz, hasta dejarlas yermas y estériles, para entrar de inmediato en aquellas cercanas a Huesca y Tévar, que están amparadas por el conde de Barcelona, Ramón Berenguer.
El conde, que era "muy follón" y vanidoso, amenaza al Cid a la vez que se queja de ser víctima de su deslealtad, porque primero no le había retirado la amistad, que se suponía preexistente entre todos los hidalgos, desafiándole con la formula usual: "tornovos amistad et desafio vos por tal tuerto que ficistes a mi". El Cid procura apaciguarle, pero viendo que el temperamento colérico y orgulloso de Ramón Berenguer no se satisfará, sino con la venganza, se apresta para la batalla.
Venían los catalanes en gran número, en compañía de moros, montados en sillas cocerás muy elegantes, pero inseguras. No necesitó el Cid herir a muchos, sino derribarlos del caballo, para vencer, tomar preso al conde y ganarle la espada Colada, que vale más de mil francos.
El orgullo del conde se siente lastimado por la victoria de aquellos a quienes desprecia con el apodo de malcalzados. Triste está y se niega a probar bocado de las viandas que ante él se sirven. No basta la promesa del Cid de darle la libertad si come. Su ira es, por momentos, más fuerte que nada; pero cuando pasan tres días, el hambre arrecia y la voluntad flaquea ante el ánimo firme del Campeador, que le exige que coma a gusto de él, o si no jamás verá gente cristiana en los días de su vida. El hambre y la promesa mueven a Ramón Berenguer a olvidar su orgullo fanfarrón, y, muy pulcro, para guardar en alguna forma su dignidad, pide agua para las manos. Empieza a comer bajo la vigilante e irónica mirada del Cid, que le recuerda que la libertad sólo se la dará si come hasta que él se sienta complacido.
Comiendo va el conde, ¡Dios que de buen grado!
No deja en paz a las manos, cogiendo las viandas con sus dedos muy limpios, ni tampoco deja de mirar, entre curioso y animado, al Cid, que le observa con gran contentamiento. Terminado el yantar, al conde y dos hidalgos se les dan palafrenes ensillados y buenas vestiduras para el camino, y aun les acompaña el Cid hasta el término del campamento. A1lí le dice con cierta gracia que si piensa vengar esta derrota, antes le envié un recado; a lo que responde el conde, apresuradamente: "de venir a buscaros, no hay ni qué pensarlo".
Con la partida del conde de Barcelona, que, receloso, vuelve de tanto en tanto la cabeza temiendo que el Cid se arrepienta de haberle dado la libertad, idea que el juglar rechaza porque no cabe tal deslealtad en el Cid, termina el primer cantar del poema.
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