Cantar III: La afrenta de Corpes |
Estaba pues el Cid con sus yernos en Valencia la mayor, cuando un malhadado día, mientras reposaba el Campeador sobre un escaño, un león de los que tenía tras rejas para su solaz se escapó de la jaula y anduvo suelto por el palacio con el consiguiente pánico de la gente. Al entrar en la sala en que Ruy Díaz dormía, los que estaban allí, venciendo su natural temor, embrazaron los mantos y rodearon el escaño. No así los infantes, uno de los cuales, Diego, salió gritando de la cámara, "Non veré Carrión", hasta esconderse, sobresaltado, detrás de una gruesa viga, "metiós con grant pavor; el manto e el brial todo suzio lo sacó". El otro, Fernando, no halla dónde esconderse y se mete, espantado, debajo del banco en que duerme el Campeador. Despierta el Cid, se incorpora y apartando a los varones que protegían su escaño, se dirige al león que, al verle venir, se atemoriza, baja la cabeza e hinca el hocico. Por el cuello le toma don Rodrigo, y ante el asombro de los cortesanos le conduce a la jaula. Pregunta luego por sus yernos, y nadie sabe darle razón de ellos, y aunque les llaman no responden. Cuando, al fin, dan con sus escondites, les encuentra demudados, sin color. La corte no cesa de burlarse hasta que el Cid prohíbe los comentarios, por no apesadumbrar más a sus yernos ni herir su orgullosa naturaleza.
Callan los de la corte, pero en su interior tienen a los infantes por unos cobardes, opinión que se verá afianzada cuando el rey Búcar ataca a Valencia. Mientras los del Cid, al contemplar las cincuenta mil tiendas del enemigo, se alegran, los infantes se entristecen sobremanera y, apartándose de los demás caballeros, se comunican sus secretas preocupaciones: al casarse con las hijas del Cid pensaron en las ganancias, mas no en las posibles pérdidas, y esta batalla, que va a ser muy dura, no la ven con buenos ojos. Suspiran los infantes por la apacible y lejana Carrión, y ya creen que dejarán viudas a las hijas del Campeador. Junto a los infantes había puesto el Cid a Muño Gustioz y Pero Vermúdez "que soplessen sus mañas d'iffantes de Carrión". El primero oye las reflexiones de don Diego y don Fernando e irónicamente se las trasmite al Cid: "He aquí que vuestros yernos son tan osados y valientes que al ir a entrar en batalla echan de menos Carrión. Idlos a consolar, que no entren en batalla y se q ueden en paz".
Sonriendo, el Cid va en busca de los infantes, y con dulzura les reprocha que mientras él desea lidiar, ellos suspiren por sus tierras de Carrión; para tranquilizarlos les permite que se queden holgando en Valencia, a pesar de que había transcurrido el año de las bodas, que era el plazo, según los fueros, durante el cual estaban excusados los caballeros de intervenir en acciones guerreras.
En el manuscrito del Poema hay una laguna de cincuenta versos que se suplen con el texto de la “Crónica de los Veinte Reyes”. Esta crónica relata que envió Búcar un mensajero exigiendo la entrega de Valencia y que el Cid respondió al enviado: "Id a decir a Bucar, a aquel hijo de enemigo, que antes de tres días le daré lo que él pide". Armó el Campeador a sus mesnadas; cuando las tuvo listas para entrar en batalla, los infantes pidieron que les fuese permitido ir en la vanguardia. Don Fernando se adelantó para atacar a un moro llamado Aladrat con desusada valentía; mas, al ver que el morazo también arremetía contra él, vuelve grupas y huye sin esperarle. Pero Vermúdez, que le acompañaba, detuvo a Aladrat y le dio muerte; tomando el caballo sin jinete, va en pos del infante que aun huye y le dice: "Don Fernando, tomad este caballo y decid a todos que vos matasteis al moro, su dueño, y yo le atestiguaré". Con la agradecida respuesta d el infante se reinician los versos del cantar.
La batalla se ha empeñado con bríos y valentía. Los capitanes que aguardaban órdenes atacan con sus mesnadas; el obispo don Jerónimo, que ha salido de su tierra "por sabor que avia de algún moro matare", viene con todas sus armas a recabar la autorización del Cid para entrar en el combate: allí le podréis ver con dos golpes de lanza matar a dos enemigos y, quebrada la lanza, meter mano a la espada y derribar a cinco con ella; pero muchos moros le cercan y apenas la armadura le defiende ya de los golpes, cuando el Cid va en su socorro. Abandona a los infantes que, asustados con el ruido de los tambores, que por primera vez oían, por su gusto y si les fuera posible de allí se habrían marchado.
Con la intervención del Cid, la batalla se decide; Minaya, Pero Vermúdez y los otros esfuerzan su brazo ante el arrojo de su capitán: cabezas con yelmo ruedan por la tierra, brazos con loriga son cortados y aumentan la confusión de la lucha los numerosos caballos sin dueños que corren por el campo. Siete millas dura la persecución. El Cid va tras Búcar, a quien grita irónicamente cumplidos de amistad, y cerca ya del mar le alcanza; con su espada Colada le da tal golpe que le arranca los carbunclos del yelmo y la espada penetra por la mitad de la cabeza hasta la cintura. En esta ocasión gana Ruy Díaz la espada Tizona, que bien vale mil marcos de oro.
Vanidosos andan los infantes con las alabanzas que el Cid, crédulo y de todo corazón, les prodiga por su valentía. Fernando no deja de decir fanfarronadas:
venciemos moros / en campo e matamos
a aquel rey Búcar, / traydor provado
y los cortesanos ríen abiertamente, no recordando haber visto a los infantes ni entre los que combatían ni entre los perseguidores. Las burlas se hacen día a día más incisivas y dolorosas, tanto que los infantes deciden abandonar Valencia
llevándose sus bienes y sus esposas. No quisiera ni oír el juglar lo que ellos traman:
Pidamos nuestras mugieres / al Cid Campeador,
digamos que las llevaremos / a tierras de Carrión,
enseñar las hemos / do ellas heredadas son.
Sacar las hemos de Valencia, / de poder del Campeador;
después en la carrera / feremos nuestro sabor,
antes que nos retrayan / lo que cuntió del león.
Nos de natura somos / de comdes de Carrión.
Averes levaremos grandes / que valen grant valor;
escarniremos / las fijas del Campeador.
D`aquestos averes / sienpre seremos ricos omnes,
podremos casar con fijas / de reyes o de enperadores;
ca de natura somos / de comdes de Carrión.
Accede el Cid al pedido que le hacen los infantes, sin ningún recelo. Les obsequia mulas, palafrenes, caballos para la guerra, vestiduras de oro y seda, tres mil marcos en dinero y las espadas Colada y Tizona. Cargadas las acémilas, el cid y Jimena se despiden de sus hijas y de sus yernos con tiernas palabras:
Míos fijos, sodes amos, / quando mis fijas vos do;
allá me levades / las telas del coraçón.
Parten de Valencia, la clara, hacia Carrión bajo agüeros adversos, y el ánimo supersticioso del Cid, conturbado por tales presagios, le obliga a ordenar a su sobrino Félez Muñoz que acompañe hasta sus nuevas heredades a doña Elvira y doña Sol. Nada puede hacer el padre sino protegerlas de este modo, pues ellas deben obediencia a sus esposos. En Molina, su alcaide, el moro Abengalvón, se une a la comitiva y regala a las hijas del Campeador, por devoción a su padre. Codician los infantes las riquezas del moro y traman matarle para apoderarse de ellas en cuanto hayan abandonado a sus esposas. Los propósitos no llegan a término porque les había oído un "moro latinado", que sabía la lengua romance, y previene al alcaide. Con palabras de ofensa y de amenaza se despide Abengalvón de los infantes.
La comitiva sigue su camino y entra al robledo de Corpes, espeso de ramas que parecen tocar las nubes y montes altos donde rondan bestias feroces. En un claro, en medio de un verde prado donde mana una limpia fuente, acampan y, a la mañana siguiente, cargadas de nuevo las acémilas, despiden a los criados para quedarse únicamente en la soledad los infantes y sus esposas.
128
A la mañana siguiente quédanse solos los infantes con sus mujeres y se preparan a maltratarlas. Ruegos inútiles de doña Sol. Crueldad de los infantes
Mandan cargar las acémilas
con su rica cargazón,
manda plegar esa tienda
que anoche los albergó.
Sigan todos adelante,
que luego irán ellos dos;
esto es lo que mandaron
los infantes de Carrión.
No se quede nadie atrás,
sea mujer o varón,
menos las esposas de ellos,
Doña Elvira y Doña Sol,
porque quieren solazarse
con ellas a su sabor.
Quédanse solos los cuatro,
todo el mundo se marchó.
Tanta maldad meditaron
los infantes de Carrión.
"Escuchadnos bien, esposas,
Doña Elvira y Doña Sol:
vais a ser escarnecidas
en estos montes las dos,
nos marcharemos dejándoos
aquí a vosotras, y no
tendréis parte en nuestras tierras
del condado de Carrión.
Luego con estas noticias
irán al Campeador
y quedaremos vengados
por aquello del león."
Allí los mantos y pieles
Les quitaron a las dos,
sólo camisa y brial
sobre el cuerpo les quedó.
Espuelas llevan calzadas
los traidores de Carrión,
cogen en las manos cinchas
que fuertes y duras son.
Cuando esto vieron las damas
así hablaba Doña Sol:
"Vos, Don Diego y Don Fernando,
os lo rogamos por Dios,
sendas espadas tenéis
de buen filo tajador,
de nombre las dos espadas,
Colada y Tizona son.
Cortadnos ya las cabezas,
seamos mártires las dos,
así moros y cristianos
siempre hablarán de esta acción,
que esto que hacéis con nosotras
no lo merecemos, no.
No hagáis esta mala hazaña,
por Cristo nuestro Señor,
si nos ultrajáis caerá
la vergüenza sobre vos,
y en juicio o en corte han
de pediros la razón."
Las damas mucho rogaron,
mas de nada les sirvió;
empezaron a azotarlas
los infantes de Carrión,
con las cinchas corredizas
les pegan sin compasión,
hiérenlas con las espuelas
donde sientan más dolor,
y les rasgan las camisas
y las carnes a las dos,
sobre las telas de seda
limpia la sangre asomó.
Las hijas del Cid los sienten
en lo hondo del corazón.
¡Oh qué ventura tan grande
si quisiera el Creador
que asomase por allí
Mío Cid Campeador!
Desfallecidas se quedan,
tan fuerte los golpes son,
los briales y camisas
mucha sangre los cubrió.
Bien se hartaron de pegar
los infantes de Carrión,
esforzándose por ver
quién les pegaba mejor.
Ya no podían hablar
Doña Elvira y Doña Sol.
En el robledal de Carpes
por muertas quedan las dos.
129
Los infantes abandonan a sus mujeres
Lleváronse los infantes
los mantos y pieles finas
y desmayadas las dejan,
en briales y camisas,
entre las aves del monte
y tantas fieras malignas.
Por muertas se las dejaron,
por muertas que no por vivas.
¡Qué suerte si ahora asomase
el Campeador Ruy Díaz!
130
Los infantes se alaban de su cobardía
Los infantes de Carrión
por muertas se las dejaron.
Ni la una ni la otra
darse podían amparo.
Los de Cerrión por aquellos
montes se van alabando:
"Ya de aquellos casamientos
estamos muy bien vengados,
no debimos, por mancebas
siguiera, haberlas tomado,
porque para esposas nuestras
son de linaje muy bajo.
La deshonra del león
ahora ya se va vengando."
131
Félez Muñoz sospecha de los infantes. Vuelve atrás en busca de las hijas del Cid. Las reanima y las lleva en su caballo a San Esteban de Gormaz
Así alabándose iban
los infantes de Carrión.
Pero ahora quiero hablaros
del bueno Félez Muñoz,
aquel sobrino de Ruy
Díaz el Campeador.
Él también con los demás
Hacia delante siguió,
pero iba de mala gana,
corazonada le entró,
de los otros se separa,
allí a un lado se quedó
y en la espesura del monte
se esconde Félez Muñoz:
esperará allí a sus primas,
hijas del Campeador,
o verá qué es lo que han hecho
con ellas los de Carrión.
Ya los ha visto venir
y lo que hablaban oyó,
no sospechan los infantes
que está por alrededor,
que si ellos le hubieran visto,
no escapara vivo, no.
Los caballos espolean
y ya se alejan los dos.
El rastro que ellos dejaron
lo sigue Félez Muñoz
y por fin a sus dos primas
desmayadas encontró.
Llamándolas: "Primas, primas",
del caballo se apeó,
lo ata por la rienda a un árbol,
hacia ellas se dirigió:
"Primas mías, primas mías,
Doña Elvira y Doña Sol,
muy mala hazaña que hicieron
los infantes de Carrión.
Su castigo han de llevar
por la voluntad de Dios."
Las acorre y en su acuerdo
ya van volviendo las dos:
de tan traspuestas que estaban
aun no tenían ni vos.
Partíansele las telas
de dentro del corazón
al decirles: "Primas, primas,
Doña Elvira y Doña Sol,
despertad, que aun es de día,
primas, por amor de Dios,
ya pronto va a anochecer
y me da mucho temor
no nos coman estas fieras
que andan por alrededor."
Ya volvían en su acuerdo
Doña Elvira y Doña Sol,
abren los ojos y ven
al bueno de Félez Muñoz:
"Primas mías, tened ánimo,
por amor del Creador.
En cuanto me echen de menos
los infantes de Carrión
en seguida en busca mía
saldrán en persecución
y aquí moriremos todos
si no nos socorre Dios."
Entonces con mucha duelo
empieza a hablar Doña Sol:
"Todo os lo pagará
Mío Cid Campeador,
danos ahora un poco de agua,
por amor del Creador."
Entonces con el sombrero
que lleva Félez Muñoz
-nuevo y recién estrenado
de Valencia lo sacó—
de la fuente coge agua
y a sus primas se las dio:
muy lastimadas estaban
y de beber las hartó.
Se alzan del suelo y se sientan,
que él así se lo rogó.
Ánimos les iba dando,
les alivia el corazón;
por fin las dos se esforzaron,
en sus brazos las cogió,
y en seguida a su caballo
las sube Félez Muñoz;
con el manto que llevaba
a sus dos primas cubrió,
al caballo por la rienda
coge, y de allí las sacó.
Por aquellos robledales
que tan solitarios son
van los tres; cuando salieron
ya se había puesto el sol.
A aguas del Duero llegaron,
y entonces Félez Muñoz
en Torres de Doña Urraca
a sus dos prismas dejó
y él solo hasta San Esteban
de Gormaz continuó...
Félez Muñoz, ayudado por Diego Téllez, vasallo de Álvar Fáñez, retorna con caballos y vestiduras a Torres de Doña Urraca. La noticia corre por aquellas tierras, y, mientras vanse alabando los infantes de su infamia, sabe el Cid la desgracia que ha caído sobre sus hijas. El Campeador no es hombre de lamentar mucho y no poner remedio; manda que las vayan a buscar y las traigan a Valencia como cumple a su rango y, al mismo tiempo, envía a Muño Gustioz a demandar al rey justicia.
Le halla el mensajero en Sahagun, y Alfonso, el Castellano, presta oído atento al relato de la afrenta y a la demanda. Alfonso VI convoca a cortes en Toledo. El pregón pone el plazo de siete semanas para que se reúnan todos sus vasallos, bajo pena de caer en desgracia. En vano los infantes ruegan al rey que desista de tal convocatoria; el ánimo del monarca está determinado y el plazo en sus términos.
A toledanas tierras llegan don Anrric (Enrique de Borgoña), conde de Portugal, y don Remond (Ramón de Borgoña), conde da Galicia, primos entre sí y yernos del rey; el conde de León y Astorga, don Froila (Fruela Díaz), hermano de doña Jimena; el conde don Birbón: el conde García Ordóñez, llamado por unos "el crespo de Granón" y por los árabes "Bocatorcida"; Álvar Díaz, gobernador de Oca; Per Ansúrez y su hermano Gonzalo, padre de los infantes Diego, Fernando y Asur González, junto con gran cantidad de sabidores o peritos en derecho.
Ruy Díaz, antes de entrar en Toledo, decide como era costumbre antes de una lid judicial pasar la vigilia "al Criador rogando e fablando en poridad". Escoge el monasterio de San Servando, sito en las afueras de la ciudad, para comunicar con El sus penas y sus ansias secretamente. Rezado que hubo la misa el obispo don Jerónimo a la mañana siguiente, designa el Campeador a los cien que han de acompañarle, entre los que incluye a un hombre de leyes que tenía por nombre Mal Anda. Para la ceremonia el Cid se ha vestido con boato: buenas calzas, camisa de hilo —blanca como el sol—, brial de brocado con labores de oro, piel bermeja con franjas doradas sobre el brial, y encima un manto de gran riqueza. Recogido el cabello y acordonada la barba, porque nadie pueda ofenderle, parte el Cid a las cortes, seguido por esos cien vasallos suyos que lleva por precaución.
137
El Cid Va A Toledo y entra en la corte. El Rey le ofrece asiento en su escaño. El Cid rehúsa. El rey abre la sesión. Proclama la paz entre los litigantes. El Cid expone su demanda. Reclama Colada y Tizona. Los de Carrión entregan las espadas. el Cid las da a Pero Vermúdez y a Martín Antolínez. Segunda demanda del Cid. El ajuar de sus hijas. Los infantes hallan dificultad para el pago.
Del caballo se ha apeado
Allí en la puerta exterior.
El Cid con todos los suyos
con gran dignidad entró,
él iba en medio de todos
y los ciento alrededor.
Al ver entrar en la corte
al que en buen hora nació,
el rey Alfonso, que estaba
sentado, se levantó;
y aquel conde Don Enrique
y aquel conde Don Ramón,
y los demás de la corte
hacen como su señor,
con gran honra recibieron
al que en buen hora nació.
No se quiso levantar
ese conde de Grañón
ni aquellos otros que forman
el partido de Carrión.
Al Cid el rey Don Alfonso
de las manos le cogió:
"Sentaos aquí conmigo,
Ruy Díaz Campeador,
aquí en este mismo escaño
de que vos me hicisteis don,
aunque a algunos pese,
más que nosotros valéis vos."
Gracias le da muy rendidas
el que Valencia ganó:
"Sentaos en vuestro escaño,
que vos sois rey y señor,
aquí a un lado con los míos
deseo quedarme yo."
Lo que dijo el Cid al rey
le place de corazón.
En escaño torneado
ya Mío Cid se sentó,
esos ciento que le guardan
se ponen alrededor.
Todos los que hay en la corte
miran al Campeador,
y aquellas barbas tan luengas,
cogidas con el cordón;
bien se le ve en la apostura,
que es un cumplido varón.
De vergüenza no podían
mirarle los de Carrión.
Don Alfonso de Castilla
entonces se levantó:
"Oídme, mesnadas, y a todos
os ampare el Creador.
Desde que soy rey no he hecho
todavía más que dos
cortes, las unas en Burgos
y las otras en Carrión,
las terceras en Toledo
he venido a hacerlas yo
por amor de Mío Cid
el que en buenhora nació,
para que le hagan justicia
los infantes de Carrión,
como todos sabéis ya,
le hicieron gran deshonor.
Que sean jueces los condes
Don Enrique y Don Ramón
y los condes que del bando
de los infantes no son.
Muy entendidos sois todos,
fijad bien vuestra atención
y haced justicia, que cosas
injustas no mando yo.
Los bandos de las dos partes
que se estén en paz los dos,
pues juro por San Isidro
que a todo alborotador
he de arrojarle del reino
y perderá mi favor.
Yo siempre estaré del lado
del que tengala razón.
Ahora que haga su demanda
Mío Cid Campeador
y veremos qué responden
los Infantes de Carrión."
El Cid besa al rey la mano
y luego se levantó:
“Mucho que os agradezco,
como a mi rey y señor,
que por amor hacia mí
a cortes llamarais vos.
He aquí lo que pido
a los infantes de Carrión:
porque a mis hijas dejaron
no siento yo deshonor,
el rey verá lo que hace,
que es el rey quien las casó;
pero al llevárselas ellos
de Valencia la mayor,
como quería a mis yernos
con alma y con corazón,
les di Colada y Tizona,
mis espadas, esas dos
espadas que yo gané
como las gana un varón,
porque con ellas se honrasen
y os sirviesen a vos.
A mis hijas las dejaron
en el robledal; si no
querían ya de lo mío
y si perdieron mi amor
que me vuelvan las espadas,
que yernos míos no son."
Dicen entonces los jueces:
“Está muy puesto en razón."
Dijo el conde Don García:
"Démosle contestación."
A hablar fueron en secreto
los infantes de Carrión
con sus parientes y el bando
que allí les acompañó.
A toda prisa lo tratan,
deciden ya una razón:
"Por sus hijas no nos pide
cuentas el Campeador,
lo tenemos que tomar
esto como un gran favor.
Si ahí acaba su demanda
podemos darle las dos
espadas; cuando las tenga
se irá de la corte y no
tendrá ya ningún derecho
ese Cid Campeador."
Esto dicho todo el bando
a la corte volvió:
"Merced, merced, rey Alfonso,
vos que sois nuestro señor,
no lo podemos negar,
sus dos espadas nos dio;
ya que tanto las desea
y pide el Campeador,
devolvérselas queremos
estando delante vos."
Allí Colada y Tizona
sacaron los de Carrión,
las dos espadas entregan
en manos de su señor;
al desenvainarlas todo
en la corte relumbró,
los pomos y gavilanes
de oro purísimo son.
A todos los hombres buenos
maravilla les causó.
El rey llama a Mío Cid
y ambas espadas le dio,
las toma el Campeador
y la mano al rey besó,
luego se vuelve al escaño
de donde se levantó.
En las manos las tenía,
mirándolas se quedó,
bien las conoce, no pueden
cambiarlas por otras, no.
Todo el cuerpo se le alegra,
sonríe de corazón.
Entonces alza la mano,
la barba se acarició:
"Yo juro por estas barbas,
éstas que nadie mesó,
que os iremos vengando,
Doña Elvira y Doña Sol."
A su sobrino don Pedro
Por su nombre le llamó
el Cid, y alargando el brazo
la Tizona le entregó:
"Tomadla, sobrino mío,
que va ganando en señor."
Luego a Martín Antolínez,
ese burgalés de pro,
llama el Cid, su brazo tiende
y Colada le entregó:
"Martín Antolínez, sois
vasallo de lo mejor,
tomadme vos esta espada,
que la gané a buen señor,
a Ramón Berenguer
de Barcelona la mayor.
Para que me la cuidéis
muy bien os la entrego yo.
Sé que si algo os ocurre
o si se ofrece sazón
sabréis ganaros con ella,
don Martín, honra y valor."
Al Cid la mano le besa
y la espada recibió.
Entonces se puso en pie
Mío Cid Campeador.
"Gracias al Señor del Cielo
y gracias a vos, señor,
en esto de las espadas
ya estoy satisfecho yo,
pero otra queja me queda
contra infantes de Carrión.
Cuando a mis hijas sacaron
de Valencia la mayor,
en oro y plata entregué
tres mil marcos a los dos;
esa acción me la pagaron
ellos con su mala acción,
devuélvanme mis dineros,
que ya mis yernos no son,"
¡Dios, y cómo se quejaron
los infantes de Carrión!
Dijo el conde Don Ramón:
"Contestad que sí o que no."
Entonces así responden
los infantes de Carrión:
“Ya le dimos sus espadas
a Mío Cid Campeador,
para que más no pidiese
su demanda ya acabó."
Ahora oiréis lo que contesta
ese conde Don Ramón:
“Fallamos si así le place
a nuestro rey y señor
que a la demanda del Cid
debéis dar satisfacción."
Dijo entonces Don Alfonso:
"Así lo confirmo yo."
Allí vuelve a levantarse
Mío Cid Campeador:
"De todo el dinero aquel
que os he entregado yo,
decid si lo devolvéis
o dadme de ello razón."
A hablar aparte se fueron
los infantes de Carrión.
Pro no encuentran escape,
que muchos dineros son,
y se los gastaron todos
lo infantes de Carrión.
Ya se vuelven a la corte
y dicen esta razón:
"Mucho nos está apremiando
el que Valencia ganó;
ya que tiene tanto empeño
del dinero que nos dio
le pagaremos en tierras
del condado de Carrión."
Dicen entonces los jueces
al oír esa confesión:
"Si así lo quisiera el Cid
no le diremos que no,
pero en nuestro parecer
tenemos por muy mejor
que aquí mismo su dinero
volváis al Campeador."
Al oír estas palabras
el rey Don Alfonso habló:
“Muy bien sabemos nosotros
lo que toca a esta razón
y cosa justa demanda
Mío Cid Campeador.
De esos dichos tres mil marcos
Doscientos los tengo yo,
me los dieron por regalo
de boda los de Carrión.
Dárselos quiero, que están
hoy arruinados los dos,
entréguenselos al Cid,
el que en buenhora nació,
si ellos tienen que pagar
no quiero el dinero yo."
El infante Don Fernando
así entonces contestó:
"Dinero no lo tenemos
ya ninguno de los dos."
Ahora oiréis lo que dirá
el buen conde Don Ramón:
"El dinero de oro y plata
os lo habéis gastado vos;
sentencia damos nosotros
aquí ante el rey y señor
que lo paguen en especies
acepte el Campeador."
Ya ven que no hay más remedio
que pagar los de Carrión.
Vierais allí traer tanto
buen caballero corredor,
tantas mulas bien criadas
palafrenes de valor
y tantas buenas espadas
con muy rica guarnición.
Los de la corte lo tasan
y el Cid así lo aceptó.
Sin contar esos doscientos
marcos que el rey le ofreció
mucho pagan los infantes
al que en buenhora nació.
De lo ajeno les prestaron,
que lo suyo no bastó.
Esta vez muy mal burlados
escapan los de Carrión.
138
Acabada su demanda civil el Cid propone el reto
Las cosas dadas en pago
Mío Cid las tiene ya,
a sus hombres las entrega,
ellos las custodiarán.
Pero cuando esto se acaba
aun queda una cosa más.
"Merced, mí rey y señor,
por amor de caridad:
la queja mayor de todas
no se me puede olvidar.
Que me oiga la corte entera
y se duela con mi mal,
los infantes de Carrión
me quisieron deshonrar,
sin retarlos a combate
no los puedo yo dejar."
139
Inculpa de menos valer a los infantes
"Decidme, ¿qué os he hecho,
infantes de Carrión?
¿Cuándo, de burlas o veras,
ofenderos pude yo?
Ante el juicio de la corte
hoy pido reparación.
¿Para qué me desgarrasteis
las telas del corazón?
Al marcharos de Valencia
yo os entregué mis dos
hijas con buenas riquezas
y con el debido honor.
Si no las queríais ya,
canes de mala traición,
¿por Qué fuisteis a sacarlas
de Valencia la mayor?
¿Por qué las heristeis luego
con cincha y con espolón?
En el robledal quedaron
Doña Elvira y Doña Sol
a la merced de las fieras
y las aves del Señor.
Estáis por haberlo hecho
Llenos de infamia los dos.
Ahora que juzgue esta corte
Si no dais satisfacción.
140
Altercado entre García Ordóñez y el Cid
Allí el conde Don García
de su escaño se levantó:
"Merced, mi rey y señor,
el mejor de todo España.
Para estas cortes solemnes
el Cid avezado estaba.
Tanto la dejó crecer
que muy luenga trae la barba,
los unos le tienen miedo,
a los otros los espanta.
Los infantes de Carrión
son de una sangre muy alta,
no los merecen las hijas
del Cid ni cual barraganas.
Por esposas verdaderas,
¿quien quiso que las tomaran?
Conforme a derecho hicieron,
están bien abandonadas.
Todo eso que dice el Cid
Ruy Díaz no vale nada."
El Campeador entonces
se ha echado mano a la barba:
"Alabado sea Dios
que en cielo y en tierra manda,
son largas, porque con mucho
regalo fueron criadas.
Conde, ¿qué es lo que tenéis
que echar en cara a mi barba?
Desde el día que nació
con regalo fue criada,
ningún hijo de mujer
se atrevió nunca a tocarla,
ni me la han mesado
hijos de moras ni de cristianas
como yo mesé la vuestra
en el castillo de Cabra.
Cabra cogí, y a vos, conde,
bien os cogí de la barba,
y no hubo rapaz allí
que de ella no os tirara;
de la que yo os arranqué
aun se os nota la falta,
aquí la traigo conmigo
en esta bolsa guardada".
El litigio sigue ante los jueces. A grandes voces rechaza el infante don Fernando la acusación de menos valer o infamia con que el Cid les acusa, y que siempre precedía al reto por las armas. El infante aduce que obró conforme a derecho, pues por su alcurnia debieron casar ellos con hija de reyes o emperadores, y no de un simple infanzón como era Ruy Díaz.
El Cid posa su mirada sobre Pero Bermúdez y a él se dirige: "¡Fabla, Pero Mudo, varón que tanto callas!", recordándole que si no responde no podrá combatir por la honra de sus primas. Rompe a hablar Pero Vermúdez y recuerda al infante su cobardía ante el moro Aladraf, y lo acontecido con el león; antes de retarle a juicio de Dios en nombre de sus primas, no sin sorna le increpa: “¡Lengua sin manos, cómo osas fablar!"
A don Diego, que se jacta de su hazaña en las pobres mujeres y se siente muy honrado por aquella torpe acción, le interrumpe Martín Antolínez para callarle y pronunciar la fórmula del reto: "...por tu boca lo dirás, — que eres traydor e mintist de quanto, dicho has".
Asur González entra en este instante en la sala de palacio donde se realiza el juicio. Viene bastante abotargado por los excesos del almuerzo, "vermejo viene, ca era almorzado", arrastrando el brial y el manto de armiño. Bullanguero por naturaleza y largo de lengua, insulta con cierta ironía al Cid, y recibe por respuesta airada fuertes palabras de Muño Gustioz, que le trata de falso, de alevoso, de traidor y le reta a combate.
Antes de levantarse la reunión llegan Ojarra e Íñigo Jiménez, enviados de los reyes de Navarra y de Aragón, que piden para esposas de los hijos de estos soberanos a doña Elvira y doña Sol. Alfonso VI accede, y Minaya Álvar Fáñez recuerda a los de Carrión que a las que tuvieron por mujeres legitimas ahora tendrán que servir y besar las manos como a reinas.
Puesto el plazo de tres semanas para que se realicen los combates singulares en las vegas de Carrión y determinado que se dará por traidor a quien no acuda, terminan las cortes, y el Cid retorna a Valencia. Antes de partir, el Campeador suelta su barba, que maravilla a todos cuantos están en la corte, y corre por complacer al rey en Babieca. Así lo cuenta el pasaje de la Crónica con que se suple una página perdida del manuscrito.
Llegado que hubo el término del plazo, han de esperar el rey y los caballeros que lucharán por el Cid dos días antes de ue lleguen los infantes.
Pesarosos andan Diego, Fernando y Asur, y dieran todo Carrión por librarse de esta lid; traman deshacerse de sus adversarios, pero el miedo al rey les contiene.
Pero Vermúdez, Martín Antolínez y Muño Gustioz velan las armas la noche anterior a la jornada, rogando ahincadamente al Creador. Con la luminosidad primera santiguan las sillas sobre las que han de montar y se dirigen al campo.
El rey señala los jueces que dirigirán el combate y ha de oír, sin aceptarlas, las reclamaciones que formulan los infantes porque los adalides del Cid van a usar las espadas Colada y Tizona durante la brega. Sorteado el campo, fijados sus límites, que no deban traspasar los contendores, a riesgo de ser tenidos por derrotados, se inicia el juicio de Dios. En estos duelos, el vencido debía confesar que el vencedor tenía la razón, si no quería perder la vida. En el Poema, basta que diga vençudo so , o que salga fuera del campo, para reconocer la verdad de la acusación y darse por traidor e infame.
Cuando los seis contendores embrazan los escudos delante del corazón, bajan las lanzas, inclinan las caras sobre los arzones y pican espuelas, parece que temblara la tierra. Fernando González y Pero Vermúdez se atacan con fiereza; el infante logra atravesar el escudo de Vermúdez y rompe su lanza sin llegar a la carne; en cambio, el del Cid, con su lanza, atraviesa el escudo del infante por el centro y se la clava en el pecho, cerca del corazón. Su tuerte loriga de tres dobleces resiste, y aunque la herida no es mortal,la fuerza del golpe le derriba, le hace derramar mucha sangre por la boca y confesar ante la amenaza de Tizona, que blandía Pero Vermúdez, su derrota.
Martín Antolínez y Diego González se acometen con las lanzas, que prontamente se quiebran por la violencia de los golpes. Martín Antolínez desenvaina a Colada, que relumbra en el aire, y con ella descarga tal golpe sobre el infante, que éste, teniéndose por muerto, vuelve las riendas y con voces estentóreas de miedo se salió de los lindes del campo, reconociéndose de este modo por vencido.
Muño Gustioz, al deslenguado Asur González le traspasa con su lanza, que asoma al otro lado del cuerpo, rojos de sangre el asta, la punta y el pendón. Cuando iba a rematarle con su espada, el padre de los infantes, Gonzalo Ansúrez, pide clemencia y le da por vencido.
Vuelven a Valencia los del Campeador, donde son acogidos gozosamente. Vengadas ya sus hijas, piensa el Cid en sus matrimonios. En virtud de éstos, dice el juglar, oy los reyes de España sos parientes son , pues, históricamente, del enlace de una biznieta del Cid, la princesa Blanca de Navarra, con don Sancho, heredero de la corona de Castilla, nace Alfonso VIII. Por sucesivos entronques, tanto la casa real de Aragón como la de Portugal emparentan con los descendientes. El Emperador Carlos V reconoce en una real cédula de 1541 esta ascendencia y escribe: “...y mirando a que el Cid es nuestro progenitor...”
Muere Mío Cid Campeador, Ruy Díaz de Vivar, en Valencia, el año 1099.
Estas son nuevas
De Mío Cid el Campeador;
en este logar
se acaba esta razón.