El último mohicano

Capítulo II

DOS MOHICANOS Y UN CAZADOR

A orillas de un pequeño río de rápida corriente, a una hora de distancia del campamento de Webb, se encontraban dos hombres. La selva se extendía hasta la misma orilla. En aquel sitio reinaba el más profundo silencio. Uno de los dos hombres tenía la piel roja y el atavío de los salvajes de la región; el otro, aunque vestía como indio, parecía ser de origen europeo, a pesar de su piel curtida por el sol.

El indio estaba sentado sobre un tronco caído y cubierto de musgo, su cuerpo casi desnudo lucía un aterrador emblema de la muerte, pintado en negro y blanco. Su cabeza rapada sólo conservaba un mechón de pelo en la parte superior, sin otro adorno que una pluma de águila que caía sobre el hombro izquierdo. De su cinturón pendían un tomahawk y un puñal. Sobre sus rodillas desnudas apoyaba un corto rifle militar.

El cuerpo del otro era el de un hombre que había soportado el trabajo duro. Era delgado pero musculoso, vestía una chaqueta de cazador, de color verde oscuro con flecos amarillos, gorro de piel y llevaba un cuchillo en su cinturón. Sus mocasines tenían los vistosos adornos que son comunes entre los indios. Complementaban su vestimenta la bolsa y un cuerno. A su lado, apoyado contra un árbol, tenía su largo rifle. A pesar de todo esto, su mirada era franca y tenía una expresión de ruda honradez.

—Tus padres —dijo el blanco— llegaron del sol poniente, cruzaron el río, combatieron con la gente del país y se apoderaron de la tierra; y los míos vinieron del cielo rojizo de la mañana, cruzando el lago salado e hicieron casi lo mismo que habían hecho tus padres. Que Dios nos juzgue y que los amigos se ahorren sus palabras de ofensa.

—¡Mis padres combatieron con los indios rojos desnudos! —replicó el indio altivamente—. ¿No existe diferencia, Ojo de Halcón, entre la flecha con punta de piedra y la bala de plomo con que ustedes matan?

—Es verdad que los de mi color tienen algunas costumbres que molestan a una conciencia honesta —respondió el cazador—. Pero toda historia tiene sus dos lados. Cuéntame, Chingachgook, lo que sucedió cuando nuestros padres se encontraron.

—Escúchame, Ojo de Halcón dijo el indio, después de unos momentos de silencio—. Te repetiré lo que mis padres dijeron y lo que hicieron los mohicanos... Llegaron desde el sitio donde el sol se esconde durante la noche; atravesaron las grandes llanuras donde viven los búfalos, hasta que llegaron al gran río. Allí combatieron con los Alligewi hasta enrojecer la tierra con su sangre. Desde las orillas del río hasta las costas del lago salado no encontramos a nadie, aunque éramos seguidos por los maguas de lejos. Conservamos como hombres la tierra que habíamos conquistado como guerreros. En aquel tiempo creció un pino donde está ahora este castaño. Los primeros caras pálidas que vinieron no hablaban inglés. Llegaron en una gran canoa cuando sus padres habían enterrado el tomahawk con los pieles rojas que los rodeaban. En ese tiempo, Ojo de Halcón, nosotros formábamos un solo pueblo y éramos felices.

La voz del indio traicionó su emoción y su idioma gutural se tornó melodioso y expresivo.

—El lago salado nos daba peces; el bosque, gamos, y el aire, aves. Teníamos esposas que eran madres de nuestros hijos; adorábamos al Gran Espíritu y manteníamos a los maguas tan lejos que no podían oír nuestros cantos de triunfo. Pero llegaron los holandeses. Desembarcaron y ofrecieron a mi pueblo el agua de fuego, ésa que llaman aguardiente. La bebieron y creyeron tontamente que habían encontrado el Gran Espíritu. Después cedieron sus tierras, pedazo a pedazo, y luego fueron arrojados de las costas, hasta el punto que yo, que soy su jefe, nunca he visto brillar el sol sino a través de los árboles, y jamás he visitado las tumbas de mis padres. Todos los de mi familia han partido para la tierra de los espíritus. Yo estoy en la cumbre y tengo que bajar al valle; cuando Uncás siga mis huellas, ya no quedará quien lleve nuestra sangre, porque mi hijo será el último de los mohicanos.

—¡Aquí está Uncás! —dijo una voz suave a espaldas del indio—. ¿Quién habla de Uncás?

El hombre blanco movió su puñal en la vaina de cuero e hizo un involuntario ademán hacia el rifle. En ese instante un joven guerrero pasó entre ellos y se sentó a la orilla del río. Chingachgook miró a su hijo y preguntó:

—¿Se atreven los maguas a dejar en estos bosques las huellas de sus mocasines?

—Les he seguido el rastro —replicó el joven—, y sé que son tantos como los dedos de mis manos; pero se ocultan porque son cobardes.

—Serán arrojados de sus guaridas —respondió Chingachgook—. Ojo de Halcón, cenemos y mañana les mostraremos a los maguas qué clase de hombres somos.

—Estoy dispuesto para ambas cosas —respondió el cazador—. Uncás — añadió en voz baja—, te apuesto mi bolsa llena de pólvora contra un poco de wampum a que le pongo una bala entre los ojos, y más cerca del derecho que del izquierdo, a ese gamo que se asoma allí.

—No puede ser —exclamó el joven—. Apenas se ven las puntas de las astas.

El hombre blanco empuñó su rifle, lo apoyó sobre el hombro y cuando se disponía a disparar, Uncás, bajándole el arma, le dijo:

—Ojo de Halcón, ¿quieres combatir con los maguas?

—Estos indios conocen casi por instinto los bosques —replicó el cazador, bajando el rifle—. Te dejo el gamo...

Uncás se acercó arrastrándose hacia el ciervo. Cuando se encontró a poca distancia ajustó una flecha a su arco. Luego se oyó la sorda vibración de la cuerda del arco y la flecha se perdió entre las hojas mientras el animal dio un brinco que lo puso casi a los pies de su cazador. Uncás le clavó el cuchillo en el cuello y el animal, dando un salto, fue a caer al río tiñendo las aguas.

—¡Muy bien! —dijo el hombre blanco—, pero por certera que sea la flecha, es necesario que el cuchillo termine la tarea.

—¡Silencio! —dijo Chingachgook—. Oigo pasos —y se inclinó hasta tocar el suelo con la oreja—. Son caballos montados por blancos. Ojo de Halcón, son tus hermanos. Háblales.

—Lo haré —dijo el cazador—. Es extraño que un indio reconozca esos sonidos mejor que yo. ¡Ah! pero ahora oigo el crujido de unas ramas secas y el movimiento de las hojas. Ya se acercan. ¡Qué Dios los guarde de los iroqueses!

Se acercó a ellos el que venía a la cabeza del grupo. Los viajeros se sorprendieron de verlos aparecer en las profundidades de la selva.

—¿Quiénes son ustedes? —preguntó Ojo de Halcón.

—Somos cristianos y nos regimos por las leyes del rey —respondió el cabecilla del grupo—. Hemos viajado desde la salida del sol, a la sombra de estos bosques, sin comer, y estamos muy cansados. ¿Saben a qué distancia estamos de un fuerte llamado William Henry, que pertenece al rey?

—Si son amigos del rey, sería mejor que siguieran el camino hasta Edward, allí encontrarán al general Webb, que está perdiendo el tiempo en lugar de avanzar hasta los desfiladeros y rechazar hasta su guarida, más allá del lago Champlain, a ese atrevido francés.

Antes de que el viajero pudiera contestar, otro jinete, apartando las ramas, avanzó hasta su compañero, y preguntó:

—¿Entonces, a qué distancia estamos del Edward? Hemos partido de allí esta mañana para ir a la cabeza del lago. Nos confiamos a un indio, que prometió llevarnos por un camino poco transitado; nos hemos engañado al creer que él conocía tal sendero. En resumen, no sabemos dónde estamos.

—¡Un indio que se pierde en la selva! —exclamó el cazador—. Es extraño que un indio se extravíe entre el Horican y la curva del río. ¿Es mohawk vuestro guía?

— No es de nacimiento, pero esa tribu lo adoptó; creo que es de los que se llaman hurones.

—¡Un hurón! —exclamó el cazador moviendo la cabeza con expresión de desconfianza—. Son una raza de ladrones, sea quien fuere el que los adopte.

—No corremos ese peligro, nuestro guía es un mohawk por adopción y sirve de guía como amigo en nuestro ejército.

—El que nació mingo, mingo morirá —exclamó el cazador—. ¡Un mohawk! Como gente honrada, preséntenme un delaware o un mohicano, que sí son verdaderos guerreros.

—¡Basta! —exclamó Heyward—. No deseo averiguar la reputación de un hombre a quien yo conozco y ustedes no. Aún no han contestado a mi pregunta. ¿A qué distancia estamos del fuerte Edward? —insistió el oficial—. Si quiere conducirnos hasta allá, su trabajo será bien recompensado. Y si usted pertenece al ejército, conocerá el regimiento número 60 del rey...

—¡El 60! Hay pocos oficiales al servicio del rey en América que yo no conozca, aunque lleve una casaca de cazador en vez de la chaqueta encarnada.

—Está bien. Entonces sabrá el nombre del mayor de este regimiento...

—¡Del mayor! —interrumpió el cazador con orgullo—. Si hay en el país un hombre que conoce bien al mayor Effingham, ése soy yo.

— El 60 tiene varios mayores, pero ése es el de más edad; hablo del más joven de ellos, del que manda las compañías que están de guarnición en el William Henry.

—Sí, he oído decir que un joven muy rico, venido de las provincias del sur, ha obtenido ese puesto. Sin embargo, dicen que domina bien su oficio y que es un valiente soldado.

—Como quiera que sea, lo tiene usted delante —replicó el oficial.

El cazador miró, atónito, a Heyward. Se quitó la gorra y contestó con tono menos altivo:

—He oído decir que esta mañana debía salir del campamento este grupo que se dirigía al lago.

—Es así, pero yo preferí seguir una ruta más corta, confiado en el indio de quien les he hablado.

—Lo engañó, mayor. Quisiera verlo.

El cazador pasó por el lado del caballo que montaba Heyward y, entrando en el sendero por detrás de la mula del maestro de canto, saludó a las jóvenes que esperaban inquietas. Detrás de ellas estaba el guía, apoyado contra un árbol. Inmóvil, hosco y sombrío, sufrió el examen del hombre blanco. Luego Ojo de Halcón se retiró y pasó cerca de las hermanas, fascinado ante tanta belleza. Mirando al joven oficial le dijo:

—Podría conducirlo al fuerte Edward en una hora. Pero con esas dos señoras, imposible. No recorrería ni una milla en los bosques en la noche, en compañía de ese guía, ni aunque se me ofreciera en pago el mejor rifle. Ahora —continuó el cazador—, acérquese a él y distráigalo hablándole. Esos dos mohicanos se apoderarán de él sin borrar la pintura de su cuerpo.

—No —replicó Heyward con altivez—. Me apoderaré de él yo mismo.

—¡Silencio! ¿Qué puede hacer un hombre a caballo contra un indio en plena selva?

—Desmontaré.

—Acérquese a ese malvado y háblele francamente, como si fuera su más fiel amigo.

Heyward se acercó al indio, que aún continuaba apoyado al árbol.

—Ya ves, magua —le dijo—, has errado el camino, pero encontramos a un cazador, aquel que está hablando con el músico; él conoce estos lugares, y me promete llevarnos a un sitio seguro donde podremos descansar hasta que sea de día.

—¿Está solo ese cazador? —preguntó el guía.

—¡Solo! ¡Oh, no! No puede estar solo, puesto que estamos con él.

—Entonces se irá Zorro Sutil —replicó el indio.

—¡Vamos, magua! —exclamó Heyward—. ¿No somos amigos? Munro te ha prometido un premio cuando hayas terminado este servicio; yo te daré otro. Descansa, abre tu morral y come algo. Tenemos poco tiempo que perder; no lo desperdiciemos en palabras. Cuando las señoras hayan descansado, continuaremos el viaje. ¿Qué dice Zorro Sutil?

—Zorro Sutil dice que está bien.

El indio se sentó en el suelo, sacó del morral los restos de la comida anterior y se puso a comer, no sin antes haber mirado atentamente en torno suyo. Heyward sacó un pie del estribo mientras trataba de apoderarse de una de sus pistolas. Pero en ese momento Zorro Sutil se levantó cautelosamente, con movimiento tan lento y felino que su cambio de postura no produjo ni el más leve ruido. Heyward comprendió que había llegado el momento de entrar en acción. Desmontó ágilmente, dispuesto a apoderarse del guía, pero continuó mostrándose tranquilo.

—Zorro Sutil no come —dijo, tratando de halagar al indio—. Su maíz no está bien tostado y parece seco.

Cuando el guía sintió que los dedos de Heyward rozaban su brazo desnudo, dio un golpe al brazo del oficial y, lanzando un grito penetrante, se inclinó y de un salto se perdió en la espesura. En ese instante aparecía entre la enramada Chingachgook, silencioso como un espectro con sus macabras pinturas, y se lanzó en persecución del fugitivo. Después se oyó el grito de Uncás, y se vio un relámpago seguido por la detonación del rifle del cazador.

Heyward quedó inmovilizado por la sorpresa durante algunos momentos. Después, pensando en la importancia de capturar al fugitivo, se precipitó a prestar su ayuda en la persecución. Pero antes de que hubiera recorrido unos cuantos pasos, se encontró con los dos indios y con el cazador, que regresaban convencidos de la imposibilidad de alcanzar al magua.

El cazador propuso entonces alejarse de aquel lugar, de tal manera que dejaran una pista falsa a Zorro Sutil; de lo contrario al día siguiente sus cabelleras estarían secándose al sol, frente a la carpa del francés Montcalm. El joven oficial pidió al cazador que lo ayudara a defender a las damas, a quienes debía proteger, ofreciéndole una recompensa. El hombre blanco levantó la mano, con el gesto de quien acepta la propuesta, y dijo:

—Es verdad. Sería indigno de un hombre abandonar a su suerte a esas inofensivas jóvenes. Estos dos mohicanos y yo haremos todo lo posible para salvar a esas criaturas que nunca debieron venir a este desierto; no esperamos otra recompensa que la que Dios da siempre al que ha acometido una buena acción. Primero, prométanme ser tan silenciosos como estos bosques, suceda lo que sucediere; y segundo, mantener en secreto el refugio adónde los llevaremos.

—Acepto —respondió el joven oficial.

—Entonces, síganme. Estamos perdiendo un tiempo precioso.

A pesar de la alarma que produjo la declaración del peligro, la energía del joven oficial y la gravedad de la situación, lograron que las dos hermanas dominaran su temor y se dispusieran ante cualquier prueba. Silenciosamente y sin perder tiempo, montaron ayudadas por Heyward y se dirigieron a la orilla del río, donde estaban el cazador y sus compañeros.

Los indios, sin vacilar ni por un momento, asieron las riendas de los caballos asustados y los obligaron a bajar al río. A corta distancia de la orilla se volvieron, ocultándose tras un montículo de tierra y árboles, y luego tomaron la dirección opuesta a la corriente del río. Entretanto, el cazador sacó una canoa de un lugar oculto por ramas, e indicó a las hermanas que se embarcaran.

Ellas se apresuraron a obedecer, no sin dirigir inquietas miradas a la oscura masa de árboles que rodeaba el río. El cazador señaló al oficial que fuera a sostener un costado de la frágil embarcación, y la hicieron subir contra la corriente. Por último llegaron a una parte del río donde Heyward descubrió un montón de bultos negros reunidos en un punto en que la ribera alta proyectaba una gran sombra sobre las aguas.

—Los indios, nuestros amigos, han aplicado su criterio al ocultar los caballos. En el agua no quedan rastros y ni un búho vería algo en ese hueco tenebroso —observó el cazador.

En seguida hizo que el oficial y las hermanas se sentaran en la proa de la embarcación y él se colocó en el extremo opuesto, tan erguido como si navegara en un barco de sólidos materiales. Los indios volvieron al sitio que acababan de abandonar, y el cazador apoyando el palo contra un peñasco, dio un impulso a la canoa y la lanzó al centro de la turbulenta corriente.

—¿Dónde estamos? ¿Qué haremos ahora? —preguntó Heyward.

—Nos encontramos al pie de la montaña Glenn —respondió el cazador en voz alta—. Tenemos que bajar a tierra con cuidado para evitar que zozobre la canoa. ¡Vamos! ¡Suban a esa roca mientras yo voy a buscar a los mohicanos y el venado!

Los pasajeros obedecieron con gusto sus órdenes. La canoa giró, y por un instante vieron la recia figura del cazador, luchando con las aguas agitadas. Abandonados por su guía, los viajeros, desvalidos e ignorantes del terreno, temían dar un mal paso entre las piedras que los precipitara hacia alguna de aquellas cavernas. Pero no tardó en volver el cazador, acompañado de los dos mohicanos.

—¿Han visto a alguno de nuestros enemigos?

—Al indio se le siente antes de verlo —contestó el cazador, echando al suelo al venado que traía acuestas—. Y tengo otros indicios para advertir su proximidad. Cuando pasé cerca de los caballos noté que estaban asustados, como si hubieran olfateado a los lobos; y el lobo es el animal que ronda los sitios donde se emboscan los indios, ansiosos por obtener los restos del ciervo que matan para alimentarse.

Mientras hablaba, el cazador se afanaba en reunir ciertos objetos necesarios. Cuando hubo terminado, se acercó silenciosamente al grupo de los viajeros, acompañado por los dos mohicanos. Luego los tres desaparecieron, como si se hubieran evaporado ante la pared de una roca que se alzaba a muy corta distancia del borde del agua.

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