El último mohicano

Capítulo VII

EL PADRE TRAS LA HUELLA DE LAS HIJAS RAPTADAS

La noche del nueve de agosto de 1757 transcurrió tranquila, tanto para los vencidos como para los vencedores. Mientras los primeros estaban silenciosos, taciturnos y abatidos, los segundos se mostraban jubilosos.

Amanecía cuando se levantó la lona que cubría la entrada de una espaciosa tienda en el campamento francés y un hombre salió al aire libre, envuelto en su capa. Pasó junto al guardia que protegía la tienda del comandante francés sin ninguna dificultad y hasta recibió el saludo militar. Caminó rápidamente entre la multitud de tiendas y se encaminó hacia el William Henry.

A cada paso se le exigía el santo y seña por los guardias: salvo repetidas y breves interrupciones, había avanzado desde el centro del campamento hasta los puestos más avanzados. Protegido por una luna opaca, se colocó contra el tronco de un árbol, y allí permaneció observando minuciosamente los detalles de la fortaleza.

Esperaba con impaciencia la llegada del día. Estaba a punto de devolverse cuando se detuvo al oír un leve ruido que provenía de una de las esquinas del fuerte.

El hombre que apareció en ese instante se detuvo al borde del terraplén. También esperaba la llegada del nuevo día.

Su silueta fue reconocida por el solitario francés de la capa. Éste comenzó a retirarse prudentemente rodeando el árbol; pero otro ruido vino a turbar la calma desde el río. A pocos metros una nueva silueta apareció ante los ojos del francés. La silueta apuntaba su rifle hacia el observador del terraplén del fuerte. Rápidamente el francés evitó el disparo y agarró fuertemente al indio por el hombro. Abriendo su capa para dejar ver su uniforme, Montcalm preguntó en tono severo:

—¿No sabe que ha sido enterrada el hacha de guerra entre los ingleses y su padre canadiense?

—¡Qué pueden hacer los hurones! —replicó el indio—. ¡Ni un solo guerrero ha ganado una cabellera y caras pálidas se hacen amigos!

— ¡Ah! ¡Es Zorro Sutil! —dijo el general francés, y agregó—: Bien sé que Zorro Sutil tiene poder entre su gente y es escuchado.

—El magua trajo el hacha para teñirla con sangre. Ahora está brillante; será enterrada cuando esté roja —replicó Zorro Sutil.

Zorro Sutil le mostró ahora una profunda cicatriz que tenía en el pecho, y unas feas marcas sobre su espalda.

—Y eso, ¿qué es? —preguntó Montcalm, tocándole la espalda.

—El magua se durmió en cama de ingleses y ellos han pegado.

Sin hablar más, el indio tomó su arma y entró al campamento. Montcalm se encaminó a su tienda y dio la orden de que se tocara diana para despertar al ejército.

Las filas francesas estuvieron prontas para recibir a su general, el piquete de la guardia avanzó hacia las puertas del fuerte para rendir honores al jefe y para efectuar el cambio de dominio.

Munro, firme y triste, apareció entre sus tropas silenciosas. El golpe asestado por el enemigo lo había herido profundamente y trataba de sobreponerse a su desgracia.

Duncan, impresionado, acudió a prestar toda su ayuda.

—Mis hijas —fue la breve respuesta.

—¡Cielos! ¿No se ha tomado ninguna medida de seguridad? —dijo Heyward, mientras corría en dirección a las habitaciones de Munro.

Cora estaba pálida y ansiosa, pero conservaba su habitual firmeza. Alicia mostraba sus ojos enrojecidos de tanto llorar.

Duncan oyó el sonido de una flauta en la habitación cercana. Allí encontró a David, a quien pidió que cuidara a las jóvenes.

—Será su deber impedir que alguien se acerque a ellas. También le ayudarán los sirvientes de la casa. Puede que en el camino encuentre algunas partidas de indios o franceses. Si tiene problemas, amenácelos con denunciarlos a Montcalm. Eso bastará.

La intención de Heyward era marchar con el ejército hasta pasadas algunas millas del Hudson y luego volvería por ellas.

Una gran cantidad de personal civil, mujeres y niños salió en compañía de las jóvenes Munro, dejando el fuerte. Grandes columnas de soldados franceses aguardaban afuera, silenciosos y expresando respeto hacia los vencidos, que marchaban en número superior a los tres mil por el llano. Durante su marcha por la travesía hacia el Hudson, al borde de la selva se observaba gran cantidad de indios que se contenían de atacar solamente por ser inferiores a los soldados ingleses en cuanto a número.

La vanguardia había llegado a un desfiladero y poco a poco desaparecía entre los árboles. En ese momento se desencadenaron los acontecimientos.

Una turba de unos cien indios aprovechando una confusión de un soldado que quería desertar, aparecieron en escena. Cora reconoció en uno de ellos a Zorro Sutil, que con su elocuencia arengaba a los hurones.

Otro indio, excitado por los colores de un chal de una mujer, intentó robárselo y ella, más por miedo que por su prenda, inconscientemente envolvió a su hijo en ella, por lo cual el salvaje arrancándolo de sus brazos, lo arrojó violentamente dándole muerte inmediata entre las piedras del camino. A continuación dio muerte a la madre de un feroz hachazo. Zorro Sutil se puso ambas manos en la boca y lanzó un terrible grito de guerra, que fue repetido por todos los indios dispersos. De inmediato resonó en la selva y en la llanura un alarido tal, como pocas veces ha salido de labios humanos.

Rápidamente salieron del bosque más de dos mil indios, que se arrojaron furiosos sobre la retaguardia del ejército inglés. Toda resistencia era inútil. La sangre corría a torrentes. Los cuerpos de tropa entraron rápidamente en formación para impresionar al enemigo salvaje, pero los soldados llevaban descargadas sus armas debido a la rendición incondicional.

Alicia reconoció, entonces, a su padre que cruzaba el llano hacia el campo de Montcalm para exigirle una escolta armada. Los indios, aunque hacían amagos de atacar a Munro, no lo hicieron y salió sin un rasguño. Alicia lo llamó varias veces gritándole, pero en vano, nunca la escuchó, luego cayó desmayada.

—Señora —decía Gamut, quien estaba aún con ellas —debemos huir.

—Sálvese usted —le contestó Cora—. Ya no hay nada que hacer.

Los indios bailaban sus ritos en torno a ellos. David Gamut recurriendo a todo, comenzó a cantar muy alto. Esto y su estatura lograron impresionar a más de algún indio que refrenó sus ímpetus asesinos ante las jóvenes.

Zorro Sutil al ver a su merced a sus antiguos prisioneros, lanzó un grito de alegría.

—Ven —dijo, tomando con sus manos ensangrentadas el vestido de Cora.

—¡Atrás! —gritó Cora, cubriendo su cara con las manos.

—Es sangre, pero sangre de blancos.

—¡Monstruo! Es tu odio el que ha promovido esta matanza.

El magua titubeó durante un instante, después arrebató el cuerpo inerte de Alicia y, llevándola en sus brazos, cruzó rápidamente el llano en dirección a la selva.

—¡Detente! —gritó Cora, despavorida, echando a correr detrás del magua— ¡Suelta a esa niña, miserable!

El hurón se internó en la selva por un pequeño barranco, donde estaban los dos caballos que los viajeros habían abandonado días antes y que él había dejado al cuidado de uno de su tribu. Colocando a Alicia sobre uno de los caballos, indicó a Cora que montara el otro. Obedeció la orden del indio y tendió los brazos hacia su hermana con tal expresión de súplica y de cariño, que ni el más fiero hurón pudo rehusar. Puso a Alicia sobre el caballo que montaba Cora, asió las riendas y se internó en el bosque.

David subió al otro caballo y se fue tras las dos hermanas. Al llegar a la meseta de la montaña, el magua hizo que las hermanas se desmontaran, y a pesar de su triste situación, contemplaron lo que ocurría en el llano. Los hurones perseguían a sus víctimas y el ejército francés, aunque armado, permanecía en una apatía inexplicable. Los lamentos de los heridos y los gritos de los asesinos fueron menos frecuentes; dejaron de oírse los alaridos de espanto, dominados por los sonoros y penetrantes gritos de guerra de los salvajes.

Como una hora antes de la puesta del sol del mismo día, cinco hombres salían del desfiladero que conducía por entre la selva a las orillas del Hudson, dirigiéndose hacia las ruinas de la fortaleza.

Uncás, a la cabeza, echaba furtivas miradas a los cadáveres mutilados esparcidos sobre el llano. De pronto, el joven lanzó un grito que atrajo inmediatamente a su padre, al cazador, a Heyward y a Munro. Habían llegado al sitio de la matanza. Munreoy Duncan buscaron con cariñoso afán entre los cadáveres, pero no encontraron ni a Cora ni a Alicia, lo cual les hizo sentir un gran alivio.

—Si alguno de esos franceses que permitieren esta matanza se pone ante mí, no verá nunca más la luz del día. ¿Qué dices tú, Chingachgook? —añadió el cazador—: ¿Se jactarán de esto les hurones ante sus mujeres cuando vengan los tiempos de nieve?

Un relámpago de cólera pasó por el semblante del jefe mohicano; aflojó su puñal en la vaina y después desvió los ojos mirando al espacio; había recobrado la calma que lo hacía parecer inaccesible a ninguna pasión.

En ese instante, Uncás saltó como un gamo y echó a correr entre los árboles y pronto se vio que arrancaba de entre la enramada un fragmento del velo de Cora y que lo agitaba en señal de triunfo.

—¡Hija mía! —exclamó Munro—. ¿Quién me las devolverá?

—Uncás lo intentará —fue la conmovedora respuesta del indio.

Chingachgook, que se ocupaba en ese momento en examinar la maleza, señaló al suelo con el aire de repulsión con que miraría a una serpiente:

—Aquí está palpable la marca de un pie de hombre —dijo Heyward, inclinándose sobre el punto indicado.

—Encontraremos las tiendas de esos salvajes antes de un mes —replicó el cazador—. Uncás, trata de reconocer los mocasines; porque son mocasines y no zapatos.

El joven indio se inclinó, apartó unas hojas y examinó con atención la huella y luego dijo:

—Es de Zorro Sutil.

—¡Un mocasín se parece tanto a otro! Es posible que haya alguna equivocación —repuso Duncan.

—No cabe duda; por aquí han pasado el magua y la señora de cabellos oscuros.

—¿Y Alicia, no? — preguntó Heyward.

—Aún no hemos visto señales del pase de ella —repuso el cazador—. ¿Qué es eso que está en el suelo? Uncás, ve por ello.

El indio obedeció, y el cazador levantó el objeto en alto, diciendo en seguida:

—¡Es el arma sonora del cantor! Ahora tenemos una pista.

—Creo que Cora, Alicia y el músico han sido capturados por Zorro Sutil —dijo Heyward.

Más tarde Heyward reconoció una joya que Alicia usaba y la hizo desaparecer tan hábil y rápidamente que el cazador, asombrado, la buscaba en vano mirando al suelo. Estaba oculta sobre el corazón agitado de Duncan.

—Debemos regresar. Encenderemos fuego en las ruinas del fuerte, y mañana, al amanecer, estaremos descansados para reanudar la búsqueda.

Heyward comprendió que sería inútil discutir y siguió al cazador y a los mohicanos.

Las sombras de la noche hacían aún más lúgubre las ruinas del William Henry. El cazador y sus compañeros hicieron, sin perder tiempo, los preparativos para pasar allí la noche. Contra la pared, había unas ennegrecidas vigas; Uncás las cubrió con ramas y debieron contentarse con aquel precario techo. Heyward insistió para que Munro se recostara, dejando al anciano solo con su dolor.

Mientras Ojo de Halcón y los mohicanos encendían fuego y consumían su frugal cena de carne seca de oso, Duncan recorrió las ruinas del fuerte semiderruido que miraba hacia el Horican. El viento había cesado. De pronto el oficial creyó escuchar unos pasos rápidos y al no poder dominar por más tiempo su inquietud, llamó al cazador. Ojo de Halcón empuñó su rifle y acudió sin apuro.

—¡Escuche! —le dijo Duncan—. En el llano hay sonidos que prueban que Montcalm aún no ha abandonado su conquista.

Ojo de Halcón movió lentamente la cabeza y le indicó al oficial que le siguiera adonde no llegaba el resplandor del fuego y se colocó en actitud de asecho. Luego de unos minutos le dijo al mayor que era preciso llamar a Uncás.

—El muchacho tiene sentidos indios, y puede oír lo que no oímos nosotros.

Ojo de Halcón habló en delaware con el joven indio y le explicó en pocas palabras lo que quería.

Uncás desapareció rápidamente. Momentos más tarde se escuchó un estampido de rifle. El aire se llenó de chispas en torno del sitio que Heyward seguía mirando con admiración y asombro. Una segunda mirada, lo hizo darse cuenta de que Chingachgook había desaparecido. Siguió luego un profundo silencio y después se oyó un chapoteo en el lago, al que siguió otro disparo.

—¡Ése es Uncás! —dijo el cazador—. El muchacho lleva un arma excelente. Conozco tan bien su estampido, pues yo usé ese rifle hasta que me conseguí otro mejor.

El viejo mohicano volvió a sentarse y se puso a examinar el tizón que había recibido la bala destinada a él. En ese momento aparecía Uncás. Tomó asiento frente al fuego, indiferente como su padre. Heyward, asombrado, observaba esto con vivo interés. Dedujo que estos indios empleaban un sistema secreto de comunicación entre sí que él no había notado, a pesar de su vigilancia. El joven oficial le preguntó qué había sido del enemigo, el joven mohicano se levantó una punta de su vestido y mostró la fatal cabellera. Chingachgook la tomó y la examinó con detención. Después la dejó caer con repulsión, diciendo:

—¡Oneida!

—¡Oneida! —exclamó el cazador—. Si los oneidas nos siguen mientras nosotros perseguimos a los hurones, nos encontraremos flanqueados por los diablos.

La confusión de naciones indias, y aun de tribus era muy grande en ese tiempo. Se había disuelto el gran vínculo del idioma y procedencia que los unía, y a causa de esta desunión los delawares y los mingos, nombre genérico que se daba a las naciones aliadas, combatían en las mismas filas, aunque eran enemigos entre sí.

Heyward, que los observaba desde lejos, dedujo que los dos indios discutían con el cazador. La disputa fue acalorándose gradualmente, hasta que los participantes perdieron algo de su calma habitual. Por los gestos expresivos pudo deducir que padre e hijo defendían una misma opinión y el cazador otra diferente.

La frecuente repetición de signos con que los dos indios explicaban las diferentes huellas que es posible hallar en el bosque probaba que insistían en que la persecución se hiciera por tierra, y el brazo de Ojo de Halcón, dirigido con frecuencia hacia el Horican, revelaba que su opinión era la de que se viajara por agua.

Parecía que estaba dispuesto a ceder, cuando súbitamente gesticuló de tal manera que impresionó a los mohicanos. Éstos finalmente se convencieron, y cuando todo estuvo resuelto, el cazador se tendió tranquilamente delante del fuego y no tardó en dormirse. Lo mismo hicieron más tarde, luego de conversar, padre e hijo.

Heyward, tranquilizado por la actitud de estos experimentados moradores del desierto, siguió su ejemplo. Mucho antes de que la noche avanzara hacia el amanecer, los refugiados dormían profundamente entre las ruinas.

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