El último mohicano

Capítulo VIII

LA PISTA SE CLARIFICA CON EL CANTO

Aún brillaban las estrellas cuando Ojo de Halcón los despertó a todos. Partieron con precaución sin detener la marcha hasta que se encontraron en las orillas del Horican.

El cazador hizo que Uncás empujara la canoa más cerca de la playa, evitando tocar tierra para que los salvajes no descubrieran por dónde se habían embarcado. El joven indio siguió con exactitud las instrucciones del cazador, y pronto todos se embarcaron.

La canoa avanzó por las aguas del lago durante algunas millas.

Al amanecer llegaron a un lugar del Horican cubierto de pequeñas islas. Navegaron con mucha cautela, ya que por allí se había retirado el ejército de Montcalm.

—¡Silencio! —ordenó el cazador—. ¿Ven esa pequeña niebla que flota sobre esa isla? Es humo, además veo dos canoas. Vamos, amigos, remen con fuerza. Estamos fuera de su alcance.

En ese mismo instante sonó un disparo de fusil. Los alaridos les anunciaron que habían sido descubiertos y eran atacados.

Los indios gritaban de un modo tal que hasta el mismo Munro salió de su apatía. Pronto se encontraron fuera del alcance de los hurones, que los seguían por la espalda, y una descarga hizo silbar las balas en sus oídos. Ojo de Halcón cogió su fusil y disparó contra sus enemigos. Los hurones respondieron con alaridos. Una de las balas agujereó el borde de la canoa y las otras caían a corta distancia.

—A estos salvajes les gusta oír las detonaciones de sus rifles, pero no hay entre los mingos quien pueda acertarle a una canoa en movimiento —observó el cazador—. Ahora, mayor, si quiere remar, verá lo que haré con mi fusil.

Heyward empuñó el remo y Ojo de Halcón apuntó a un hurón que se disponía a hacer fuego, el indio cayó de espaldas soltando el rifle, que desapareció en el agua. Se recobró y se puso en pie, haciendo movimientos extraños y torpes. Sus compañeros dejaron de remar y se agruparon en torno de él. Las canoas de los salvajes quedaron detenidas. Duncan siguió remando, pero el cazador le pidió que no lo hiciera con tanto ardor; necesitaba la distancia precisa para que el fusil cumpliera su oficio.

—Estamos olvidando nuestra misión —dijo con premura Duncan—. Les pido que aprovechemos esta ventaja para alejarnos de nuestros enemigos.

—Recuerde a mis hijas —exclamó Munro con voz ronca—. No jueguen con mi dolor.

El cazador echó una mirada a las canoas enemigas, bajó el rifle y empuñó el remo, relevando al fatigado oficial. Poco después, la distancia que los separaba de los hurones era tan considerable, que Duncan respiró con más libertad.

Habían llegado a una pequeña bahía en la orilla septentrional del lago. La canoa fue llevada hasta la playa y todos sus tripulantes desembarcaron. Ojo de Halcón y Duncan subieron a una prominencia del terreno. El cazador, tras observar toda la extensión de agua que abarcaba su vista, señaló a su compañero un pequeño punto en la cima de un gran cabo a varias millas de distancia.

—Parece un pájaro —repuso el joven oficial.

—Es una canoa de buena corteza, tripulada por fieros y astutos mingos, sedientos de sangre. Apenas el sol se ponga, seguirán nuestra pista. Tenemos que desorientarlos

Ojo de Holcón y el mayor dejaron su puesto de observación y bajaron a la playa.

La canoa fue sacada del agua y transportada en hombros al interior del bosque, dejando un rastro tan marcado y visible como se pudo. Vadearon un río y siguieron hasta llegar a una roca enorme y desnuda de vegetación. En este punto, donde las pisadas no serían visibles, los perseguidos volvieron sobre sus pasos, hacia el riacho, caminando cuidadosamente hacia atrás; después siguieron el curso del río hasta su desembocadura en el lago, y allí lanzaron al agua la canoa. Un pequeño promontorio los ocultaba, y el lago estaba bordeado hasta cierto trecho por una densa franja de árboles. Protegidos por tales ventajas naturales, prosiguieron hasta que el cazador les indicó que volvieran a desembarcar.

Al oscurecer, remaron silenciosamente pero con vigor hasta la costa occidental que contaba con montañas de gran elevación. Aunque a los ojos de Duncan la geografía no ofrecía ningún accidente, Chingachgook entró en el pequeño puerto con la exactitud y la confianza de un experto piloto.

La canoa fue nuevamente levantada y transportada al bosque, donde se la ocultó cuidadosamente entre la espesura. Los viajeros, con sus armas y sus morrales a la espalda, estaban listos para partir, y así se lo hizo saber el cazador a Duncan y a Munro.

Ojo de Halcón y los mohicanos conocían bien las montañas y los valles de ese desierto por haberlos recorrido muchas veces, y no vacilaron en internarse en lo más espeso de los bosques, con la seguridad de quienes están habituados a afrontar sus privaciones sin dificultades.

Caminaron durante varias horas, hasta que el cazador decidió, con los mohicanos, que aquel era un buen lugar para pasar la noche. Munro y Duncan durmieron sin temor, aunque con inquietud. Cuando el sol disipaba la niebla y llenaba de luz el bosque, continuaron su marcha.

Recorridas algunas millas, Ojo de Halcón, que iba a la vanguardia, comenzó a caminar más lentamente y con mayor cuidado, deteniéndose para examinar los árboles, el color del agua o la rapidez de la corriente.

—Al descubrir que las huellas de Zorro Sutil —reflexionó el cazador—se dirigían al norte, pensé que seguiría los valles y que se mantendría entre las aguas del Hudson y las del Horican, hasta llegar al nacimiento de los ríos de Canadá, lo cual lo conducirá al interior del país ocupado por los franceses. Sin embargo, estamos muy cerca del lago Scaroon y no hemos encontrado ninguna huella. Es posible que no hayamos seguido la pista correcta.

Pero ya Uncás, con los ojos chispeantes de alegría y dando brincos como un ciervo, había subido a una pequeña altura y señalaba la tierra recién removida. Todos acudieron a observar su descubrimiento.

—¡Mira! —dijo Uncás, señalando las huellas.

Se pusieron nuevamente en marcha, caminaban con tanta rapidez y con tanta seguridad como si recorrieran un camino real. Sin embargo, el hurón no había descuidado las tretas que los indios no olvidan cuando se baten en retirada. Eran frecuentes las falsas huellas y las vueltas repentinas, siempre que algún arroyo o la formación del terreno lo permitía.

Ya caía la tarde cuando pasaron el Scaroon, siguiendo la dirección del sol hacia el ocaso. Al bajar a una hondonada en cuyo fondo corría un arroyo, se encontraron en un sitio donde Zorro Sutil había hecho alto con los que viajaban con él. Había algunos tizones que demostraban que se había encendido fuego. Uncás y su padre encontraron señales recientes y luego el joven indio apareció con los dos caballos, ensillados, pero con las sillas rotas y manchadas.

—¿Qué significa esto? — preguntó Duncan.

—Esto significa que estamos al fin de nuestro viaje y que nos encontramos en territorio enemigo —contestó el cazador—. Es necesario seguir su rastro.

Examinaron el terreno palmo a palmo. Uncás rastreó el pequeño canal que partía del manantial, y haciendo un trenque de barro lo desvió hacia otro canal. Cuando el cauce quedó seco, se inclinó para observar y lanzó un grito de alegría.

Todos se acercaron. Sobre la arena que formaba el fondo había varias huellas de mocasines, pero todas iguales. El cazador, admirado, pidió a Uncás que midiera el pie del músico: en un recodo había una huella muy bien marcada. Cuando Uncás regresó, confrontó las medidas. Eran iguales. No había duda, a David le habían cambiado sus zapatos por mocasines.

—Ahora veo claro —añadió Ojo de Halcón—. Como lo más notable que tiene el cantor son su garganta y sus pies, se sacó partido de estos últimos y se le hizo marchar adelante; los otros han pisado sobre sus huellas. Y en cuanto a las señoritas, creo que no tardaremos en encontrar sus huellas.

Reanudaron la marcha siguiendo el curso del arroyo. Un poco más adelante el arroyuelo llegó a la base de un peñasco sin ninguna vegetación. Pero Uncás no tardó en hallar la impresión de un pie sobre el musgo; sin duda el indio había pisado allí inadvertidamente. El joven muchacho siguió la dirección de la punta de la huella que iba dirigida hacia un bosque, y las encontró todas bien marcadas y distintas.

—¿Continuamos adelante? — preguntó Heyward.

—Poco a poco —contestó el cazador—. Debemos tomar todas las precauciones. Lo que no entiendo es cómo Zorro Sutil hizo pasar a las señoritas a lo largo del rastro oculto bajo el agua del arroyo.

Heyward le mostró, entonces, una especie de carretilla, formada con ramas y asegurada con mimbres y lianas.

—¡Ahí está la explicación! —exclamó el cazador—. Aquí veo huellas de tres pares de mocasines y dos pares de pies pequeños.

—Mis hijas no podrán resistir tantas penurias —dijo Munro.

De todos modos, debieron hacer un alto para alimentarse, pero terminada la comida Ojo de Halcón miró al sol poniente y apresuró la marcha. No había transcurrido una hora cuando el cazador comenzó a andar más despacio, como si temiera la proximidad de un peligro.

—Olfateo hurones —dijo—. Chingachgook, anda por las montañas de la derecha. Uncás, tú costearás el arroyo. Y yo continuaré siguiendo el rastro. El que descubra algo avisara a los otros con tres graznidos de cuervo. He visto algunos de esos pajarracos volando sobre la montaña.

Sin contestar, los mohicanos siguieron las indicaciones, y el cazador prosiguió la marcha en compañía de los dos oficiales. Heyward se colocó al lado del guía, pero el cazador le dijo que se escurriera a la orilla del bosque y lo aguardara allí. Duncan obedeció y desde su escondite pudo presenciar una escena extraordinaria.

Una gran extensión de árboles había sido derribada y la claridad de una noche de verano iluminaba esta especie de plazuela. A corta distancia, el arroyo formaba un pequeño lago en un valle cerrado entre dos montes. Centenares de viviendas de barro se alzaban al borde del lago.

Le pareció ver a muchos hombres que andaban en cuatro pies y arrastraban alguna cosa pesada. Aparecieron al mismo tiempo, a las puertas de algunas viviendas, varias cabezas negras, y no tardó todo el lago en cubrirse de una multitud de individuos que iban y veían en todas direcciones. Duncan estaba a punto de dar los graznidos de cuervo cuando un ruido le hizo volver la cabeza a otro lado. Cerca de él, sin percatarse de su presencia, se hallaba otro individuo. Y Duncan, sigilosamente, se puso a observar los movimientos del recién llegado.

Era un indio y parecía estar ocupado, como él, en contemplar la aldea y los movimientos de sus moradores. Era imposible descubrir sus facciones bajo aquella grotesca mascara de pintura que las ocultaba. Pero en su rostro había más tristeza que ferocidad. Como era usual, tenía la cabeza afeitada, salvo el mechón dejado en la parte superior del cráneo. Su aspecto, en conjunto, era el de un hombre solitario y mísero.

En ese momento regresaba sigilosamente el cazador.

Ojo de Halcón se sobresaltó, y bajo su rifle cuando Duncan le mostró al desconocido. Minutos más tarde se había ocultado entre la maleza y estaba a punto de sorprender al desconocido, que alzaba el pescuezo hacia el lago, mientras la mano del cazador se levantaba sobre él. Pero de pronto Ojo de Halcón retrocedió y comenzó a reír silenciosamente. Luego, en vez de asir al indio por el cuello, le tocó suavemente el hombro, y le dijo en voz alta:

—¡Hola, amigo! ¿Te propones enseñar canto a los castores?

—Así es —contestó el otro—. Creo que podrían hacerlo, si se lo enseñaran.

La sorpresa de Heyward no tuvo límites, los que él creía indios errantes eran castores; el lago, un estanque formado por ellos por el acarreo de agua; la cascada, un dique construido por los hábiles animales, y el enemigo sospechoso era el fiel amigo David Gamut.

Lo felicitaron por su indumentaria, que hacía honor al buen gusto de los hurones. El guía imitó tres veces el graznido del cuervo. Al punto concurrieron los mohicanos desde diferentes puntos. David contó que las hermanas estaban cautivas de los paganos, pero que se encontraban bien, lo que tranquilizó a Munro.

—Pero creo que no es momento de que las pongan en libertad — repuso David —. Zorro Sutil ha ido a cazar, y mañana nos internaremos en los bosques para acercarnos a las fronteras de Canadá. La mayor de las hermanas está en un pueblo vecino; la menor está con las mujeres de los hurones a dos millas de aquí.

Zorro Sutil había permanecido en la montaña. Allí había llevado a sus dos prisioneras, hasta que la matanza de la llanura cesó. Al llegar al campo de los hurones, el magua había separado a las hermanas. Cora fue enviada a una tribu en el próximo valle, pero David no recordaba el nombre de la tribu. Al escuchar esto Ojo de Halcón le preguntó:

—¿Recuerdas cómo eran sus cuchillos?

—No, no me fijé en ellos. Pero he visto sus pinturas, extrañas y fantásticas, imágenes que ellos admiraban y de lo que se muestran orgullosos. Especialmente una pintura que representa un objeto vil y repugnante. Es un animal como una serpiente o una tortuga.

—¡Huh! —exclamaron, simultáneamente, los dos mohicanos.

Chingachgook empezó a hablar en delaware. Sus gestos eran expresivos y enérgicos. Levantó su brazo y al bajarlo apartó los pliegues de su manta, y apoyó un dedo sobre su pecho como para confirmar sus palabras con ese gesto.

Duncan siguió con la mirada el movimiento y vio que el animal mencionado estaba dibujado en el pecho del indio. El cazador le dijo al oficial que Chingachgook procedía de la raza de los delawares y era el gran jefe de sus tortugas. Y además, según decía David, entre los hurones también se encontraban indios de esa misma raza.

El impaciente Duncan propuso varios medios para salvar a las dos hermanas, pero sus planes eran realmente descabellados.

—Sería conveniente —dijo el cazador— que David volviera a juntarse con los indios, para que informe a las hermanas que estamos cerca y venga a buscarnos cuando le demos la señal. David, como músico, distinguirá muy bien el graznido del cuervo.

—Es un pájaro simpático —replicó David—, su canto es suave.

—¡Espere! —exclamó Duncan—. Yo lo acompañaré. Así es que no trate de detenerme —le dijo al guía—. Usted conoce bien los medios para disfrazarme.

El cazador lo miró con admiración, y habló con Chingachgook, que llevaba en su morral tantos colores como tienen estos parajes.

Duncan tomó asiento y el mohicano puso manos a la obra. Le trazó sobre la frente la línea que los indios consideran como símbolo de un carácter cordial y dibujó en las mejillas algunas figuras fantásticas que lo dejaron convertido en un verdadero bufón.

Terminado el trabajo, el cazador le dio muchos consejos amistosos, y fijaron el sitio donde se reunirían en caso de que unos y otros tuvieran éxito. La despedida de Munro y su joven amigo fue triste. El cazador llamó a Heyward a un lado y comunicó su decisión de dejar a Munro con Chingachgook, mientras él y Uncás seguían haciendo averiguaciones.

El camino que tomaron Duncan y David cruzaba el claro de los castores y bordeaba la orilla de su estanque. Después de recorrer casi en semicírculo la zona de los castores, al cabo de una hora llegaron a un sitio despejado de árboles, por el que serpenteaba un arroyo. Duncan se detuvo antes de abandonar la espesura del bosque. Al otro extremo del claro se veían como unas sesenta chozas.

A la luz del crepúsculo observó unas treinta figuras que se elevaban sobre la hierba que crecía delante de las chozas y volvían a desaparecer, como si se las tragara la tierra. Pero cuando se acercaron vieron que sólo se trataba de niños que jugaban.

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