Róbinson Crusoe

Capítulo VI

Agricultor y artesano obligado

Del cuatro al catorce de julio mi ocupación principal consistió en salir con la escopeta a dar breves paseos. Éstos los realizaba cortos debido a que sólo ahora me estaba recuperando de la enfermedad. El estado de debilidad y agotamiento en que quedé era extremo, y tal vez se debía en parte al medicamento que usé. No creo que antes hubiera curado ninguna fiebre, y el experimento realizado en mí no me autoriza a recomendarlo a nadie, puesto que si por un lado acabó con la fiebre, por el otro contribuyó a debilitarme. Durante algún tiempo padecí, además, fuertes convulsiones en el cuerpo y trastornos nerviosos.

Los continuos paseos me sirvieron para aprender que no hay nada más pernicioso para la salud que salir de excursión durante la estación lluviosa, mucho más si la lluvia va acompañada de tempestades. Esto sucedía principalmente en la temporada seca, cuando las lluvias caían con tormentas, motivo por el que las consideré siempre más peligrosas que las de septiembre u octubre.

Cerca de diez meses llevaba en la isla y ya se había apartado de mi imaginación el pensamiento de salir algún día de ella. Estaba convencido firmemente de que nadie había puesto los pies en esos lugares. Como en mi opinión mi casa se hallaba completamente segura por las fortificaciones que le había hecho, pensé realizar una exploración más minuciosa de la isla a fin de descubrir cualquier riqueza que hubiera permanecido oculta ante mis ojos.

El quince de julio empecé el reconocimiento de la isla. Primeramente fui a la pequeña bahía de que ya he hablado y a la que había arribado con mis balsas. Recorrí la ribera del río por espacio de unas dos millas, viendo que la marea no subía hacia allí y que sólo había un riachuelo de agua muy dulce y excelente. Pero, como estábamos en verano, o sea en la estación seca, la corriente que formaba era muy escasa.

En sus orillas se extendían dilatadas y verdes praderas que, al alejarse del cauce del río, se elevaban imperceptiblemente. En aquellos lugares en que parecía que las aguas no habían llegado nunca, descubrí gran cantidad de plantas de tabaco. Había otras muchas desconocidas para mí, ignorando por cierto su utilidad. Me dediqué a buscar mandioca, raíz que los americanos usan como pan en todas aquellas latitudes, pero no pude encontrarla. La caña silvestre crecía por todas partes, así como hermosas plantas de áloe, pero no conocía su aplicación.

En dicha oportunidad me conformé con el descubrimiento, regresando luego a casa mientras reflexionaba sobre los medios de que podría valerme para enterarme de las propiedades de las plantas y frutos que encontrara en lo sucesivo. Sin embargo, no pude tomar ninguna determinación al respecto. Pese a haber estado largo tiempo en el Brasil, no me había preocupado en observar las plantas propias del lugar, y los escasos conocimientos que tenía sobre las mismas no me servían de gran ayuda debido al estado en que me encontraba.

El dieciséis de julio, o sea al día siguiente, emprendí nuevamente el mismo camino, internándome más que la víspera.

En esta forma llegué al convencimiento de que el arroyuelo y las praderas no iban más lejos y que la campiña empezaba a ponerse boscosa. Encontré gran variedad de frutas, sobre todo melones que cubrían el suelo y uvas cuyos racimos dorados colgaban de las parras ya listos para ser vendimiados. Este último descubrimiento me llenó de alegría.

A la vista de aquellas frutas tuve que controlar mi apetito, acordándome de haber visto morir en Berbería a algunos ingleses, también esclavos como yo, por haber enfermado de disentería debido a comer uvas en exceso. Para ello tuve la precaución de seguir el procedimiento empleado en España en la elaboración de las llamadas pasas, consistente en cortar los racimos y exponerlos a la acción del sol para que se sequen. En esta forma conseguí una buena provisión que guardé para el otoño, obteniendo así un alimento tan exquisito como saludable.

Permanecí allí el día entero, y cuando cayó la tarde no juzgué prudente regresar a la choza, motivo por el que resolví dormir fuera de casa, cosa que hacía por primera vez desde mi arribo a la isla. Cuando llegó la noche escogí un albergue semejante al primero que había tenido en mis dominios: un frondoso árbol, en el que cómodamente instalado me dormí en forma profunda. Al amanecer proseguí la exploración, rumbo al norte, recorriendo aproximadamente cuatro millas.

Al cabo de la jornada encontré un valle que parecía inclinarse hacia el oeste, el mismo que estaba regado por un arroyuelo de agua fresca que salía de una montaña poco elevada. Toda la región era tan templada, verde y florida, que parecía un jardín artificial en el que reinaba una permanente primavera.

Me interné un poco en el valle para luego detenerme a contemplarlo tranquilamente. Al punto cesaron mis graves preocupaciones para dar paso a la admiración y el arrobamiento, mezclados con el extraño placer de saber que todo eso era mío, y que tenía un derecho soberano de posesión, no sólo en el presente, sino que de tener herederos podría trasmitírselos tal como en Inglaterra se trasmiten los feudos.

Entretanto, pude observar que había una gran cantidad de naranjos y limoneros, así como algunos árboles de cacao, aunque con escasos frutos. Pese a ello, los limones verdes que pude tomar resultaron no sólo exquisitos, sino muy agradables, pues más adelante mezclé su jugo con agua, obteniendo así una estupenda bebida.

Como vi que el trabajo que me esperaba era pesado, ya que me proponía reunir una buena cantidad de frutas para llevarlas a mi morada a fin de disponer de ellas durante la estación lluviosa, formé tres montones: dos de uva y uno de limones. Y, cargando con parte de la fruta, me encaminé hacia la caverna, resuelto a regresar muy pronto para llevarme lo que quedaba.

Demoré tres días en volver hasta la caverna, pero ya antes de llegar las uvas se habían aplastado en tal forma por su madurez y su peso, que en verdad no valían casi nada. Los limones llegaron en perfecto estado, pero había muy pocos.

El diecinueve de julio, o sea al día siguiente, regresé con dos pequeños sacos a fin de recoger mi cosecha, pero grande fue mi sorpresa al ver que las uvas estaban desparramadas y destrozadas totalmente y que muchas habían sido roídas. De ello deduje que en los alrededores habría animales dañinos capaces de ocasionar tales calamidades.

Inmediatamente procedí a recoger los racimos que se habían salvado de ser estropeados, pero no sabía qué partido tomar, pues por un lado no los podía llevar a la caverna, ya que en el viaje se aplastarían, y, por el otro, tampoco los podía dejar apilados como lo había hecho la víspera. Entonces elegí un tercer camino que me dio muy buen resultado: tomé todos los racimos que pude y los colgué en las ramas de los árboles para que se secasen al sol. En cuanto a los limones, cargué una buena cantidad de ellos en los sacos para llevarlos a la caverna.

De regreso de la excursión pude admirar en toda su amplitud la belleza y benignidad del vallecito, así como las ventajas y seguridades que podía dar como refugio contra las tempestades y los vientos del este, ya que estaba resguardado por altos bosques y colinas. De ello deduje que había elegido el peor lugar para establecer mi morada y empecé a forjarme proyectos para trasladar mi cabaña a aquel paraje fértil y grato.

Mucho tiempo llevé pensando en dicho proyecto, pero, cuando consideré las cosas con mayor detenimiento, comprendí que por estar mi morada próxima al mar, podría dar lugar a acontecimientos ventajosos para mí, y ya que el destino me había llevado a donde yo me encontraba, también podría enviarme compañeros de desgracia. Aunque esto era poco probable, no dejaba de ser una esperanza razonable, la misma que desaparecería por completo si me trasladaba al centro de la isla para encerrarme entre bosques y colinas.

Pese a haber tomado tan juiciosa resolución, me había subyugado en tal forma el paisaje que pasé en el valle casi todo lo que aún quedaba de julio, y satisfice en parte mi deseo levantando allí una pequeña cabaña rodeada de una empalizada de regulares dimensiones. Algunas veces dormí hasta tres noches seguidas en dicha segunda fortaleza, pasando por sobre la empalizada con una escala, tal como lo hiciese en la primera. Desde entonces me placía pensar que era un hombre que tiene dos residencias: una en la costa, para cuidar de su comercio y del arribo de los barcos, y otra de recreo en la campiña, para realizar la recolección de los frutos y la vendimia. Los trabajos que realicé en este último albergue me mantuvieron ocupado hasta el primero de agosto.

No bien hube acabado de construir mis fortificaciones y empezaba a gozar de las comodidades que me había proporcionado, cuando las lluvias vinieron a desalojarme, viéndome obligado a trasladarme a mi primera residencia, en la que hube de permanecer largo tiempo. Pese a que la nueva vivienda la había construido con una pieza de vela y la había asegurado muy bien, no se encontraba al pie de una roca que la defendiera contra los temporales ni tampoco tenía una caverna donde poder protegerme en caso de que las lluvias arreciaran.

Continuando con mi Diario, señalaré que el tres de agosto encontré las uvas que había colgado de las ramas, perfectamente deshidratadas y secas por la acción del sol, esto es, convertidas en pasas. Entonces procedí a descolgarlas, precaución que resultó muy necesaria, pues de no haber sido así las torrenciales lluvias que luego se desencadenaron las habrían estropeado, haciéndome perder en tal forma mis provisiones preferidas de invierno, ya que disponía de algo más de doscientos racimos.

Hube de necesitar de bastante tiempo y paciencia para descolgarlas, transportarlas a la caverna y guardarlas en ella. No bien hube terminado de hacerlo, cuando empezaron las fuertes lluvias que duraron desde el catorce de agosto hasta mediados de octubre. En un comienzo fueron muy violentas y me obligaron a permanecer encerrado en la caverna. No obstante, como empezaron a escasear mis provisiones, salí un par de veces con la escopeta, habiendo cazado un cabrito y encontrado una gran tortuga. Ordené mis comidas del siguiente modo: a la hora del desayuno tomaba un racimo de uvas, para el almuerzo un pedazo de cabrito o de tortuga asado, pues desgraciadamente no tenía ninguna vasija para guisar, conformándome con dos o tres huevos de tortuga a la hora de la cena.

A fin de distraerme, haciendo al mismo tiempo algo útil en aquella especie de prisión en que la lluvia me tenía sumido, destinaba aproximadamente tres horas diarias en agrandar la caverna, minando hacia uno de los costados de la roca. En esta forma logré perforarla de lado a lado, teniendo así una salida libre detrás de mis fortificaciones. Esto no dejó luego de preocuparme, pues ya no me encontraba resguardado como antes, sino que quedaba expuesto a la agresión de cualquiera que quisiera hacerlo. Sin embargo, debo declarar que tal suposición era muy difícil de justificar, pues hasta entonces la bestia más peligrosa que había encontrado en la isla era un enorme macho cabrío.

El treinta de septiembre sumé las estrías marcadas en el poste y pude ver que llevaba trescientos sesenta y cinco días en tierra. En tal forma celebraba el primer aniversario de mi fatal desembarco, resolviendo por ello hacer de él un día de ayuno y dedicarlo a los ejercicios espirituales. Prosternado en tierra alabé a Dios, pidiéndole misericordia con la mayor humildad. Durante doce horas no probé bocado y recién a la caída de la noche me serví algo de galletas y un racimo de uvas. Luego me acosté, llevando en mi pecho la misma devoción que había tenido durante todo el día.

Como ya llevaba un año viviendo en la isla, conocía el curso de las estaciones y no me dejaba sorprender por las temporadas lluviosas ni por las épocas secas. Sin embargo, para lograr tales experiencias tuve que sufrir varios fracasos, uno de los cuales explicaré ahora.

Como ya dije antes, conservaba en mi poder un poco de trigo y de arroz que había crecido junto a mi vivienda de manera casual. El trigo sería unas veinte espigas y el arroz unas treinta en total, pareciéndome que la época era propicia para la siembra por haber cesado las lluvias mientras que el sol empezaba a calentar.

A tal fin preparé una parcela, valiéndome de una pala de madera, hecho lo cual la dividí en dos secciones y procedí a sembrar la semilla. Entretanto pensé que sería más prudente no arriesgar la totalidad de la simiente en vista de que no sabía cuál era la estación más favorable para la siembra, motivo por el que sólo expuse unas dos terceras partes del grano, guardando como reserva un puñado de cada especie.

Más tarde hube de felicitarme por haber adoptado tan sabias precauciones, pues de todo cuanto sembré no germinó un solo grano, debido a que los meses que sobrevinieron correspondían a la estación seca, y por lo tanto la tierra no recibió la menor humedad. Sólo cuando volvieron las lluvias germinaron algunas semillas y empezaron a brotar raquíticos tallos que se fueron extenuando.

En vista del fracaso, y atribuyéndolo únicamente a la sequía, procedí a buscar un nuevo campo para realizar un segundo ensayo. Con tal objeto preparé otra parcela próxima a mi residencia de verano, sembrando en ella casi la totalidad de los granos, pero dejando una pequeña cantidad por si aquélla corría la misma suerte que la primera. Los meses de marzo y abril, con sus frecuentes lluvias, humedecieron el terreno y obtuve así una hermosa cosecha. No obstante ello, resultó escasa por haber sembrado muy poco, pues sólo recogí dos picotines, uno de trigo y otro de arroz.

Con tales experimentos me volví bastante diestro en la agricultura, sabiendo aprovechar el momento oportuno para la siembra, que descubrí podía ser realizada dos veces al año, con sus consiguientes cosechas. Entretanto crecía el trigo, hice una observación que luego supe aprovechar muy bien. Una vez que las lluvias pasaron y empezó el tiempo a mejorar, fui a dar un paseo por mi residencia de verano, encontrando que después de algunos meses de ausencia el seto doble que había construido se encontraba en muy buen estado. Pero no sólo eso: las estacas que había cortado de las ramas de algunos árboles de la vecindad habían crecido y producido a su vez otras nuevas, tal como acontece con los sauces después de podados totalmente. No sabía yo qué clase de árboles eran aquellos que me habían proporcionado las estacas. Lo cierto es que mi cercado, a pesar de tener unos cuarenta metros dé diámetro, al cabo de tres años ofrecía un aspecto magnífico, pues el seto lo cubrió completamente, formando una muralla tan espesa que se podía habitar bajo ella durante toda la épóca seca.

Esto me indujo a construir un seto semejante, en forma de semicírculo, para encerrar la muralla de mi primera morada. Para tal fin corté un número suficiente de estacas de la misma especie, plantándolas en doble fila a una distancia aproximada de quince metros de la antigua empalizada. Crecieron de prisa para luego convertirse en árboles, sirviendo en un comienzo de techo a mi vivienda y más tarde de muralla de defensa, como relataré en su oportunidad.

Entonces me di cuenta de que se podían dividir las estaciones, no en verano e invierno como se acostumbra en Europa, sino en temporadas lluviosas y secas que se alternaban dos veces al año.

Ya he explicado cómo había comprobado a mis expensas lo malsanas que me resultaban las estaciones húmedas, por cuya razón tomaba siempre la precaución de abastecerme de las provisiones necesarias a fin de no verme obligado a salir de casa durante los días lluviosos. Pero no vaya a pensarse que durante ese tiempo permanecía inactivo en la caverna. Por el contrario, como aún me faltaba una infinidad de cosas indispensables para mi mayor comodidad, trabajaba permanentemente a fin de construírmelas en la mejor forma. Así resolví fabricarme una canasta que me era indispensable para muchas labores, pero varias veces fracasé por cuanto las varillas que elegía se quebraban con gran facilidad. Yo conocía muy bien la manera de fabricarlas, pues de niño visitaba frecuentemente el negocio de un cestero que vivía cerca de mi casa, al que al cabo de algún tiempo le serví de ayudante. En esta forma, lo único que me faltaba era encontrar el material adecuado, y estaba pensando en ello cuando se me ocurrió que bien podrían servirme para tal fin las ramitas del árbol del que cortaba las estacas, pues eran casi tan flexibles como la misma mimbrera inglesa.

Resuelto a hacer la prueba, al día siguiente me encaminé hacia mi residencia campestre, provisto de un hacha, con la que fácilmente corté una gran cantidad de ramas, pues el árbol que las producía era muy común en la región. Una vez que las hube secado tendiéndolas en la muralla, las transporté ya listas a la caverna para esperar la estación lluviosa. Llegada ésta, me entretuve largamente construyendo una gran variedad de cestas apropiadas para los más diversos usos.

A partir de entonces, nunca me faltaron tales útiles, los mismos que iba renovando a medida que se estropeaban. Me dediqué sobre todo a fabricar algunas muy fuertes y profundas para guardar en ellas el trigo y el arroz, en vez de depositarlos en sacos, cuando la cosecha fuera abundante.

Después de vencida dicha dificultad, me empeñé en aguzar mi imaginación para ver si lograba subsanar la imperiosa necesidad que tenía de dos útiles. En primer lugar carecía de vasijas y envases de toda clase, ya que sólo poseía dos barrilitos en los que aún quedaba bastante ron, y algunas botellas de diversos tamaños que contenían aguardiente y otras bebidas espirituosas. Para cocer mis alimentos no disponía ni siquiera de un cacharro, pues la olla que había salvado del barco no se prestaba para preparar sopa ni para cocer un trozo de carne debido a su gran tamaño. El segundo objeto que ambicionaba tener era una pipa para fumar, aunque esto me pareció aun más difícil de lograr. Sin embargo, después encontré un buen medio para subsanarlo.

Hallábame ocupado unas veces en los trabajos de cestería y otras en levantar la segunda fila de estacas, cuando el verano anunció que llegaba a su fin. Entretanto otro asunto vino a distraer parte del precioso tiempo de que disponía.

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