Róbinson Crusoe |
Capítulo VIII
Reflexiones sobre el uso y el goce
Mientras me dedicaba a mis ocupaciones agrícolas no se apartaba de mi imaginación el descubrimiento que había realizado de las tierras situadas al frente de la isla. Y siempre que lo hacía no podía dejar de experimentar un secreto deseo de ir hacia ellas, pues me había convencido de que el país donde me hallaba se encontraba deshabitado, mientras que aquellas tierras pertenecían al continente y que, una vez en él, podría seguir avanzando hasta conseguir mi liberación.
Mientras razonaba de aquel modo, no tomaba en consideración los peligros de una empresa tan arriesgada, sobre todo si tenía la desgracia de caer en manos de los salvajes, sin duda alguna tan feroces y crueles como los leopardos y leones del África. Sabía, en efecto, que los caribes eran antropófagos, y a juzgar por la latitud en que me encontraba no debía estar lejos de esa región.
En dicha ocasión eché de menos a mi buen Xuri y el gran barco en que habíamos navegado tantas millas a lo largo de las costas de africanas. Pero, como con lamentarme no adelantaba nada en los proyectos que acariciaba, resolví en primer término visitar la chalupa de nuestro buque, la que después del naufragio, como ya he dicho, se había aproximado bastante a la playa.
La encontré poco más o menos en el mismo lugar donde la vi la vez primera, arrimada a un promontorio de arena, al que la habían arrastrado la fuerza de las aguas y los vientos, dejándola completamente en seco. Si hubiera tenido ayuda, habría podido botarla al mar y fácilmente servirme de ella para hacer la travesía hasta el Brasil; pero, sin tenerla, ponerla sobre su quilla y moverla me resultaba tan difícil como mover la misma isla.
Resuelto sí a no escatimar esfuerzos, me fui a los bosques y corté palancas y rodillos que luego llevé al lugar donde estaba la chalupa, convencido de que, si lograba desprenderla del promontorio, podría sin dificultad reparar sus averías y servirme maravillosamente de ella. Pero todo el empeño que en ello puse resultó infructuoso, y después de bregar más de tres semanas, empecé a cavar debajo de la chalupa para volcarla. Pese a ello, me fue imposible ponerla derecha ni tampoco poder deslizarme debajo de su quilla, motivo por el que tuve que desistir del proyecto. No obstante, y aunque el fracaso me había desmoralizado y agotado físicamente, seguía mi imaginación trazando planes para aventurarme en el mar y llegar hasta el continente.
Entonces comencé a pensar en la posibilidad de construirme con un tronco de árbol una piragua, semejante a las que usan los salvajes en aquellas regiones, idea que me pareció fácil de ejecutar. El entusiasmo me hizo pasar por alto los inconvenientes que se presentaban, como ser la falta de ayuda para arrastrarla hasta el mar una vez terminada. Obsesionado por el proyecto, cometí la insensatez de empezar a construirla sin haber solucionado previamente tales dificultades, terminando siempre mis dudas con esta extravagante respuesta: "Vamos —me decía—, construyámosla, que siempre encontraré un medio para botarla al agua cuando esté terminada".
Aunque dicha lógica era completamente contraria al buen sentido, venció mi obstinación y me puse a trabajar. Comencé cortando un enorme cedro, que dudo que el Líbano suministrara otro igual a Salomón cuando construyó el templo de Jerusalén. El árbol tenía en su base un diámetro de cinco pies y diez pulgadas, midiendo unos veintidós pies de largo.
Tardé más de veinte días en derribarlo con el hacha y quince en quitarle las ramas de la misma manera, para después dedicarme a darle forma y a cepillarlo durante un mes. Luego vino la tarea de ahuecarlo por dentro, en la que demoré cerca de tres meses, pues en vez del fuego me serví sólo de un martillo y un formón. El resultado de mi trabajo me llenó de satisfacción, pues me vi en posesión de una hermosa canoa en la cual podían caber perfectamente veintiséis hombres y, por lo tanto, más que suficiente para contenerme con todo mi equipaje.
La alegría que sentí fue, pues, inmensa, siendo en verdad la canoa más grande y hermosa que jamás vi construida de una sola pieza. Pero ya podéis imaginar el trabajo que me costó verla terminada y la cantidad y violencia de los golpes que tuve que dar...
Tan sólo me restaba botarla al mar y, de haberlo conseguido, seguramente que me habría embarcado en el viaje más temerario, casi sin probabilidad alguna de alcanzar la meta.
Todos los intentos que realicé para lanzar la canoa al mar fracasaron, pese a que no se encontraba a más de doscientas toesas del agua. El primer obstáculo que se me presentó fue un promontorio que se alzaba entre el lugar donde estaba la canoa y la bahía. Pero, resuelto a vencer todos los obstáculos empuñé la pala y después de trabajar con el mayor vigor conseguí allanar completamente el terreno. Esto, sin embargo, no me sirvió de nada, pues luego vi que me resultaba tan imposible mover la canoa como antes la chalupa encallada.
Resolví entonces valerme de otros medios, proyectando construir un canal para que el mar llegase hasta la canoa, ya que no podía llevar yo ésta hasta aquél. Emprendí dicha obra sin pérdida de tiempo, pero calculando la profundidad y anchura del canal, como también el sistema de trabajo de que me valdría, comprendí que no lo podría concluir antes de diez o doce años de intensos esfuerzos. Esto me hizo desistir también de dicho proyecto, aunque lamentando mucho no haber podido ejecutarlo.
En esta forma tuve que reconocer con la mayor contrariedad el fracaso que había sufrido, haciéndome comprender al mismo tiempo lo insensato que es empezar una obra sin calcular previamente si los obstáculos podrán ser superados.
Entretanto vi llegar el fin del cuarto año de mi permanencia en la isla celebrando el aniversario con el mismo fervor que lo había hecho los años anteriores. Pensaba que tenía a mi haber el verme libre de los peligrosos vicios del siglo, gracias a la barrera infranqueable que me lo aseguraba.
Poseyendo todas las cosas que podía necesitar, nada codiciaba mi espíritu. Era el señor indiscutido de la isla, al extremo de poder darme el título de emperador o rey de dichos dominios, en caso de que así se me antojare. Nadie me discutía el mando, puesto que no tenía rival o competidor. Si me hubiera servido de algo, habría construido enormes silos para el trigo; pero sólo dejaba crecer lo que consumía.
Podía tener todas las tortugas que quisiera, pero me bastaba con tomar alguna de vez en cuando para proveer abundantemente a mis necesidades. Disponía de la madera suficiente para construir una flota completa y después cargarla con vinos y pasas de mis vendimias; pero ¿de qué me hubiera servido el exceso? Si hubiese cazado más de lo que podía consumir, habría tenido que abandonar el resto a los gusanos. Si hubiese sembrado mayor cantidad de trigo que el indispensable para mi alimentación, se habría estropeado. Si hubiera talado un mayor número de árboles que los necesarios para hacer leña, se habrían podrido...
En fin, y dicho brevemente, la naturaleza de las cosas y la misma experiencia me convencieron, después de hondas reflexiones, de que en este mundo las cosas sólo pueden ser consideradas buenas con arreglo al uso que de ellas hagamos, y que no gozamos de las mismas sino en la medida en que las empleamos.
Ya me he referido a una suma, en oro y plata, que se elevaba aproximadamente a treinta y seis libras esterlinas. Pero, por desgracia, ¡cuán inútil era para mí esa fortuna y qué poco me llamaba la atención! Hasta la arena de la playa encontraba que tenía más valor.
Algunas veces pensaba que daría gustoso ese dinero por una pipa para fumar, por tabaco o por un pequeño molino. Pero aun eso es mucho: lo habría dado por algunas semillas de zanahoria, que en Inglaterra valen tres peniques, o a cambio de un puñado de guisantes o de habas o una botella de tinta. Porque en las circunstancias en que me encontraba, las monedas sólo servían para permanecer encerradas en un cajón. Y por más que el cajón hubiera estado repleto de diamantes, habría sido igual cosa, y no tendría para mí el menor valor por no poder prestarme servicio alguno.
Hacia aquella época llevaba una vida más feliz que en un comienzo, y algunas veces, cuando me sentaba a comer, agradecía humildemente a la Providencia por haberme concedido una mesa en aquella soledad. Aprendí a atender más al lado bueno que al malo de mi situación, y a considerar aquello de que yo gozaba más que aquello de que carecía. Esto lo he querido dejar bien señalado aquí, para que se grabe en la memoria de cierta gente que, descontenta siempre, carece de la sensibilidad para gozar de los bienes de que Dios la ha colrnado, porque sólo ambiciona aquellos que no le han sido concedidos. Y de la falta de agradecimiento por lo que poseemos emanan todas las penas por lo que no tenemos.
Frecuentemente se me ocurría también otra reflexión, relativa a comparar mi situación presente con la que yo había esperado al principio, y cuyas consecuencias habría sufrido si Dios, con su Divina Providencia, no hubiera dispuesto que el buque fuese llevado tan cerca de la costa, para que yo pudiera sacar de él cuantas cosas útiles quisiera. Me pasaba días enteros representándome de la manera más viva lo que habría sido de mí si no hubiese podido sacar nada del barco.
No habría podido conseguir cosa alguna para mi alimento, salvo algunos peces y tortugas, pero como tardé bastante tiempo en descubrir estas últimas, lo más probable es que hubiera muerto antes de lograrlo. Si valiéndome de algún nuevo arte hubiera cazado una cabra, no habría tenido cómo desollarla, de modo que tal vez me hubiese visto obligado a emplear las uñas y los dientes, tal como las fieras salvajes.
Si bien es cierto que por un lado me veía privado de todo contacto con los hombres, también lo es que nada tenía que temer de ellos, ni de los tigres ni de las serpientes, ni de ningún animal feroz.
En suma, si por una parte mi vida se hallaba llena de tristezas, hay que reconocer que, por otra, encontraba manifestaciones muy claras de la misericordia divina. Cuando me venían dichos pensamientos, me consolaba enormemente de todas mis penas y preocupaciones.
Como desde hacía ya bastante tiempo que no me quedaba sino poca tinta, hube de tratar de conservarla añadiéndole agua de vez en cuando, hasta que al cabo se volvió tan débil que apenas dejaba rastro en el papel. En esta forma me vi obligado a suspender mi Diario, confiando los acontecimientos a la memoria.
Luego confronté el problema de mis vestidos, puesto que empezaban a desgarrárseme. La ropa blanca se me había acabado hacía ya mucho tiempo, y sólo tenía unas camisas de tela rayada que había encontrado en los baúles de los marineros y que cuidaba mucho pues el calor era tal que no me permitía soportar más vestido que una camisa.
Pese a la intensidad de los calores, nunca pude resolverme a andar desnudo, aunque era el único habitante de la isla. No lo quería y ni siquiera podía tolerar semejante idea. Además el calor del sol resultaba más insoportable estando desnudo que llevando encima alguna ropa liviana. En ocasiones, el calor llegó a producirme ampollas en la piel; pero cuando tenía puesta una camisa, el aire entraba por debajo, agitándola y produciendo un viento fresco. Así también jamás pude exponerme al sol sin cubrirme la cabeza, pues alguna vez que lo intenté sentí al momento fuerte dolor al cerebro, el que desapareció cuando me cubrí.
Todas estas experiencias me indujeron a emplear los harapos que tenía en la mejor forma y de acuerdo con el estado en que se hallaban. Como las chaquetas estaban estropeadas, empecé por arreglarme una especie de bata con los gabanes y algunas otras prendas de que disponía. En esta forma ejercí también el oficio de sastre, o de remendón si se prefiere, pues mi trabajo era desastroso y sólo después de muchos ensayos conseguí arreglar dos chaquetas nuevas, pantalones y calzoncillos.
Como había guardado los cueros de todos los animales muertos por mí, curtiéndolos o desecándolos bajo la acción del sol, se habían puesto tan duros que cuando quise emplearlos no me sirvieron de gran cosa. Sin embargo, de algunos de ellos empecé por hacerme una gran gorra, volviéndoles el pelo hacia fuera para protegerme mejor de la lluvia. Después me confeccioné un traje entero, es decir, chaqueta y pantalones anchos, ya que los precisaba más contra el calor que contra el frío.
Terminadas tales labores, dediqué mucho tiempo a construirme un quitasol. Había visto fabricar uno en el Brasil, en donde los usan mucho contra los calores excesivos, pero me costó bastante trabajo y tardé no poco tiempo en hacer algo que fuese capaz de preservarme de los rayos del sol y de la lluvia. Después de haber fabricado tres o cuatro paraguas, ninguno de los cuales me satisfizo, llegué por fin a construir uno que respondía a mis necesidades y lo cubrí de piel. En esta forma me protegía de la lluvia como si hubiera estado en un alero, y caminaba bajo los más ardientes calores como antes no lo había podido hacer.
Así y todo, vivía yo lo más amablemente y con el espíritu tranquilo, encontrándome resignado y agradecido con la voluntad de Dios.