Róbinson Crusoe

Capítulo XIII

La salida se aproxima

Habiendo aumentado así el número de mis súbditos, la isla se encontraba poblada, lo que era para mí muy satisfactorio por considerarme en ella como un pequeño monarca absoluto. En realidad, las tierras de la isla constituían, por mil títulos, el conjunto de mis dominios. Mis sumisos vasallos me debían todos ellos la vida, lo cual los obligaba de su parte a arriesgar también la suya en caso de que mi seguridad así lo exigiera.

Una vez que hube alojado cómodamente a mis dos nuevos compañeros, resolví que repusieran sus fuerzas con una abundante comida. Para ello encargué a Viernes que fuera al rebaño por un cabrito joven, con el que les preparé un suculento caldo y un rico estofado.

Les serví en la tienda, sentándome al lado de mis nuevos huéspedes, a quienes atendí en la mejor forma, valiéndome de Viernes como intérprete, tanto para con su padre como para con el español, quien hablaba muy bien la lengua de los nativos.

Terminada la comida, mandé a mi esclavo en la canoa para que fuera por nuestras armas de fuego que habían quedado abandonadas en el lugar de la lucha. Asimismo, le ordené que al día siguiente procediera a enterrar los muertos y restos del festín que cubrían la playa. Lo hizo esto tan bien, que no sólo no quedó vestigio del combate, sino que no me hubiera sido posible reconocer después el lugar exacto, a no ser por la punta del bosque que avanzaba hacia la costa.

Luego consideré oportuno iniciar charlas con mis nuevos súbditos, empezando a hacerlo con el padre de Viernes. Le pregunté cuál era su opinión sobre los salvajes que se habían fugado y si debíamos temer su regreso a la isla. A esto me contestó que lo más probable era que hubieran naufragado por la tempestad, a no ser que hubiesen sido arrastrados hacia el sur, en cuyo caso y con toda seguridad serían devorados por otros pueblos caníbales.

Mas, por lo que se refiere a que hubieran tenido la suerte de llegar hasta sus costas, los creía lo bastante atemorizados y confundidos por el fuego y el estruendo de nuestras armas como para que se atreviesen a regresar. De esto decía estar muy seguro, pues había oído a los fugitivos preguntarse sorprendidos cómo los hombres podían lanzar rayos, hablar tronando y matar a gran distancia sin siquiera levantar las manos, como ellos los habían visto hacer.

Sin embargo, y aunque el viejo tenía razón en todo cuanto dijo, pues luego supe que habían llegado a sus costas para atemorizar a los demás con el relato de su diabólica destrucción, permanecí en guardia durante algún tiempo y mantuve a mis tropas sobre las armas. Pero luego mis temores se desvanecieron y empecé a planear un viaje al continente alentado por las seguridades que me daba el padre de Viernes sobre el buen recibimiento que tendría de parte de los salvajes de su tribu.

No obstante, por una charla detallada que tuve con el español, fui postergando la realización de dichos planes. Me dijo que había dejado en el continente a dieciséis cristianos, náufragos como él, que se habían salvado en esas costas, pero que apenas conseguían provisiones para no morirse de hambre. Me relató que aquella tribu era menos feroz que las demás y que vivían sin correr mayores riesgos, pero carentes de todo. Asimismo me contó que tenían algunas armas consigo, pero que les resultaban inútiles por falta de pólvora y municiones, pues sólo salvaron una pequeña cantidad que consumieron en los primeros días al ir de caza.

—¿Y qué será de ellos finalmente? —le pregunté—. ¿Nunca han expresado deseos de salir de allí?

Me contestó que varias veces lo habían pensado; pero que no tenían una embarcación ni herramientas para construirla, y que todos sus proyectos terminaban en lágrimas y lamentaciones.

Le interrogué que cómo podría hacerles llegar un ofrecimiento referente a su liberación, y si pensaba que no sería difícil conseguirla trayéndolos a todos a mis dominios.

—Aunque bien es cierto —agregué— que temo mucho una traición, pues la gratitud no es virtud frecuente entre los hombres. Para mí sería muy duro si, en premio por haberles ayudado, me llevasen como prisionero a Nueva España, donde todo inglés que llega allí sufre el peor de los destinos. A no ser por eso —concluí—, me sería fácil que entre todos construyéramos una embarcación para trasladarnos al Brasil, o bien a las islas españolas del norte.

Luego de escucharme con toda atención, me respondió el español que dicha gente era tan desgraciada, que estaba seguro de que les repugnaría la sola idea de retribuir así a un hombre que les había devuelto la libertad.

—Si lo juzgáis conveniente —prosiguió—, yo iré con el viejo para proponerles vuestros planes y os traeré la respuesta. Pero antes de entrar en trato alguno con ellos, les haré jurar por los Santos Sacramentos y el Evangelio que os reconocen como su comandante y que se obligan a seguiros a cualquier país cristiano que tengáis a bien elegir. Algo más: sobre todo esto, pienso traeros un contrato formal y firmado por todos ellos.

Para inspirarme aun mayor confianza, me ofreció prestarme juramento antes de marcharse, comprometiéndose a no abandonarme nunca sin mi consentimiento y a defenderme con su sangre si sus compañeros llegaban a faltar a sus promesas.

Ante tales seguridades, resolví trabajar por su felicidad y enviarlo con el anciano salvaje para tratar con los demás náufragos. Pero cuando las cosas estuvieron arregladas para la partida, el mismo español me opuso un inconveniente en el que descubrí tanta prudencia y honestidad, que quedé muy satisfecho de él.

Como ya hacía un mes que estaba con nosotros y conocía todas mis provisiones y reservas, me aconsejó que aplazáramos el viaje por unos seis meses, pues comprendía que los granos existentes no bastarían para alimentar a tantos hombres. Su consejo era que roturáramos nuevas tierras para sembrar todo el grano sobrante y esperar una nueva cosecha antes de llamar a sus compañeros.

—La escasez —me dijo muy prudentemente— podria llevarlos a la rebelión, y argumentarían haber salido de una desgracia para caer en otra, aunque sin duda que juzgando las cosas muy injustamente.

Tal consejo me pareció muy razonable y resolví seguirlo. Al cabo de un mes de labrar la tierra, ayudado por mis tres vasallos, conseguimos roturar lo suficiente para sembrar veintidós celemines de trigo y dieciséis jarras de arroz, reservándonos sólo lo indispensable para esperar hasta la próxima cosecha.

Igualmente procuré incrementar mis rebaños, para lo que unas veces iba de caza con Viernes y otras lo mandaba con el español, llegando a coger un total de veintidós cabritos. También ordené que colgaran una gran cantidad de racimos, pues había llegado la época de la vendimia y dicha fruta constituía una buena parte de nuestros alimentos.

La época de la cosecha nos dio unos granos hermosos y abundantes. Los veintidós celemines de trigo que sembramos rindieron doscientos veinte, multiplicándose el arroz en igual proporción. Luego de recolectado dicho grano empezamos a construir cuatro grandes silos donde conservarlo, arte en el que el español demostró gran pericia.

Terminadas estas labores y otros preparativos, autoricé al español para que fuera por sus compatriotas, dándole la orden de no traer a ninguno sin haberle hecho jurar antes, en presencia suya y del viejo salvaje, que no atacarían al señor de la isla ni le causarían el menor disgusto, sino, por el contrario, lo defenderían en cualquier circunstancia como a su protector, obedeciéndole y siguiéndole al lugar que estimare conveniente llevarles.

Todo esto debería estar formalmente firmado por ellos, como había sugerido el propio español, sin pensar que según todas las probabilidades no deberían tener tinta ni papel.

A cada uno de ellos le di un mosquete y ocho cargas de pólvora y municiones, recomendándoles que sólo las usaran en caso de extrema urgencia. Asimismo, les entregué una buena provisión de pan y pasas, suficientes para mis "embajadores" y los españoles. Convinimos, finalmente, una señal que habrían de poner en la canoa para facilitarme su reconocimiento cuando estuviesen de vuelta.

Con estos preparativos les deseé buen viaje, saltando ambos a la misma canoa que meses antes los había traído para ser devorados por los caníbales en mi isla.

Pasaban ya ocho días que yo esperaba el regreso de mis mensajeros, cuando me sucedió una aventura tan extraña que acaso no tenga otra equivalente en historia alguna. Era bien de madrugada, pues aún estaba durmiendo profundamente en mi cama, cuando irrumpió Viernes, gritando:

—¡Amo, amo, han vuelto!

Salté de mi cama y me vestí para salir luego por el bosque, olvidándome hasta de llevar mis armas.

Grande sí fue mi sorpresa al descubrir en el mar, a poco más o menos legua y media de distancia, una chalupa con una vela triangular que se aproximaba por la parte sur de la isla. Le indiqué a Viernes que no hiciera ningún movimiento, ya que no sabíamos de quiénes se trataba, dirigiéndome en busca del catalejo. En cuanto hube trepado a lo alto de la roca, como era mi costumbre en casos de peligro, descubri claramente un buque anclado a unas dos millas y media al sudoeste, reconociendo por su estructura que era inglés.

La visión me impresionó mucho, pero, aunque me alegré al pensar que la tripulación fuese tal vez de mi país, extraños presentimientos se apoderaron de mi espíritu, obligándome a ser prudente. La ruta no era la acostumbrada por los barcos ingleses que comerciaban regularmente, ni tampoco se había desatado tempestad alguna capaz de llevarlo hacia aquellas costas. Era, pues, preferible seguir en la soledad antes que caer en manos de asaltantes y asesinos.

Al poco rato la chalupa llegó a la costa, atracando en la arena a cosa de medio cuarto de milla de mi castillo. Luego reconocí que eran ingleses en su mayor parte, pues dos parecían ser holandeses, aunque después vi que me había engañado. Entre todos eran once hombres, tres de los cuales estaban desarmados y amarrados, según pude observar. Cuando saltaron a la playa, vi que uno de estos últimos daba muestras de un dolor y una desesperación rayanos en la extravagancia. Los otros dos se mantenían más serenos, aunque de cuando en cuando alzaban las manos al cielo.

Mientras me hallaba desconcertado, pensando en el motivo de aquella escena, Viernes exclamó en su mal inglés:

—¡Oh, amo! Ahora ver hombres ingleses comer prisioneros como hombres salvajes. Ver tú, ellos querer comerlos.

—¡No, no, Viernes! —le contesté con vehemencia—; temo que los maten, pero estoy seguro de que no los devorarán.

Sin embargo, yo estaba desesperado y por momentos temía que los asesinaran, pues vi cómo uno de aquellos bandidos levantaba amenazadoramente un sable para herir a uno de los desgraciados. En esos momentos lamentaba no tener a mi lado al español y al anciano salvaje, anhelando conseguir un medio para llegar a tiro de fusil de aquellos indignos ingleses, que aparentemente no portaban armas de fuego.

Como habían arribado a la playa a la hora de la pleamar y se entretuvieron recorriendo algunos rincones de la isla, resulta que empezó el reflujo y las aguas se retiraron, dejando en seco la chalupa. En ella sólo habían quedado dos hombres que a fuerza de beber aguardiente se durmieron profundamente. Cuando despertó uno de ellos y vio que la chalupa estaba hundida en la arena, empezó a llamar a los demás a grandes voces; pero los esfuerzos de todos resultaron nulos por el gran peso de la embarcación. Entonces resolvieron no preocuparse más del asunto y esperar hasta que la próxima marea la pusiera nuevamente a flote.

Como yo sabía que esto no sucedería antes de las diez de la noche, aproveché el tiempo para alistarme para el combate, haciéndolo con el mayor cuidado, puesto que tendría que habérmelas con enemigos muy superiores a los que había tenido en el pasado. A Viernes le di tres mosquetes, esperando de él una gran ayuda, pues tiraba con una extraordinaria puntería. Por mi parte tomé dos escopetas, un par de pistolas y el sable desenvainado que colgué del cinto.

Mi plan era actuar en la noche; pero a eso de las dos de la tarde vi que todos los bandidos se habían internado a los bosques, al parecer para descansar. Mientras tanto los prisioneros se recostaron a la sombra de un árbol, fuera del alcance de la vista de los demás y bastante próximos a mi fortaleza. Entonces resolví descubrirme a ellos, para lo que me puse en marcha, seguido a pocos pasos por Viernes. En cuanto estuve a su lado, les dije en español :

—¿Quiénes sois, caballeros?

Mis palabras los dejaron atónitos, y vi que se preparaban para huir, cuando les dije en inglés:

—Caballeros, nada temáis. Tal vez sin esperarlo habéis encontrado aquí a un amigo.

—Nos lo habrá enviado el Cielo —respondió gravemente uno de ellos, quitándose el sombrero—; pues nuestras desgracias son superiores a todo socorro humano.

—Todo socorro viene del Cielo, caballero —le repliqué—. ¿No queréis indicar a un extraño la manera de socorreros? Porque he visto cómo uno de vuestros verdugos desenvainaba el sable para amenazaros.

—¿Hablo a un ángel o a un mortal? —preguntó el pobre hombre, todo trémulo y con el rostro bañado en lágrimas.

—No os preocupéis —le respondí—; si Dios hubiera enviado a un ángel en vuestro socorro, se presentaría mejor vestido y armado que yo. Soy un hombre, un inglés dispuesto a ayudaros. Explicadme ahora la desgracia que os aflige.

—¡Ah, señor! —repuso—; sería muy largo hacerlo, mucho más estando tan cerca nuestros enemigos. Pero en pocas palabras os diré que he sido capitán del buque que veis; la tripulación se ha amotinado contra mí, casi me han asesinado, y ahora han resuelto abandonarme en esta isla desierta con estos dos hombres, uno de lo cuales es mi contramaestre y un pasajero el otro.

—¿En dónde están los rebeldes bribones? —le pregunté.

—Están tendidos allí —me contestó, señalándome un bosquecillo—; pero tiemblo al pensar que hayan podido oírnos, pues en ese caso nos asesinarían sin compasión.

Entonces le pregunté si tenían arrnas de fuego, a lo que me dijo que no llevaban sino dos escopetas, una de las cuales había quedado en la chalupa.

—Dejadme actuar entonces —le repliqué—. Veo que todos están dormidos y será fácil matarlos; a no ser que los hagamos prisioneros.

En el acto me explicó que había dos granujas en el grupo, de quienes deberíamos cuidarnos, pero que si se los reducía a la inacción, los demás fácilmente volverían al buen camino, añadiendo que aunque desde tan lejos no podía señalármelos, estaba dispuesto a seguirme si así se lo mandaba.

—Vamos —le dije—; empezaremos por retirarnos a un lugar seguro, donde podamos deliberar sin peligro de que nos vean al despertarse —y una vez que me siguieron hasta el bosque, proseguí—: Escuchad, caballero. Ofrezco arriesgarlo todo para salvaros, pero pido que cumpláis con dos condiciones mías.

Me interrumpió para asegurarme que si recuperaba su libertad y su barco, dedicaría una y otro a demostrarme su agradecimiento, y que si sólo conseguía el primero de esos bienes, estaba dispuesto a vivir y morir a mi lado en cualquier parte del mundo donde yo quisiera llevarle. Iguales seguridades me ofrecieron sus dos compañeros.

—Atended mis condiciones —volví a decirles—. La primera consiste en que mientras permanezcáis en mi isla renunciaréis a toda autoridad, debiendo ser obedientes a mis órdenes, y si os entrego armas me las devolveréis en cuanto yo así lo estime conveniente. La segunda es que si recobráis el buque, me llevaréis a Inglaterra con mi sirviente sin cobrarme nada por el pasaje.

Una vez que me lo prometió todo en la forma más agradecida, le entregué tres mosquetes con pólvora y balas, preguntándole en qué forma creía conveniente dirigir la empresa, a lo que me respondió que se limitaría a cumplir estrictamente mis órdenes. Entonces le expresé que, a mi modo de ver, lo mejor era que hiciéramos fuego sobre ellos aprovechando que dormían. Pero me replicó muy respetuosamente que le desagradaría matarlos si había medio de evitarlo.

—Aunque en cuanto a esos dos incorregibles bribones de que os he hablado —siguió diciendo— y que fueron los promotores del motín, si logran escapar estaremos perdidos, pues traerán a los demás hombres del barco para exterminarnos.

—Entonces —le repondí— debemos atenernos a mi primer parecer, pues la acción queda legitimada por la necesidad imperiosa.

Sin embargo, advirtiendo su repugnancia a derramar sangre, le dije que con sus compañeros tomara la delantera para proceder de acuerdo con su criterio. Pero en ese momento vimos que se levantaban tres marineros y se separaban del grupo. Pregunté al capitán si alguno era de los cabecillas del motín, contestándome que no.

—Muy bien —decidí—, puesto que la Providencia parece haber intervenido para salvarles la vida, dejémosles escapar. Sobre los demás, la culpa será vuestra si también lo hacen.

Animado por mis palabras, se adelantó con el mosquete al brazo y una de las pistolas en el cinturón, seguido por sus dos compañeros, igualmente armados de mosquetes. Pero como hicieron un poco de ruido, se despertaron dos de los que estaban recostados, mientras que los nuestros dispararon sus armas.

El capitán apuntó a los jefes amotinados, matando a uno e hiriendo gravemente a otro. Este último todavía se incorporó y empezó a pedir auxilio, pero el capitán le dijo que era tarde para ello y que más bien pidiera perdón a Dios por su traición, rematándolo de un culatazo.

Los tres que quedaban, uno de los cuales estaba levemente herido, pidieron cuartel, a lo que accedió el capitán, siempre que renegaran de sus fechorías y se comprometieran a ayudarle a recuperar el buque. Expresáronle su mayor arrepentimiento y voluntad de servirle, con lo que el capitán les perdonó la vida, medida que aprobé no sin antes exigir que quedaran amarrados de pies y manos mientras permanecieran en la isla.

Al mismo tiempo, los tres marineros, que por suerte se habían separado del grupo, volvieron al ruido de las armas, y viendo que su capitán, de prisionero se había convertido en vencedor, se sometieron a su autoridad, aceptando permanecer amarrados como los demás.

Una vez que Viernes, ayudado por el contramaestre, llevó la chalupa a lugar seguro, quitándole las velas y los remos, conduje al capitán con sus dos compañeros al castillo, donde los agasajé con una gran variedad de refrescos.

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