David Copperfield

CAPÍTULO 25

Al día siguiente, luego de despedirnos, todo el personal de la casa Omer y Joram salió a dejarnos, y Steerforth se vio rodeado de numerosos pescadores en el momento en que tomábamos el camino de la diligencia. Littimer me saludó con el sombrero, mientras nos alejábamos en el coche. Durante un tiempo, guardamos silencio. Le dije a Steerforth que mi tía me esperaba en Londres, donde había tomado por ocho días un departamento en un hotel muy tranquilo, en las inmediaciones de Lincoln's Inn.

Cuando llegamos al término de nuestro viaje, Steerforth marchó a su casa y yo tomé el camino de Lincoln's Inn, donde encontré a mi tía levantada y esperándome para comer. Luego de los saludos de Juanita y de algunas referencias sobre el señor Dick, nos sirvieron una cena muy buena y muy caliente. Cené con mucho apetito. Cuando levantaron la mesa Juanita peinó a mi tía, la ayudó a ponerse su gorro de dormir. Luego nos dejaron solos. Me preguntó si todavía pensaba en hacerme procurador, que eso costaba muy caro, y que ya tenía gastado bastante en mi educación. Me replicó que lo único que le interesaba era hacer de mí un hombre virtuoso, sensato y feliz. Me agregó que yo era su orgullo y que la llenaba de satisfacción.

—Sólo te pido que seas para mí un hijo afectuoso. No discutamos más, Trot, abrázame, y mañana, después del desayuno, iremos a la Cámara de los Doctores.

Hacia mediodía del día siguiente tomamos el camino del bufete de los señores Spenlow y Jerkins, cerca de la Cámara de los Comunes, y mi tía, que creía que en Londres todos eran ladrones, me dio a guardar su bolsa, que contenía doscientas monedas de oro y algunas otras monedas pequeñas. Tomamos el camino de Ludgate Hill y del cementerio de san Pablo. Estábamos a punto de llegar al primero de estos sitios cuando noté que mi tía había apresurado el paso. En ese momento, un hombre mal vestido y de cara feroz se había detenido cerca para mirarnos, y nos siguió tan de cerca que su traje rozaba la ropa de mi tía.

—¡Querido Trot, llama rápidamente un coche, y espérame en el cementerio de san Pablo. Sé lo que digo. Es preciso. Date prisa...

Llamé un coche. Mi tía subió, y el hombre tras ella. Un momento más tarde el coche pasó a mi lado y se dirigió hacia arriba.

Después de esperar media hora en el cementerio, vi volver el coche. El cochero detuvo los caballos a mi lado. Mi tía venía sola. Me hizo subir y me dijo que nunca le pidiera explicaciones acerca de lo que había ocurrido. Cuando me dio su bolsa para pagar al cochero, noté que todas las monedas de oro habían desaparecido, y no quedaban en el bolso más que las pequeñas.

Llegamos a la puerta de la Cámara de los Doctores por una bóveda baja. Cruzamos por patios sombríos y tristes, estrechos pasillos, hasta las oficinas de Spenlow y Jerkins. Nos hicieron entrar en su despacho, y fueron a llamarlo. Aproveché para echar una mirada a la habitación. El decorado era de oro viejo, y todo cubierto de polvo. El paño verde de la mesa había perdido su color y estaba arrugado y sin lustre. Sobre él había una gran cantidad de paquetes: unos llevaban el rótulo de "Alegatos". Otros, el de "Libelos". Los había para la sala del "Consistorio", para la de "los Arcos", para la de "Prerrogativas" y para la de "Delegados". Me pregunté cuántas salas podría haber en total.

Oí pasos precipitados, y entró el señor Spenlow. Vestía un traje negro adornado con pieles blancas. Era pequeño y rubio. Su levita estaba abotonada hasta arriba y bien ajustada de talle. Mi tía me presentó. Yo lo saludé y le dije que creía que la carrera me convenía.

—Nosotros damos siempre, en nuestra casa, un mes de prueba. Por mí daría dos o tres, o un tiempo indefinido. Pero tengo un socio, el señor Jerkins. La prima es de mil libras esterlinas, como se lo dije a la señorita Trotwood. El señor Jerkins no cree que mil libras esterlinas sean una gran cosa.

A mí me espantaba la idea de aquel terrible Jerkins; pero supe más tarde que era un hombre de carácter dulce, algo tosco, y cuya situación era mantenerse siempre en segundo término y prestar su nombre para que lo representaran como el más duro y cruel de los hombres. Conforme he envejecido fui encontrando muchos negocios cuyo comercio se regía por el sistema "Spenlow y Jerkins".

Quedamos de acuerdo en que empezaría el mes de prueba cuando me conviniese, sin que mi tía tuviese necesidad de permanecer en Londres. O de volver al término de la prueba, pues sería fácil enviarle por correo el contrato de que yo era objeto para que lo firmara en su casa. Después, el señor Spenlow me mostró la vivienda oficial de los abogados, de que me había hablado Steerforth, y entramos en una sala grande y bastante triste. El fondo de aquella estancia estaba defendido por una balaustrada, y allí, a los dos lados de un estrado en forma de herradura, vi instaladas sillas de comedor, cómodas y de forma antigua, numerosos personajes vestidos con ropajes rojos y pelucas grises. Eran los doctores en cuestión.

Volvimos al lado de mi tía, nos despedimos del señor Spenlow y llegamos a Lincoln's Inn. Le dije que no se molestara más por mí.

—No creas que estoy en Londres hace ocho días, querido hijo, sin haberme ocupado de tu futuro. Hay un pequeño departamento amueblado que arriendan en Adelphi. Creo que te conviene.

Partimos. El anuncio que mi tía había recortado decía que teníamos que dirigirnos a la señora Crupp, y tiramos de la campanilla de la puerta de servicio. Después de llamar dos o tres veces, conseguimos que llegara bajo la forma de una gruesa comadre vestida con una enagua de franela que sobresalía de su vestido.

—¿El cuarto es para este señor? —preguntó buscando las llaves en su bolsillo.

—Sí, es para mi sobrino.

—Creo que es lo que le conviene.

Subimos por la escalera. El departamento estaba en lo alto de la casa, gran cualidad a los ojos de mi tía, puesto que era fácil salir al tejado en caso de incendio, lo cual siempre le preocupaba. Se componía de una antesala, una despensa completamente oscura, un saloncito y un dormitorio. Los muebles estaban algo descoloridos, y el río pasaba por debajo de las ventanas.

Mi tía y la señora Crupp se retiraron para tratar de las condiciones. Y ella, viendo lo mucho que me gustaba el cuarto, lo arrendó por un mes, a condición de quedarse con él durante un año, después del primer mes de prueba. La señora Crupp tenía que cuidar de mi ropa blanca y de mi comida, y aquella señora se comprometía a sentir por mí toda la ternura de una madre.

Acompañé a mi tía hasta la diligencia de Douvres, con Juanita a su lado, y le entregué una carta para Inés en la cual le relataba lo que me sucedió en mis vacaciones. Después de la marcha de la diligencia tomé el camino de Adelphi.

CAPÍTULO 26

Era hermoso estar como en mi casa en aquel departamento y hacer lo que me diera la gana. Pero me faltaba Inés. Steerforth no aparecía, lo cual me hizo temer que estuviera enfermo, y al tercer día dejé la Cámara para tomar el camino de Highgate. La señora Steerforth me recibió con mucha bondad y me dijo que su hijo se había marchado con uno de sus amigos de Oxford para ver a otro amigo de ambos que vivía cerca de San Albans, pero que lo esperaba el día siguiente.

Me invitó a comer y acepté. No hablamos de otra cosa que de él durante todo el día. La señorita Dartle no economizó las insinuaciones y las preguntas misteriosas. Cuando llegué a mi casa aquella noche, pensé que ella sería una excelente compañía para mis veladas de Buckingham Street, y temí que llegara el momento de enamorarme algo de la señorita Dartle.

Me disponía, al día siguiente, a desayunar cuando Steerforth entró en la habitación, con gran gozo de mi parte. Le dije cuánto me alegraba al verlo y él elogió mi departamento. Cuando le pedí que se quedara a desayunar conmigo me dijo que lo iba a hacer con unos amigos en el Hotel Piazza, cerca de Covent Garden, y le pedí que los trajera a cenar. Quería hacer una pequeña fiesta para celebrar la inauguración de mi departamento, y le rogué que viniera con sus amigos. Fijamos, entonces, la hora de la cena a las siete.

Cuando se marchó, llamé a la señora Crupp y le anuncié mi atrevido proyecto. Me dijo que como ella no podía servir a la mesa, conocía a una joven y a un joven que lo podrían hacer. Y pasamos a disponer la comida. Me dijo que como era la estación de las ostras, no debía privarme de ellas. Agregó que la comida debía componerse de un par de pollos asados, una fuente de vaca a la moda, con zanahorias; dos pequeñas entradas, que podían ser una empanada caliente y unos riñones salteados; una tarta y unos helados. Y que todo se traería de la casa del fondista. Lo cual, continuó, le permitiría concentrar su atención sobre las papas, y servir a punto el guiso y el apio condimentado.

Estuve de acuerdo con la señora Crupp, y yo mismo fui a hacer los pedidos. Compré un postre en el mercado de Covent Garden, y encargué un pedido muy importante en casa de un vendedor de vinos del barrio. Cuando volví a casa por la tarde y vi las botellas colocadas en fila de batalla, me parecieron tan numerosas que quedé espantado.

Uno de los amigos de Steerforth se llamaba Grainger, y el otro, Markham. Los dos eran alegres e inteligentes. Dimos cuenta muy rápido de la cena y bebimos abundantemente. Brindábamos por cualquier motivo. El vino circulaba con velocidad creciente. Se pusieron a fumar, lo cual me produjo escalofríos. Llegó un momento en que yo no veía el dormitorio y el salón; sólo veía la mesa oscilante, cubierta de vasos que resonaban. Y decidimos todos ir al teatro.

Aquella noche había una espesa niebla con nimbos de luz que reverberaban. Me dijeron que llovía. Yo pensé que helaba. Un hombre metido en una especie de nicho se me apareció a través de la niebla. Recibía dinero de alguien y preguntaba si habían pagado por mí. Momentos después estábamos colocados en lo alto de un teatro de temperatura sofocante. Resolvimos bajar a los primeros palcos, donde estaban las señoras. Vi a un señor vestido de etiqueta, tendido a lo largo sobre un sofá, y también me vi ante un espejo. Me introdujeron en un palco, y unas señoras gritaron indignadas. ¿Y a quién vi? A Inés, sentada delante de mí, en el mismo palco y al lado de un señor y una señora que yo no conocía. Me dijo que molestaba a los vecinos y que mirara el escenario. Agregó que me marchara lo antes posible, cuando vio que no la obedecía.

—Sé que usted hará lo que le pida. Váyase en seguida, Trotwood, por amor de Dios, y pida a sus amigos que lo lleven a casa.

Me levanté y salí. Me acompañó Steerforth, y me ayudó, ya en el departamento, a desnudarme. Qué noche pasé sentado ante el fuego, sorbiendo con lentitud una taza de caldo de carnero cubierto de grasa. La señora Crupp me la había traído.

CAPÍTULO 27

Me disponía a salir la mañana siguiente, cuando apareció un mandadero que subía la escalera con una carta en la mano. Cuando me vio, apresuró el paso y llegó junto a mí, muy sofocado, como si hubiera venido a galope.

Estaba seguro de que la carta era de Inés. Me dijo que esperaba respuesta. Lo dejé en el descansillo de la escalera, y cerré la puerta de mi departamento. Coloqué la carta en la mesa, junto a mi desayuno, la abrí. Decía: "Mi querido Trotwood: estoy en casa del agente de negocios de mi padre, el señor Waterbrook, Elyplace, Holtborn. ¿Puede venir hoy a verme? Estaré a la hora que me indique. Suya, afectuosamente, Inés".

Antes de escribir una respuesta, borroneé docenas de borradores, hasta que escribí: "Mi querida Inés. La veré a las cuatro. Crea usted en mi afecto y en mi arrepentimiento, T.C., etc.". El mandadero se marchó al fin con aquella carta.

Salí de la oficina a las tres y media. Minutos después vagaba por los alrededores de la casa del señor Waterbrook. La hora de la cita ya había pasado hacia un cuarto de hora, según lo señalaba el reloj de san Andrés de Holtborn, y no había reunido el valor suficiente para llamar en el departamento particular situado a la izquierda de la puerta del señor Waterbrook. Al fin me decidí, y me introdujeron en el piso primero, un saloncito de escasa ventilación. Inés tejía allí una bolsita de encaje. Su aspecto era sosegado y tranquilo, y me recordó los días apacibles pasados en Canterbury. Le volví a pedir disculpas por mi conducta en el teatro. Apoyó cariñosamente su mano en mi brazo, y me sentí consolado. Le dije que era mi ángel bueno, y sonrió.

—Desearía resguardarlo de su ángel malo.

—Se refiere a Steerforth? —pregunté.

—Así es —contestó—. Mi solicitud tiene en común el recuerdo de la infancia. Le aseguro: Steerforth es un amigo peligroso para usted. No espero que cambie de sentimiento y de convicción. Y ahora, dígame, ¿quién es la sucesora de la señorita Larkins?

—Nadie, Inés. Me gusta conversar con ella, con la señorita Dartle. Pero, créame, no estoy enamorado de ella...

Se echó a reír y me señaló con el dedo. Me preguntó luego si había visto a Uriah Heep. Le dije que no.

—Viene todos los días aquí, a las oficinas del piso bajo. Estaba en Londres ocho días antes que yo. Me temo que haya venido para algún asunto desagradable. Pretende ser socio de mi padre...

—¡Y lo conseguirá con sus bajezas y adulaciones, Inés! Hay que impedirlo.

—Hay un negocio que mi padre dijo haber escogido libremente, pero en el fondo se vio obligado a aceptarlo. Lo obligó Uriah. Ha adivinado la debilidad de mi padre. Y si usted quiere que le diga la verdad, se la diré. Papá le tiene miedo...

Y se puso a llorar. Nunca la había visto hacerlo. La calmé, y cuando lo hubo hecho, dijo:

—Nos queda poco tiempo para estar solos. Le ruego que se muestre benévolo con Uriah. No le hable con dureza. ¡Antes de enfadarse, piense en papá y en mí!

Cuando llegué al día siguiente para asistir a la comida, al abrirse la puerta de la calle, me rodeó un ambiente perfumado con olor a cordero, lo cual me hizo adivinar que no era yo el único invitado. Reconocí al instante al mandadero revestido de una librea, apostado al pie de la escalera para ayudar al criado a anunciar a los que llegaban. El señor Waterbrook era hombre de mediana edad, de cuello muy corto y el cuello de la camisa muy amplio. Me dijo que estaba muy satisfecho de tener el honor de conocerme, y cuando ofrecí mis respetos a la señora Waterbrook me presentó con mucha ceremonia a una dama muy imponente, vestida con traje y capota de terciopelo negro. La tomé por alguna pariente cercana de Hamlet; su tía, por ejemplo.

Era la señora de Enrique Spiker; su marido estaba allí, y su aspecto era tan glacial, que sus cabellos me hicieron el efecto de no ser grises, sino de estar rociados de escarcha o de hielo. Era el procurador de no sé quién o de no sé qué empleado en la Tesorería.

Entre los concurrentes vi a Uriah Heep vestido de negro. Afectaba mucha humildad, y me dijo, cuando me acerqué a estrechar su mano, que se sentía muy orgulloso de que yo me hubiera ocupado de él. Los demás invitados parecían bañados en hielo como el champán. Pero uno de ellos me llamó la atención. Oí anunciar al señor Traddles. Entró. Vi a una persona de aspecto tranquilo y grave, de modales tímidos, de cabellos muy ralos y de ojos espantados. Desapareció en un rincón oscuro y me costo trabajo examinarlo. Por fin logré verlo cara a cara: era mi viejo y pobre amigo Tomás.

Pregunté al señor Waterbrook qué profesión tenía, y me dijo que estudiaba para abogado pero que nunca pasaría de ser una medianía. "¡Ciertamente!", exclamó con aire de satisfacción. Entonces anunciaron la comida, que duró mucho tiempo. La conversación giró exclusivamente sobre la aristocracia de nacimiento, es decir, la de sangre. La señora Waterbrook nos repitió muchas veces que si tenía alguna debilidad era por la sangre. Cualquiera hubiera podido suponer, pensé, que se trataba de un banquete de ogros.

Después de la cena, me reuní en el salón con Inés. Le presenté a Traddles, que aunque tímido era muy amable y tan bueno como siempre. Tenía que retirarse temprano porque se iba de viaje al día siguiente por la mañana. Nos prometimos vernos otra vez.

Uriah no había cesado de perseguirnos. Bajó la escalera. Salió de la casa detrás de mí, y aún me parece verlo enfundando sus largos dedos esqueléticos en los todavía más largos dedos de un par de guantes. Me acordé del encargo de Inés, y dejé que me siguiera. Tomamos el camino más corto y apenas hablamos durante la marcha. Al llegar a nuestro departamento se sentó de inmediato en nuestro canapé, con sus largas piernas juntas para sostener la taza de té que le ofrecí, con su sombrero y sus guantes en el suelo. Agitaba suavemente la cucharilla en su taza.

Aquellos ojos de un rojo encendido que parecían haber quemado sus pestañas, las ventanillas de la nariz que se dilataban y se encogían, como siempre, cada vez que respiraba, las ondulaciones de serpiente que recorrían su cuerpo desde la barbilla hasta las botas, me convencieron de que era muy desagradable. Me entraron ganas de lanzarle mi tirabotas, pero recordé otra vez a Inés, y me aguanté. Me dijo, entre otras adulaciones, que yo había sido profeta al asegurarle que llegaría a ser socio del señor Wickfield, y que entonces el estudio llevaría los nombres de Wickfield y Heep.

—Vea usted, señor Copperfield —dijo—. A pesar de lo humilde que es mi madre; a pesar de lo modesta que es nuestra pobre vivienda, no tengo inconveniente en confiar a usted mi secreto, señor Copperfield. Siempre sentí afecto por usted, desde que tuve el placer de verlo en un tílburi. La imagen de Inés habita en mi corazón desde hace muchos años. Besaría la huella de sus pasos...

Estuve a punto de tomar las tenazas enrojecidas de la chimenea y perseguirlo a todo correr. Pero volvió a mí, de nuevo, la imagen de Inés. En ese momento me tomó una mano sin que yo tratara de rechazarlo, y después de estrecharla entre sus manos húmedas, miró la borrosa esfera de su reloj.

—¡Por Dios, es la una! —exclamó—. En la casa donde me hospedo voy a encontrarme con que todo el mundo está acostado cuando llegue.

—Si quiere quedarse, acuéstese en mi cama, se lo ruego, y yo me tenderé cerca del fuego.

Rechazó mi ofrecimiento. Me vi obligado a improvisarme, lo mejor que pude, una cama junto al fuego. Nunca olvidaré aquella noche. No sé cuántas veces me revolví en mi cama pensando en Inés y en ese animal. Cada vez que me despertaba, la idea de que dormía en la habitación inmediata me oprimía como si fuera una pesadilla.

Cuando al día siguiente lo vi bajar a primera hora de la mañana, pues gracias a Dios no quiso desayunar, me pareció que la noche desaparecía con él. Pero al tomar el camino de mi oficina, recomendé muy encarecidamente a la señora Crupp que dejara abiertas mis ventanas para que las habitaciones se airearan bien y quedaran libres de todas las manchas de su presencia.

CAPÍTULO 28

No volví a ver a Uriah Heep hasta el día en que se marchó Inés. La esperé en la oficina de la diligencia para despedirme de ella y verla partir. Junto a la portezuela de la diligencia, lo mismo que durante la comida en casa del señor Waterbrook, Uriah giraba a nuestro alrededor como un aparato volante: devoraba cada palabra que yo decía a Inés o que ésta me contestaba.

Steerforth estaba en Oxford, desde donde me escribía. Creo que ya empezaba a sentir desconfianza secreta por él. Le respondí que no me disgustaba que no estuviera en Londres por entonces.

Mientras tanto, transcurrían los días y las semanas. Acabé por ocupar un puesto en casa de los señores Spenlow y Jerkins. Mi tía me daba ochenta libras esterlinas por año, y pagaba mi alojamiento y otros varios gastos. Había alquilado mi departamento por un año. Terminé por resignarme al café de la señora Crupp, y me bebía, no ya una tacita, sino grandes tazones. Hice, por aquel tiempo, tres descubrimientos: primero, que la señora Crupp con frecuencia sufría de lo que ella llamaba espasmos, generalmente acompañados de inflamación de las fosas nasales, y que exigía el tratamiento de un perpetuo consumo de ajenjo; segundo, que algo raro debía haber en la temperatura de mi aparador, pues en él se rompían todas las botellas de aguardiente; por último, descubrí que yo era el único en el mundo, circunstancia que estuve tentado de citar en unos trozos de poesía nacional que escribí.

El señor Spenlow me dijo que le gustaría mucho poder invitarme a su casa en Norwood, pero que esperaba a su hija única que regresaba de París, donde había terminado su educación. Cumplió su promesa. Quince días después partimos a Norwood.

Mi saco de viaje fue objeto de veneración por los empleados subalternos, que consideraban la casa de Norwood como un lugar sagrado. El viaje, breve, fue muy agradable, y el señor Spenlow lo aprovechó para ponerme al tanto de algunos detalles de su profesión que, dijo, era la más distinguida, y a la cual no se debía confundir con el oficio de procurador. Me agregó que el mejor tipo de pleitos eran los de un buen proceso sobre un testamento protestado, cuando se trataba de una parcela de tierra valorada en treinta mil o cuarenta mil libras esterlinas. Me dijo que lo que más había que admirar en la Cámara de los Doctores era la concentración de los negocios y que no había en el mundo tribunal mejor organizado.

Un precioso jardín se extendía delante de la casa. El musgo era muy agradable y se percibían en la oscuridad grupos de árboles y cenadores que se cubrirían sin duda de flores y plantas trepadoras cuando llegara la primavera.

Entramos en la casa, alegremente iluminada. El señor Spenlow preguntó por la señorita Dora. Pensé: qué nombre tan bonito. Pasamos a una habitación contigua, el famoso saloncito, y oí una voz que decía: "Le presento, señor Copperfield, a mi hija Dora y a la amiga de confianza de mi hija Dora...".

Era la voz del señor Spenlow, pero poco me importaba. Ya estaba hecho. Mi destino se cumplía. Me sentí cautivo. Amaba como un loco a Dora Spenlow.

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