David Copperfield

CAPÍTULO 29

—¡Ya he visto al señor Copperfield! —dijo una voz muy conocida para mí.

No era Dora, era su amiga de confianza, ¡la señorita Murdstone!

Le pregunté cómo estaban, ella y su hermano, y me contestó que muy bien. El señor Spenlow, que se había sorprendido de que yo la conociera, tomó la palabra para decir que se alegraba de ese encuentro.

—La señorita Murdstone ha tenido la bondad —dijo— de aceptar el oficio, si ella me permite llamarlo así, de amiga confidencial de mi hija Dora. Como ella está privada de su madre, la señorita Murdstone ha querido concederle su compañía y su protección.

En ese momento sonó una campana, y el señor Spenlow nos dijo que era el primer aviso para la comida, y me condujo a mi cuarto. Allí no sabía qué hacer. Ni pensar en vestirse o en hacer algo que exigiera el menor cuidado cuando uno está enamorado. La campana sonó por segunda vez, tan pronto que apenas tuve tiempo de arreglar mi traje, en vez de cumplir esa obligación con el esmero que debí haber puesto en esa operación.

Bajé. Había algunas personas en el salón. Dora hablaba con un anciano señor de cabellos blancos. Me sentí horriblemente celoso de él. La verdad es que me sentía celoso de todo el mundo. No recuerdo quiénes eran los otros invitados; no vi más que a Dora. Dejé pasar media docena de platos sin tocarlos. Estuve sentado cerca de ella. Le hablé. Tenía la voz más dulce, la risa más alegre y los modales más encantadores y seductores que jamás haya conocido.

—¡David Copperfield! —llamó la señorita Murdstone, haciéndome una seña para que me reuniera con ella cerca de una ventana—. Una palabra.

Me encontré delante de la señorita Murdstone.

—David Copperfield, no tengo para qué hablar con usted de asuntos de familia. El tema no es agradable. No tengo deseos de recordar disgustos pasados. He sido ultrajada por una mujer. No trataré de disimular que tengo formada una opinión desfavorable de usted, en su infancia. Tal vez me haya equivocado o tal vez usted no merezca esa opinión. Como los azares del destino nos han aproximado otra vez, opino que nos tratemos uno al otro como si no fuéramos nada más que simples conocidos. ¿Es usted de la misma opinión?

—Señorita Murdstone —repliqué—, considero que el señor Murdstone y usted procedieron de una manera infame conmigo y que trataron a mi madre con mucha dureza. Conservaré esa opinión toda mi vida. Pero estoy de acuerdo completamente con lo que propone.

Cerró los ojos e inclinó la cabeza, tocó después el revés de mi mano con las extremidades de sus dedos enjutos y helados, y se alejó arreglando las cadenas que llevaba en los brazos y en el cuello, que a mí se me antojaron las cadenas y hierros que ponen en la entrada de algunas prisiones.

Dora, durante la velada, cantó baladas francesas muy hermosas. Se acompañaba con un instrumento que parecía una guitarra. Yo estaba sumido en el éxtasis. Cuando la señorita Murdstone vino a buscarla para acompañarla, Dora sonrió y me tendió su mano. Dirigí, entonces, la mirada a un espejo y vi que tenía el aspecto de un imbécil.

A la mañana siguiente hacía un tiempo hermoso. El jardín estaba fresco y solitario. Me estaba paseando hacía un buen rato, cuando al volver por una senda la encontré. Enrojecí. Tomé la palabra y de manera muy torpe dije que el tiempo me parecía excelente en aquel momento.

—¿Viene usted de París? —le pregunté.

—Sí —respondió—. ¿Ha estado alguna vez?

—No.

—Supongo que irá usted pronto. ¡Es muy divertido!

Me resultó insoportable que ella pensara que yo me fuera a París, cuando por ella me era imposible abandonar Inglaterra. En ese momento llegó su perro, Jip, donde estábamos, y se obstinó en ladrar a mis piernas. Dora lo calmó y lo cogió en sus brazos. No permitía que yo lo tocara, y entonces le pegaba.

—Se ve que usted no es muy adicto a la señorita Murdstone. Es duro no tener una buena mamá, y que esté obligada a llevar en su lugar tras de mí a una vieja fastidiosa como la señorita Murdstone. Pero no te inquietes, Jip. No le daremos nuestra confianza. La haremos rabiar.

Luego de visitar el invernadero, fuimos a la iglesia. El día pasó tranquilamente. Nadie vino. Fuimos a pasear y después comimos en familia, y luego pasamos la velada repasando libros y grabados. La señorita Murdstone siempre tenía un ojo puesto en ella y otro en mí. El señor Spenlow ni siquiera se había percatado.

De regreso en Londres, pensé que la señora Crupp debía ser una mujer de gran penetración. Una tarde, cuando yo estaba sumido en el más profundo abatimiento, subió ella para preguntarme si podía proporcionarle una cucharada de tintura de cardamomo con ruibarbo para aliviarla de un ataque de espasmos. Pero como no tenía a mano ese remedio, me pidió que le diera un poco de aguardiente, que aunque no le gustaba, dijo, le hacía bien. Le di un vaso.

—¡Vaya, ánimo, señor! No me gusta verlo tan abatido. Pero ya sé de qué se trata. Alguna señorita anda por medio. No se deje abatir.

—¿Qué es lo que le hace suponer eso? —le pregunté.

—¡Yo también soy madre, señor Copperfield! Cuando su tía alquiló para usted esta habitación, me dije: "Ya he encontrado alguien a quien querer". Por eso. Y veo que usted no come bastante, y tampoco bebe. Vamos. Que hay una joven. Basta ver su cara...

Al concluir estas palabras, la señora Crupp me hizo una reverencia majestuosa, como para darme las gracias por la medicina, y se retiró fingiendo mucho cuidado para no verter el aguardiente, que en realidad ya había desaparecido.

CAPÍTULO 30

Al día siguiente pensé en ir a buscar a Traddles. Había transcurrido el tiempo que debía pasar fuera de Londres. Vivía en una calleja próxima a la Escuela de Veterinaria, en Candem Town, barrio especialmente habitado por jóvenes estudiantes de la escuela, los cuales alquilaban asnos para hacer con ellos experimentos en sus residencias particulares.

Observé que en esa calle los habitantes no se molestaban mucho por la limpieza, y tiraban los sobrantes en medio del arroyo. Además, la calle estaba sucia de barro y nauseabunda, pues estaba plagada de hojas de coles putrefactas. Y no era eso todo: los vegetales se habían posesionado aquel día de una chancleta vieja, de una cacerola sin fondo, de un sombrero de señora y de un paraguas, objetos que habían llegado a diferentes grados de descomposición, según pude notar mientras buscaba el número del domicilio de Traddles.

Llegué a una casa en cuya puerta discutían un lechero y una criada.

—Escúcheme bien —decía el lechero—, si les gusta a usted y a su señora la leche, pues no la tendrán. Ni una gota. Mientras no paguen. Mañana. Hoy sí la tendrá, pero por última vez.

Se alejó gruñendo y volvió a vocear su mercancía por las calles, con tono furioso.

—¿Vive aquí el señor Traddles? —pregunté.

Una voz misteriosa me respondió que sí desde el fondo del pasillo. Subí, siguiendo las indicaciones de la criada, y encontré a Traddles en el descansillo de la escalera. La habitación donde me introdujo estaba situada en la parte delantera de la casa.

Aunque pobremente amueblada, estaba muy limpia. Sólo había un sofá–cama; los cepillos estaban ocultos entre los libros, detrás de un diccionario, en la tabla más alta de un estante. Su mesa estaba cubierta de papeles. En un rincón del cuarto, un bulto estaba cuidadosamente cubierto con un gran paño blanco.

Me dijo que se sentía muy contento de verme y me contó que se habían reunido cuatro para arrendar un estudio, a fin de aparentar que tenían buenos negocios, y cada cual pagaba su parte, dos chelines por semana. Me agregó que se dedicaba al foro, y recordamos nuestros tiempos del colegio. Su tío al morir le había dejado cincuenta guineas y, trabajando en diversos oficios, había logrado ahorrar cien libras. Esperaba que yo llegara a escribir en un periódico. Estaba de novio con la hija de un pastor protestante y quería casarse pronto con ella.

Se levantó, y con aire triunfante colocó su mano en el paño blanco que me había intrigado desde el principio y que era parte del ajuar, lo quitó, y volvió a colocar el paño en su sitio.

—Los señores Micawber, que conocen la vida, me sirven de compañía —dijo.

—¡Pero si estoy ligado íntimamente con ellos! —exclamé.

Justamente en ese momento golpearon a la puerta de la calle. Por mi antigua experiencia de Windsor Terrace, supe a quién pertenecían los golpes. Nadie más que el señor Micawber podía llamar de ese modo.

Traddles llamó desde la rampa de la escalera al señor Micawber, que se presento inmediatamente. No había cambiado: su pantalón ceñido, su bastón, el cuello de su camisa y su monóculo eran siempre los mismos. Y entró en el cuarto con cierto aspecto de juventud y elegancia. Al comienzo no me reconoció, pero cuando lo hubo hecho irrumpió en exclamaciones de alegría y manifestó su sorpresa de verme allí. Llamó de inmediato a la señora Micawber, y le dijo que había allí un caballero que deseaba verla.

La sorpresa de ella fue notable, y luego de recuperarse me dio la mano y me preguntó por mi salud y mis asuntos. La puse al tanto de ellos. Su traje era aún más descuidado que antiguamente. El señor Micawber me dijo que vivían allí, que en la vida había retrocedido pero que se preparaba ahora para dar un gran salto adelante. Mostró gran empeño en persuadirme de que me quedara a comer, y no habría hecho ninguna objeción si no hubiese creído leer en los ojos de la señora Micawber cierta inquietud. Dije, por lo tanto, que estaba comprometido en otra parte.

Bajo el pretexto de enseñarme el camino más corto que el que había yo recorrido, me acompañó hasta el extremo de la calle, con la intención de hacerme algunas confidencias.

—Estoy ahora ocupado, señor Copperfield, en una comisión de trigo. No es muy remuneradora. No gano nada con ella. Tengo en perspectiva otro trabajo que puede llegar y que, de seguro, me reportará mucha ganancia. Pero por ahora es un secreto. La señora Micawber espera un niño, que vendrá a aumentar el contingente infantil.

Antes de despedirme, le dije que me indicara qué día les convendría venir a mi casa. Me estrechó la mano nuevamente y me dejó.

CAPÍTULO 31

La tiranía de la señora Crupp me causaba muchos problemas. Pasábamos la vida haciendo convenios. Si yo vacilaba, la acometía de pronto aquella extraña dolencia que sólo se calmaba con aguardiente. En algunas ocasiones, después de tirar de la campanilla diez o doce veces, entraba con cara de malas pulgas, toda sofocada, y manifestando que se sentía indispuesta. Si no me parecía bien que no hubiera hecho mi cama a las cinco de la tarde, una sola señal de su mano hacia la región de su sensibilidad herida me obligaba a presentarle mis excusas.

Contraté una criada ocasional para aquella comida, en lugar del joven contra el cual tenía algunas dudas, pues lo encontré un domingo por la mañana en el Strand, vestido con un chaleco que se parecía de un modo admirable a uno de los míos, y el cual me faltaba desde el día que sirvió en mi casa. Exigí a la joven fregona que se limitara a transportar los platos, y se retirara a la antesala, donde no se la oyera sorber por la nariz, que era su bendita costumbre.

Preparé todo lo que era necesario para confeccionar un jarro de ponche y dejé el trabajo a la pericia del señor Micawber. Me procuré una botella de lavanda, dos velas, un paquete de alfileres de varias clases y un acerico que coloqué en el baño para que prestara servicio a las necesidades de la toilette de la señora Micawber. Hice encender fuego en mi dormitorio, y después de colocar los cubiertos por mi propia mano, esperé tranquilo a mis invitados, que llegaron a la hora convenida.

A todos les pareció de perlas mi departamento, y cuando conduje a la señora Micawber delante de mi lavatorio y vio los preparativos que tenía hechos para su servicio, quedó tan maravillada que llamó a su marido y se lo dijo.

Le observé que contaba con él para hacer un jarro de ponche, y le enseñé los limones. Jamás he visto hombre que goce más con el perfume de la corteza de limón, el azúcar, el olor del ron y el vapor del agua hirviendo. Daba gusto ver su cara resplandeciente. La señora Micawber salió de mi dormitorio encantadora, y sobre todo muy alegre.

Supongo, porque nunca me atreví a preguntarlo, que después de haber frito los lenguados la señora Crupp se sintió indispuesta, pues la comida se suspendió tras ellos. Llegó por fin la pierna asada, pero estaba muy roja por fuera y muy pálida por dentro, sin contar con que se hallaba cubierta de una sustancia polvorienta que parecía indicar que se había caído entre las cenizas de la famosa chimenea de la cocina. La joven sirvienta la había ido derramando por la escalera, donde formaba un largo reguero. El pastel de pichones no tenía mala cara.

Todo habría resultado un fracaso si no me hubiese distraído el buen humor de mis convidados. El señor Micawber propuso, entonces, que hiciéramos un asado a la parrilla, y pronto pusimos en ejecución su idea.

Traddles cortó la pierna en lonchas; la señora Micawber las cubría de pimienta, sal y mostaza; yo las colocaba en la parrilla, las daba vuelta con un tenedor, y las retiraba, bajo la dirección del señor Micawber, mientras su mujer calentaba y removía constantemente la salsa de callampas en una pequeña escudilla.

Cuando hubo bastantes lonchas como para empezar, caímos sobre ellas con las mangas de las levitas todavía levantadas, y pusimos otra nueva serie previamente sobre el fuego. Pronto no quedó de la pierna más que el hueso pelado. Estábamos, pues, en el colmo de la dicha. Y así nos encontrábamos cuando noté que un extraño entraba en la habitación. Littimer se paró ante mí, con el sombrero en la mano.

La llegada de Steerforth no nos hubiera producido ninguna perturbación; pero la presencia de su servidor nos desanimó completamente. Me dijo que creía que su amo estaba allí, y que por eso había entrado. Nos sirvió el resto del carnero que quedaba en la parrilla, pero sólo hicimos el simulacro de comer. Después levantó el mantel, llevó los platos a la criada, nos pasó unas copitas, colocó el vino en la mesa. Todo fue hecho con la mayor perfección. Rechazó la comida que le ofrecí. Me dijo que pensaba que el señor Steerforth estaría mañana aquí. Y cuando se retiraba, le pregunté si había estado mucho tiempo en Yarmouth y si había visto el barco terminado. Me contestó que lo acababan de arreglar, y que no podía asegurar si su amo había visto terminado el trabajo. Saludó a todos, y desapareció.

El señor Micawber me sacó de mis reflexiones cuando hizo el elogio de Littimer, y me dijo:

—El ponche, mi querido Copperfield. es como el viento y la marea. No espera a nadie. ¿Nota usted su perfume? Está en su punto. Voy a beber, entonces, si me permite esta libertad, por aquel tiempo en que mi amigo Copperfield y yo éramos más jóvenes...

Y se echó un trago. Los demás hicimos otro tanto. La señora Micawber dijo que bebería una gota, pero nosotros le pasamos un vaso lleno, que bebió a pequeños sorbos. Luego se retiró a mi dormitorio, y nuestra conversación tomó un aire mundano, que sólo se interrumpió cuando la señora Micawber nos llamó para saber si el té estaba listo. Cuando le dijimos que sí, nos lo sirvió del modo más amable. Serían más o menos las diez y media cuando se levantó para envolver su gorro en el papel gris y ponerse su sombrero. El señor Micawber aprovechó la ocasión para deslizarme una carta en la mano, rogándome en voz baja que la leyera cuando tuviera tiempo. Y yo aproveché el momento en que bajaban para decir a Traddles:

—El señor Micawber es, Traddles, un pobre hombre. Pero si yo estuviera en su lugar no le prestaría nada.

—No tengo nada que prestarle —contestó.

—¿Tiene su nombre, no?

—Sí, es cierto. Temo habérselo prestado ya...

El señor Micawber levantó en ese momento la mirada, y sólo tuve tiempo para repetir mis recomendaciones. Me dio las gracias y bajó por la escalera.

Volví al lado del fuego. En esto me hallaba cuando sentí que alguien subía precipitadamente. A medida que los pasos se acercaban, los fui conociendo mejor. El corazón me latía. Era Steerforth.

CAPÍTULO 32

Cuando entró y le vi delante de mí, me sentí avergonzado y confuso por haber dudado de un amigo tan querido. Me turbaba la idea de que Inés había injuriado a Steerforth.

—Veo que se ha quedado mudo, Copperfield. ¿Es porque le sorprendí en medio de un festín? —preguntó—. Creo que los estudiantes de la Cámara de los Doctores son los jóvenes más viciosos de Londres.

Paseó sus ojos alrededor del cuarto y vino a sentarse junto a mí en el sofá que la señora Micawber acababa de dejar, y se puso a activar el fuego.

—¿Cómo le va a usted, señor Bacanal?

—Le confieso que no he corrido ninguna juerga, pero he dado de comer a tres personas...

—Son entonces aquellas que encontré en la calle haciendo en voz alta el elogio de usted, ¿verdad? ¿Cuál de sus amigos es uno que lleva un pantalón ceñido?

Le hice en pocas palabras el retrato del señor Micawber, y Steerforth rió con toda su alma.

—¿Y el otro? —preguntó.

—¿No lo recuerda? Es Traddles.

—¿Y sigue tan simple como antes? ¿De dónde lo ha exhumado?

Hice de Traddles un gran elogio. Luego me preguntó si tenía algo de comer, y saqué del armario los restos del pastel de perdices y algunas otras sobras de la comida.

—Es una cena de reyes, Copperfield. Voy a hacerle honor a ella porque vengo de Yarmouth. Vengo de oficiar de marino...

—Littimer ha estado aquí y preguntó por usted.

—Es más loco de lo que yo creía cuando se toma el trabajo de buscarme.

—¿De modo que ha estado en Yarmouth? —dije—. ¿Y estuvo mucho tiempo?

—Ocho días más o menos. Aún no se ha casado la pequeña Emilia. Será dentro de algunas semanas. O de algunos meses, quizá. Apenas los he visto. Y a propósito, tengo una carta para usted. Es de su antigua niñera. El viejo, bueno, no sé cómo decirlo, está enfermo. Creo que Barkis no tardará en hacer su último viaje. Meta la mano en el bolsillo delantero de mi abrigo. ¿Ya la tiene? Léala entonces.

La carta era de Peggotty. Era muy corta y menos legible que de ordinario. Me decía que Barkis, su marido, estaba muy mal, y lo decía con sencilla ternura y afecto. Se despedía: "Todos mis afectos a mi hijo querido". El hijo querido era yo. Mientras yo leía, Steerforth continuó comiendo y bebiendo.

—Es una lástima —dijo cuando hubo terminado—: el sol se pone todos los días, y cada minuto que pasa se lleva mucha gente. ¡Adelante! ¡Es preciso saltar sobre todos los obstáculos para llegar al fin!

—¿A qué fin? —pregunté.

—Al que motivó el ponerse en camino —replicó—. ¡Adelante!

Se detuvo para mirarme, con el vaso en la mano y su hermoso rostro inclinado hacia atrás. Le dije que quería ir a ver a Peggotty y me contestó que debía hacerlo. Me agregó que iba a dormir a Highgate esa noche, pues no había visto a su madre desde hacía mucho tiempo.

—De modo que piensa usted marcharse mañana —dijo—. En ese caso, espérese usted hasta pasado mañana. Quería rogarle que viniera a pasar algunos días en mi casa, y después vaya a Yarmouth. Venga conmigo. Quién sabe cuándo nos volveremos a ver. Bien: ¡pasado mañana! Le necesito para que se interponga entre Rosa Dartle y yo, y me libre de sus interrogaciones.

Se puso el abrigo, encendió un cigarrillo y se preparó para salir. Lo acompañé hasta la carretera, y regresé a mi cuarto. Me desnudaba cuando la carta del señor Micawber se deslizó a tierra.

Rompí el sobre y vi que estaba fechada hora y media antes de la comida. Reproduzco lo más importante, y no la fraseología que empleaba cada vez que se encontraba en un apuro:

"Es preciso que sepa usted que el infrascrito se ha ido a pique. Escribo esta carta en presencia de un individuo que se halla en un estado cercano a la embriaguez. Ha sido comisionado por un prestamista. Tal individuo está en posesión legal de estos lugares, por falta de pago de los alquileres. El inventario que ha hecho comprende no sólo las propiedades personales de toda clase, pertenecientes al infrascrito, arrendatario anual de esta vivienda, sino también todos los efectos y propiedades del señor Tomás Traddles, subarrendatario, y miembro de la honorable Corporación del Templo. Un pagaré endosado a favor del infrascrito, por el antedicho señor Traddles, por la suma de veintitrés libras, cuatro chelines y nueve peniques, ha fracasado y no ha sido proveído. Después de los detalles arriba consignados, será obra meritoria añadir que el polvo y la ceniza deben cubrir para siempre la cabeza de Wilkins Micawber".

"¡Pobre Traddles!", pensé. Ya conocía de sobra al señor Micawber para no estar seguro de que se levantaría de esta caída. Pobre Traddles. Pobre muchacha, su novia, tan dispuesta a esperarlo hasta sesenta años o más, si era preciso.

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