David Copperfield

CAPÍTULO 37

El señor Peggotty y mi antigua sirvienta vinieron a buscarme temprano y nos fuimos a la oficina de la diligencia, donde la señora Gummidge y Ham nos esperaban para darnos el saludo de despedida.

Nos despedimos. Al llegar al término de nuestro viaje, buscamos en primer lugar un buen alojamiento para ellos. Lo encontramos, limpio y barato, sobre un establecimiento de un comerciante en velas y sólo separado de mi departamento por dos calles. Cuando hubimos hecho el contrato, compramos carne fiambre en una tienda y llevé a mis compañeros de viaje a tomar té a mi domicilio.

El señor Peggotty me había comunicado durante el viaje el propósito de ver, lo antes posible, a la señora Steerforth, y lo aprobé. Esa misma noche le escribí una carta.

Le expliqué lo más suavemente que pude todo lo que había ocurrido; le pedí que nos recibiera a las dos de la tarde, y envié la carta con la primera diligencia de la mañana. A la hora anunciada estábamos en la puerta de aquella casa donde yo había sido tan feliz unos días antes y que yo no podía mirar más que como una ruina y una desolación. Nada de Littimer. La criada que lo había reemplazado vino a recibirnos y a conducirnos al salón. Allí estaban la señora Steerforth y Rosa Dartle que, cuando entramos, dejó la silla que ocupaba en un lado de la sala y fue a colocarse de pie, detrás de la butaca de la señora Steerforth.

En la fisonomía de la madre creí comprender que ya sabía lo que su hijo había hecho. Estaba muy pálida y daba muestras de una emoción demasiado profunda para que pudiera ser atribuida sólo a mi carta. La encontré en aquel momento muy parecida a su hijo. Permaneció derecha en su butaca, con aire majestuoso, impasible. Miró con orgullo al señor Peggotty cuando éste se puso ante ella, y él no la contempló con menos firmeza. Permaneció de pie. Ella rompió el silencio:

—Sé a qué ha venido. Lamento muy de veras lo que sucedió. ¿Qué quiere usted de mí? ¿Qué desea que haga?

El señor Peggotty se puso el sombrero debajo del brazo y sacó la carta de su sobrina, la desdobló y se la dio. La señora Steerforth la leyó con el mismo aspecto impasible y grave. No noté en su cara el menor rastro de emoción.

—Vengo a saber si su hijo cumplirá su promesa —dijo.

—No —contestó la señora Steerforth—. Se deshonraría. Usted no puede ignorar que ella es muy inferior a mi hijo. Carece de educación. Su familia es demasiado humilde para que tal cosa fuera posible.

—Escúcheme, señora —dijo el señor Peggotty—. Usted sabe lo que es amar a su hijo; yo también. Aunque ella fuera cien veces hija mía no podría amarla más. Pero usted no sabe lo que es perder a su hijo; yo lo sé. Líbrela usted de la deshonra, y le aseguro que jamás volveremos a verla. Renunciaremos a ella y nos contentaremos con pensar en ella como si estuviera muy lejos.

La señora Steerforth no dejó sus maneras altivas, pero dulcificó el tono de su voz:

—No justifico nada. Tampoco acuso a nadie. Pero no puede ser. Si hay alguna otra compensación...

—Si el semblante, tan parecido a su hijo —dijo el señor Peggotty—, no se enrojece ante la idea de ofrecerme dinero para pagarme la pérdida y la ruina de mi niña, es porque no vale más que el otro, y aun quizá menos, porque es el de una señora...

Ésta enrojeció de cólera, y dijo con desdén:

—Y usted, ¿qué compensación puede ofrecerme por el abismo que ha abierto entre mi hijo y mi persona? Mi hijo, el único objetivo de mi vida. ¿No es todo un daño irreparable?

—Vine aquí sin ninguna esperanza y me voy sin ninguna ilusión. No esperaba nada de mi visita. Mucho daño ha hecho esta maldita casa a mí y a los míos...

Después de estas palabras nos marchamos. Dejamos a aquella señora de pie, al lado de su butaca, y en actitud propia de un retrato. Cuando atravesábamos una galería de cristales que servía de vestíbulo y estaban abiertas las puertas que comunicaban con el jardín, Rosa Dartle entró por una de ellas, y dirigiéndose a mí me dijo:

—¿Cree que fue buena idea traer aquí a ese hombre?

—Es un hombre a quien se hizo mucho daño. Y él quiso venir.

—Sé que Jaime Steerforth tiene un corazón pérfido y corrompido, es un traidor. Ellos son gente miserable, sin honor, y me gustaría darle a ella de latigazos...

—Usted ultraja a un hombre abatido por una desgracia.

—Quisiera pisotearlos, ver su casa completamente destruida. La detesto —remachó Rosa.

Cuando volví a encontrar al señor Peggotty éste bajaba la colina lentamente y con aspecto pensativo. Me dijo que aquella tarde emprendería sus viajes. Le pregunté cuál era su plan, y me respondió que buscar a su sobrina. Cuando llegamos al alojamiento, se lo dije a Peggotty. Después de comer, el señor Peggotty se levantó, cogió su saco de tela encerada y su palo y los colocó en la mesa. Aceptó, a cuenta de su legado, una pequeña suma que su hermana le dio del dinero contante que poseía; el necesario para vivir un mes. Prometió escribir si llegaba a saber alguna cosa. Después pasó la correa de su saco por sus hombros, tomó su sombrero y su palo, y nos dijo: "Hasta que nos volvamos a ver". Después se puso el sombrero, bajó la escalera y se marchó. Lo seguimos hasta la puerta. Hacía calor, había mucho polvo. Peggotty dobló la esquina de la calleja sombría, entró en la claridad y desapareció.

CAPÍTULO 38

En todo ese tiempo continuaba yo amando a Dora cada vez más. Su recuerdo me servía de refugio en mis contrariedades, y hasta me consolaba de la pérdida de mi amigo. Mi amor me preocupaba tanto, y tan natural me parecía confiar mi secreto a Peggotty, que cuando por la noche estuve a su lado, mientras arreglaba mi ropa, le comuniqué mi gran preocupación.

—La jovencita ésa debía considerarse muy afortunada por tener semejante adorador —me dijo—, y en cuanto al papá, ¿qué más puede desear, pregunto yo?

Sin embargo, noté que el traje de procurador y la corbata almidonada del señor Spenlow inspiraban algún respeto a mi tía hacia aquel hombre, en el cual yo veía todos los días, y cada vez más, a un ser etéreo, rodeado de un nimbo de luz siempre que presidía el tribunal: en medio de tanto legajo parecía un faro que proyectara su luz sobre ellos.

Había tomado como cosa mía, y con cierto orgullo, el arreglo de los asuntos de Peggotty. Comprobé la identidad del testamento, arreglé todo lo que se refería a los legados, en fin, todo iba bien. Un día la acompañé al estudio para arreglar sus cuentas. El señor Spenlow había salido, pero pronto volvería. Cuando se trataba de examinar un testamento, nos solíamos revestir de un aspecto más o menos sentimental. Por el contrario, nos manifestábamos siempre alegres y bromistas cuando se trataba de clientes que iban a casarse. Cuando el señor Spenlow entró, acompañado del señor Murdstone, parecía más bien que entraba un novio.

Murdstone estaba muy poco cambiado; sus cabellos eran tan espesos y negros como antes, y su mirada no inspiraba más confianza que antes. El señor Spenlow me preguntó si yo lo conocía, y saludé fríamente. Peggotty se limitó a dar a entender que lo reconocía. Luego de presentar a ella su pésame, cuando supo la muerte de Barkis, se volvió a mí, y sostuvimos, en voz baja y en un rincón, un áspero diálogo. El señor Spenlow no sabia cuáles eran los lazos que me unían con el señor Murdstone, de lo cual me alegraba mucho. Me dijo que Murdstone iba a contraer matrimonio, y por ello entendía que la novia tenía dinero.

—¡Dios tenga piedad de ella! —exclamó Peggotty.

Nos despedimos. Peggotty volvió a su casa, y el señor Spenlow y yo fuimos al tribunal, donde se trataba aquel día un caso de divorcio. El demandante se apoyaba en una ley muy ingeniosa. Se llamaba Tomás Benjamín y había firmado la autorización para las amonestaciones con el nombre sólo de Tomás. Había suprimido el de Benjamín. Cuando se cansó de su mujer, al cabo de dos años, el hombre apeló a los tribunales, y declaró que se llamaba Tomás Benjamín y que por consiguiente no estaba casado. Lo cual el tribunal confirmó, con gran satisfacción de Tomás, y el casamiento quedó disuelto.

Pasábamos cerca de la oficina de Prerrogativas, y decidí hablarle de ella y de cómo podía mejorarse su funcionamiento y su estructura, sobre todo en la parte de archivos. Le agregué también que me parecía injusto que los altos empleos de dicha administración fueran magníficas prebendas, mientras que los desgraciados empleados que trabajaban sin descanso en aquella habitación oscura y fría, estuvieran tan mal pagados y peor considerados por los ciudadanos de Londres. ¿No era también injusto que el jefe de los archiveros ocupara al mismo tiempo un cargo en la Iglesia, poseyera varios beneficios, mientras que el público soportaba un sinnúmero de molestias derivadas del desorden que en su oficina reinaba?

El señor Spenlow sonreía al ver el calor que me tomaba en la exposición de mis teorías; y, pasando a otra cosa, me dijo que el cumpleaños de Dora se celebraría dentro de ocho días y que se alegraría de que fuera a reunirme con ellos para tomar parte en una comida que allí se realizaría. Pasé los días que faltaban para aquel gran acontecimiento en un estado muy parecido al idiotismo. La víspera, por la tarde, compré una cesta de provisiones, que a mi juicio equivalía a una declaración, y se la envié en el bus de Norwood. Contenía, entre otras cosas, confites con sorpresa, envueltos en papeles con las dedicatorias más afectuosas que puedan encontrarse en una confitería.

A las seis de la mañana yo ya estaba en el mercado de Covent Garden para comprar un ramo de flores a Dora. A las diez montaba un caballo gris, y emprendí al trote el camino de Norwood.

En el jardín, cerca de Dora, había una joven, algo mayor. Se llamaba la señorita Mills, y Dora le daba el nombre de Julia. Era amiga íntima de Dora. Qué afortunada era. Jip estaba allí, y cuando le ofrecí las flores a Dora, me gruñó.

—¡Gracias, señor David! —me dijo—. ¡Qué flores tan hermosas!

En aquel momento salió de la casa el señor Spenlow y Dora fue a su encuentro diciéndole:

—¡Vea usted, papá, qué flores tan hermosas!

Nos retiramos del prado para subir al coche, que acababa de enganchar, y dimos un paseo que nunca olvidaré. El faetón era descubierto y yo seguía al carruaje; Dora se había sentado en la delantera. Tenía mi ramo de flores cerca de ella, sobre un cojín. Veía a Dora envuelta en una nube de belleza, y no percibía otra cosa.

No sé cuánto tiempo duró el viaje, y aun no sé qué hora era cuando llegamos ni cómo era el lugar, aunque me obligué a verlo: un extenso prado de césped verde y fino, sobre una colina. Había corpulentos árboles, matorrales tan lejos como alcanzaba la vista; un espléndido paisaje. Me contrarió encontrar allí personas que nos esperaban, y sobre todo a un tonto, tres o cuatro años mayor que yo y portador de unas patillas rojas que le daban una petulancia intolerable.

Todo el mundo abrió sus cestas y puso manos a la obra de preparar el almuerzo. Nos quedamos allí toda la tarde, paseando de acá para allá entre los árboles; el bracito tembloroso de Dora reposaba sobre el mío. Suplicaron a Dora que cantara. Patillas–rojas quería tomar del coche el estuche de la guitarra, pero Dora le dijo que sólo yo sabía dónde estaba. Fui yo, entonces, quien encontró el estuche, quien lo abrió, quien sacó la guitarra, quien se sentó sobre ella, quien guardó su pañuelo. Estaba loco de alegría, y también lo estuve cuando llegó la hora de la dispersión, y todo el mundo, incluso el pobre Patillas–rojas, tomó su camino.

Yo marchaba con Dora, en medio de la calma de las primeras horas de la noche. El señor Spenlow se había quedado dormido gracias al champán, y como dormía en un rincón del carruaje, yo marchaba a un lado de éste y hablaba con Dora. Entonces me llamó la señorita Mills. Hice girar a mi hermoso caballo y me acerqué a ella.

—Dora irá a verme —me dijo—. Estará conmigo en casa de mi padre mañana. Si usted quiere, venga a nuestra casa. Estoy segura de que mi padre recibirá a usted con mucho gusto. Y ahora vuelva usted al lado de Dora.

Así lo hice. Llegamos a Norwood, y entramos en la casa del señor Spenlow, donde tomamos un refrigerio. Dora me parecía tan encantadora que no podía apartar de ella mi mirada. Partí. Y al despertarme, en la mañana siguiente, estaba decidido a declararle mi amor para conocer mi suerte. Pasé tres días desesperados, y me dirigí a casa de la señorita Mills con una declaración preparada. El señor Mills no estaba en casa. Me hicieron entrar en una sala del primer piso, y vi mis flores. La señorita Mills, que se sintió sorprendida al verme, me dijo que sentía mucho que su papá hubiese salido, y conversamos un rato. Comencé a pensar que dejaría mi declaración para el día siguiente.

—Discúlpeme —dije—. Me sentí muy feliz de haber estado junto a usted.

—No lo parecía —contestó Dora—. No tenía usted aspecto de sentir esa felicidad mientras estaba sentado cerca de la señorita Kitt.

No sé lo que pasó. Pero le dije en un momento todo lo que deseaba. Interrumpí el paso a Jip; tomé a Dora en mis brazos. Me sentía dotado de elocuencia. Le dije cuánto la amaba. Jip ladraba furiosamente durante todo ese tiempo. Dora bajó la cabeza y se puso a llorar temblorosa. Poco a poco nos fuimos tranquilizando y nos sentamos. Dora y yo nos habíamos prometido mutuamente amor y fidelidad. Teníamos la creencia de que aquello debía terminar por la boda, y Dora declaró que no nos casaríamos sin el consentimiento de su padre. Acordamos guardar el secreto. La señorita Mill nos dio su bendición y nos prometió amistad eterna.

Cuando tomé la medida del dedo de Dora para mandarle a hacer un anillo compuesto de nomeolvides, di mis órdenes al joyero, y éste me pidió lo que quiso por aquella hermosa sortija adornada de piedras azules. Cuando tuvimos nuestro primer disgusto, ocho días después de nuestro noviazgo, y Dora me devolvió la sortija envuelta en un papelito plegado en triángulo y empleó una terrible frase, pensé que todo había terminado para mí. Acudí a la señorita Mills. Le conté lo que nos pasaba, consintió en encargarse de esa comisión, y pronto volvió con Dora. Nos reconciliamos para gozar de nuevo de nuestra felicidad.

CAPÍTULO 39

Escribí a Inés cuando quedamos comprometidos Dora y yo. Le dije que no considerara mi amor por Dora como una pasión frívola. Mientras escribía, frente a la ventana, en una hermosa noche, pensaba en la influencia bienhechora que ella ejercía en mí, y me pareció que en el retiro de mi casa, consagrada por la presencia de Inés, Dora y yo seríamos más felices que todo el mundo. No le hablé de Steerforth. Sólo le dije que habían ocurrido grandes disgustos en Yarmouth, con motivo de la pérdida de Emilia, y que yo había sufrido doblemente por las circunstancias de aquella desgracia.

A vuelta de correo recibí la respuesta. Al leerla me parecía oír hablar a la misma Inés, y me hacía la ilusión de que su suave voz resonaba en mis oídos.

Durante las frecuentes ausencias de mi alojamiento, Traddles había ido a buscarme dos o tres veces. Le dejé, con la señora Crupp, un recado que le entregó cuando volvió por tercera vez, y quedamos de reunirnos cierto día. Mientras tanto, la señora Crupp había empezado a murmurar en contra de Peggotty, y hasta me envió una carta en la cual me explicaba sus ideas. Me decía que siempre había sentido antipatías contra los espías, los indiscretos y los chismosos; y muy especialmente cuando estos defectos se concentraban en una persona que llevaba tocas de viuda , y subrayaba sus palabras. Después de esa carta, la señora Crupp se limitó a poner obstáculos en la escalera, especialmente cántaros, para ver si Peggotty se decidía a romperse la cabeza. Estaba sitiado, pero temía mucho a la señora Crupp como para intentar un medio de salir de aquella situación.

Traddles vino a verme, y tuvimos una larga conversación sobre nuestras respectivas novias. Me dijo que Sofía, así se llamaba la suya, era muy encantadora y muy hermosa, pero que la veía no con la frecuencia que él hubiese querido, pues ella se dedicaba a atender a sus nueve hermanos, y servía de madre a su madre y a ellos. Le pregunté por Micawber. Me dijo que había tomado el nombre de Murtimer y que no salía de casa más que por las noches y con gafas oscuras puestas. Agregó que hubo un embargo en casa por parte del casero, y que, a pesar de haber prestado su firma a un segundo recibo, a los ocho días hubo un nuevo embargo.

—Entonces nos separamos —continuó—. Pero hay algo más. No pude rescatar unos objetos que quería mucho: una mesa redonda con tablero de mármol, un jarrón de flores, y los he visto en una tienda de Tottenham Court Road. He pensado que ahora que tengo dinero y si usted no lo ve con disgusto, su simpática sirvienta viniera conmigo a la tienda de muebles. Desde lejos le señalaría los objetos y podría comprarlos baratos como si fueran para ella...

Le contesté que Peggotty estaría feliz de poder prestarle ese servicio. Pero le puse una condición, y es que jamás volviera a prestar nada a Micawber; y menos su nombre. Así me lo prometió. Fuimos a la tienda y todo se realizó como Traddles quería.

Al regresar a nuestra casa y subir la escalera hice notar a Peggotty que los obstáculos puestos por la señora Crupp habían desaparecido repentinamente y que, además, se distinguían claras señales de pasos. Oímos algunas voces en mi cuarto, y cuál no sería nuestra sorpresa al encontrar allí a las personas que menos podía esperar: ¡mi tía y el señor Dick!

Mi tía estaba sentada sobre un montón de maletas, con la jaula de sus pájaros delante y su gato en las rodillas, como un Róbinson Crusoe femenino, bebiendo una taza de té. El señor Dick se apoyaba en un volantín parecido a aquellos que tantas veces habíamos elevado juntos, y estaba también rodeado de un cargamento de cajas.

Nos abrazamos cariñosamente. Di un cordial apretón de manos a Dick, y vi muy contenta a la señora Crupp.

—¿Cómo se encuentra usted? —dijo mi tía a Peggotty—. En nombre del cielo, ¿todavía lleva ella ese nombre salvaje? Como al casarse perdió su antiguo nombre, prefiero llamarla... ¿cómo se llama usted ahora?

—Barkis, señora —dijo Peggotty haciendo una reverencia.

—Vamos, eso es más humano. ¿Cómo está usted, Barkis? Deseo que se encuentre bien.

Barkis se adelantó para estrecharle la mano, y le hizo otra reverencia de agradecimiento.

Después mi tía miró con fijeza a la señora Crupp y le dijo que se retirara y que se las arreglaría sola.

—Señor Dick, ¿quiere usted darme otra taza de té? No me gustaría recibirla de manos de esa intrigante...

Conocía bastante a mi tía como para comprende que deseaba decirme alguna cosa importante, y su llegada intempestiva lo decía claramente. Como estaba seguro de que sólo hablaría cuando le diera la gana, me senté a su lado y me puse a hablar a los pájaros y a jugar con el gato, como si no me diera cuenta de nada y estuviera totalmente satisfecho.

—Trot —dijo por fin—... Usted no tiene por qué marcharse, Barkis. ¿Sabes por qué me agrada permanecer tanto tiempo sentada sobre mi equipaje? ¿No? Pues por una razón muy simple: es lo único que tengo. O mejor, lo único que me ha quedado. Estoy arruinada, hijo mío.

Si la casa se hubiera hundido de repente en el río con nosotros dentro, creo que el golpe no hubiera sido para mí tan tremendo.

—Dick lo sabe —continuó diciendo mi tía—. Estoy arruinada. Todo lo que tengo en el mundo está aquí, salvo mi casita. Dejé a Juana el encargo de que la arrendara. Barkis, hay que colocar una cama aquí para que este señor pase la noche. A fin de evitar gastos, quizá pudiera usted arreglar aquí cualquier cosa para mí, no importa qué. Es sólo por esta noche. Ya hablaremos de ese asunto largamente...

Salí del anonadamiento y de la pena que experimentaba por ella y sólo por ella, cuando me abrazó y me dijo que lo sentía por mí. Pero le bastó un minuto para dominar su emoción, y me dijo:

—Hay que soportar con entereza las contrariedades y no dejarse abatir, hijo. Es necesario desempeñar su misión hasta el fin. Es preciso arrostrar la desgracia hasta el fin, Trot.

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