David Copperfield

CAPÍTULO 44

Cuando llegué a casa de mi tía, se lo conté todo, y a pesar de lo que me dijo me sentí desesperado, situación que no cambió. Salí a la calle y fui a la oficina. Me sorprendió cuando llegué el ver los mozos a la puerta. Hablaban en corrillos. Algunos transeúntes miraban a las ventanas que estaban cerradas. Apresuré el paso y entré rápidamente. Los empleados estaban en su sitio, pero nadie trabajaba. El viejo Tiffey estaba sentado, tal vez por primera vez en su vida, y había colgado su sombrero.

—¿Qué ha ocurrido, Tiffey? —pregunté.

—¿No lo sabe usted? ¡El señor Spenlow ha muerto! Ayer comió fuera de casa, y condujo él mismo su faetón —continuó Tiffey—. El faetón llegó vacío, y los caballos se detuvieron a la puerta de la cuadra. El palafrenero corrió con una linterna y vio que el coche estaba vacío. Los caballos no se habían desbocado. Las riendas estaban rotas. Tres criados recorrieron el camino que había seguido y le encontraron a más de una milla de aquí. No lejos de la iglesia. Estaba tendido boca abajo, y una parte de su cuerpo descansaba en la cuneta. No puede saberse si sufrió un ataque, o si dejó el coche porque se sentía mal. Se llevaron médicos lo más rápidamente posible, pero todo fue inútil...

Cómo pintar mi situación de espíritu ante semejante noticia. Todo hablaba de él: su mesa y su silla parecía que lo esperaban; los últimos renglones escritos por su mano y dejados sobre el pupitre; la imposibilidad de separarle de mi pensamiento. Todo me era doloroso.

Algunos días después vino el señor Jerkins a verme a la oficina. Tiffey y él se encerraron en el despacho durante algún tiempo, y luego abrió Tiffey la puerta y me hizo señas para que entrara. Me dijo que habían examinado el pupitre, los cajones y todos los papeles del difunto, para sellar todo lo que le era personal y buscar su testamento. Y me pidió que le ayudara. Nos pusimos de inmediato a la obra.

Habíamos sellado varios paquetes, cuando el señor Jerkins me dijo que no creía que hubiera hecho su testamento. Y el testamento no apareció. No se encontró el menor proyecto. Tenía sus asuntos en el mayor desorden, y fue una sorpresa para mí. Nadie podía decir lo que debía y lo que había pagado, ni lo que poseía.

Se averiguó poco a poco que había gastado más que el producto de su bufete, que no era muy elevado. Se hizo una venta de todo el mobiliario de Norwood; se subarrendó la casa, y Tiffey me dijo, sin saber el interés que yo tenía en el asunto, que una vez pagadas las deudas del señor Spenlow, y hecha deducción de la parte, no le quedarían sino unas mil libras esterlinas.

Dora no tenía otros parientes que dos tías, hermanas de su padre, que estaban solteras y vivían en Putney. Desde hacía muchos años se habían comunicado rara vez con su hermano, pero no estaban enemistados. Salieron de su retraimiento para rogar a Dora que fuese a vivir con ellas a Putney. Y se marcharon juntas.

No sé cómo me las ingenié para tener tiempo de ir a vagar por los alrededores de Putney. Solía verme con la señorita Mills. Ella había ido a acompañarla, y me contaba cómo estaba Dora. Ésta llevaba un diario, y a menudo venía a encontrarme en el campo. Estaba bien, más tranquila, aunque a veces se sentía muy desolada por la muerte de su padre y por no poder estar conmigo.

CAPÍTULO 45

Inquieta mi tía por mi prolongado abatimiento, ideó enviarme a Douvres con el pretexto de que viera qué tal marchaba la casa que había puesto en alquiler, y con el fin de renovar el arrendamiento con su actual inquilino. Los negocios habían disminuido desde la muerte del señor Spenlow, porque Jerkins, a pesar de su reputación, era un hombre débil e incapaz.

Había entre los miembros de la Cámara de los Doctores una caterva de ociosos y de picapleitos, que sin ser procuradores se apoderaban de una parte de los negocios para que los trabajaran después verdaderos procuradores dispuestos a prestar su nombre a cambio de una parte en la ganancia. Nos asociamos a aquella noble corporación y buscamos el concurso de esos ociosos y picapleitos. Nuestro agente principal, que había sido tabernero antes de dedicarse a la chalatanería judicial, dio en la Cámara, durante algunos días, el espectáculo de llevar un ojo como un tomate.

Encontré en Douvres todo en estado satisfactorio. Pasé allí una noche, y al día siguiente me marché temprano a Canterbury. Vagué lentamente por sus antiguas calles. Volví a ver las caras que conocí en otro tiempo. Me pareció que habían pasado muchos años desde que estuve en una pensión de aquella ciudad. Había un aire de serenidad triste y solemne en las torres de la vieja catedral, y en los viejos cuervos, cuyos graznidos lúgubres aumentaban la soledad.

En casa del señor Wickfield me encontré con Micawber. Hacía correr la pluma con la mayor actividad en un cuartito del piso bajo, que antes solía ocupar Uriah Heep. Estaba completamente vestido de negro, y su maciza persona llenaba la mesita donde trabajaba. Quiso llevarme de inmediato al lado de Uriah, pero me negué. Me dijo que era inquilino de la antigua casa de Uriah, y que la señora Micawber tendría mucho placer en recibirme. Le pregunté en voz baja qué tal trato recibía de Uriah, y me habló bien de él, lo cual me sorprendió. El señor Wickfield está lleno de buenas intenciones, me agregó, pero no servía, según él, para nada. Agregó que no podía decirme más, pues sus nuevos deberes le imponían discreción. Bien veía yo que el señor Micawber había cambiado de sistema. Trataba de hacerme creer que así era. Me despedí de él, y reanudó su trabajo.

No había nadie en el salón. Abrí la puerta del cuarto de Inés, y vi a ésta sentada al lado del fuego, escribiendo en su viejo pupitre de madera tallada. Qué placer me causó la alegría con que recibió mi aparición aquel rostro reflexivo que sólo respiraba bondad y afecto hacia mi persona. Le conté todo lo que me había pasado, y le dije que cuando estaba a su lado me sentía en paz y dichoso. Levantó mi ánimo. Insistió en que había que preocuparse de Dora, y me pareció verlas unidas y aún más encantadoras por aquella unión. Me aconsejó que escribiera a esas tías, le contara brevemente lo que me había pasado, les pidiera permiso para ir alguna vez a su casa y me sometiera a las condiciones que ellas quisieran imponerme. No debería ser ni demasiado atrevido ni demasiado exigente.

No dudé más tiempo. Inés me prestó su pupitre para que hiciera el borrador; pero primero bajé a saludar al señor Wickfield y a Uriah Heep.

Uriah estaba instalado en un gabinete nuevo que había construido en el jardín y que aún olía a yeso fresco. Nunca vi un rostro de mayor bajeza mezclado entre semejante masa de libros y de papeles. Me recibió con sus maneras serviles de siempre. Me condujo al escritorio del señor Wickfield y nos saludamos. Uriah se mantenía cerca del fuego y se rascaba la barba con su huesosa mano. El señor Wickfield me preguntó si deseaba quedarme a alojar, y acepté.

No esperaba yo encontrarme con más compañía que la de Inés, pero la señora Heep había pedido permiso para colocarse al lado del fuego con sus avíos de hacer medias. De buena gana yo la habría expuesto a toda la furia del viento sobre lo alto del campanario de la catedral, pero di los buenos días amistosamente.

Faltaban muchas horas para la cena, pues había llegado a mediodía, pero ella no se movió y sus agujas seguían moviéndose con la monotonía de un reloj de arena que se está vaciando. Estaba sentada al lado de la chimenea; yo me había colocado cerca del pupitre que daba su frente a la lumbre, e Inés al otro lado, no lejos de mi. Durante la cena continuó vigilándome, y después, cuando terminamos, su hijo ocupó su lugar. A los postres, y una vez solos, el señor Wickfield y yo, Heep se puso a observarme con el rabillo del ojo, y se entregó a las más extrañas contorsiones.

Después pasamos al salón, donde Inés cantó una balada que a Uriah le gustaba con locura. Aquello duró hasta la medianoche. Al día siguiente, nueva repetición del punto de aguja y de la vigilancia, lo cual duró todo el día, y apenas tuve tiempo de enseñarle mi carta a Inés. Le propuse que saliera conmigo, pero la señora Heep se lamentó tanto, que Inés, por caridad, hubo de quedarse con ella para cuidarla. Anochecía ya cuando salí solo a dar un paseo. Necesitaba reflexionar.

Aún no había salido de la ciudad, y caminaba por el lado de Ramsgate, cuando sentí que alguien me llamaba en la oscuridad. Era Uriah. Le dije que quería estar solo, pero insistió en acompañarme.

—Es usted un rival muy peligroso, maestro Copperfield.

—¿Supone usted que la señorita Wickfield es para mí otra cosa que una hermana a quien quiero?

—¡Mi Inés! —exclamó—. Llámela así, señor Copperfield. ¿Es cierto lo que me dice? ¿Palabra de honor? ¡Gracias, maestro Copperfield! —Y me apretó la mano entre sus dedos húmedos y viscosos.

En vano traté de desasirme. Pasó mi brazo por debajo de la manga de su abrigo de color chocolate; me vi forzado a acompañarle, y volvimos a casa. La luna empezaba a reflejar en las ventanas sus rayos plateados.

Durante la comida habló mucho. Preguntó a su madre si no era tiempo de que él se casara, y miró de tal manera a Inés que se me puso la carne de gallina. Cuando, terminada la cena, nos quedamos solos —el señor Wickfield, Uriah y yo—, Heep propuso que brindaran a mi salud. El día anterior yo había notado que hacía beber mucho al señor Wickfid.

Paso por alto los diversos brindis propuestos por el señor Wickfield. Lo hizo por mi tía, por el señor Dick, por la Cámara de los Comunes, por Uriah, por mí. A cada brindis vaciaba dos veces su vaso, aun conociendo su debilidad, y luchando vanamente contra aquel miserable vicio. ¡Pobre hombre! Cómo sufría con la conducta de Uriah, y sin embargo cómo procuraba no disgustarle.

—Inés —dijo Uriah sin prestar atención al estado del señor Wickfleld— es, puede asegurarse, la más divina de las criaturas. Se puede estar orgulloso de ser su padre —añadió—, pero sin duda, de ser su marido...

Dios me libre de volver a oír nunca más un grito como el que lanzó el señor Wickfield al levantarse súbitamente.

—¿Qué le sucede? —preguntó Uriah—. ¿No será un nuevo acceso de locura? Tengo tanto derecho como cualquiera otro para decir que un día su Inés será... mi Inés. ¡Para eso tengo más derecho que nadie!

Me abracé al señor Wickfield, y le rogué, en nombre de su amor por Inés, que se calmara. Estaba fuera de sí. Se golpeaba la frente. Tenía la cara casi paralizada y descompuesta. Le volví a suplicar que pensara en su hija, y le reproché su falta de firmeza. Poco a poco se fue calmando, y empezó a mirarme, primero con los ojos extraviados y después con un resplandor de razón.

—¡Ya lo sé! ¡Mire usted a mi verdugo! ¡Ese es el hombre que me ha hecho perder poco a poco mi nombre, mi reputación, mi paz y la dicha de mi hogar!

—¡Hágalo callar, señor Copperfield, si puede hacerlo! —dijo Heep.

—¡Qué bajo he caído desde que lo vi por primera vez en esta casa! Mi debilidad me ha perdido. ¡Si yo hubiese tenido fuerza bastante para recordar menos y para olvidar más! ¡La pérdida de mi mujer! Su recuerdo se convirtió en una enfermedad. He dañado todo lo que he tocado...

Cayó sobre una silla y se puso a sollozar. Uriah salió de su rincón.

—No sé lo que puedo haber hecho en mi locura. ¡Pero ése, ése lo sabe! Ya ve usted la bomba que ha colocado bajo mis pies. Se ha instalado en mi casa, se apoderó de mis negocios y ahora quiere...

—No diga más —dijo Uriah—. No se hubiese puesto usted en ese estado si no hubiera bebido tanto. Mañana se arrepentirá, señor.

La puerta se abrió, y apareció Inés, pálida como una muerta. Se acercó lentamente a su padre. Salieron juntos, la cabeza del señor Wickfield apoyada en el hombro de su hija.

—Mañana nos volveremos a entender —dijo Uriah—, y será para su bien.

No le respondí, y subí a mi cuarto. Cogí un libro y me puse a leer. Oí que los relojes daban las doce, cuando sentí que Inés me tocaba suavemente la espalda. Me dijo que venía a despedirse de mí. Había llorado, pero su semblante estaba tranquilo. Le pregunté si estaba dispuesta a sacrificarse por su padre, y no me contestó. Me llamó hermano, y salió.

Al día siguiente, aún no había amanecido cuando subí a la diligencia. Estaba a punto de partir, porque comenzaba a clarear, cuando divisé la cabeza de Uriah. Trepó hasta mí.

—Copperfield —me dijo en voz baja y agarrándose al coche—, quiero decirle que todo se arregló ya. He estado en su cuarto, y lo dejé más tranquilo que un cordero. Es un hombre muy amable, Copperfield. Y a propósito, ¿no le ha sucedido a usted alguna vez el coger una pera antes de estar madura?

—Es muy probable —dije.

—Pues eso es lo que hice ayer. Pero la pera ya madurará. Puedo esperar...

Y bajó del coche cuando el conductor ocupó su asiento. Comía alguna cosa para evitar el sorber el frío de la mañana. Por lo menos, al ver el movimiento de su boca, se hubiera podido decir que la pera ya estaba madura, y que la saboreaba, según el chasquido de sus labios.

CAPÍTULO 46

Tuvimos aquella noche, en Buckingham Street, una conversación con mi tía acerca de todo lo que había visto. Durante más de dos horas estuvo dando zancadas por la habitación con los brazos cruzados. Siempre que estaba preocupada realizaba una operación de esa naturaleza, y la magnitud del percance se medía por la duración del paseo. Me dijo que estaba sobresaltada y triste.

A la mañana siguiente leyó la carta que escribí a las tías de Dora y la aprobó. Deposité la carta en el correo, y no me quedó otra cosa que hacer más que esperar la respuesta. Pasó una semana.

Una noche dejé la casa del doctor para regresar a la mía. Hacía mucho frío. Durante el día un viento del nordeste cortaba la cara. Pero en la noche se había suavizado, y la nieve cayó en grandes copos cubriendo el suelo por todas partes. Tomé esa noche por el camino más corto. Al pasar delante de los peldaños de la iglesia de San Martín, me encontré con una mujer que me miró, atravesó la calle y desapareció. Yo conocía aquella cara. La había visto en alguna parte. Sobre los peldaños de la iglesia un hombre acababa de dejar un paquete sobre la nieve; se inclinó para arreglar alguna cosa. Se levantó y se dirigió hacia mí. Era el señor Peggotty.

Nos estrechamos afectuosamente la mano. Me dijo que tenía intención esa noche de ir a buscarme.

—Sabía que su tía vive con usted. Contaba con ir a verlo mañana. Porque mañana pienso marcharme.

Fuimos a una posada llamada "La Cruz de Oro", tan ligada en mi mente a la desgracia de mi amigo, y entramos en ella. Había fuego encendido en una de sus salas. Noté, cuando trajeron luz, que sus cabellos estaban largos y desordenados; su cara, quemada por el sol; las arrugas de su frente eran más profundas, como si hubiese vagado por climas distintos. Sacudió la nieve de sus vestidos, y se sentó frente a mí, al lado de una mesa, con la espalda a la puerta de entrada.

—He estado lejos, y no averigüé gran cosa. Fui a Francia. Un señor que allí tiene autoridad me procuró los documentos necesarios para que yo pudiese circular. En gran parte viajé a pie. A veces en carros que iban al mercado, y a veces en los coches que volvían vacíos. Cuando llegaba a una ciudad, iba a una posada, y cuando oía que alguien hablaba inglés, pedía noticias de los viajeros. Poco a poco, al llegar a algunos pueblos, me percaté de que tenían conocimiento de mi viaje.

Mientras hablábamos, alguien estaba en la puerta. Era Marta. Veía su cara huraña, ávida de oírnos. Lo que temía era que Peggotty volviese la cabeza y la viera.

—Por fin llegué a Italia. Oí decir que los habían visto, después, en Suiza. Alguien, que conocía al criado de "él", me informó que los vio a los tres en las montañas de Suiza. Caminé para ir a buscarlos...

Marta, que continuaba escuchando, se inclinó y la vi de rodillas delante de la puerta.

—Pero llegué demasiado tarde. Se habían marchado. Tampoco pude saber adónde. Entonces regresé. Cuando percibí a lo lejos mi viejo barco y vi a la fiel Gummidge sentada solitaria a la orilla del fuego, grité: "¡No tenga miedo, que es Daniel que regresa!" Y entré.

Sacó cuidadosamente del bolsillo de su chaleco un paquetito que contenía algunas cartas y lo puso sobre la mesa.

—Esta primera carta llegó a los ocho días de haber marchado. Traía dentro, para mí, un billete de cincuenta libras esterlinas.

Dobló cuidadosamente el billete y lo puso sobre la mesa.

—Esta otra carta —prosiguió—, dirigida a la señora Gummidge, llegó hace dos o tres meses. Léala, por favor.

Le pedía, una y otra vez, perdón por lo que había hecho, y lo mismo a la señora Gummidge. También había dinero en esa carta: cinco libras. Peggotty la había dejado intacta como la otra, y dobló de igual manera el billete...

—¿Es otra carta la que tiene usted? —pregunté.

—No. Es dinero. Diez libras. En la parte inferior del sobre está escrito: "de parte de una verdadera amiga". Pero la primera carta fue echada por debajo de la puerta; y ésta ha venido por el correo, anteayer. Voy a buscar, pues, a Emilia a la ciudad donde timbraron esta carta.

Me la enseñó. Era una ciudad a las orillas del Rhin. Le pregunté cómo estaba Ham. Me dijo que trabajaba sin descanso y que era querido por todos, pero que no tenía apego a la vida. Siempre estaba en los lugares de mayor peligro cuando se hallaba en el mar.

Reunió, con rostro pensativo, sus cartas, y las guardó en su bolsillo. Ya no había nadie en la puerta.

—Caminaré quince mil kilómetros o lo que sea para encontrarlo y arrojarle a la cara este dinero. Y si no encuentro a la pequeña Emilia, que sepa que su tío, que tanto la quería, sólo cesó de buscarla cuando cesó de vivir...

Cuando salimos, la noche era oscura y fría, y vi que huía delante de nosotros aquella misteriosa aparición. Luego Peggotty desapareció. Volví a la posada y busqué a la mujer cuya cara me había causado tanta impresión. Pero ya no estaba. La nieve había borrado la huella de nuestros pasos.

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