David Copperfield

CAPÍTULO 47

Por fin recibí una contestación de las dos tías de Dora. Me presentaban sus respetos, y que si les hacía el honor de visitarlas, en un día que podíamos fijar, tendrían mucho gusto en conversar conmigo. Respondí de inmediato. Estaba, sin embargo, inquieto. No podía contar con los consejos de la señorita Mills. Al señor Mills se le había puesto en la cabeza la idea de marchar a India. Había estado en Calcuta cuando era joven, y quería volver para establecerse allí. Se llevaba a Julia, y ella se había marchado para despedirse de su familia.

A medida que me acercaba a la casa de las señoritas Spenlow, acompañado por Traddles, me iba sintiendo tan poco seguro de mis atractivos personales y de mi presencia de ánimo, que Traddles me propuso para reanimarme un poco que bebiese alguna cosa ligeramente excitante, un vaso de cerveza, por ejemplo. Me condujo a un café próximo, y cuando salimos de él nos dirigimos con paso tembloroso hacia la puerta de la casa.

Una criada nos abrió la puerta. Nos la abrió con paso vacilante, en un vestíbulo donde había un barómetro y daba acceso a un saloncito en el piso bajo. Oí el tictac de un reloj antiguo y traté de poner al unísono el latido de mi corazón con el movimiento de su péndulo. Fue inútil. Mi corazón latía con demasiada fuerza. Y por fin empujé a Traddles contra la chimenea al hacer una reverencia a dos pequeñas y ancianas señoras vestidas de negro, que parecían dos arrugados diminutivos del difunto señor Spenlow. Las dos hermanas vestían de igual modo, pero una de ellas tenía un aire más juvenil; la otra llevaba los brazos cruzados sobre el pecho, como un ídolo.

—Mi hermana Sabina, que está más versada que yo en estas materias, dirá a usted lo que hemos juzgado como más conveniente en interés de las dos partes —dijo, luego de las presentaciones.

Más tarde supe que Sabina gozaba de autoridad en achaques del corazón, porque había existido en otro tiempo un cierto señor Pidger, que jugaba a los naipes y había estado enamorado de ella. Tenían la convicción de que había muerto a causa del reconcentrado amor que profesaba a Sabina; pero yo debo añadir que el retrato que ellas conservaban exhibía una nariz roja que no daba gran crédito al supuesto de aquel sufrimiento amoroso.

—La posición de nuestra sobrina ha cambiado mucho desde la muerte de nuestro hermano Francisco —dijo Sabina—. No tenemos por qué dudar de su reputación, señor Copperfield, de su honradez, ni de que usted esté enamorado de Dora... ¿Nos pide, señor Copperfield, autorización para venir a visitarnos como prometido de nuestra sobrina? Mi hermano Francisco y su mujer eran dueños de su voluntad para elegir el negocio que quisieran; y mi hermana Clarisa y yo para elegir la nuestra...

—Querida Sabina, continúa —dijo Clarisa.

Las dos hermanas se inclinaron hacia adelante para hablar; después movían la cabeza y se volvían a enderezar cuando habían terminado.

—Las inclinaciones ligeras de los mozalbetes no son, respecto al amor, sino lo que el polvo a la roca. Es tan difícil saber si tienen fundamento que mi hermana y yo no sabíamos en verdad qué hacer, señor Copperfield, y usted, señor...

—Traddles —dijo mi amigo al notar que le miraban—. Tengo alguna experiencia en la materia. Soy el prometido de una joven que es la mayor de diez hermanas, en Devonshire.

—Nos parece prudente, señor Traddles —dijo Sabina—, que juzguemos nosotras mismas la profundidad del afecto del señor Copperfield. Así es que lo único que podemos hacer es autorizar al señor Copperfield para que nos visite.

—Nunca olvidaré su bondad —dije.

—Pero, por el momento, deseamos que sus visitas se dirijan a nosotras —observó Sabina—. Le pedimos que no tenga ningún tipo de comunicación con nuestra sobrina, sin que seamos previamente advertidas. Es condición expresa y absoluta. Mediten, entonces.

Le dije que no teníamos nada que meditar. Me comprometí a cumplir lo que me pedían, y puse a Traddles como testigo.

—Queremos que de todas maneras mediten. Y ahora, con su permiso, nos retiramos —dijo Sabina—. Pero antes, da tu opinión, Clarisa.

—Nos causaría gran placer —dijo Clarisa— que durante la semana el señor Copperfield viniera a tomar el té con nosotras. A las seis y media. Dos veces por semana, pero no más a menudo. Quizás venga a vernos la señorita Trotwood, de quien el señor Copperfield hace mención en su carta. Quizá venga a vernos.

La señorita Sabina se levantó entonces y me condujo a una antecámara donde encontré a mi querida Dora. Qué hermosa estaba con su traje de luto. Qué felices nos sentimos. Regresé, sin Dora, a reunirme con Traddles, y salimos juntos.

Yo tenía que hacer más que nunca. Como no había manera de que yo pudiese ir a casa de Dora a la hora del té, obtuve de la señorita Sabina, como compensación, permiso para ir los sábados por la tarde, sin perjuicio de hacerlo también al fin de cada semana. Disfrutaría por lo tanto de dos hermosos días al fin de cada semana, y los otros los pasaría en espera de aquéllos.

Me alegró mucho ver que mi tía y las tías de Dora simpatizaban. Mi tía las visitó cuatro o cinco días después de mi conversación con ellas, y se renovaron las visitas de tres en tres semanas. Las tías de Dora se acostumbraron a considerarla como una persona excéntrica, pero de gran inteligencia. Sólo Jip no se adaptó a nuestro círculo.

Lo único que me molestaba era que Dora pasaba a los ojos de todo el mundo como un juguete encantador. La trataban como a una niña mimada. Se lo dije a la misma Dora, pero no me entendió o no quiso entenderme. Me encantó después cuando oí que pedía el libro de cocina, y en mi siguiente visita se lo llevé. También le enseñé un viejo cuaderno de cuentas de mi tía, y le entregué una pequeña agenda, un bonito portalápiz y una caja de lápices. Sin embargo, el libro de cocina le produjo dolor de cabeza, y los números la hicieron llorar. No querían sumarse, según decía ella. Probé, después, de darle verbalmente algunas instrucciones respecto al arreglo de una casa. Fracasé. El libro de cocina apenas sirvió para otra cosa que para ponerlo en un rincón y servir de pedestal a Jip. Volvimos, pues, a la guitarra, y toda la semana se pasó en regocijo.

CAPÍTULO 48

Me apliqué, con renovado ardor, a la malhadada taquigrafía para responder a las esperanzas de Dora y de sus tías. Una paciente energía empezaba entonces a formar el fondo de mi carácter, y no hubiera podido hacer nada de lo que he hecho sin el hábito de orden, puntualidad y diligencia en los asuntos de la vida. No quiero repetir aquí cuánto agradecimiento debo a Inés por la práctica de esos preceptos.

Vino ella, acompañada de su padre, a hacer al doctor una visita de quince días. El señor Wickfield era un antiguo amigo de aquel hombre excelente. Había prometido, el doctor, a la señora Heep buscarle alojamiento en las cercanías: sus reumatismos, decía ella, exigían un cambio de aires. Tampoco me sorprendió ver que Uriah llegó al día siguiente para instalar a su madre. Me impuso su compañía cuando me paseaba por el jardín del doctor.

—La verdad —me dijo— es que yo nunca he sido el niño mimado de las mujeres. Jamás agradé a la señora Strong. Cuando yo no era más que un humilde escribiente, esa señora siempre me despreció. Yo estaba muy por debajo de ella para que reparara en mi persona. Y muy por debajo de "él" también. ¡Bah! No me refiero al doctor. Hablo del señor Maldon. Es una mujer bonita, sí, señor. He de hacer lo que pueda para poner término a esas intimidades. No las apruebo. No quiero que nadie se cruce en mi camino, y el que lo haga le haré ver que...

— No le comprendo a usted —dije.

—¿De veras? ¡Y con el talento que usted tiene! ¿No es el señor Maldon el que viene por allí a caballo?

Dos días después llevé a Inés para que conociera a Dora. Dora tenía miedo de Inés, pero cuando vio que la miraba con aquellos ojos tan serios, tan alegres, tan pensadores y buenos a la vez, lanzó un pequeño grito de alegre sorpresa, se arrojó en los brazos de Inés y apoyó suavemente la cara contra la de ésta. Jamás me vi tan feliz y contento como cuando las contemplé sentadas, la una al lado de la otra. Sabina y Clarisa participaban de mi alegría. Con qué interés se ocupaba Inés de lo que interesaba a Dora.

Me olvido de anotar un hecho importante. La señorita Mills se había embarcado. Fuimos, Dora y yo, a despedirla a bordo de un navío que estaba en la rada de Gravesand. Regresamos a tomar el ómnibus. Inés y Dora se despidieron. El ómnibus nos dejaba cerca de Covent Garden, y allí teníamos que coger otro coche para llegar a Highgate. Esperaba con impaciencia el hallarme a solas con Inés para saber lo que le había parecido Dora. ¡Y me hizo un gran elogio de ella! Llegamos al patio de la quinta del doctor. Ya era tarde, y se veía brillar una luz en la ventana de la habitación de la señora Strong. Inés me la mostró, y me dio las buenas noches.

Yo había alquilado cerca de allí una habitación y ya iba a trasponer la verja, cuando al volver casualmente la cabeza noté que había luz en el despacho del doctor. Pensé que estaba trabajando en su diccionario, y quise cerciorarme. Atravesé con lentitud el vestíbulo, y entré en su despacho.

La primera persona que vi fue a Uriah, al débil resplandor de la lámpara. Estaba de pie, al lado de la mesa del doctor, con una de sus esqueléticas manos en la boca. El doctor estaba sentado en su sillón y escondía la cabeza entre las manos. Creí, por un momento, que estaba enfermo. Di un paso hacia él, pero me detuvo la mirada de Uriah. Quise retirarme, pero el doctor me hizo señas de que me quedara, y así lo hice. El señor Wickfield se hallaba allí.

—En todo caso —dijo Uriah balanceándose de una manera horrible— bueno será que cerremos la puerta. No hay necesidad de publicar lo que aquí se dice.

Avanzó en puntillas hacia la puerta y la cerró con cuidado. Después volvió a su sitio y retomó la actitud en la cual lo había encontrado.

—He creído mi deber, maestro Copperfield —dijo Uriah—, hacer que el señor Strong conozca aquello sobre lo cual hemos hablado usted y yo, aquel día en que al parecer no comprendió del todo lo que le dije. He llamado la atención del doctor Strong acerca de la conducta de su mujer. Es duro tener que mezclarme en esto. Todo el mundo podía notar que existía una gran intimidad entre el señor Maldon y su encantadora prima. Por eso está aquí. Señor Wickfield, ¿será usted tan amable que nos lo diga?

—No dé usted, querido amigo, demasiada importancia a mis suposiciones.

—¡Triste confirmación de mis palabras! —continuó Uriah.

—Me veo forzado a confesar que he dudado de ella —dije— y que me he atormentado al pensar que Inés tenía demasiada intimidad con ella. Nunca lo he dicho a nadie. Pero si usted supiera el daño que me produce hablar de esto, tendría usted piedad de mí!

—Todos sabemos, maestro Copperfield —dijo Uriah—que usted es muy generoso. Pero cuando la otra noche le hablé a usted de ello, entendió muy bien lo que le decía. ¡No lo niegue!

Comprendí que el doctor no podía dejar de leer en mi cara la confesión de mis dudas y suposiciones. Era inútil negarlo. Todos quedamos callados. El doctor se levantó y cruzó dos o tres veces la estancia. Y enjugándose las lágrimas dijo:

—Sin mí, mi querida Ana no se habría envuelto en esas suposiciones. Soy viejo, y no siento nada esta noche que me ligue a la vida. ¡Pero yo respondo de la fidelidad y el honor de mi mujer querida! Cometí una falta al hacer caer a una mujer joven en los peligros de un matrimonio imprudente. Me casé con ella cuando era una niña. Contribuí a su educación. Conocí mucho a su padre y a ella también, y le enseñé todo lo que pude por el aprecio en que tenía sus cualidades. ¡Le pido perdón desde el fondo de mi alma! Me imaginé que podría vivir tranquila y feliz conmigo. Lo que he hablado aquí esta noche no debe repetirse jamás. Wickfield, déme el brazo para subir.

El señor Wickfield se apresuró a complacerle y salieron juntos sin decir palabra. Luego regresó.

—Bueno, maestro Copperfield —dijo Uriah, volviéndose hacia mí con aire bonachón—. La cosa no ha tomado completamente el giro que era de esperar. Ese viejo sabio es un hombre excelente, pero es más ciego que un murciélago. Ésta es una familia a la cual hay que volver las espaldas...

No tuve necesidad de oír más que el sonido de su voz para que me acometiera tal acceso de rabia como jamás he sentido en mi vida. Estábamos frente a frente y le di, entonces, tal bofetada, que mis dedos fueron acometidos por un temblor febril, como si los metiera en un fuego. Cogió la mano con que le había pegado y permanecimos mirándonos en silencio.

—¡Copperfield! ¿Ha perdido usted la razón? —preguntó—. ¿Por qué es usted tan ingrato?

—Usted sabe que lo desprecio, pero temo que continúe usted dañando a todos los que le rodean. ¿No le basta con todo el mal que ha hecho?

—Copperfield, yo siempre le he querido a usted. Pero en fin, lo perdono. Quiero ser su amigo, aun a despecho de usted. Ahora, ya conoce mis sentimientos y lo que puede esperar de ellos.

Teníamos que bajar la voz para no turbar el silencio de la casa. Después abrí la puerta y salí.

Al día siguiente, la campana llamaba a los fieles a la iglesia, y Uriah se paseaba de arriba abajo. Me habló como si nada hubiera ocurrido. Le había golpeado muy fuerte. Llevaba la cara envuelta en un pañuelo de seda negro, y el sombrero ladeado encima. El lunes por la mañana supe que había tenido que ir a Londres para que le sacaran una muela.

El doctor me hizo saber que no se hallaba bien, y permaneció a solas durante una gran parte del tiempo que duró nuestra estancia allí. Inés y su padre se habían marchado hacía ocho días, cuando reanudamos nuestro habitual trabajo. Me dijo en una esquela que no volviera a hacer alusión ninguna al asunto. Sólo se lo había referido a mi tía, pero a nadie más. No podía dárselo a conocer a Inés. Yo estaba convencido de que la señora Strong lo ignoraba. Pero al fin llegó la tormenta con la lentitud de una nube que el viento no arrastra. A veces, cuando estábamos trabajando, y ella se hallaba sentada cerca de nosotros, veía yo que se quedaba mirándolo con una expresión de cuidadosa inquietud; y otras se levantaba y salía de la habitación con los ojos llenos de lágrimas. Poco a poco una sombra de tristeza se extendió sobre su hermoso rostro, tristeza que aumentaba día a día. La dulzura y la bondad del carácter del doctor y su benevolencia hacia ella aumentaban constantemente, sin embargo.

Mientras el doctor tuvo en su casa a sus invitados, había notado yo que el cartero traía todas las mañanas dos o tres cartas para Heep. Éste se quedó en Highgate más tiempo que los otros. Gran sorpresa tuve al recibir una carta de la señora Micawber. Decía que su marido estaba completamente cambiado. Se hacía el reservado y el prudente; su vida era un misterio para ella, e ignoraba completamente lo que hacía todo el día en su oficina. Se había vuelto sombrío y severo. Ya no se mostraba orgulloso de los mellizos y le costaba muchísimo sacar de él los recursos indispensables para vivir. Constantemente la amenazaba con irse de colono a India, y rehusaba dar una explicación de su conducta. Me pedía consejo.

No me sentí autorizado para dar a una mujer tan experimentada como la señora Micawber otro consejo que el que procurara ganar otra vez su confianza. Pero aquella carta me dio mucho que pensar.

CAPÍTULO 49

Pasaron las semanas, los meses, las estaciones. Parece que apenas duraban lo que un día de verano o una velada de invierno. Nada ha cambiado en la casa de las dos tías. El reloj sobre la chimenea deja oír su tictac, y el barómetro sigue colgado en el vestíbulo. Ninguno de los dos marcha bien, pero la fe los salva. Soy mayor de edad. Tengo veintiún años. Ya he dominado ese arte salvaje que se llama taquigrafía, y saco de él un sueldo respetable. Me cuento entre los doce taquígrafos que recogen los debates del Parlamento para un periódico de la mañana. Todas las tardes tomo nota de profecías que no han de cumplirse. Mi querido amigo Traddles ha practicado el periodismo, recoge noticias que en seguida entrega a sus más hábiles correctores. Entra en el foro, y a fuerza de paciencia y de trabajo logra reunir cien libras para ofrecérselas a un procurador, cuyo estudio frecuenta.

He hecho otra tentativa. Ensayé con temor y desconfianza mis condiciones de autor, y he enviado mi primer trabajo a una revista, y ésta lo publicó. En vista de ello, he continuado trabajando en este campo que me produce algo de dinero. Hemos dejado Buckingham Street para habitar una linda casita inmediata a la que tanto me gustó antes. Mi tía vendió a buen precio su casa de Douvres, pero no piensa venirse a vivir con nosotros sino cerca de nuestra casa.

Me voy a casar con Dora. Las tías han dado su consentimiento. La señorita Sabina se ha hecho cargo de todo lo que se refiere a su ajuar. Hay en la casa una costurera que no se quita el dedal ni siquiera para comer. Han convertido a Dora en un verdadero maniquí; siempre la llaman para que se pruebe algo. Las tías recorren todos los almacenes de Londres para llevarnos después a que veamos algunos muebles. Peggotty ha llegado para ayudarnos, y en seguida se ha puesto manos a la obra. Está frota que frota todo. De vez en cuando veo a su hermano vagando solitario por las calles sombrías, donde se detiene a mirar cuantas mujeres pasan. Saqué mi licencia de matrimonio. Sofía e Inés han llegado a la hora convenida. Sofía, aunque no es positivamente hermosa, tiene una cara muy simpática. Es muy franca y atractiva. Traddles nos la presentó con orgullo y yo lo felicité por su elección.

Cuando voy a ver la casa, nuestra casa, no me considero en absoluto como el propietario. Me parece que estoy allí por cuenta de otro. Es muy hermosa. Todo en ella es alegre. Las flores de la alfombra parece que se están abriendo, y el follaje del papel brota de las ramas. Hay cortinas de muselina blancas y muebles tapizados en tela color rosa. Jip tiene una pagoda china a la cual le cuesta mucho habituarse, pues no puede entrar en ella ni salir sin que suenen unas campanillas que le producen un miedo terrible.

Me voy a acostar a un cuartito que tengo allí cerca; y al día siguiente me levanto muy temprano para ir a Highgate a buscar a mi tía. Nunca la había visto vestida de igual modo. Llevaba un vestido de seda gris perla y un sombrero azul. Estaba elegantísima. Peggotty está preparada para ir a la iglesia. El señor Dick, que debía servir de padre a Dora y "dármela por mujer" al pie del altar, se ha rizado el pelo. Traddles me deslumbró por su vestimenta. El señor Dick y él me producen el efecto de llevar guantes desde los pies a la cabeza.

Todo esto me parece un sueño y todo lo que me pasa y veo no tiene existencia real para mí.

Ya entran con Dora. El pastor y su ayudante hacen lo mismo. Tengo detrás de mí a un marinero que apesta la iglesia de olor a ron. La señorita Sabina rompe a llorar, y su hermana le pone el frasco de sales en la nariz.

Nos arrodillamos. El oficio es serio y tranquilo y ha terminado. Luego firmamos en la sacristía el libro, por turno. Salgo de la iglesia dando el brazo a mi mujercita. Oigo decir: "Que bonita pareja, qué casadita más linda". Retornamos a casa. Hay un gran almuerzo con multitud de cosas buenas y bonitas. Pronuncio un discurso sin la menor idea de lo que quiero decir; estoy convencido de que no digo absolutamente nada. Los caballos de posta están dispuestos. Dora se va a cambiar de ropa. Mi tía y la señorita Clarisa se quedan con nosotros. Nos paseamos por el jardín. Dora está ya lista. Comienza a despedirse. Quiero llevar a Jip, y Dora dice que no; que ella lo llevará. Se despide, agita su manita. Ya estamos en el coche, uno al lado del otro. Marchamos. Salgo de mi sueño, y lo creo. La que amo, mi mujer, va a mi lado.

— ¿Estás seguro de que no te arrepentirás? —dice Dora.

Estos son los fantasmas de días que ya no existen. Ahora que ya se han desvanecido, vuelvo a emprender el relato de mi vida.

CAPÍTULO 50

A veces, cuando dejaba un momento mi trabajo, y veía a Dora sentada frente a mí, me apoyaba en el respaldo de la silla y pensaba que era muy extraño que estuviésemos allí solos. Teníamos una criada, y yo estaba plenamente convencido de que era una hija de la señora Crupp disfrazada. Nos hacía dura la vida. Se llamaba Parangón. Era una mujer en toda la fuerza de la edad, y atacada de una especie de sarampión perpetuo, sobre todo en los brazos. Eramos inexpertos y estábamos a su merced.

Tuvimos tantos problemas con ella que decidí desembarazarme de Parangón. Oyó con tanta tranquilidad su despedida, que me sorprendió; pero pronto descubrí adónde habían pasado nuestras cucharas, y se me reveló que tenía la costumbre de pedir prestadas a nombre mío algunas pequeñas cantidades a los proveedores. La reemplazamos por la señorita Kiegerbury, antigua asistente de Kentishtown, pero era demasiado débil para cumplir su obligación.

Después hallamos otro tesoro: un carácter muy agradable, pero no sabía más que dar saltos por la escalera y destrozar la vajilla. Fue seguida por una serie de mujeres incapaces. Al fin vinimos a caer en las manos de una joven de muy buen aspecto, pero se marchó a la feria de Greenwich con el sombrero de Dora. Parecíamos destinados a que nos engañase todo el mundo. Al estudiar, por ejemplo, las cuentas, me hallé con que habíamos gastado en manteca tanto como para embetunar todo el piso de la casa.

Después de una serie de desastres culinarios, Dora me dijo que se iba a hacer una excelente ama de casa. Sacó del cajón su pizarra, aguzó el lápiz, compró un enorme libro de cuentas, unió cuidadosamente todas las hojas del libro de cocina que Jip había desprendido de él, e hizo un desesperado esfuerzo "para ser juiciosa", como ella decía. Fracaso. Los números no querían dejarse sumar. Probé de ayudarla. Comenzó a sentirse horriblemente fatigada. No obtuve éxito.

Nuestra casa continuaba poco más o menos en el mismo desorden que al principio, pero yo me había acostumbrado a él, y tenía al menos el gusto de ver que Dora ya no sufría. Había recobrado su alegría y se divertía como en sus mejores tiempos.

Cuando los debates en la Cámara habían sido pesados y se prolongaban, y volvía tarde a casa, Dora no quería acostarse hasta mi regreso, y bajaba siempre a recibirme. Yo escribía, entonces, mucho, pues iba ya adquiriendo fama como autor. Dora se instalaba a mi lado, con un grueso paquete de plumas, y así continuó haciéndolo cada vez que escribía. Simulé de vez en cuando que tenía necesidad de ella para que copiara algunas páginas de mi manuscrito, y se sintió muy feliz.

Algún tiempo más tarde tomó posesión de las llaves y las paseaba por toda la casa en un cestito atado a su cinturón. Por lo general, los armarios estaban abiertos, y las llaves no sirvieron para otra cosa que de diversión a Jip. Pero Dora estaba contenta, y eso me bastaba. Dora revelaba tanto cariño a mi tía como a mí, y le recordaba a menudo el tiempo en que la miraba como a una "vieja gruñona".

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