David Copperfield

CAPÍTULO 56

Cierta mañana recibí por el correo una carta datada en Canterbury. Me había sido dirigida a la Cámara.

Con sorpresa leí las palabras de Wilkins Micawber: "Una serie de personales errores —decía— me han colocado en la situación de un barco varado. El fin de mi carta nada tiene que ver con asunto de dinero. Mis más brillantes ilusiones han quedado destruidas, y ni siquiera la influencia de la señora Micawber puede aminorar mi sufrimiento. Tengo la intención de huir de mí mismo durante algunos momentos y emplear cuarenta y ocho horas visitando en la capital los lugares que en otro tiempo fueron testigos de mi contento"

"Entre esos puertos tranquilos —continuaba su carta— está la cárcel del Rey, y hacia ella me dirigiré, como es natural. Estaré cerca del muro exterior de dicha cárcel de asuntos civiles, pasado mañana, a las siete de la tarde. Pido que me vengan a ver para reanudar nuestras relaciones..." Agregaba que no dijera nada a su mujer.

Leí y releí varias veces la carta, cuando en ese momento entró Traddles. Traía una carta de la señora Micawber. Las intercambiamos. Decía ella que la conducta de su marido había sufrido un cambio muy extraño:

"Está cada día más extravagante y violento. Anoche —agregaba–, sus hijos le pidieron diez centavos para comprar almendras y amenazó con un gran cuchillo a los dos gemelos".

Me pedía que buscara a su esposo y se lo devolviera, y que de ningún modo aludiera a esta carta en presencia de su marido.

Escribí una carta a la señora Micawber, la firmamos los dos y salimos para llevarla al correo.

Llegamos al sitio. Micawber se hallaba allí. Estaba de pie, con los brazos cruzados y apoyado contra el muro.

—Son ustedes verdaderos amigos —comenzó—, amigos en la adversidad. Hay en el camino que conduce a la tumba linderos que uno quisiera no haber franqueado...

—Está usted muy triste. Pero dígame: ¿qué tal marcha nuestro amigo Heep? —le pregunté.

—Querido Copperfield —respondió tocado de pronto por violenta emoción—. Si usted llama amigo al que me tiene empleado, lo sentiré; y si le llama "su amigo" , me largaré a reír. Cualquiera que sea el estado de su salud, tiene el aspecto de un zorro, por no decir de un demonio. Me ha dejado al borde del abismo...

—¿Y cómo están nuestros amigos, el señor y la señorita Wickfield?

—La señorita Wickfield es la estrella que brilla en la oscuridad de mi noche. ¡Llévenme ustedes a un sitio apartado, porque, a fe mía, que no soy dueño de mí!

Lo condujimos a una estrecha callejuela; se apoyó contra la pared y sacó su pañuelo.

—Estoy condenado, señores —dijo sollozando—. El homenaje que he rendido a la señorita Wickfield me ha roto el corazón. ¡Dejen vagar sobre la tierra a este triste vagabundo! ¡Respondo de los gusanos: pronto devorarán mi cuerpo!

Le dije entonces que tendría mucho gusto en presentarle a mi tía, si quería acompañarnos a Highgate, donde teníamos una cama a su disposición. Y nos pusimos en marcha. Mi tía lo acogió con mucha cordialidad. Éste le besó la mano, se retiró a un lado de la ventana y se abismó en su lucha interior. El señor Dick estaba presente y le estrechó no menos de veinte veces la mano, de tal modo que Micawber decía: "¡Mi querido señor, es demasiado!" Pero el señor Dick volvía a la carga.

—¿Y cómo están la señora Micawber y su familia? —preguntó mi tía.

—La vida de mi familia pende de un hilo —respondió—. El que me tiene empleado...

Se detuvo y comenzó a mondar los limones que yo había hecho poner en la mesa y ante él, con los demás ingredientes necesarios para hacer el ponche.

—Me dijo el señor Heep que sólo llegaría a ser un saltimbanqui y que recorrería las aldeas haciendo el oficio de tragarme hojas de sables y devorando trapos inflamados.

Y blandió su cuchillo con aire de distracción. Después se puso a mondar los limones con aire afligido. Mi tía le miraba con atención. Estaba muy ocupado en meter la corteza del limón en el perol, el azúcar en las tenacillas, el vino en la botella vacía, en tomar el utensilio para echar el agua hirviente. Yo veía que se aproximaba una crisis y, en efecto, no tardó en llegar. Bruscamente rechazó lejos de sí todos aquellos materiales y utensilios, se levantó, sacó su pañuelo y se inundó de lágrimas.

—Lo siento, querido Copperfield, no puedo hacerlo. ¡No volveré a estrechar la mano de nadie, hasta que ese miserable de Heep no haya sido cubierto por las lavas del Vesubio! ¡Antes de arrancar los ojos a ese ladrón! ¡No quiero ver a nadie! ¡No quiero decir nada! ¡Hasta que haya reducido a polvo a ese hipócrita, a ese perjuro inmoral de Uriah Heep!

Y se dejó caer en su silla con aire de extraviado, bañado en sudor, fuera de sí, las mejillas moradas.

—¡No, Copperfield, nada de relaciones entre nosotros hasta que la señorita Wickfield haya obtenido una reparación de ese ladino y bellaco de Heep! Y ahora mismo me lanzo tras las huellas de ese bandido...

Y salió de la casa, dejándonos en tal estado de excitación y asombro, que no estábamos menos sofocados y anhelantes que él. Un rato más tarde nos trajeron una carta que acababa de escribir en un café próximo. Nos pedía disculpas por su estado de agitación. Esperaba que comprendiéramos su desesperación y que nos esperaba en el café de Canterbury, dentro de ocho días.

CAPÍTULO 57

Pasaron algunos meses desde nuestra entrevista con Marta, a orillas del Támesis. No la había vuelto a ver, pero se entrevistó varias veces con el señor Peggotty. Hasta ahora no había tenido éxito en su busca de Emilia. Y nada descubría yo en lo que el señor Peggotty me contaba.

Una tarde me dijo que había visto a Marta cerca de su casa y que la pobre mujer le había dicho que no dejara Londres en ningún caso. No di gran importancia a las palabras de ella.

Hacía quince días estaba yo paseando a la caída de la tarde por mi jardín. Recuerdo muy bien que fue el día siguiente de la visita del señor Micawber. Había llovido todo el día, el aire era húmedo, las hojas pendían de las ramas cargadas de lluvia, y el cielo estaba sombrío, pero los pájaros comenzaban a cantar alegremente. A medida que el crepúsculo fue cayendo, uno tras otro fueron callando, y todo quedó silencioso. Había allí un emparrado y hacia él me encaminaba cuando sentí que me llamaban. Era Marta.

—¿Puede usted venir conmigo? Estuve en casa de él, pero como no lo encontré, le dejé un recado. Tengo noticias que darle. ¿Puede venir en seguida?

Abrí la puerta de la verja para seguir a Marta. Nos dirigimos a Londres. Hizo detener un coche que pasaba y subimos. Cuando le preguntaron la dirección, ordenó: "¡Del lado de Golden Square. ¡Rápido!"

Avanzamos sin decir palabra. Por fin bajamos del lado de la plaza que ella había indicado. Dije al cochero que esperara. Marta me cogió del brazo y me arrastró con rapidez hacia una de esas calles sombrías que antiguamente estaban habitadas por familias aristocráticas, y donde ahora se alquilaban habitaciones separadas. La casa estaba llena de gente. La escalera era ancha y elevada, con un macizo pasamanos de madera tallada. Las puertas ostentaban cornisas con flores y frutas esculpidas. Todos aquellos restos de una decadente grandeza estaban en ruinas. El tiempo, la humedad y la podredumbre habían atacado el piso de madera, que crujía bajo nuestros pies.

Subimos hasta cerca del último piso. Creí notar en la sombra los pliegues del vestido de una mujer que nos seguía.

Llegábamos al último piso, cuando esa persona se detuvo delante de una puerta, dio vueltas a la llave, y entró.

—¿Qué significa esto? Se mete en mi cuarto, y no la conozco.

Yo sí que la conocía. Era Rosa Dartle.

En pocas palabras expliqué a Marta quien era. Marta me miró admirada, y me introdujo en un desván, no mayor que un armario; se comunicaba con su habitación por una puerta entreabierta, y allí nos colocamos juntos. Desde allí divisaba yo el lado de una habitación grande, donde estaba instalada una cama y algunas malas estampas de barcos colgadas de las paredes. Reinó un profundo silencio. Puso una mano sobre mi boca, y con la otra en alto se inclinó para escuchar.

—Es usted a quien vengo a ver —dijo la voz de Rosa Dartle—. Vine a conocerla. A ver esa cara que tanto daño ha causado.

—¿A mí? —dijo una voz suave, cuyo acento reconocí de inmediato. Era la voz de Emilia.

—Vine a conocer a la que trastornó la cabeza de Jaime Steerforth. A la muchacha que se escapó con él. A la pérfida manceba de un hombre como Jaime Steerforth.

Se oyó un ruido, como si Emilia tratara de huir. Rosa le cerró el paso, y golpeó el suelo con el pie:

—¡No se mueva, o la desenmascararé delante de todos los habitantes de esta casa!

Yo no sabía qué hacer. Pero no tenía derecho a mezclarme en aquel asunto. Sólo al señor Peggotty le pertenecía el derecho de presentarse y reclamarla. ¿Cuándo llegaría?

—¡Por el amor de Dios, perdóneme usted! No la conozco, no sé cómo se ha enterado de todo...

—Escuche lo que voy a decirle, y guarde para los imbéciles toda su astucia.. .

—¡Por piedad! ¡Tenga compasión de mí o voy a volverme loca!

—¿Usted sabe lo que ha hecho? ¿Sabe el crimen que ha cometido? ¡Mujer pérfida, repugnante!

Vi cómo Emilia caía. Puso la cara en el suelo y se esforzó en tocar el bajo de la falda de aquella mujer que permanecía inmóvil ante ella. Rosa Dartle la miraba fríamente. Una estatua de bronce no hubiera estado más rígida. Apretaba fuertemente los labios. Cuánto tardaba el señor Peggotty.

—¡Usted llevó a la desesperación a una casa donde no la hubieran admitido ni siquiera de fregona! Una vil criatura recogida a la orilla de un arroyo fangoso para diversión de una hora...

—¡No, no! Usted, que vive a su lado, usted que lo conoce, puede figurarse la sugestión que ejercería sobre una pobre muchacha, débil y vana como yo. No trato de disculparme, pero usó de todo su poder para engañarme, y yo creí en él, confié en él, porque lo amaba...

Rosa Dartle saltó de su silla, echó atrás una pierna para golpearla con tal movimiento de maldad que estuve a punto de arrojarme entre ellas. El golpe fue mal dirigido y no alcanzó su objetivo. Pero Rosa permaneció de pie, temblando de furor, jadeando de pies a cabeza.

—¿Que usted lo ama? ¿Y usted me dice eso a mí? ¡Lo ama! ¡Quiere hacerme creer que él se tomó alguna vez interés por usted! Vine, purísimo manantial de amor, para ver a quién se podía usted parecer. La curiosidad me trajo, pero estoy satisfecha. ¡Vaya usted a ocultarse! Si no en su antigua casa, que sea en otra parte. ¡Pero lejos!

¿Es que Peggotty no iba a llegar nunca? ¿Cuánto tiempo teníamos que soportar aquello?

—¿Qué quiere usted que haga?

—¿Que haga usted? Viva feliz con sus recuerdos. Recuerde la ternura de Jaime Steerforth. ¿No quería casarla con su criado? Y si todo no le basta, mátese. No faltan sitios ni muladares a propósito para morir cuando se tienen penas. Busque usted uno de esos y ¡vuele al cielo!

Sentí pasos. Los pasos se acercaban. Llegaron. Alguien se precipitó en la habitación.

—¡Tío!

Un grito terrible siguió a aquella exclamación. Me detuve un momento para entrar, y vi que tenía en sus brazos a Emilia desmayada. Contempló su rostro un momento; se inclinó para besarlo y colocó un pañuelo sobre la cabeza de su sobrina.

—¡Maestro David! —dijo con voz temblorosa—, ¡bendigo a Dios porque mi sueño se ha realizado! ¡Le doy gracias desde el fondo de mi alma!

Y llevándola en los brazos, bajó lentamente la escalera.

CAPÍTULO 58

Al amanecer del día siguiente me paseaba por el jardín cuando vino a verme Peggotty. Quería hablarme. Mi tía me acompañaba, lo tomó del brazo y lo condujo a un cenador situado en el fondo del jardín. Peggotty permaneció en pie, con la mano apoyada en la rústica mesa de madera. Se quedó inmóvil, con los ojos fijos en su gorra. Yo no podía sino admirar el carácter resuelto y vigoroso que denunciaba la contracción de sus nerviosas manos, si bien armonizaban con su leal y honrada frente y sus grises cabellos.

—Ayer llevé a mi querida hija a la habitación que hace mucho tiempo tenía preparada para recibirla. Pasaron algunas horas antes de que pudiese reconocerme. No sé por qué cuento a ustedes estas tristezas. Se arrodilló a mis pies, como quien va a rezar, y me contó lo que le había ocurrido. Cuando huyó de la casa donde la tenía secuestrada esa víbora, era completamente de noche. En su extravío pensaba encontrar nuestro viejo barco. Corrió, corrió y se rompió los pies sobre los guijarros sin que se diera cuenta. Y cuanto más corría más se abrasaba su frente. Se desmayó. Al día siguiente, un día húmedo y tormentoso, se encontró acostada sobre un montón de piedras. Una mujer le hablaba en la lengua de aquel país, y la llevó a su casa. Dios la bendiga. Esa mujer esperaba un hijo. Su marido estaba en el mar. La casa era una pequeña cabaña. Emilia cayó enferma, y esa mujer la cuidó, y cuando repuso sus fuerzas se decidió a dejar a aquella excelente mujer para regresar. El marido había vuelto y entre los dos la condujeron a Liorna, donde encontró un barco que la llevó a Francia. Tenía algún dinero, pero ese matrimonio no quiso aceptar nada como pago. En Francia se colocó en un hotel para el servicio de las señoras viajeras. Pero un día se presentó la víbora, y tuvo que huir. Llegó a Londres. Una mujer de aspecto respetable le ofreció trabajo de costura, y le propuso alojarla por la noche; prometió darle noticias mías y de cuanto le interesaba. Fiel a su promesa, Marta vino a salvarla, y la salvó. Gracias, señor David, pues fue usted quien me dijo que le hablara. Llegó donde estaba Emilia, y le dijo que tenían que salir de allí de inmediato. La gente de la casa trató de impedirlo, pero fue inútil. La condujo del brazo, débil y vacilante, y me la sacó sana y salva de ese antro de perdición. La cuidó, y luego vino a buscarme, y a usted también, maestro Copperfield. No sé cómo aquella mala mujer averiguó dónde estaba. Pero qué importa: ¡la encontré!

Por fin me atreví a decir:

—¿Qué ha resuelto hacer de ahora en adelante?

—Ya se lo dije a Emilia. Hay grandes países lejos de aquí. Nos iremos a vivir al otro lado del mar. Dentro de seis semanas, o dos meses, habrá un barco dispuesto a darse a la vela. He estado a bordo de él. En ese barco partiremos. Solos. Mi hermana amaba demasiado a usted y a su familia. Por otra parte, ella tiene que cuidar de Ham. El la quiere mucho. ¡Le quedan tan pocas cosas, que al menos debemos dejarle las que tiene! En cuanto a la señora Gummidge, tengo la intención de disponer que no viva con mi hermana. A su edad no puede esperarse que vaya a vivir en un desierto o en medio de los bosques de otro país. Ya le buscaré un sitio para que viva, y le daré una pequeña pensión. Emilia estará a mi lado. Creo que al lado de este viejo, que tanto la quiere, acabará por olvidar los tiempos de su desgracia.

Mi tía confirmó lo que decía con un signo de cabeza, lo cual produjo a Peggotty viva satisfacción.

—Aún queda una cosa por hacer.

Metió la mano en el bolsillo de su chaleco, y sacando el paquetito de papeles que yo conocía lo extendió sobre la mesa.

—Aquí están estos billetes de banco: uno de cincuenta libras y otro de diez. Quiero añadir a ellos el dinero que Emilia gastó en su viaje. Ella hizo la suma. ¿Estará bien?

Me presentó el papel. La suma estaba exacta, y así se lo dije.

—Gracias —dijo doblando el papel—. Si usted no tiene inconveniente, meteré esta cantidad en un sobre, y antes de que me vaya se lo enviaré, puesta la dirección a nombre de él; y este sobre, lo meteré dentro de otro dirigido a su madre, a la cual le diré de lo que se trata. Y no habrá manera de que me lo devuelvan, porque me habré marchado...

Le dije que me parecía excelente su idea.

—Escribí una carta en la cual participo a todos lo que ha sucedido. La eché al correo. Mañana iré a decir adiós a Yarmouth. Y me gustaría que me acompañara...

Al día siguiente, como Dora se sentía mejor, tomamos la diligencia a Yarmouth. Después de haber vagado por la ciudad me encaminé a la casa de Ham. Peggotty habitaba allí con él, después de haber alquilado su propia casa. Los encontré en una cocinita muy bien puesta y en compañía de la señora Gummidge. Ham había salido a dar una vuelta por la playa. Pronto volvió. Estaba sereno. Me pareció ver en su cara que deseaba conversar conmigo, y resolví esperarlo al día siguiente cuando volviera de su trabajo.

Fui a esperarle a un sitio retirado de la playa. Cuando llegó, yo sabía lo que me iba a preguntar.

—Maestro David, ¿la ha visto usted?

—Sólo un instante, y desmayada. Pero Ham, ¿quiere que le diga algo?

—No le diga que la perdono. Al contrario: que ella me perdone por haber tratado de imponerle mi cariño. Pienso que si ella no me hubiese prometido casarse conmigo, y me hubiera confiado la lucha que sostenía dentro de si misma, bueno, no habría ocurrido lo que ocurrió...

Caminamos durante largo tiempo sin que nos habláramos. Pero al fin habló.

—Yo ya no podré ser feliz, maestro David. Pero si usted encontrara la manera de decirle que ya no sufro, que la amo siempre y que la compadezco, y que espero allí donde..., se terminan las penas..., si usted pudiera decirle algo que alivie sus penas...

Se lo prometí y estreché fuertemente sus manos.

—Gracias, señor —dijo—. Sé adónde va usted. Adiós.

Y se alejó.

La puerta del viejo barco estaba abierta. Cuando me acerqué vi que allí no quedaban muebles, salvo un viejo cofre, sobre el cual estaba sentada la señora Gummidge con un cesto en las rodillas. Peggotty miraba las rojizas cenizas de un fuego casi extinguido.

—¿Vino a despedirse? Ése es el cofre sobre el cual se sentaba usted en otro tiempo al lado de Emilia. Voy a llevarlo conmigo, y allí está su antigua habitación...

Soplaba el viento suavemente con solemne gemido y envolvía la casa en una atmósfera de tristeza. Todo se lo habían llevado, hasta el espejito de marco de nácar. Recordé el tiempo en que por primera vez me acosté allí. Me acordé del niño de ojos azules: pensé en Steerforth, y me asaltó el temor de que estuviera por allí cerca y pudiesen verlo.

—Vendí el barco a un constructor de mástiles de Yarmouth. Pienso enviarle esta noche la llave.

Cuando sacamos el cofre, la señora Gummidge se cogió del brazo de Peggotty.

— ¡Daniel! Lléveme con ustedes. Seré su criada, su esclava, lo que quieran. Pero no me dejen aquí sola. ¡No me abandone, Daniel!

— Usted no sabe lo largo que es el viaje y lo trabajosa que será la vida.

— Señor David, interceda por mi... Daniel, mi querido Daniel, no me dejen ustedes aquí. Sé que soy molesta y gruñona, pero estoy muy sola. Iré con ustedes al otro extremo del mundo, donde sea y como sea. —Y cogió la mano de Peggotty y la besó.

Transportamos el cofre fuera de la casa. Se apagaron las luces, se cerró la puerta, y abandonamos el viejo barco, que allá quedó como un punto negro entre un cielo cargado de tempestad. Al día siguiente marchábamos a Londres sobre la imperial de la diligencia; la señora Gummidge iba instalada en el último piso del coche.

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