David Copperfield

CAPÍTULO 62

Se acercaba el momento en que el navío de los emigrantes iba a hacerse a la vela. Mi antigua y querida niñera vino a Londres. Habíamos abandonado, mi tía y yo, nuestras casas de Highgate: yo, para viajar, y ella para habitar de nuevo en su casa de Douvres. Entretanto, alquilamos una habitación en Covent Garden. Entré en mi casa aquella tarde pensando en lo que había pasado entre Ham y yo, durante mi última visita a Yarmouth, y me preguntaba si no sería mejor que escribiese en seguida a Emilia. Antes de acostarme le escribí. Di la orden de que llevasen aquella carta al día siguiente por la mañana. Me despertó la presencia de mi tía.

—Trot —dijo—, no me atrevía a despertarte. El señor Peggotty está abajo. ¿Le hacemos subir?

Respondí que sí, y pronto apareció. Me traía una carta de Emilia. Se despedía, muy triste, de mí: "Adiós para siempre, amigo mío —decía—. ¡Gracias, y que Dios lo bendiga!"

Dije a Peggotty que pensaba en volver a Yarmouth. Trató de disuadirme. Pero se convenció. Fue a la oficina de la diligencia a petición mía, y tomó un asiento en la imperial. Marché aquella misma tarde y recorrí de nuevo aquel camino que en tantas y tan diversas situaciones había cruzado en otros tiempos.

—¿No le parece a usted que esas nubes no prometen nada bueno? —dije al conductor en el primer relevo—. No recuerdo haber visto nunca nada parecido.

— Ni yo tampoco. Nunca he visto una amenaza de tempestad como ésta.

A medida que la noche avanzaba y las nubes precipitaban su carrera, apretadas y negras, por toda la amplitud del cielo, el viento redoblaba su furor. Al amanecer se intensificó más aún su furia. Yo había visto en Yarmouth vendavales que los marinos llaman "cañonazos", pero nunca había presenciado nada que se pareciese a aquello. Llegamos muy tarde a Norwich. Nos dijeron, mientras cambiábamos de caballos, que grandes trozos de techo habían sido arrancados de la iglesia y lanzados por el viento a una calle próxima, la cual había quedado obstruida completamente. Labriegos decían que en pueblos cercanos habían visto árboles corpulentos desarraigados, cuyas ramas esparcidas cubrían los campos y los caminos. Y entretanto, lejos de calmarse, la tempestad redoblaba su violencia.

Avanzábamos penosamente: nos aproximábamos al mar. El agua seguía subiendo y ya cubría en una extensión de varios kilómetros la comarca llana vecina a Yarmouth. Me bajé al llegar a la antigua posada, y después me dirigí al mar. Tropecé, a lo largo de la calle, con la arena y las plantas marinas aún inundadas de espuma blanquecina. A cada paso tenía que evitar el golpe de alguna teja en la cabeza, y me agarraba a cualquier transeúnte a la vuelta de cada esquina para no ser derribado por el viento. Me reuní con grupos de marineros; en ellos había mujeres que lloraban. Sus maridos habían ido a la pesca de arenques o de ostras. Había grandes motivos para pensar que sus barcas habían zozobrado.

Vi montañas de agua que avanzaban veloces y se estrellaban de súbito en toda la extensión de la playa, como si quisieran tragarse la ciudad. Yo no había visto a Ham entre los marinos reunidos a raíz de aquel formidable huracán. Volví a la posada. Eran las cinco de la tarde. Sólo estaría cinco minutos al lado del fuego en el comedor, cuando entró un mozo y me dijo que dos barcos carboneros acababan de hundirse con su tripulación a pocas millas de Yarmouth, y que se habían visto otros barcos navegando a la deriva. Mi soledad y la ausencia de Ham me producían un malestar indecible.

Subí a acostarme, pero no pude dormir. Bajé y en la cocina vi a los que velaban, agrupados alrededor de una mesa que habían colocado cerca de la puerta. Dos horas permanecí allí. Cuando volví a mi habitación, la oscuridad reinaba en ella. Pronto caí en un sueño profundo. Desperté cuando oí que tocaban a mi puerta. Eran las ocho o nueve de la mañana. Oí que me decían:

—Un barco va a encallar cerca de aquí. Viene de España o de Portugal, con cargamento de vinos y frutas. Dicen que pronto va a estrellarse contra la costa.

Me vestí lo más ligero que pude y corrí a la playa. Había allí una multitud de gente. Un marinero medio desnudo me indicó con su brazo el lado izquierdo de la playa. Allí vi muy bien el barco. Uno de los palos se había roto a dos metros del puente y estaba tendido entre una masa de cordajes y velas. De improviso, las olas barrieron el puente y arrastraron al abismo hombres, palos y cordajes. El navío ya había tocado los bajos, según me dijo la voz ronca del marino y se había partido.

En ese momento resonó en la orilla un largo grito de piedad al ver que cuatro hombres salían del abismo, agarrados al trozo de mástil que aún estaba en pie, y en medio de ellos un hombre de rizados cabellos que había desarrollado una actividad infatigable. A bordo había una campana que sonaba incesantemente como toque de agonía. El barco se hundió en las aguas y volvió a aparecer con dos hombres de menos. De pronto vi que la multitud se replegaba, entreabriéndose como para dar paso a alguien. Era Ham. Llegaba corriendo. Me abracé a él, y grité a los que nos rodeaban que no le permitieran abandonar la playa. La expresión de su cara era terrible.

Un nuevo grito resonó. La vela acababa de aprisionar tras repetidos golpes a uno de los dos hombres y alcanzaba al otro, ese hombre de indomable valor que quedaba solo en el mástil. Comprendí entonces que no podría impedir que Ham se lanzara al rescate.

— Maestro David, si mi hora ha llegado, bienvenida sea; y si no ha llegado, ya nos veremos. ¡Preparen todo, que allá voy!

Desataron las cuerdas de un cabrestante, y varios grupos se colocaron entre Ham y mi persona. Le volví a ver de pie, solo y en traje de marinero; llevaba una cuerda atada a la muñeca y otra a la cintura, mientras los más vigorosos asían la que él había arrojado a sus pies.

El barcó se iba a partir en dos, y la vida de aquel que estaba abandonado en un mástil pendía de un hilo, aunque estaba fuertemente atado. Llevaba un gorro singular, de un rojo más vivo que el de los marineros, y creí enloquecer al reconocer, en uno de sus gestos, el recuerdo de un antiguo amigo que en otro tiempo me había sido muy querido.

Ham se lanzó en medio de las aguas y comenzó su tremenda lucha con ellas. Estaba herido. Pude ver que de su rostro manaba sangre, pero él parecía no notarlo. Se acercó al barco y cuando iba a agarrarse a su casco, una inmensa montaña verde y amenazadora de agua que avanzaba por detrás del barco en dirección a la playa lo arrastró, mientras el navío desaparecía. Vi sobre el mar esparcidos algunos fragmentos. Corrí hacia el sitio de la costa donde fue empujado y no vi del barco sino algunos despojos.

Colocaron a Ham a mis pies, muerto. Se le condujo a la casa más próxima. La gran ola le había herido de muerte. No sé cuánto tiempo permanecí a su lado. Un pescador vino a llamarme y me dijo:

—¿Puede venir un momento?

Trémulo de miedo, me apoyé en el brazo que me ofrecía para sostenerme.

—¿Es que hay otra persona muerta en la ribera?

— Sí—me contestó.

—¿Lo conozco?

No me respondió, pero me condujo a la playa. Y allí, donde en otro tiempo Emilia y yo buscábamos conchitas, entre las ruinas del viejo barco destruido por el huracán, lo vi tendido.

Con la cabeza apoyada sobre un brazo, como tantas veces lo había visto reposar en otro tiempo en el dormitorio de Salem House.

CAPÍTULO 63

Trajeron las parihuelas, lo colocaron sobre ellas, cubierto con un lienzo y lo condujeron a la ciudad. Lo llevamos al hotel y envié a buscar a Joram para que me proporcionara un coche fúnebre que me permitiera conducirlo a Londres. Partí del hotel en mi silla de posta precediendo a mi precioso depósito. A lo largo de las calles, y hasta cierta distancia en la carretera, había numerosos grupos; pero no percibí más que la noche sombría.

Llegué a Highgate en un hermoso día de otoño. Había andado a pie el último kilómetro pensando en lo que debía hacer. Era portador de una triste noticia, pero tenía que ver a su madre. Mandé que se detuviera el coche fúnebre y que no avanzara hasta que yo lo ordenara.

Me faltó, al principio, valor para llamar a la puerta. Pero, al fin, me decidí. Vino la criada a abrirme; le dije que era urgente que hablara con la señora Steerforth, y esperé en el salón.

Al salón le faltaba el aire de animación que tenía en otros tiempos, y los postigos de las ventanas estaban cerrados. El arpa no había resonado hacía mucho tiempo. El retrato de Steerforth, niño, estaba allí; a su lado, el escritorio donde su madre guardaba sus cartas. Subí. Estaba en el cuarto de su hijo, y no en el suyo. Rosa Dartle hallábase a su lado. Por mis ojos comprendió que era portador de malas noticias.

—Siento mucho verlo de luto —me dijo la señora Steerforth.

—Tuve la desgracia de perder a mi mujer —contesté—. Espero que el tiempo nos consuele a todos.

La gravedad de mis palabras y las lágrimas que afluían a mis ojos, la alarmaron.

—¿Está enfermo mi hijo?

—Muy enfermo.

—¿Lo ha visto?

—Sí.

—¿Se han reconciliado?

No podía afirmarlo ni negarlo. La señora Steerforth volvió ligeramente la cabeza, y aproveché ese momento para decir a Rosa Dartle:

— ¡Ha muerto!

Levantó los ojos con una terrible expresión de horror. La señora Steerforth se volvió hacia mí, y comprendió. Llamó a Rosa.

—¿Está su orgullo satisfecho, mujer insensata? —dijo Rosa—. ¿Ya la ha desagraviado a usted? ¡Con la muerte de su hijo!

La señora Steerforth cayó rígida hacia atrás. Los gemidos que lanzaba de cuando en cuando me llegaban al corazón.

—¿Recuerda el día en que, en un rapto de ira causada por los mimos de su madre, me desfiguró el rostro? ¡Mire usted esta marca que me acompañará hasta la tumba! ¡No me conteste! ¿He guardado tanto silencio para callarme ahora? ¡Yo le he querido más que usted le quiso jamás! Si hubiese sido su mujer, me hubiera hecho esclava de sus caprichos por una sola palabra de amor que me dijera una vez al año. Sufrí la humillación de convertirme para él en un juguete, en una muñeca, buena para pasatiempo. ¿Llora usted?

—Señorita Dartle —le dije—, ¿no puede compadecerla, por lo menos?

—¿Y a mí quién me compadece?

La señora Steerforth no se movía. Permanecía con la vista fija. Gemía de cuando en cuando, con un débil movimiento de cabeza, pero sin dar más señales de vida. De repente, Rosa Dartle se arrodilló ante ella y comenzó a aflojarle la ropa.

— ¡Maldito sea usted! —me dijo—. ¡Salga de aquí!

Salí, pero volví a entrar para tocar la campanilla y prevenir a los criados. Tenía en sus brazos la forma impasible de la señora Steerforth y la besaba llorando. No vacilé en dejarlas solas. Bajé sin hacer ruido, y di la voz de alarma en la casa al salir de ella. Volví por la tarde, a una hora más avanzada. Colocamos a Steerforth sobre el lecho del cuarto de la madre. Me dijeron que ésta continuaba sin cambio alguno, y que la señorita Dartle no la dejaba. Los médicos estaban a su lado, y le habían dado muchos remedios.

Recorrí aquella casa funesta; cerré todas las ventanas, y acabé por las del cuarto donde él reposaba. Levanté su mano helada y la coloqué sobre mi corazón. El mundo no era para mí sino muerte y silencio.

CAPÍTULO 64

Aquella tarde hablé con Micawber y le encargué que cuidara de que la terrible noticia no llegara a conocimiento de Peggotty, y me lo prometió. Desde que entendió que debía adaptarse a las costumbres de su nuevo estado social, había tomado aires de cazador furtivo, siempre alerta y con el sombrero inclinado sobre la oreja. Se había provisto de un traje completo impermeable y de un sombrero de paja, muy bajo de copa, barnizado por el exterior con pez griega o alquitrán. Con este traje ordinario, un anteojo de simple marinero debajo del brazo, y mirando de vez en cuando al cielo como gran conocedor de sus cambios, tenía un aspecto más marino que Peggotty. Estaba preparado para todo, él y su familia. Y todos los ayudamos a preparar su equipaje y demás efectos personales.

La familia de Micawber habitaba un sucio y oscuro tenducho cuyas habitaciones avanzaban en saliente sobre el río. Conversábamos cuando fuimos interrumpidos por un muchacho que me presentó una esquela escrita con lápiz con el siguiente encabezamiento: "Heep contra Micawber". Micawber, lo supe por ese documento, viéndose otra vez detenido, estaba en el colmo de la desesperación. Bajé de inmediato para pagar su deuda, y lo encontré sentado en un rincón mirando de un modo siniestro al agente de policía que lo había detenido. Puesto de nuevo en libertad, me abrazó, y se apresuró a escribir en su libro de notas esta nueva cantidad. Y comenzó a hablar de su nueva patria y de la navegación.

—Facilidades no han de faltarme, gracias a Dios —dijo el señor Micawber—. El océano no es en este momento sino una gran flota, y seguramente encontraremos más de un barco durante la travesía. Este viaje es una pura diversión —dijo empuñando su anteojo—. Una broma: la distancia es imaginaria.

Dejó en el suelo a los dos niños que tenía sobre las rodillas, y se agregó a su familia para beber recíprocamente a nuestra salud. Después, se estrecharon cordialmente la mano. Una sonrisa iluminaba su rostro. Comprendí que sabría abrirse camino, hacerse una reputación y lograr que lo estimaran.

Se permitió a los niños que mojaran sus cucharas en el vaso de Micawber, tras lo cual mi tía e Inés se levantaron para despedirse de los emigrantes. Fue un doloroso momento. A la mañana siguiente fui a saber si habían partido, y me dijeron que habían montado en la chalupa a las cinco de la mañana. Comprendí el vacío que dejan las despedidas al hallar en aquel miserable albergue, donde una sola vez los había visitado, tal aspecto de soledad y tristeza desde que ellos se habían marchado.

Por la tarde fuimos a Gravesand, mi antigua niñera y yo. Allí estaba el barco rodeado de una multitud de barcos, en medio del río. La señal de la marcha flotaba en lo alto del palo mayor. Alquilé una lancha y subimos a bordo. El señor Peggotty nos esperaba en el puente. Me dijo que el señor Micawber había sido nuevamente detenido, pero, que de acuerdo a sus instrucciones, él había pagado el importe de su deuda, la cual le reintegré en el acto. Después bajamos al entrepuente.

Era un espectáculo muy extraño el que contemplaba. Se veían, entre las vigas, aparejos, relingas de navío, hamacas, maletas, cajas, barriles, todo lo que componía el bagaje de los emigrantes. Algunas linternas alumbraban la escena. Grupos diversos se formaban apresuradamente. Se hacían amistades nuevas y se despedía a las antiguas. Había allí niños de pocos días y ancianos encorvados a los cuales parecía quedarles ocho días de vida; labradores que llevaban entre sus gavillas algunos terrones del suelo natal, y herreros cuya piel iba a llevar al nuevo mundo una muestra del hollín y el humo de Inglaterra. En el estrecho espacio del entrepuente habían hallado la manera de amontonar tipos de todas las edades y condiciones.

Al dirigir una ojeada a mi alrededor, creí ver sentada al lado de uno de los pequeños Micawber a una mujer cuyo aspecto me recordó a Emilia. Otra mujer se inclinó para besarla, y luego se alejó con rapidez a través de la multitud, dejándome el vago recuerdo de Inés. La señora Gummidge se ocupaba activamente en el arreglo de los efectos de Peggotty con la ayuda de una joven vestida de negro que me volvía la espalda.

—¿Tiene usted algún encargo que hacerme, maestro David? —me dijo Peggotty—. ¿Alguna pregunta?

—Una sola. Marta...

Tocó en el brazo de la joven que estaba cerca de él, y se volvió. Era Marta.

—¡Qué Dios lo proteja, Peggotty! ¿Se la lleva usted?

Ella me respondió por él, y rompió a llorar. Estreché la mano de Peggotty. Y llegó el momento de marchar. Nos despedimos. Mi antigua niñera estaba hecha un mar de lágrimas. Bajamos a nuestra lancha, y a corta distancia nos detuvimos para ver el barco en marcha. El sol se ponía. El barco se mecía entre nosotros y el cielo rojizo. El viento hinchó las velas y el navío se balanceó. Tres hurras estentóreos partieron de las barcas para ser repetidos a bordo. Los sombreros y pañuelos se agitaban en el aire en signo de despedida. Entonces la vi.

Él nos señaló, ella nos vio, y me envió con la mano el último adiós. Entre las tintas rosadas del cielo, apoyada en su tío, y él sosteniéndola en sus brazos, pasaron frente a nosotros y desaparecieron a lo lejos. Cuando volvimos los remos hacia la orilla, la noche descendía sobre las colinas del Kent. Y también caía sobre mi alma entristecida.

CAPÍTULO 65

Me ausenté de Inglaterra sin darme cuenta clara de la fuerza del golpe que había de soportar. Dejé todo lo que me era querido, y me fui, creyendo que con irme todo estaba terminado. Durante varios meses viajé con aquella nube oscura dentro de mí. Estaba en Suiza ahora. Había venido de Italia por uno de los grandes desfiladeros, a través de los Alpes. Había algo de maravilloso y sublime en aquellas prodigiosas alturas. Recibí allí una carta de Inés. La leí muchas veces, y le contesté de inmediato. Le dije que tenía gran necesidad de su ayuda y que sin ella no sería ahora ni nunca lo que deseaba.

Faltaban tres meses para que se cumpliera el año de mi viudez, y resolví no hacer nada hasta la expiración de ese plazo más que responder a la estimación de Inés. Viví todo ese tiempo en el vallecito y sus alrededores. Pasados los tres meses, resolví continuar todavía algún tiempo lejos de mi país, y establecerme por el momento en Suiza.

Volví a coger la pluma y me puse a trabajar. Trabajé firme. Empezaba muy temprano y dejaba la labor muy tarde. Escribí una novela que remití a Traddles; éste se encargó de publicarla de un modo favorable a mis intereses, y el rumor de mi creciente reputación llegó hasta mí. Me puse de nuevo a trabajar en otro libro. Era mi tercera novela. Ya llevaba escrita la mitad, cuando pensé en regresar a Inglaterra. Mi salud, gravemente alterada cuando salí de mi patria, se había restablecido completamente.

Cuando empecé a reponerme, pensé que quizá un día, tras larga espera, podría gozar la dicha de casarme con Inés. Si ella me había amado alguna vez, más sagrada debía ser para mí ahora; y si, por el contrario, nunca me había amado, ¿podía creer que ahora me amara?

Hacía tres años que el barco cargado de emigrantes se había dado a la vela, y poco menos de tres años que en el mismo lugar, a la misma hora, al ponerse el sol, estaba yo de pie sobre el puente del paquebote en el cual regresaba a Inglaterra.

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