El pastor y el lobo

(Esopo)

En una aldea perdida en las montañas, vivía un joven y fornido pastor, que gozaba de mucha estima entre los vecinos.

Tan sólo tenía un defecto, aunque la verdad era que el defecto valía por tres: le gustaba gastar bromas, la mayoría de las veces, muy pesadas.

Sin ir más lejos, aquella misma mañana, cuando casi toda la aldea estaba en la plaza, pues se celebraba la feria semanal, nuestro bromista pastor entró corriendo y gritando a pleno pulmón:

–¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!

Como era de esperar, la plaza se vació en un santiamén, sin que nadie llegara a descubrir que se trataba de un engaño del pastor, pues en el barullo que se organizó, quien más quien menos estuvo seguro de haber visto al lobo.

Al día siguiente, apenas asomó el sol en las montañas, varios pastores abandonaron juntos la aldea, con sus rebaños.

Las ovejas, muchas de ellas con cara de sueño, salían de los corrales y emprendían el camino, dispuestas a pasar el día pastando juntas.

Muy lejos ya de la aldea, llegó la hora de la comida para las ovejas y para los pastores, y viendo éstos un verde prado a un lado del camino, decidieron comer en él.

Así, mientras cada oveja se buscaba su menú de hierba, los pastores se sentaron sobre unas piedras y abrieron sus mochilas.

Al poco rato, el pastor bromista se levantó, se alejó de sus compañeros, pretextando que había visto que una joven oveja se alejaba demasiado.

–Espero que hoy no aparezca el lobo –comentó un pastor, cortando un buen pedazo de queso que habían dejado en el centro del corro para que cada uno se sirviera a su antojo.

–¡Ni lo nombres! Quiero comer tranquilo –exclamó otro; pero se quedó con la palabra en la boca, pues en ese momento reapareció el joven pastor, corriendo como si lo persiguieran mil demonios y gritando:

–¡Que viene el lobo! ¡Que viene el lobo!

Podéis estar seguros de que la desbandada que se organizó fue aún mayor que la del día anterior en la plaza.

El más perjudicado por las bromas del joven pastor era el lobo.

Aquella tarde, éste deambulaba por los alrededores de su cueva, pensando en los perjuicios que el pastor le estaba ocasionando.

Hacía algún tiempo, cansado de que todo el mundo le tuviera miedo, había tomado la decisión de hacerse vegetariano y había decidido que la muestra definitiva de su cambio de vida sería hacerse amigo de las ovejas.

Hasta el momento, había logrado hacer amistad con alguno de los perros que cuidaban los rebaños. Pero desde que el pastor había empezado a hacer de las suyas, alguno de sus nuevos amigos le negaba el saludo.

–¿Ya de regreso a casa? –saludó el lobo aquella tarde a un topo que vivía en un árbol, frente a su guarida.

Pero el topo le dio con la puerta en el hocico, sin contestarle.

Decidido a darle un buen escarmiento al pastor y a rehacer su maltrecha fama, el lobo salió del bosque y bajó a la aldea.

Cuando estuvo cerca del corral donde el pastor encerraba su rebaño, se aproximó, ocultándose entre los árboles, pues tal como estaban los ánimos prefería no arriesgarse.

Vio entonces cerca a un perro muy simpático, con el que había hecho amistad.

–¡Chist. ..! –lo llamó en un susurro.

El bueno del perro, al advertir que quien lo llamaba era el lobo, exclamó:

–¡La has hecho buena!

El lobo se apresuró a explicarle que él no tenía nada que ver con los últimos sustos recibidos por los habitantes de la aldea, y que todo había sido obra de su joven amo.

–Pero si me ayudas –añadió–, le daremos a tu amo una lección, que le quite para siempre las ganas de gastar semejantes bromas. Y yo, por mi parte, podré seguir adelante en mi propósito de cambiar de vida, y nunca más volveré a ser el terror de los rebaños.

–¿Y qué puedo hacer yo? –preguntó el perro, impresionado por la sinceridad que traslucían las palabras de su amigo.

–Tan sólo dejar que, por unos días, ocupe tu lugar en el rebaño. Bien disfrazado, nadie advertirá el cambio, y podré darle a tu amo el mayor susto de su vida.

Aquella misma tarde empezó el lobo su nuevo trabajo, como guardián del rebaño.

Iba disfrazado con tanta habilidad que hasta incluso se había pintado la mancha blanca que su amigo el perro tenía en la frente. Y había que fijarse mucho para advertir que su largo hocico y su espesa y sedosa cola eran más propios de un lobo que de un perro.

Además, como hizo muy bien su trabajo, corriendo, infatigable, de un lado a otro, para conducir el rebáño al corral, nadie advirtió el cambio.

A la mañana siguiente, fue el primero en despertarse en el corral. De buena gana se hubiera puesto a ladrar, de haber podido, pues tras su corta experiencia de la noche anterior había comenzado a gustarle su trabajo.

Pero se guardó muy bien siquiera de intentarlo, pues habría aullado en lugar de ladrar, y todo su plan se habría venido abajo.

Así que esperó a que el corral se fuera despertando y cuando vio salir al pastor de su cabaña, se fue brincando hacia él.

–¿Aún estamos así? –se enfadó el pastor–. Tú y tus compañeros deberíais tener ya el rebaño listo.

El lobo no se lo hizo repetir la orden y entró en el corral, dando voces.

–¡Vamos, holgazanas! –gritaba, disimulando la voz–. ¡Es hora de levantarse!

–Cada día nos despiertan más temprano -se quejó una oveja muy dormilona.

Poco después, el joven pastor se reunía con los otros pastores de la aldea, porque, como solían hacerlo, aquel día sacarían sus rebaños a pastar juntos.

Todo el camino, el lobo no dejó de correr arriba y abajo, obligando a las ovejas que se quedaban rezagadas a regresar al rebaño.

Su ir y venir no dejó de ser advertido por los pastores, quienes no pudieron por menos que asombrarse ante aquel despliegue de eficiencia.

–Puedes estar satisfecho –le dijo uno de ellos al joven pastor–, pues es, con mucho, el mejor perro de todos.

Al pastor, que no salía de su asombro, le resultaron poco familiares el largo hocico y la espesa cola. Pero se olvidó del asunto cuando, poco después, se detuvieron para comer.

Al rato, el pastor se alejó y se ocultó detrás de un árbol, con la intención de gastarles una nueva broma a sus compañeros.

Pero lo que hasta entonces había sido invención suya se convirtió en realidad. El lobo sospechó que el pastor tramaba otra de las suyas y se le acercó por la espalda, rugiendo y enseñando sus afilados dientes.

Cuando el pastor lo vio de cerca, comprendió por qué no había reconocido aquel hocico y aquella cola ¡Ante él tenía al lobo, cuya llegada había anunciado tantas veces!

–¡Que viene el lobo! –gritó entonces con todas sus fuerzas–. ¡Que viene el lobo!

Y antes de que no tuviera ocasión para contarlo, trepó como pudo por el tronco del árbol.

Los otros pastores corrieron, armados de sus cayados, hacia el lugar donde sonaban las voces.

Pero cuál no sería su sorpresa cuando descubrieron que el que ellos habían tomado como un perro cumplidor de su trabajo era ni más ni menos que el lobo.

No sabiendo qué hacer, los pastores se detuvieron a prudente distancia.

–¡Haced huir a esa fiera! –suplicaba el joven pastor, sosteniéndose a duras penas sobre una rama–. ¿Acaso habéis olvidado cuánto mal nos ha hecho el lobo?

Por fortuna para el lobo, pues los pastores ya estaban volviendo, amenazadores, sus cayados hacia él, apareció el bueno del perro que había accedido a que el lobo hiciera su trabajo.

Les había seguido todo el tiempo, convencido de que la aventura en la que se había metido su amigo podía ser peligrosa.

–Mi amo os ha engañado tantas veces cuantas ha anunciado la llegada del lobo –explicó, muy decidido, a los pastores, aunque estaba consciente de que su sinceridad podía costarle el puesto de trabajo–. Habéis de saber que el lobo ha decidido cambiar totalmente de vida, y su único deseo es hacerse amigo de todos nosotros.

El pastor reconoció que su perro no mentía.

Había querido reírse a costa de los demás, asustándolos con la llegada del lobo.

Arrepentido, pidió perdón y, cuando aquella tarde regresaron a la aldea y los pastores contaron la eficiencia del lobo como guardián del rebaño, todo el mundo alabó sus buenos propósitos por cambiar de vida.

A partir de entonces, en aquella aldea, nadie tuvo que anunciar nunca la llegada del lobo, ya fuera verdad o mentira.

El lobo bajaba siempre que le apetecía a la aldea y, en más de una ocasión, ayudaba a los pastores. Había logrado incluso hacer amistad con las ovejas y nunca más volvió a ser el lobo fiero, al que todos temían.

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