La historia del travieso Peter Nord

Capítulo II

El pueblo se extendía, amable y feliz, al abrigo de la montaña colorada. Tan sumergido estaba en aquel mar de verdura, que sólo emergía el campanario. Los jardines, de terraza en terraza, y escalando las escarpaduras, aunque pronto se detenían ante las murallas de granito, se propagaban por entre las casas al otro lado de la calle y sobre la estrecha faja de tierra que iba del pueblo al ancho río.

El pueblo dormitaba. No se veía a nadie ni se distinguía otra cosa que árboles, matorrales y casas separadas de trecho en trecho, Sólo se oía el rodar de los birlos en el juego de bolos, que semejaba el sordo ruido de una tempestad lejana. Aun este mismo vigoroso rumor formaba parte del silencio que reinaba por doquier.

De repente, las grandes y desiguales losas que empedraban la plaza retumbaron bajo el fuerte choque de unos tacones férreos. El sonido de unas voces rudas resonó contra los muros del Ayuntamiento y de la iglesia, repercutió contra las laderas de la montaña y, por último, se perdió en la larga calle. Los que turbaban la tranquilidad de la mañana eran cuatro extranjeros.

¡Pobre y dulce silencio! ¡Oh, paz dominical, de ordinario ininterrumpida! El silencio y la paz, despavoridos, huyeron hacía la montaña.

Uno de los estrepitosos extranjeros que invadían la vía era Petter Nord, el muchacho Värmlandés que seis años antes huyera de allí acusado de robo Sus tres compañeros eran descargadores del gran puerto situado a unas leguas del pueblo.

¿Cuál había sido la suerte de Petter Nord? Se había desenvuelto bien y fácilmente; porque

tuvo la suerte de encontrar una amiga y una compañía de las más razonables.

Al escapar corriendo en el amanecer de un día sombrío y lluvioso del mes de febrero, la música de los bailables de la noche anterior le runruneaba todavía en los oídos, y entre ellos había uno cuyos ecos no se extinguían un solo instante. Era la ronda casi ritual que se entona mientras los reunidos bailan en torno del árbol de Navidad. y que todos habrán cantado al final de un baile:

Ha vuelto Navidad,

ha vuelto Navidad.

Tras Navidad la Pascua volverá.

Esto no es verdad,

esto no es verdad,

porque antes la Cuaresma llegará.

El joven fugitivo oía estas palabras lo mismo que si se encontrase todavía en el baile. Poco a poco, el sentido práctico oculto en la antigua canción, se insinuó en la mente del muchachito del Värmland, tan ávido de alegría y satisfacciones, penetrando en cada una de sus fibras, mezclándose en cada gota de su sangre.

La ronda decía la verdad. Entre Navidad y las Pascuas, las grandes fiestas del nacimiento y de la muerte, está la Cuaresma de la vida. A la vida no hay que pedirle nada; es el pobre tiempo del ayuno y la abstinencia. ¡Nunca se fíen de él, por sonriente que sea su aspecto! Le basta un instante para recobrar su verdadero aspecto grisáceo y feo. No es suya la culpa: esta pobre vida ha sido hecha de este modo.

Petter Nord se sentía casi orgulloso de haberle arrancado a la vida su más profundo secreto.

Se representaba con toda fidelidad la cara de doña Cuaresma, amarillenta y mendicante, que se desliza a través de la tierra toda, llevando en los brazos sus verduras del miércoles de ceniza, silabeando entre dientes: "¡Cómo! ¿No has querido tú celebrar la fiesta de la alegría y del buen humor en este tiempo de ayuno que se llama vida? ¡Serás, pues, castigado y cubierto de escarnio hasta que te arrepientas!"

Petter Nord se había corregido y doña Cuaresma lo tomaba bajo su protección. Jamás había tenido necesidad de ir más allá de la gran ciudad fabril, porque nadie le había perseguido. Allá, en los barrios populosos, doña Cuaresma vivía con él.

Petter Nord entró primero en una fábrica, como operario. No tardó en ser fuerte y enérgico, revelándose como un hombre grave y económico. Tuvo hermosos trajes para el domingo; adquirió instrucción; solicitaba libros de una biblioteca y, por las noches, concurría a las clases de adultos. Del pequeño Petter Nord no quedó más que los cabellos de oro pálido y los ojos de color castaño.

Aquella noche se había resquebrajado algo en Petter Nord, y el duro trabajo de la fábrica continuó ensanchando la resquebrajadura, si bien con ello se había desvanecido por completo el loco del Värmland que había en él.

Ya no decía tonterías; en el taller, donde no se permitía hablar, había adquirido la costumbre de permanecer callado. Se había olvidado de sus pequeñas invenciones, porque al ocuparse seriamente de los engranajes y de los resortes mecánicos, desapareció el encanto que aquéllas le pudieron proporcionar.

Ya no se mostró enamoradizo, porque las jóvenes del barrio obrero no le interesaban lo más mínimo, y porque recordaba las beldades del pueblo. Ya no tenía ratoncitos ni ardillas, ni nada para distraerse: éstas eran cosas inútiles, y recordaba con amargura los pasados días en que por una nonada se peleaba con los chicos del pueblo.

Petter Nord pensaba que la vida no podía ser de otra manera que gris, gris y gris. Petter Nord continuaba aburriéndose, pero ya se había habituado a ello y no le daba importancia. Petter Nord, en el fondo, estaba orgulloso de sí y de su buen sentido práctico. Hacia remontar su conversación a la noche en que la alegría le traicionó y en que doña Cuaresma se había hecho su amiga y compañera.

¿Como era posible que Petter Nord, tan sensato y tan ordenado, se decidiese a ir, en domingo, al pueblo donde todos le conocían, acompañado de tres descargadores sucios y desharrapados, y que, además, parecían unos borrachos?

Este pobre Petter Nord había tenido siempre un buen corazón, y los tres descargadores eran protegidos suyos. Todos se llamaban Petter, y vivían como hermanos. Les unía el mismo nombre, y habían acogido a Petter Nord por el amor que este nombre logró inspirarles, y le permitían que les prestara algunos favores.

Él les pagaba la leña cuando el invierno era más crudo, y cuando por la noche se hallaban en torno de la mesa, con un vaso de vino delante, entretenían al joven, que remendaba los enormes agujeros abiertos en la suela de sus zapatos, contándole historietas y embustes.

A Petter Nord, aunque no lo confesara, le gustaba el tono áspero de sus discursos y el relato de sus aventuras. Aquellos tres descargadores habían oído ciertos rumores que concernían a Petter Nord. Por esto, a los seis años cumplidos de vivir juntos, le comunicaron que en el pueblo se decía que Halfvorson había dejado expresamente el billete de cincuenta coronas entre las piezas de tela, para desembarazarse de un testigo enojoso.

Después de comentar el caso, los tres hombres convinieron en que lo mejor sería que Petter Nord fuese al pueblo en busca de Halfvorson, para propinarle una buena paliza.

Pero Petter Nord era razonable y estaba dotado de la mayor prudencia de este mundo. No podía aceptar semejante determinación. Los tres Petter habían divulgado la historia en todo el barrio obrero, y no cesaban de repetirle a Petter Nord: "Ve allá y propínale a Halfvorson unas cuantas caricias de importancia. La policía intervendrá en el asunto, los diarios relatarán el hecho y el miserable será castigado".

Petter Nord no quería. Él hubiera deseado vengarse, ciertamente; pero la venganza es un placer que a veces resulta caro, y la vida es pobre. Petter Nord lo sabía muy bien. La vida no suele ofrecer los medios de darse tales diversiones.

Los tres descargadores fueron una mañana a anunciarle que ellos iban, en su lugar, a darle una buena serie de palos a Halfvorson con el fin de que se hiciera justicia y la gente dejara de murmurar, "porque has de saber –añadieron– una cosa muy desagradable: en todas las tabernas y por todas partes se dice que tú tenías la intención, sin duda, de robar el billete de cincuenta coronas, desde el momento en que no te atreves a presentarte ante Halfvorson con el propósito de hacerle castigar".

El argumento surtió el efecto buscado. Petter Nord saltó furioso y declaró que sin perder un momento marchaba en busca del comerciante.

–Nosotros te acompañaremos –exclamaron los tres descargadores.

Acto seguido, se pusieron en camino los cuatro hombres.

Petter Nord puso en un principio una cara dura y hosca: quería más a sus amigos que a su enemigo. Llegado que hubo al puente que cruza el río, y desde donde se divisaba ya el pueblo, sus sentimientos sufrieron una profunda transformación: sobre el puente se le apareció el fantasma de un buen hombre, corto de estatura, anegado en lágrimas, un fugitivo que huía amparado en las sombras de la noche, y que, al parecer, no era otro que él mismo. Y cuanto más se sentía dentro de la piel del antiguo Petter Nord, más se daba cuenta del grave daño que Halfvorson le había causado con su conducta. No sólo había querido tentarle y perderle, sino que le había desterrado, lo que era peor, de aquel pueblo donde Petter Nord hubiera sido Petter Nord durante toda su vida.

¡Ah, cuánto se divertía en aquellos tiempos! ¡Cuán feliz y alegre vivía! ¡Cuán abierto tenía siempre el corazón y qué hermoso le parecía el mundo! ¡Dios santo! ¡Si hubiera podido continuar viviendo siempre así! Y volviéndose hacia él mismo, se veía tal como era ahora, taciturno, cansado de todo, laborioso y grave.

La cólera que experimentaba contra Halfvorson era tan grande, que en vez de seguir el paso de sus compañeros, se adelantó a ellos.

Los tres descargadores, que se habían puesto en camino, no sólo para castigar a Halfvorson, sino también para desahogar su rabia contra el pueblo, se encontraron desamparados en medio de aquellas calles. Allí no tenían nada que hacer unos hombres irritados. Ni un perro sobre el cual descargar unos palos, ni un barrendero con el cual entablar una disputa, ni un señor al que pudieran hacerle blanco de sus burlas.

El año no estaba muy avanzado: era el momento en que la primavera cede el sitio al verano, el tiempo blanco de los cerezos y de los perales, en que las guirnaldas de lilas coronan los altos arbustos recortados y en que los manzanos en flor embalsaman el ambiente.

Estos hombres, que venían directamente de las calles y de los barrios populosos, quedaron sometidos a una influencia extraña al llegar a aquel reino de las flores. Tres pares de puños resueltamente apretados se abrieron poco a poco; tres pares de tacones golpearon con menos dureza las losas del pavimento.

Desde la plaza de la iglesia ascendía un camino que serpenteaba por las montañas. Bordeábanlo unos cerezos jóvenes que formaban bóvedas y ojivas blancas. Las bóvedas eran de una ligereza desconcertante, formadas de ramas asombrosamente frágiles, temblorosas, delicadas, juveniles Este camino de los cerezos atrajo la atención de los tres hombres: necesitaban ser brutos en aquel pueblo para plantar cerezos en sitio donde todo el mundo podía coger los frutos. Hasta aquel punto lo habían considerado como un refugio de la injusticia y de la tiranía. Ahora comenzaban a reírse de él y a despreciarlo.

Pero el cuarto compañero no reía. Su deseo de venganza palpitaba en su pecho con mayor violencia a cada momento, porque comprendía que era allí, en aquel pueblo, donde debiera haber vivido y trabajado. Allí estaba su paraíso perdido. Y, sin preocuparse de los otros, se lanzó a buen paso calle abajo.

Siguieron los descargadores tras él, y a medida que avanzaban iban comprobando que el pueblo sólo tenía una calle, bordeada de flores y más flores, lo que contribuyó a hacer mayor su menosprecio, aunque, al mismo tiempo, se sentían más bonachones. Probablemente era aquélla la primera vez en su vida que se fijaban en las flores; pero allí no podían hacer otra cosa que reparar en ellas: las pesadas guirnaldas de lilas rozaban sus cabezas, y sobre ellos llovían los pétalos de los cerezos.

La calle estaba desierta; pero en las ventanas, tras los brillantes cristales y las cortinas blancas, distinguían los bellos rostros de lindas muchachas, y en las terrazas veían jugar a los niños. Ningún ruido turbaba el solemne silencio. Sólo las trompetas del juicio final hubieran podido arrancar al pueblo del sueño.

De repente se oyeron unos pasos, pasos verdaderos que resonaban con fuerza, voces, voces claras, risas, muchas risas, todo acompañado de unos golpecitos metálicos. Los tres hombres hicieron un movimiento de sorpresa y se retiraron al abrigo de una puerta cochera. Hubiérase dicho que era una compañía de soldados que avanzaba...

Efectivamente, era una compañía; pero una compañía de jóvenes: las criaditas del pueblo se dirigían hacia el campo para ordeñar las vacas.

Este humilde espectáculo impresionó profundamente a los hombres de la gran ciudad, a estos ciudadanos del mundo. ¡Las criadas del pueblo con los cántaros para la leche! ¡Aquello era cómico e impresionante!

De súbito, los tres descargadores salieron bruscamente de la puerta cochera, vociferando:

" ¡Miau, miau!"

La compañía de criadas se dispersó en un abrir y cerrar de ojos. Las muchachitas corrieron en desorden, gritando; las faldas revolotearon, las pañoletas cayeron por tierra, los cántaros de leche rodaron estrepitosamente por los suelos. Tras esto, se oyó, a lo largo de la calle, el sordo ruido de puertas que se cierran, reforzadas por dentro como si fueran barricadas, el rechinar de las cerraduras, seguido del golpeteo de ganchos, candados y barras de hierro que se ajustaban con prisa.

Mientras esto sucedía, Petter Nord, que no se había preocupado de sus compañeros, había llegado ante la casa de Halfvorson, donde decidió esperarles. Al llegar éstos, les dijo:

–Como éste es un asunto mío, entraré yo solo a arreglarlo. De no conseguir el resultado que espero, entonces será cosa de dejarles a ustedes el paso franco.

Los tres asintieron con un movimiento de cabeza.

–Entra, pues; nosotros te esperamos aquí.

Petter Nord entró en la tienda, donde encontró a un dependiente que le dijo que Halfvorson estaba ausente. Petter Nord entabló una larga conversación con el joven, averiguando multitud de cosas sobre su antiguo patrón. Halfvorson nunca había sido molestado por su negocio ilícito de alcohol.

Nadie ignoraba en el pueblo cómo se había conducido con Petter Nord, pero ésta era ya una historia vieja. Nadie hablaba del asunto. Halfvorson había hecho una gran fortuna y era bueno con todo el mundo. No era malo con sus deudores y no le gastaba a su dependiente la más leve asechanza.

En los últimos años, sólo se ocupaba en jardinería. Había plantado un jardín en torno de la casa que habitaba en el pueblo y tenía una gran huerta cerca de allí. Trabajaba con tanto ardor que olvidaba por completo el dinero y el negocio.

Petter Nord recibió con estas revelaciones algo así como una puñalada en el corazón. Halfvorson era bueno en el fondo: era natural, porque él no había sido desterrado del paraíso y era muy agradable vivir allí.

Edith Halfvorson continuaba al lado de su tío; pero siempre estaba enferma. Desde una congestión que había tenido durante el invierno, tenía los pulmones dañados.

Mientras Petter Nord conversaba con el dependiente, los descargadores aguardaban pacientemente en la calle.

En el jardín de Halfvorson, poco umbroso todavía, se había dispuesto una especie de túnel de ramaje con unos álamos jóvenes cortados con tal fin, bajo el cual podría permanecer Edith durante los calurosos días de la primavera.

Aunque iba recobrando sus perdidas fuerzas con mucha lentitud, el peligro inmediato había desaparecido, en apariencia. Hay personas que parecen carecer del valor de vivir. A la primera enfermedad que les sobreviene, se entregan cobardemente y aceptan la muerte con resignación.

La sobrina de Halfvorson estaba cansada de todo: del escritorio, de la tiendecita sombría, de la avaricia de su tío. Cuando tenía diecisiete años, el deseo de convivir con una sociedad agradable y de crearse amigos era para ella un excitante que prestaba interés a su vida. Después se había empeñado en corregir el carácter de Halfvorson y en hacerle comprender que era preciso evitar la repetición de sucesos como el de Petter Nord.

Como había conseguido sus propósitos, ya no había nada que le pudiera interesar. No entreveía la menor posibilidad de escapar a la monotonía del pueblecito, y, por lo tanto, podía morir tranquilamente. Sólo pensaba en esto, tendida bajo el túnel.

De repente se sobresaltó al oír una voz de hombre que hablaba muy alto y que decía que iba a entenderse a solas con Halfvorson para arreglar cierto asunto, y otra voz que le respondía.

"¡Toma, si es Petter Nord!"

¡Petter Nord! ¡El nombre más terrible, el nombre más temido de todos los nombres! Este nombre significaba el despertar de sus angustias pasadas.

Edith se levantó temblorosa. En este momento tres hombres con aspecto de ferroviarios doblaron la esquina de la calle y se pusieron a contemplar a la muchacha. El jardín sólo estaba separado de la calle por una puerta de poca altura y una valla de arbustos.

Edith estaba sola. La criada se había marchado a ordeñar las vacas y Halfvorson se hallaba en la huerta. Edith tuvo miedo de los tres hombres, y emprendió la huida: casi sin aliento, sofocada, se lanzó a través de las escarpadas avenidas. por las que resbalaban sus pies, y de las escaleritas de madera medio podridas que conducían de una terraza a otra.

Los tres hombres encontraron muy divertida aquella precipitada fuga, y fingieron el ademán de querer atraparla. Uno de ellos se encaramó sobre la puerta, y todos ahuecaron la voz de una manera terrible.

Edith corrió como se corre en los sueños: jadeante, saltando, volando, con la impresión angustiosa de no avanzar. Pero, llegada a la última terraza y, atreviéndose, al fin, a mirar hacia atrás, se convenció de que los hombres no la perseguían. Entonces se dejó caer sobre el suelo, en el límite de sus fuerzas. El esfuerzo había sido demasiado grande; sintió que algo se rompía en su interior, y un instante después una bocanada de sangre fluyó de sus labios.

Al regresar del campo las criadas, la encontraron allí tendida, exánime. Parecía hallarse en la agonía, y desde aquel momento nadie creyó posible su curación. Durante todo el día se halló en tan extremada postración y debilidad, que no pudo explicar lo que le había acontecido. De haber podido hablar, los extranjeros no hubieran escapado del pueblo con vida.

Por lo demás, no las pasaron muy felices. Cuando al reunirse con ellos les anunció Petter Nord que Halfvorson no estaba en la tienda, tomaron el buen acuerdo de marcharse juntos; pero como los tres descargadores insistieran luego en que debían esperar el regreso del tendero, decidieron instalarse sobre la hierba, tumbados en una pendiente donde daba el sol.

Cuando los hombres regresaron, horas después, de los campos, las mujeres, que habían experimentado mucho miedo, les refirieron la visita de los extranjeros con expresiones tan exageradas que sus palabras agrandaron notablemente lo sucedido. Los hombres resolvieron apoderarse de los malhechores, y, armándose de gruesos garrotes, se lanzaron en su busca.

Pronto volvieron al pueblo con su presa. Habían rodeado y cogido sin dificultad a los cuatro hombres mientras dormían tranquilamente, cargando contra ellos con heroica decisión.

Era hermoso verlo en las antiguas epopeyas: el héroe cautivo marchaba, a veces aherrojado, tras el cortejo triunfal del vencedor; pero, aun en la derrota, se mostraba noble y arrogante.

Todas las miradas se concentraban tanto en el vencedor como en el vencido; las lágrimas y las coronas de las mujeres hermosas dulcificaban su infortunio. Pero, ahora, ¿qué corazón se enternece al paso del pobre Petter Nord? Sus ropas están despedazadas; sus cabellos, manchados de sangre. Como era el que mayor resistencia ofreciera, era también el que más golpes había recibido. Aullaba sin saber que daba tan grandes alaridos. Los muchachos se le acercaban; les cogía él de la ropa y los agitaba con furia, y los garrotazos volvían a caer sobre él de una manera implacable.

Al punto se presentó el viejo alcalde, que regresaba de su partida de tresillo, e inmediatamente restableció el perturbado orden. Y los prisioneros fueron entregados a la policía y encerrados en la prisión.

Los que habían salvado al pueblo de grandes horrores, permanecieron largo rato en medio de la calle, exaltando su valor y lo extraordinario de la hazaña. En la sala baja de la posada, los individuos que preparaban su aperitivo reanudaban la historia, la embellecían, la ampliaban y todos acababan por sentirse verdaderos héroes. ¡Oh terrible sangre de los vikingos!

Al viejo alcalde no le parecía cosa buena que esta sangre de los vikingos renaciera en sus administrados: este pensamiento le impidió conciliar el sueño. Por fin, se levantó, salió de su casa, y lentamente se dirigió hacia la plaza del Ayuntamiento.

El pueblo estaba sumido en un dulce baño de luz en la noche primaveral. La única saeta del reloj señalaba las once. Los birlos habían cesado de rodar en el juego de bolos. Las persianas y cortinas se hallaban tendidas en todas las casas.

Las casas, con sus párpados cerrados, parecían dormir; pero, en medio del sueño, el perfume de las flores quería permanecer en vela. Se deslizaba a través de los vallados, salía de los jardines, ondulaba por las calles, y observaba a través de cada ventana entreabierta y de cada ventanuco abierto para dejar paso al aire fresco.

Quien lo respiraba veía ante sí el pueblo, el pueblo de las flores, donde los jardines se suceden sin interrupción. Veía los cerezos y sus bóvedas de ramaje sobre los caminos, desbordándose por las montañas, los racimos de lilas, los capullos que estallaban en rosas soberbias, las orgullosas peonías y la nieve de los pétalos sobre los árboles frutales.

El viejo alcalde caminaba sumido en sus reflexiones. Tenía el buen sentido y la prudencia que dan los años. Pasaba de los setenta y desde los cincuenta dirigía la administración del pueblo. Aquella noche se preguntaba si no habría hecho mal en apaciguar los ánimos y poner calma en los espíritus.

Se había detenido en la plaza, desde donde se divisa el río. Una barca seguía el curso de la corriente. Un grupo de gente regresaba de una gira campestre. Dos muchachas de trajes claros iban cogidas a los remos.

Al enfilar uno de los arcos del puente, el ímpetu de las aguas era demasiado fuerte para ellas. La lucha era empeñada, y la barca se iba a la deriva. Durante esta lucha violenta, sus jóvenes cuerpos se arqueaban hacia atrás y sus delicados músculos se ponían en tensión. Los remos se plegaban. Las risas y las exclamaciones de alegría hendían los aires. La corriente triunfó, al fin. Y las muchachas, vencidas, tuvieron que abordar en el malecón de la plaza, y allí dejaron la embarcación.

¡Qué sofocadas y despechugadas iban y qué risotadas las suyas! Sus grandes sombreros blancos y sus ropas de verano, ligeras, vaporosas, animaban la noche clara. El viejo alcalde creía ver, a través de la penumbra, la frescura juvenil de sus rostros, sus hermosos ojos límpidos y sus labios carmíneos. Se irguió con orgullo: su pueblo no carecía de atractivos. En otros lugares se podrían envanecer de otras cosas; pero estaba seguro de que en ninguna parte como allí sentíanse los ojos acariciados por la dulce beldad de las flores y de las mujeres.

Entonces pensó el viejo que un pueblo semejante no tenía ninguna necesidad de protegerse con leyes severas y con mazmorras carcelarias. De súbito, sintió gran piedad por los pobres presos. Se fue en busca del comisario de policía, le despertó y juntos abrieron las puertas de la prisión a Petter Nord y sus compañeros.

Las autoridades tenían razón, porque aquel pueblo es como la Venus de Milo: tiene una belleza que atrae, seduce y encanta, pero carece de brazos para retener a nadie.

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