Literatura chilena: algunos cuentistas

Federico Gana

Pertenece a la primera hornada de novelistas chilenos este Federico Gana, especie de gran señor letrado, que se nos murió pronto por bohemiadas de las que no supimos apartarlo y que le rompieron antes de la cincuentena.

Federico Gana escribía los más donosos y parvos relatos de nuestro campo, que conoció en propietario rural. Hay página suya de este género, en su libro "Días de campo", que no superamos todavía en su visión exacta y en su sobriedad ejemplar. Una criatura viva de la gente criolla, de veras puesta a mi lado por una lectura, fue aquella perfecta creación suya, que se llama "La señora", que me he leído varias veces en la ausencia de Chile como para poner la mano sobre la piedra imán de mi tierra.

Guillermo Labarca Hubertson

Este novelista, compañero de Gana, publicaría un solo libro, "Mirando al Océano", y esta parca contribución a nuestra literatura sería definitiva. El volumen llegó como una industria novelesca de perdurar, por la madurez del contador, visible, en la composición cumplida de los relatos y en la lengua correcta. "Mirando al Océano" sigue leyéndose sin relajo por la clientela fina y la popular, y al igual de los libros capitanes de Baldomero Lillo, repecha el tiempo y el gusto cambiante, sin ningún esfuerzo ni desgaste.

La pedagogía primero, la política más tarde, nos descuajaron a un maestro futuro de la novela, de aquel punto sacro, que los astrólogos pretenden astronómico, que es una vocación rotunda; una labor cívica sostenida ha desarrollado en estos dos menesteres; pero dudamos de que ella nos indemnice de veras de cuanto perdimos en el escritor.

Manuel Rojas

Rojas desemboca un buen día en la tertulia literaria de Santiago, viniendo de donde menos se espera que llegue un maestro, a pesar de Máximo Gorki; de la clase trabajadora. Obrero de vía férrea en la Cordillera, peón rural cuando fue el caso, después tipógrafo, aquel mocetón grandote, de cara requemada, traía a nuestra tertulia el vaho de la mucha tierra y el mucho mar, manejados y padecidos. De vez en cuando salía de su silencio de risquera y dejaba caer alguna observación sagaz, alguna burla ácida, o hablaba de un hombre o una mujer hallados aquí y allá, estupenda gente, criaturas abisales o telúricas, que eran los tipos que iba poniendo en sus cuadernos de apuntes. Recordándole se piensa en lo que Rilke pedía al poeta para que logre en su vida uno o dos versos verdaderos: haber visto vivir y agonizar, haber tenido presencia en mucha circunstancia terrestre, ser un haz de hombres disimulado en uno solo.

Ni siempre aprende el que se ajetreó ni suele ser digno de su propia experiencia. Manuel Rojas, sí. "Hombres del Sur", "El delincuente", "Travesía", son la vaciadura viva de sus andanzas y el tendal de carne aventurera, cuerda y loca, que le dejaron en la memoria sus años de vagabundaje.

El compañero callado, cuajarón de Cordillera, rodada al llano, archimaduro a fuerza de haberlo vivido todo muy pronto y como de golpe, lleno de una austeridad de hombre de mando, aunque le haya tocado sólo el obedecer, representa para quienes le conocemos uno de los ejemplares más consumados de la casta, y para nuestra literatura acaso el mejor orientado y dueño de su oficio en este momento.

Comenzó como todos, espontáneo y descuidado -"bárbaro fresco"-; su abundante y gobernada lectura le ha ido haciendo una prosa bella y limpia. Cuál más, cuál menos, todos nos hacemos solos, porque las escuelas siguen siendo la calvicie cabal; pero de Rojas habría que decir que él se ha hecho íntegro, facultad a facultad, miembro a miembro, de su excelencia de narrador, y que no nos debe nada, a menos que sea la piedra y la luz pedagogas de nuestra Cordillera de donde nos llegaría...

José Santos González Vera

El nombre de González Vera anda soldado al de Rojas por la bella amistad que los amelliza, mejor que por semejanzas de manera literaria. Al revés de Rojas, éste apareció en su oficio ya labrado, como esa fina caoba del trópico, que parece cosa de ebanista antes de que se allegue al torno...

Ha publicado dos libros primorosos de forma y livianos de fábula: "Vidas mínimas" y "Alhué", muy bien recibidos por la crítica.

Después de ellos parece haber dejado de escribir en uno de esos movimientos de veleidad, frecuentes en nuestro criollo, que es un burlón de los otros y un escéptico de sí mismo. En el curioso nihilista doblado de un aristócrata natural que vimos en él, ha podido más la acedia de la feria de los libros y la repugnancia que siempre tuvo hacia las vanidades en bloque. La de escribir está bien cogida dentro del lingote. Alguna vez le dije que él era, sin saberlo, un hijo de Montaigne, y que este origen, o da larga vida o disuelve sin que nos demos cuenta de ello...

Marta Brunet

Asomó de pronto en la provincia chilena, que no da muestras de calentura literaria, una mujer joven, autodidacta como tantos de nosotros, pero que en su campo de Chillán se había leído a sus clásicos españoles y franceses, ayudada de soledad y reposo. Marta Brunet, niña de familia burguesa, se ponía a contarnos la vida rural genuina, en su agrio y en su tierno, tan bien o mejor que los Ganas o los Maluendas de la pasada generación. La novela "Montaña adentro" y los cuentos de más tarde nos sorprendieron como la noticia de un tesoro fulminante que nos ignorábamos teniéndolo bajo la mano. Era la primera mujer nuestra que se atrevía con el muy serio negocio novelesco, y de la cual tomarían coraje las demás -que vinieron. Magdalena Petit, Luisa Bombal o Marcela Paz.

La ha dejado recluída dentro de Chile su lengua dialectal, y es gran pena, porque su chilenismo cenital habría enseñado lealtades americanas a nuestro descastado Continente.

Mayor desventura es aún su extravío de provinciana, a la cual nutría sordamente el campo, en la capital desorientadora y desperdigadora, donde ella se ha entregado a un periodismo de grueso médano, que tal vez no sepa abandonar antes de que la anegue.

El Mercurio, 10 de noviembre de 1935
Santiago de Chile


En: "Recados contando a Chile". Alfonso M. Escudero (comp.), Santiago de Chile, Ed. del Pacífico, 1957.

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