Pequeño mapa audible de Chile

Se nos ocurre que la "radio" podría darla y no otra, un ensayo de "mapa audible" de un país. Ya se han hecho los mapas visuales, y también los palpables, o sea, los de relieve; faltaría el mapa de las resonancias que volviese una tierra "escuchable".

La cosa vendrá, y no muy tarde; se recogerá el entreveramiento de los estruendos y los ruidos de una región; sin tocar las facciones del suelo, colinas ni ciudades, posando angélicamente los palpos de la "radio" sobre la atmósfera brasileña o china, se nos entregará verídico como una máscara, impalpable y efectivo, el doble sonoro, el cuerpo sinfónico de una raza que trabaja, padece y batalla.

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El país, para éste como para otros menesteres, resulta arduo de recorrer y de atrapar. La caja de sonidos es larguísima. Hay que escuchar como el venado: con oreja no sólo abierta, sino tendida en tubo captador.

A estas horas comienza allá nuestro día de vivir. Es casi la mañana. En la región Norte (pampa salitrera -costra cuprífera y de platas y oros-) resuenan barretas, picos y palas, en un infierno rítmico; se descascara a golpe brutal y numérico, o se dinamita, el llamado desierto de la Sal. En las pausas de silencio se oyen máquinas moledoras de la pasta salvaje llamada "caliche"; piedra y sal, ganga y polvo.

El desierto de la Sal amasó y remató al hombre chileno, bien plantado, bien fundado, logro cabal de la carne americana. El ha salido de su pelea con la costra calichera y de su vida de pecho a pecho con el mar. Cuentistas y poetas cuando quieren decir al hombre nuestro, no lo hacen sino marino o minero, y dicen así sus dos forjas naturales.

Más abajo, sobre Atacama y Coquimbo, donde comienza la vegetación, el barreteo y la picadura es la misma neta y testaruda; pero se muelen materias más nobles: el cobre, sangre de nuestra geología; la plata, que después de haber sido abundante, ya ralea y hurta el bulto. El oro no sale de minas: en la montaña un poco mágica de Andacollo, el oro va por arroyos y regatos, en pepitas, de mostaza o de arroz. Estas aguas milagrosas que nacen al pie de un templo indígena, mantenían antes a grupos de naturales que no querían violentarlas por no extinguirlas; hoy dan de comer a siete mil hombres en jornada diaria.

Trazado con el estruendo de los picos, oye la oreja delgada el jadeo del hombre. No se le ve, ni hace falta; tiene el pecho ancho labrado por el gran resuello; cara de matador de piedra, y cuando se endereza de calar y descuajar, una criatura camina con la marcha de lo que es: va como el dueño de todo suelo, y parece que clavara con el talón señor cada uno de sus pasos.

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Salir ahora, echando la oreja en flecha tirada al Sur. Hay primero un alborozo de puerto, del puerto mayoral del Pacífico, que mentamos con donoso nombre español: Valparaíso. Valle del Paraíso. Si hemos navegado desde San Francisco, nos dolimos en las costas tropicales de la falta de un puerto patrón y patrono de aguas; pero al llegar a estas alturas, echaremos un ¡aleluya! Valparaíso vale para segundón de San Francisco; Valparaíso cumple por la costa sudamericana entera.

Los barcos entran y salen de la bahía, arriesgada a los vientos y que la terquedad de los chilenos forzó obligándola a volverse desembarcadero. Hierve en malecones y agua un pueblo vivo, que parece marsellés o catalán; va y viene un cardumen de tráfico marítimo que grita en inglés y en español las picantes interjecciones marineras. Valparaíso hace lo suyo. Lo suyo son veinte mil barcos anuales recibidos y lanzados. Lo que lanza son las industrias novedosas y garridas de la zona, que él distribuye a lo largo del trópico; lo que recibe son los azúcares, los arroces tropicales y la maquinaria yanqui e inglesa que en poco más también se hará por nosotros mismos, territorio adentro.

Un mar violento y voluntarioso, el mar nombrado con su adjetivo opuesto de Pacífico, excita y espolea con yodos y sales a los grupos de descargadores, de grumetes y gente de pesca. Es un agua digna de griegos, brava y humana; ni el caldo hirviendo del Ecuador ni la plancha mortecina del Círculo Austral. ¡Bahía mayor de Valparaíso! Anda en novelas y poemas ingleses y noruegos. Quien navegó la conoce y la cuenta siempre al contar sus mares.

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La oreja se suelta ahora de la costa, porque el oído como el ojo, cambia con gusto de pasto y más le place seguir que quedarse.

Estamos en el interior, sobre región de nombre preciso: en el Llano Central, gloria botánica de Chile. El valle del Ródano es más corto; el del Po lo mismo; el del Nilo se le parece en la longura y la generosidad de los limos.

Corre un aire suave y dulce, sobresaltado de poco viento, y los olores del agro se duermen en la caja profunda del llano. Las resonancias han mudado desde el desierto hasta aquí; 1os sonidos se humanizan y se ablandan sobre el suelo de pulpa y el aire de poca ráfaga. El mar y la montaña, grandes agitados, se hallan distantes. Es el clima por excelencia de Ceres, seguro, estable: clima de matriz de tierra o de mujer. En otras partes del mundo, vivir será la riña rabiosa y enlodada contra el peñasco o la marisma; allí vivir se llama complacencia y seguro, destino natural del hombre hijo de Dios.

Las viñas y los huertos frutales se reparten aquel suave corredor terrestre; una luenga faja verde, sin llaga de aridez, deleite de castas agrarias. Hay riegos suficientes, que dan nuestras aguas de ingeniería en canales lentos y eficaces. Los rectángulos pulcros de granjas, las provincias agrónomas, corresponden a melocotones, manzanos y viña, y más abajo, a los anchos paños de trigos; provincias de color y aroma, departamentos frutales, distritos graneros. La gente latina no logró sobre hogar mediterráneo viñedo ni pomareda mejores que los del valle central de Chile.

Todavía atraviesan aquí y allá antiguos arados romano-españoles, con su crujido de queja de hombre; pero lo más frecuente va siendo la maquinaria agrícola luciente y rápida que pasa con un chischás de banda de langosta o con pequeño estruendo de aceros musicales, echando ascuas a lado y lado del campo.

Este aire rural tiene más canciones que los otros que dijimos. Las mujeres deshierban, podan y vendimian entre canto y comento. En el vocerío de la trilla clásica de Aconcagua o Chillán, y en la algarada de la vendimia de Coquimbo, cabrillean gritos y hablas de mujeres y niños. La oreja se da cuenta de que aquí sí las voces del "homo" y la "fémina" son diversas como dos continentes y dos órdenes. El hombre grita a lo hondero, con pedrusco lanzado; la mujer silba o modosea a lo codorniz y a lo tórtola, ya sea que cante o que sólo diga; es el habla sudamericana la más dulce de este mundo, el más tierno acento hablado por hijo de hombre.

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Ahora ya rematamos el viaje. La Patagonia estará muy lejos; pero la retenemos contra Geografía y destino y debemos decirla.

En esta inmensa meseta austral se oye, cuando algo se oye, una marca salvaje que pecha entre los canales y forcejea en el gran estrecho. Hacia el interior, apenas poblado, hay unos silencios de hierbas inmensas, de gruesos y dormidos herbazales, que se parecen al estupor que dan los témpanos en el último mar. De cuando en cuando, gritos alzados y caídos de pastores que arrean, con dos o tres notas quebradas y subidas.

Y en las estaciones malas es el viento patagón bastante peor que el simún y la tramontana, el que hace su fiesta desesperada sobre la llanura sin atajo, en una carrera de búfalos rompedores de tinas praderas entregadas y contritas. Pero vuelve el silencio de las praderas buenas, donde pace la oveja innumerable, que bala a la tierra verde, su madre y su costumbre. La oveja se duerme en esta anchura blanca o verde, y el que goza este encantamiento por unos años se enviciará en silencio, como el ojo se enviciará en extensiones.

Yo me gocé y me padecí las praderas patagónicas en el sosiego mortal de la nieve y en la tragedia inútil de los vientos, y las tengo por una patria doble y contradictoria de dulzura y de desolación.

El Mercurio, 21 de octubre de 1931
Santiago de Chile


En: "Recados contando a Chile". Alfonso M. Escudero (comp.), Santiago de Chile, Ed. del Pacífico, 1957.

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