Los asesinatos de la calle Morgue

( Edgar Allan Poe )

¿Qué canción las sirenas cantaron, o qué nombre tomó Aquiles cuando se escondió entre las mujeres? Aunque éstos sean problemas arduos, no se hallan fuera del alcance de toda conjetura.

Sir Thomas Brown, El entierro en la urna.

Las condiciones mentales que suelen juzgarse como analíticas son, en sí mismas, muy difíciles de analizar. Las apreciamos únicamente por sus efectos. Conocemos de ellas, entre otras cosas, que son siempre para quien las posee en alto grado fuente de grandes goces. Así como hay hombres que se entusiasman con sus aptitudes físicas, el analizador se deleita con la actividad intelectual que se ejerce al "desentrañar" , y obtiene placer hasta de las más triviales ocupaciones que ponen en juego su talento. Se fascina con los enigmas, los acertijos, los jeroglíficos, y muestra, en las soluciones de cada uno, un grado de "agudeza" que al vulgo le parece penetración sobrenatural. Sus resultados, logrados por su solo espíritu y por la esencia de su método, adquieren todo el aspecto de una intuición.

La facultad de resolución es acaso potenciada por los estudios matemáticos, y es especialmente esa importantísima rama de éstos la que, impropiamente y sólo teniendo en cuenta sus operaciones previas, ha sido llamada como por excelencia: análisis. Sin embargo, calcular no es en sí analizar. Un jugador de ajedrez, por ejemplo, hace lo uno sin esforzarse en lo otro. De esto se desprende que el juego de ajedrez, en sus efectos sobre la mente, está mal comprendido.

No, yo no estoy escribiendo aquí un tratado, sino prolongando una narración bastante singular, con observaciones hechas a la ligera. Pero aprovecharé esta ocasión para afirmar que las más altas facultades de la inteligencia reflexiva trabajan más decididamente y, con más provecho, en el modesto juego de "damas" , que en la primorosa superficialidad del ajedrez. En éste, donde las piezas tienen diversos y rebuscados movimientos, con diferentes y variables valores, lo que sólo es complicado se toma erróneamente por profundo. La atención trabaja aquí poderosamente: si flaquea un instante se comete una negligencia cuyo resultado es retroceso o derrota. Como los movimientos no sólo son muchos, sino intrincados, las probabilidades de descuidarse se multiplican y en nueve casos de diez el que triunfa es el jugador con más capacidad de concentración, y no el más perspicaz. En las "damas", por el contrario, los movimientos son "únicos" y con poquísima variación, y como, por consiguiente, la atención queda relativamente desocupada, las ventajas obtenidas por cada una de las partes resultan de una perspicacia superior.

Para ser menos abstracto, supongamos un juego de damas donde las piezas quedan reducidas a cuatro reinas, y en el que no pueden tenerse distracciones. Es evidente que en este caso, estando los adversarios en completa igualdad de condiciones, la victoria sólo es decidida por un movimiento "calculado", que resulta de un esfuerzo de la inteligencia. Privado de los recursos ordinarios, el analizador penetra en el espíritu de su contrincante, se identifica con él, y, con no poca frecuencia, descubre de una ojeada los únicos procedimientos, a veces absurdamente sencillos, por los cuales puede inducirlo a error, o arrastrarlo a calcular equivocadamente.

El "whist" (juego de naipes) ha sido señalado siempre por su influencia en lo que se llama facultad analítica, y se ha visto a hombres con alto grado de inteligencia que han hallado en él, a primera vista, un deleite inexplicable, olvidando al ajedrez por superficial. Y no hay duda de que no existe otro juego que ejercite tanto la capacidad de análisis. El mejor jugador de ajedrez, puede llegar a ser, con el tiempo, poco más que el "mejor jugador de ajedrez" . En tanto que la pericia del "whist" implica talento para el éxito en todas las empresas en que la inteligencia lucha con la inteligencia.

Al hablar de pericia, me refiero a la perfección en un debate que incluye una comprensión de todas las fuentes de donde pueda derivarse una ventaja legítima. Estas fuentes son multiformes, y residen en recónditos lugares del pensamiento, completamente inaccesibles para el entendimiento vulgar. Observar atentamente es recordar distintamente, y en cuanto a esto, el jugador de ajedrez lo hará muy bien en el "whist", ya que las reglas de Hoyle, basadas a su vez en el puro mecanismo del juego, son suficientemente comprensibles. Así, el poseer una buena memoria, y proceder según esas reglas, son puntos comúnmente considerados como el total cumplimiento de un buen jugador. Pero es en problemas que están fuera de los límites de las reglas donde se demuestra la agudeza del que analiza. Efectúa en silencio múltiples observaciones. Tal vez lo hacen también sus adversarios, pero la diferencia en lo extenso de la información obtenida no residirá tanto en la ilación como en la calidad de lo observado. Nuestro jugador no se circunscribe al juego en modo alguno, y deberá rechazar ciertas deducciones que se originan en cosas exteriores a éste. Examina la fisonomía de su compañero, y la compara con la de cada uno de los demás contrincantes. Considera el modo de distribuirse las cartas a cada mano, contando triunfo por triunfo y tanto por tanto, escrutando las ojeadas que dan, a cada uno de ellos, sus contendores. Nota cada variación en los rostros, a medida que el juego avanza, recogiendo gran cantidad de ideas a través de la divergencia en las expresiones, ya sean de sorpresa, de triunfo o desagrado, y por la manera de recoger una baza, juzga si la persona que la toma puede hacer otra después. Reconoce lo que se juega simuladamente por el gesto con que se echa la carta sobre la mesa. Una palabra inadvertida, la caída accidental de una carta, o el ademán de volverla casualmente, con ansiedad o descuido, para evitar que puedan verla: la duda, el entusiasmo o el temor, todo ello depara a su percepción indicaciones precisas. Una vez jugados los dos o tres primeros turnos, se halla en condiciones de tirar sus cartas con absoluta precisión, como si el resto de los jugadores tuvieran vueltas hacia él las caras de las suyas.

La facultad analítica no debe confundirse con mera ingeniosidad: no, ya que el analizador es necesariamente ingenioso, en cambio el hombre ingenioso a menudo es incapaz de análisis. La capacidad de combinación con que se manifiesta generalmente el ingenio, y a la cual los frenólogos, erróneamente en mi opinión, han asignado un órgano aparte, suponiendo que es una cualidad primordial, se ha visto con frecuencia en individuos que, por otra parte, bordeaban la idiotez. Esto ha llamado la atención en escritores especializados en dichos temas. En efecto, entre la ingeniosidad y el talento analítico existe una diferencia mucho mayor que entre el fantasear y la imaginación, aunque de caracteres estrictamente análogos. En realidad puede comprobarse que el ingenioso es siempre fantástico, y el "verdadero" imaginativo no deja de ser nunca analítico.

La narración que sigue podrá servir, de cierta manera, al lector para ilustrarlo en una interpretación acerca de las enunciaciones que acabamos de anticipar.

Hallándome en París, durante la primavera y parte del verano de 18.., conocí a un señor llamado C. Auguste Dupin. Pertenecía este joven caballero a una excelente familia; es más, a una ilustre familia. Pero, por una serie de malhadados acontecimientos, había quedado reducido a tal pobreza, que sucumbió en ella la energía de su carácter, y renunció a sus ambiciones mundanas, así como a luchar por la restauración de su fortuna. Con el consentimiento de sus acreedores, pudo quedar todavía en posesión de un remanente de su patrimonio, y con la renta de éste logró arreglárselas, mediante una rigurosa economía, para procurarse lo más necesario para vivir. Los libros eran su único lujo, y en París los libros se obtienen fácilmente.

Nuestro primer encuentro acaeció en una oscura biblioteca de Montmartre, donde la coincidencia de andar ambos buscando un raro y notable volumen nos puso en estrecha intimidad. Nos vimos a menudo, y yo me interesé profundamente por su historia familiar, que él me contó minuciosamente, con el candor con que un francés da rienda suelta a sus confidencias cuando habla de sí mismo. Además me admiraba la amplitud de sus lecturas, y, sobre todo, mi alma se encendía con el vehemente ardor, y la viva frescura de su imaginación.

Debido a las investigaciones de que yo me ocupaba entonces en París, comprendía que la amistad de un hombre como aquel sería un tesoro inapreciable, y con esta idea me confié francamente en él. Por fin, convenimos que viviríamos juntos durante mi permanencia en la ciudad, y como mi situación económica era menos precaria que la suya, me fue permitido participar en los gastos del alquiler, y de los muebles que se adaptaron al carácter algo fantástico y melancólico de nuestro común temperamento. La casa, vetusta y abandonada hacía ya mucho tiempo por ciertas supersticiones que no quisimos averiguar, se bamboleaba como si fuera a hundirse en un desolado rincón del Faubourg Saint–Germain.

Si la rutina de nuestra vida en aquel sitio hubiera sido conocida por la gente, nos habrían tomado por locos. Nuestra reclusión era completa. No admitíamos visitantes. En realidad, el lugar de nuestro retiro fue cuidadosamente mantenido en secreto para mis antiguos camaradas, y hacía varios años que Dupin había dejado de conocer a alguien, o de ser conocido en París. Allí existíamos sólo el uno y el otro.

Una rareza de mi amigo ¿cómo podría calificarla de otro modo?, consistía en estar enamorado de la noche por ella misma, y con esta extravagancia, como con todas las demás que él tenía, condescendía tranquilamente. Me entregaba a sus singulares manías sin alterarme. La noche no podía habitar siempre con nosotros, pero podíamos falsificar su presencia. Al primer albor de la mañana, cerrábamos todos los postigos de la vieja casa, y encendíamos un par de velas, fuertemente perfumadas, que por eso mismo no daban más que un resplandor sumamente pálido y débil. Al amparo de aquella luz, ocupábamos nuestras almas en sueños, leyendo, escribiendo, o conversando, hasta que el reloj nos anunciaba el advenimiento de la verdadera oscuridad. Entonces salíamos a pasear por las calles, vagabundeando hasta muy tarde, buscando entre las estrafalarias luces y sombras de la populosa ciudad, la prodigiosa excitación mental que la serena meditación no lograba darnos.

En tales ocasiones, yo no podía menos que admirar el talento particularmente analítico de Dupin. Además él se deleitaba en ejercitarlo, y no vacilaba en confesar el placer que ello le causaba. Se jactaba conmigo, de que, para él, muchísimos hombres llevaban ventanas en sus pechos, y reforzaba tales afirmaciones con pruebas, directas y sorprendentes, de su íntimo conocimiento de mi persona. Sus maneras, en esos momentos, eran glaciales y abstraídas; sus ojos quedaban sin expresión; en tanto que su voz, ricamente atenorada, se elevaba hasta un tono atiplado, que hubiera sonado a petulancia, a no ser por la circunspecta claridad de su dicción. Observándolo en aquellas disposiciones de ánimo, yo reflexionaría acerca de la antigua filosofía del "alma doble", y me divertía imaginando un "doble Dupin": el "creador" y el "analizador".

No vaya a suponerse, por lo que acabo de decir, que estoy narrando algún misterio, o escribiendo una novela. Lo que he escrito acerca de mi amigo, no es más que el contenido de una inteligencia exaltada. Pero de la clase de sus observaciones, en esa época, un ejemplo dará mejor idea.

Una noche vagábamos por un calle larga y viejísima en las cercanías del Palais Royal. Como cada uno de nosotros, al parecer, iba enfrascado en sus propios pensamientos, hacía por lo menos quince minutos que no habíamos pronunciado ni una sílaba. De pronto, Dupin rompió el silencio:

—Mirándolo bien, ese muchacho es demasiado pequeño, y estaría mejor en el Teatro de Variedades...

—De eso no cabe duda —repliqué yo, sin reflexionar en lo que decía, y sin observar, en el primer instante, de qué modo extraordinario mi interlocutor coincidía con mis meditaciones. Un instante después me recobré, y mi asombro fue profundo—. Dupin —dije, gravemente—, esto excede a mi comprensión... Estoy perplejo, y apenas puedo dar crédito a lo que oí. ¿Cómo es posible que usted haya podido saber lo que yo estaba pensando?

Diciendo esto me interrumpí, para asegurarme de que realmente él sabía en quién pensaba.

—En Chantilly —contestó—. ¿Por qué se ha interrumpido? Usted pensaba que su diminuta figura lo inhabilita para la tragedia.

Ése era, precisamente, el tema de mis reflexiones. Chantilly es un exzapatero remendón de la calle Saint Denis, que se fascina con el teatro, y ha audicionado para el papel de Jerjes en la tragedia de Crebillón, pero sus esfuerzos no le han hecho ganar más que las burlas de la gente.

—Dígame, por Dios —exclamé—, ¿por qué método, si lo hay, ha logrado profundizar así en mi espíritu?

En verdad yo me hallaba mucho más sorprendido de lo que hubiera querido confesar.

—Ha sido el vendedor de frutas —respondió mi amigo—. Él lo indujo a usted a esa conclusión de que Chantilly no tiene la estatura necesaria para hacer un Jerjes ni ninguno parecido.

—¿El vendedor de frutas? ¡Me confunde usted, Dupin! Yo no conozco a ninguno...

—Sí, ese hombre con el que tropezamos hará unos quince minutos.

Entonces recordé que, en efecto, un vendedor de frutas, que llevaba en la cabeza una gran canasta de manzanas, estuvo a punto de derribarme cuando pasábamos de la calle C... al callejón donde estábamos ahora. Pero no alcanzaba a comprender qué tenía que ver aquello con Chantilly.

En Dupin no cabía ni la menor partícula de charlatanería.

—Voy a explicárselo —dijo—, y para que pueda recordarlo todo claramente, primero vamos a repasar en sentido inverso el curso de sus meditaciones; desde este momento, hasta el del "choque" con el vendedor de frutas. Los principales eslabones de la cadena se suceden "así" al revés: Chantilly, Orión, doctor Nichols, Epicuro, Estereotomía, las piedras de la calle, el vendedor de frutas...

Pocas son las personas que, en algún momento de su vida, no se hayan entretenido recorriendo, en sentido inverso, las etapas por las cuales han alcanzado determinadas conclusiones de su inteligencia. Es una ocupación interesante, y el que por primera vez la prueba, se queda pasmado ante la aparente distancia ilimitada, y la incoherencia que dan la sensación de mediar entre el punto de partida y la meta. Puede suponerse cuál sería mi asombro al escuchar lo que decía mi amigo. Pero no pudimos reconocer que decía la verdad. Dupin continuó de este modo:

—Si bien recuerdo, habíamos estado hablando sobre caballos en el momento en que salíamos de la calle C... Era el último tema que discutíamos. Cuando entramos en esta calle, un vendedor de frutas, con una canasta en la cabeza, pasó rápidamente, y lo empujó a usted contra un montón de adoquines en un sitio donde la calzada está en reparación. Usted puso el pie en uno de los adoquines sueltos, resbaló, se torció ligeramente un tobillo, y pareció malhumorado. Refunfuñó algunas palabras, se volvió para mirar el montón de adoquines, y luego siguió andando en silencio. No presté mucha atención a lo que usted hacía, pero la observación se ha convertido para mí, desde hace tiempo, en una especie de necesidad. Usted caminó, mirando el suelo, atendiendo con expresión de enojo a los hoyos del empedrado. Por lo que yo deducía, pensando aún en las piedras, hasta que llegamos al Pasaje Lamartine que ha sido pavimentado con tarugos sobrepuestos y remachados. Al entrar allí, su expresión se iluminó, y al mirar el movimiento de sus labios, supe que pronunciaba la palabra "estereotomía", término que tan afectadamente se aplica a esa clase de pavimento. Yo sé que usted no puede pronunciar para sí esta palabra sin pensar en los átomos, y por lo tanto en las teorías de Epicuro. Y considerando que, cuando discutíamos acerca de ese tema, le hice notar de qué singular manera las vagas conjeturas de aquel griego han hallado confirmación en la reciente cosmogonía nebular, comprendí que levantaría sus ojos hacia la gran nebulosa de Orión. En efecto, ha mirado hacia arriba, y entonces he tenido la certeza de haber seguido correctamente las etapas de su pensamiento. Ahora bien, en la diatriba que se publicó ayer en el "Musée" , aludiendo al pobre Chantilly, el crítico hizo algunas ofensivas alusiones al cambio de nombre del remendón al calzarse coturnos, y citó un verso latino del que nosotros hemos hablado a menudo: "Perdidit antiquum littera prima sonum" (la antigua palabra perdió su primera letra). Yo le había dicho que esto se refería a la palabra Orión, que primero fue Urión, y, por ciertas acaloradas discusiones que sostuvimos por esa interpretación mía, he tenido la seguridad de que no la había olvidado. Por lo tanto era lógico que no dejaría de asociar Orión con Chantilly. Que asociaba lo he comprendido por la clase de sonrisa que ha pasado por sus labios. Usted recordó aquella "inmolación" del pobre zapatero. Hasta ese momento caminaba inclinando el cuerpo, y repentinamente lo vi erguirse. Este gesto me ha dado la certeza de que usted meditaba en la diminuta figura de Chantilly. Y entonces fue cuando interrumpí sus pensamientos, para observar que, en efecto, por ser un sujeto demasiado bajo de estatura, Chantilly estaría mejor en el Teatro de Variedades.

No mucho tiempo después de esta conversación, estábamos revisando una edición de la tarde de la "Gazette des Tribunaux", cuando llamaron nuestra atención los siguientes párrafos:

"EXTRAÑOS ASESINATOS. Esta madrugada, alrededor de las tres, los habitantes del Quartier Saint–Roch fueron despertados por una serie de espantosos gritos, que salían del piso cuarto de una casa en calle Morgue, la cual estaba habitada únicamente por madame L'Espanaye y su hija Camille L'Espanaye. Al cabo de infructuosos intentos para poder entrar en la casa, de modo normal, hubo que forzar la puerta de entrada con una palanca de hierro, y entraron ocho o diez vecinos, acompañados de dos gendarmes. En aquel momento cesaron los gritos. Pero al llegar esas personas al rellano de la escalera, oyeron dos o más voces que parecían disputar airadamente, y procedían de la parte superior de la casa. Cuando subieron hasta el segundo piso, los rumores cesaron y todo permaneció en absoluto silencio. Las personas mencionadas recorrieron precipitadamente las habitaciones, y al entrar, por fin, en una vasta sala trasera del cuarto piso, cuya puerta también tuvieron que forzar por estar cerrada con llave por dentro, se hallaron ante un espectáculo que los sobrecogió de asombro y horror.

"La habitación estaba en completo desorden, y los muebles, rotos y esparcidos en diversas direcciones. No quedaba más lecho que el armazón de una cama: todo lo demás de ésta había sido arrancado y lanzado por el piso. Sobre una silla se encontró una navaja de afeitar manchada de sangre, y en la chimenea, dos o tres largas guedejas de cabellos humanos canosos, igualmente empapados de sangre, que parecían haber sido desprendidos de raíz. En el suelo se hallaron cuatro napoleones, un pendiente de topacio, tres grandes cucharas de plata, tres cucharillas de "metal d'Alger" y dos talegas que contenían aproximadamente cuatro mil francos en oro. Los cajones de una cómoda que se hallaba en un rincón estaban abiertos y, al parecer, saqueados, aunque todavía quedaban algunos objetos. Debajo de la cama descubrieron un cofrecito de hierro, abierto, con la llave aún puesta en la cerradura. No contenía más que unas cartas antiguas y otros papeles de poca importancia.

"De madame L'Espanaye no se encontraba ningún rastro. Pero al advertir en el hogar una cantidad desusada de hollín, se examinó la chimenea, y... ¡da espanto decirlo! se extrajo de allí el cuerpo de su hija, cabeza abajo; había sido introducido en dicha posición por la estrecha abertura, hasta una altura considerable. Este cuerpo estaba todavía caliente, y mostraba numerosas excoriaciones, ocasionadas sin duda por la violencia con que fue embutido en aquel lugar, y el esfuerzo para extraerlo. En el rostro tenía innumerables arañazos, y, en la garganta, cárdenas magulladuras, y profundas heridas causadas por uñas, como si la muerta hubiera sido estrangulada.

"Después de un completo reconocimiento de todos los lugares de la casa, sin lograr nuevos descubrimientos, los presentes se dirigieron a un patiecillo enlosado, en la parte posterior del edificio. Aquí fue hallado el cadáver de la anciana, madame L'Espanaye, con la garganta rebanada de tal modo que, al intentar alzar el cuerpo, la cabeza se desprendió. El cuerpo se veía horriblemente mutilado, y conserva apenas su apariencia humana.

"Hasta ahora, que sepamos, no se ha logrado el menor indicio para aclarar este escalofriante misterio."

El diario del día siguiente daba estos pormenores adicionales:

"LA TRAGEDIA DE LA CALLE MORGUE. Gran número de personas han sido interrogadas acerca de este espantoso y extraordinario asunto, sin que se consiga nada que arroje alguna luz. A continuación ofrecemos todas las declaraciones más importantes que se han obtenido.

"Paulina Dubourg, lavandera, declara haber tratado a las víctimas durante tres años, por haber lavado para ellas todo ese tiempo. Dice que la anciana y su hija vivían en buenos términos, muy cariñosas la una para la otra. Pagaban puntualmente. No sabe mucho acerca de su manera de vivir o los medios para hacerlo. Cree que la señora profetizaba la buena ventura para ganar la subsistencia, y se comentaba que mantenía dinero oculto. Jamás halló a otras personas en la casa, cuando la llamaban para recoger la ropa o cuando iba a devolverla. No tenían muchos muebles, salvo en el cuarto piso.

"Pierre Moreau, dueño de una tabaquería, declara que habitualmente le vendía pequeñas cantidades de tabaco y de rapé a madame L'Espanaye: durante unos cuatro años. Él nació en su vecindad y siempre ha vivido allí. La señora y su hija hacía más de seis años que habitaban en la casa donde fueron encontrados sus cadáveres. Anteriormente estuvo ocupada por un joyero, que a su vez alquilaba las habitaciones inferiores a varias personas. La casa era de propiedad de madame L'Espanaye, quien, descontenta por los abusos de su inquilino, decidió desalojar a éste, y se trasladó a vivir allí. En adelante se negó a alquilar ninguna parte de la casa. A la hija, el testigo dice haberla visto no más de cinco o seis veces en total. Las dos mujeres hacían una vida excesivamente retirada. Se decía que tenían dinero, y escuchó, entre los vecinos, que madame L'Espanaye veía la suerte, pero él no lo creía. No recuerda haber visto trasponer la puerta a ninguna persona, excepto a un mensajero una o dos veces, y ocho o diez a un médico.

"Muchos otros vecinos declaran lo mismo, y no se sabe de nadie que frecuentara la casa. Se ignora si la señora y su hija tenían familiares vivos. Los postigos de los balcones de la fachada raramente se abrían. Los de la parte de atrás siempre se mantuvieron cerrados, excepto las ventanas de la gran sala trasera del cuarto piso. La casa es un edificio bien tenido y no muy viejo.

"Isidore Musté, gendarme. Declara que fue llamado cerca de las tres de la madrugada, y halló a unas veinte o treinta personas, junto a la puerta principal, batallando por entrar. Él pudo forzar dicha puerta con una bayoneta, y no con una barra de hierro. No tuvo mayor dificultad en abrirla porque carecía de cerrojo o pasador en su parte de arriba y era de dos hojas. Los gritos fueron continuos hasta que la puerta fue abierta, y luego cesaron súbitamente. Parecían ser los alaridos de una persona, o personas, en estado de gran angustia; eran muy fuertes y prolongados, no cortos y rápidos. El testigo subió escaleras arriba, y llegando al primer rellano, oyó dos voces que gritaban y disputaban violentamente. Una de ellas era áspera, y la otra muy aguda, una voz muy extraña. Pudo distinguir algunas palabras de la primera, que era la de un francés. Positivamente no era voz de mujer. Las palabras eran "sacre" y "diable" . La voz aguda pertenecía a un extranjero. No puede asegurar si era de hombre o de mujer, y tampoco logró percibir lo que decía, pero cree que hablaba en español. El estado de la casa y de los cadáveres fue descrito por el testigo tal como lo describimos nosotros ayer.

"Henri Duval, de oficio platero. Da testimonio de que él formó parte del grupo que entró en la casa. Corrobora, en general, las declaraciones de Musté. En cuanto se abrieron paso forzando la puerta, volvieron a cerrarla para contener a la muchedumbre que se había agolpado, a pesar de ser tan tarde. El testigo piensa que la voz aguda era la de un italiano. De lo que está convencido es que no era la de un francés. No podría asegurar que la voz era de un hombre; bien podía ser la de una mujer. No conoce la lengua italiana, así es que no logró distinguir las palabras, pero por la "entonación" le parece que ese idioma es italiano. Conocía a la señora L'Espanaye. Había conversado con ella y con su hija frecuentemente, y sostiene que la voz aguda no pertenecía a ninguna de las dos víctimas.

"Odenheimer, encargado de una fonda. Este testigo se ofreció voluntariamente a declarar. Como no habla francés, necesitó de un intérprete. Es natural de Amsterdam. Pasaba por delante de la casa en el instante de los gritos. Se detuvo unos minutos, probablemente diez. Los gritos eran fuertes y prolongados, causaban espanto y angustia. Corrobora el testimonio anterior en todos sus detalles, excepto uno: la voz aguda era la de un francés. Aunque no pudo entender las palabras, las describe como rápidas, desiguales, dichas al parecer con una mezcla de ira y miedo. La voz no le pareció tan alta como áspera. En realidad no puede afirmar que fuera una voz verdaderamente de timbre agudo. La voz grave decía repetidamente "sacré, diable", y una vez reconoció las palabras "mon Dieu".

"Jules Mignaud. Banquero de la casa Mignaud et Fils, calle Deloraine. Es el mayor de los Mignaud. Manifiesta que la señora L'Espanaye poseía cierto capital, y había abierto una cuenta en su Banco ocho años atrás. Depositó con frecuencia pequeñas cantidades. No retiró nada hasta tres días antes de su muerte. Entonces sacó personalmente la suma de cuatro mil francos. Dicha cantidad le fue entregada en oro, y se encargó a un dependiente que se la llevara a su casa.

"Adolphe le Bon, dependiente del Banco Mignaud et Fils. Declara que, hacia el mediodía, tres días antes de que ocurrieran los hechos, acompañó a madame L'Espanaye hasta su domicilio, llevando los cuatro mil francos guardados en dos talegas. Cuando se abrió la puerta, se presentó mademoiselle L'Espanaye, quien cogió una de las talegas, mientras la anciana lo aligeraba de la otra. Él se limitó a saludar y a marcharse. No vio a ninguna persona en la calle en esos momentos. La calle es muy solitaria.

"William Bird, sastre. Atestigua que fue uno de los que entró en la casa. Es inglés y ha vivido en París dos años. Fue de los primeros que subieron las escaleras. Percibió las voces que disputaban. La voz gruesa era la de un francés. Pudo captar algunas palabras, aunque ahora no puede recordarlas todas. Oyó "sacré" y "mon Dieu" . Durante un momento se produjo un rumor, como si pelearan varias personas, un ruido de riña y forcejeo. La voz aguda resonaba más que la grave. Está seguro de que no era la de un inglés. Le pareció más bien la de un alemán. Sostiene que podría haber sido una voz de mujer. Él no entiende el idioma alemán.

"Cuatro de los testigos mencionados, al ser interrogados nuevamente, declararon que la puerta de la habitación en que hallaron el cuerpo de la señorita L'Espanaye estaba cerrada por dentro cuando llegaron al lugar. Todo se encontraba en absoluto silencio; ni gemidos, ni ruidos de ninguna clase. Al forzar la puerta no se vio a nadie. Las ventanas, tanto de la parte posterior como de la fachada, se hallaban aseguradas por dentro con sus cerrojos. Una puerta de comunicación entre las dos salas estaba igualmente cerrada pero no con llave. La puerta que conducía de la habitación delantera al pasillo, tenía llave por dentro. Una salita del cuarto piso se veía con la puerta entornada. En esta salita se amontonaban camas viejas, cofres, y otros objetos en desuso. Éstos fueron cuidadosamente examinados. No quedó ni una pulgada, de ningún sitio de la casa, que no fuera registrado minuciosamente. Se mandó introducir deshollinadores por la chimenea, por arriba y abajo. La casa consta de cuatro pisos con buhardillas. Una puertecita de escotilla en el techo estaba firmemente clavada, demostrando no haber sido utilizada en muchos años. En cuanto al tiempo que transcurrió, entre que se oyeron las voces que disputaban y forzar la puerta, difieren las opiniones. Algunos lo reducen a tres minutos y otros lo alargan a cinco. Costó mucho abrir dicha puerta.

"Alfonso Garcio, empresario de pompas fúnebres. Declara que reside en la calle Morgue, y es natural de España. Formó parte del grupo que penetró en la casa, pero no subió las escaleras. Es muy nervioso, y temió los efectos de las emociones. Escuchó las voces que disputaban. La voz grave era la de un francés. No pudo distinguir lo que decía. La voz aguda pertenecía a un inglés, de eso está seguro. Aunque no entiende la lengua inglesa, reconoce el acento.

"Alberto Montani, confitero. Fue uno de los que primero subió la escalera. Oyó las voces en referencia. La voz grave era de un francés. Distinguió varias palabras. Ese individuo reconvenía al otro. No consiguió entender lo que decía la voz aguda. Hablaba rápida y entrecortadamente; piensa que correspondía a un ruso, pese a que él es italiano y jamás ha conversado con un ruso.

"Otros testigos, interrogados nuevamente, certifican que las chimeneas de todas las habitaciones del cuarto piso son demasiado estrechas para permitir el paso de un ser humano. Cuando se habló de deshollinadores, la referencia era a las escobillas cilíndricas que utilizan los que limpian chimeneas. Estas escobillas fueron agitadas arriba y abajo por todos los cañones de la casa. En la parte trasera del edificio no hay ninguna salida por donde alguien haya podido bajar mientras el grupo subía las escaleras. El cuerpo de mademoiselle L'Espanaye estaba embutido con tanta fuerza y violencia en la chimenea, que para sacarlo fue necesaria la cooperación de cinco de los presentes.

"Paul Dumas, médico. Declara que, hacia el amanecer, fue llamado para examinar los cadáveres. Yacían ambos sobre el armazón de la cama, en la habitación donde fue encontrada la señorita L'Espanaye. El cuerpo de la joven estaba muy lastimado y lleno de excoriaciones. Esto se explica por haber sido empujado hacia arriba en la chimenea. Presentaba desgarrones profundos debajo de la barbilla, junto con una serie de manchas lívidas, que, evidentemente, eran las impresiones de unos dedos. El rostro se encontraba descolorido, y los globos de los ojos fuera de sus órbitas. La lengua había sido mordida y parcialmente seccionada. Sobre el estómago existían las huellas de lo que, al parecer y antes de profundizar la investigación, había sido causado por la presión brutal de una rodilla. El médico Dumas sostiene que la señorita fue estrangulada. El cuerpo de la madre estaba horriblemente mutilado. Los huesos del brazo y de la pierna derecha se habían quebrado. La tibia izquierda fue convertida en astillas, lo mismo que las costillas del mismo lado. El cuerpo íntegro se mostraba maltratado y descolorido. No es posible aún explicar cómo fueron causadas aquellas heridas. El arma pudo ser un pesado garrote de madera, o una gruesa barra de hierro; alguna herramienta ancha, contundente y roma, debió producir semejantes resultados, al ser esgrimida por un hombre tremendamente forzudo. Ninguna mujer habría sido capaz de asestar aquellos golpes, con arma alguna. La cabeza de la difunta, cuando la reconoció el testigo, se hallaba enteramente separada del cuerpo, y también muy destrozada. Evidentemente la garganta había sido cortada con un instrumento muy afilado, posiblemente con una navaja de afeitar.

"Alexandre Etienne, cirujano. Fue llamado junto con Dumas para examinar los cadáveres. Corroboró la declaración y las opiniones de Paul Dumas.

"No se han obtenido pormenores más importantes, aunque se ha interrogado a muchas personas. Un crimen tan misterioso, y tan intrincado, jamás se había cometido en París. La policía no tiene ningún rastro; rara circunstancia en asuntos de tal naturaleza. En realidad, no existe ni la sombra de la menor pista."

La edición de la tarde del mismo periódico, afirma que reina todavía mucha excitación en el Quartier Saint–Roch, y que las circunstancias del crimen han sido detalladamente investigadas de nuevo, e interrogados otra vez los testigos; todo sin resultado. No obstante, una noticia de última hora anunció que Adolphe Le Bon se halla detenido y encarcelado, aunque no acusado de ninguno de los hechos ya expuestos.

Mi amigo Dupin parecía especialmente interesado en el curso de aquel asunto. O yo lo deducía de su conducta, porque él no emitía ningún comentario.

Sólo después de que fue anunciada la encarcelación de Le Bon, me preguntó qué opinaba acerca de esos asesinatos.

Le manifesté que concordaba con todo París, al considerar que aquello era un misterio insoluble. No vislumbraba fórmula alguna para dar con el asesino.

—No podemos pensar en la manera de hallarlo a través de esos interrogatorios tan superficiales —dijo Dupin—. La Policía de París, tan alabada por su perspicacia, es apenas astuta. En sus diligencias no disponen de otro método sino del que sugieren las circunstancias. Hacen gran ostentación de buenas disposiciones, pero con frecuencia se adaptan tan mal a los fines que se han propuesto, que induce a invocar a monsieur Jourdain cuando exige su bata "para oír mejor la música". Es cierto que los resultados que obtienen no dejan de ser a veces sorprendentes; sin embargo, en su mayoría, son alcanzados por mera insistencia, y cuando este método resulta ineficaz, todos sus planes fallan. Vidocq, por ejemplo, era un magnífico "adivinador" y hombre muy perseverante, pero como no tenía educada la inteligencia a menudo se desencaminaba, por la misma intensidad de sus investigaciones. Menoscababa su visión por mirar el objeto tan de cerca. Era capaz de observar una o dos circunstancias con inusitada claridad, pero al hacerlo, invariablemente perdía el enfoque total del problema. Puede decirse que ése es el defecto de ser demasiado profundo. Las variedades y orígenes de este error, tienen un buen ejemplo en la contemplación de los cuerpos celestes. Mirar una estrella por ojeadas, examinándola de soslayo, volviendo hacia ella las partes exteriores de la retina que son más sensibles a las débiles impresiones de la luz que las interiores, equivale a contemplar la estrella distintamente, y obtener la mejor apreciación de su brillo; un brillo que se va opacando a medida que volvemos de lleno nuestra mirada hacia ella. En realidad caen en los ojos mayor número de rayos en el último caso, pero en el primero se consigue una receptibilidad más fina. Examinando con una profundidad indebida, podemos enredar y debilitar el pensamiento, y hacer que hasta Venus se desvanezca en el cielo por culpa de una mirada escrutadora demasiado sostenida, concentrada o directa. En cuanto a esos asesinatos, vamos a iniciar algunas investigaciones por nuestra cuenta, antes de formarnos una opinión con respecto a ellos. Esta indagación nos procurará un buen pasatiempo. Visitaremos el lugar del suceso. Conozco al Prefecto de Policía, y no me será difícil obtener el permiso necesario.

Conseguimos ese permiso y fuimos enseguida a la calle Morgue. Es una de esas callejuelas que cruzan por entre la calle Richelieu y la de Saint–Roch. Eran las últimas horas de la tarde cuando llegamos allí. No nos costó dar con la casa, ya que aún había muchas personas observando las ventanas cerradas, con una vana curiosidad. Era un edificio como tantos en París, con una puerta principal, y a un costado una caseta de cristal con una ventanilla de bastidor corredizo para la portera. Antes de entrar subimos calle arriba, doblamos por un callejón, y luego, doblando otra vez, llegamos a la parte posterior del edificio, mientras Dupin examinaba todos los alrededores y la casa, con una minuciosidad cuyos fines no podía comprender.

Después nos volvimos por donde habíamos venido, hasta la fachada del edificio. Llamamos, mostramos nuestros permisos, y los agentes de guardia nos dejaron pasar sin objeciones. Nos dirigimos a la habitación donde habían encontrado el cuerpo de mademoiselle L'Espanaye, y en la que aún yacían los cadáveres de las dos mujeres. El desorden en esta sala se hallaba intacto, y Dupin lo fue escrudiñando todo, sin olvidar los cuerpos de las víctimas. En seguida pasamos a las otras habitaciones y al patio. Un gendarme nos acompañó a los diferentes lugares. Aquella investigación nos ocupó hasta el anochecer.

He dicho que las rarezas de mi amigo eran diversas. Así, rehusó hablar del asesinato hasta el siguiente mediodía. Entonces, súbitamente, me preguntó si había observado algo particular en el escenario del crimen.

La manera cómo recalcó la palabra "particular" me hizo estremecer sin saber por qué.

—No, nada de particular —contesté—. Por lo menos no más de lo que ambos leímos en el diario...

—Me temo que "La Gazette" no ha penetrado en el horror inusitado del asunto —replicó él—. Yo pienso que si ese misterio parece insoluble es por la misma razón por la que debería ser muy fácil de resolver; me refiero al carácter desmesurado de cuanto lo rodea. La policía está confundida por la aparente falta de motivación, y no por las posibles causas de la atrocidad del asesinato; está confundida ante la imposibilidad de conciliar esas voces que se oyeron arriba, y no haber encontrado allí más que el cuerpo de mademoiselle L'Espanaye; por no vislumbrar la forma de que alguien haya abandonado el cuarto piso, sin que le viesen las personas que subían por las escaleras. El impresionante desorden de la habitación, el cadáver introducido con la cabeza abajo en la chimenea, la espantosa mutilación del cuerpo de la anciana, y otras consideraciones ya mencionadas, han bastado para que se paralicen sus facultades, haciendo fracasar por completo la tan pregonada perspicacia de los agentes del gobierno. Han caído en el común y gran error de confundir lo imprevisto con lo abstruso. Pero, precisamente, por apartarse de lo común es por dónde la razón tendría que hallar su camino para investigar la verdad. En indagaciones como la que ahora estamos efectuando, no tenemos sólo que preguntar qué ha ocurrido, sino qué ha ocurrido que no haya pasado jamás hasta ahora. La facilidad con que yo he llegado a la solución de este enigma, va en razón directa con su aparente insolubilidad a los ojos de la policía.

Con mucho asombro clavé la mirada en los ojos de mi interlocutor.

—Ahora espero —continuó diciendo, mientras observaba la puerta de nuestra habitación—, estoy esperando a una persona que, aun cuando no haya sido quien perpetró esta carnicería, bien podría estar complicada, en cierta medida, con el hecho. De la peor parte de estos crímenes, es posible que resulte inocente. Espero no equivocarme en esta suposición, porque en ella fundo mi esperanza de descifrar la verdad. Aguardo a un hombre aquí, en esta habitación, de un momento a otro; también es posible que no venga, aunque lo más probable es que lo haga. Si viene hay que retenerlo. Tenemos pistolas, y ambos sabemos para que sirven.

Cogí una pistola, sin entender bien lo que hacía, ni creer lo que escuchaba, mientras Dupin seguía conversando, en soliloquio. Ya he hablado de sus maneras abstraídas en semejantes momentos. Sus palabras se dirigían a mí, aunque su voz, no muy alta, ofrecía la entonación comúnmente empleada al hablar con alguien que se halla muy distante. Sus ojos, inexpresivos, miraban a la pared.

—Está completamente demostrado que en esa reyerta que escucharon los que subían por la escalera, las voces no correspondían a las de las mujeres asesinadas —dijo—. Esto descarta cualquiera duda acerca de si la anciana pudo dar muerte a su hija y suicidarse después. Hablo de este punto sólo por obediencia a un método, ya que las fuerzas de madame L'Espanaye eran totalmente insuficientes para arrastrar chimenea arriba el cadáver de la joven. Y por las heridas de su propio cuerpo, queda básicamente excluida la idea de suicidio. Por lo tanto, está claro que los asesinatos fueron cometidos por terceras personas, y que son las voces de esas personas las que se oyeron discutir.

Lo observé sin encontrar objeción alguna.

—Permítame ahora —prosiguió—, hacer hincapié no en lo que se ha declarado acerca de esas voces, sino en lo que hay de particular en dichas declaraciones. ¿Ha observado usted en ellas algo especial?

—Sí, noté que mientras todos los testigos coincidían en que la voz grave era la de un francés, hubo mucho desacuerdo en cuanto a la voz aguda.

—Eso es la evidencia misma —dijo Dupin—, pero no la peculiaridad de dicha evidencia. Usted no ha percibido nada característico, y, sin embargo, "algo" había que percibir. Los testigos, como se ha dicho, estuvieron de acuerdo en cuanto a la voz grave. Pero en lo que se refiere a la voz aguda, la particularidad consiste "no en el desacuerdo", sino en que un italiano, un inglés, un español, un holandés y un francés han intentado describirla, y cada uno la menciona como "la voz de un extranjero" . Cada uno está seguro de que no era la voz de un compatriota suyo, y la compara con la de un individuo proveniente de alguna nación cuyo lenguaje desconoce. El francés supone que era la voz de un español; el holandés sostiene que fue la de un francés, aunque "por desconocer el idioma, el testigo fue interrogado por medio de un intérprete"; el inglés piensa que se trataba de un alemán, pese a que "no entiende alemán"; el español asegura que era un inglés, juzgando únicamente por el acento, porque "no entiende la lengua inglesa"; el italiano opina que fue la voz de un ruso, pero jamás ha conversado con un ruso; un segundo francés difiere del primero, y sostiene que aquella voz era la de un italiano. ¡Qué inusitada ha de ser realmente esa voz, para que puedan darse estos testimonios tan contradictorios! Ciudadanos de las cinco grandes divisiones de Europa, no reconocen nada que les sea familiar en sus inflexiones. Usted dirá que también puede ser la voz de un asiático o de un africano. A pesar de que ni los asiáticos ni los africanos abundan en París, no niego esa posibilidad, pero me interesa llamar su atención sobre tres puntos: aquella voz es descrita por uno de los testigos como "más áspera que aguda", y otros la definen como "rápida y desigual". No hubo palabras, no existieron sonidos que se parecieran a palabras distinguibles, como en el caso de la voz grave. Yo no sé qué impresión he causado en el entendimiento de usted —prosiguió Dupin—, pero creo que las legítimas deducciones hechas sólo con esta parte de los testimonios, o sea la parte referente a las voces grave y aguda, bastan para engendrar una sospecha que puede conducirnos al avance en la investigación del misterio. He dicho "deducciones legítimas", más exactamente, las únicas deducciones adecuadas, en las que inevitablemente se origina mi sospecha como única conclusión. En qué consiste esta sospecha, no lo diré todavía. Sólo deseo que usted comprenda que, para mí, tiene la fuerza suficiente para darle un determinado giro a mis indagaciones en aquella habitación. Trasladémonos en imaginación a esa sala. ¿Qué es lo primero que buscaremos allí? Los medios de evasión utilizados por los asesinos ¿verdad?

Me limité a asentir, y Dupin continuó:

—Ni usted ni yo creemos en acontecimientos sobrenaturales. Madame y mademoiselle L'Espanaye no han sido asesinadas por espíritus. Los que cometieron el crimen son seres materiales, y escaparon por iguales medios. ¿Cómo? Hay una sola manera de razonar sobre este punto, y esa manera debe conducirnos a una solución precisa. Está claro que los asesinos se encontraban en la habitación donde fue hallado el cuerpo de mademoiseile L'Espanaye, o en el cuarto contiguo, cuando el grupo de personas subió por la escalera. De modo que basta con investigar las salidas que tienen estos dos lugares. La policía ha dejado al descubierto los pisos, los techos, y la mampostería de las paredes en todas direcciones. No obstante, no he querido fiarme de sus ojos, y lo he examinado todo con los míos. Por lo tanto puedo afirmar que no existían puertas secretas, y las dos de las habitaciones que dan al pasillo estaban cerradas con llave por dentro. Las chimeneas, aunque de ancho corriente, no podrían dar cabida ni a un gato corpulento. En consecuencia, la imposibilidad de escape por los medios ya indicados es absoluta, y no nos quedan más que las ventanas. Por la de la habitación que da a la fachada principal, nadie hubiera podido huir sin ser visto por la muchedumbre que había en la calle. Ello significa que los asesinos salieron por las ventanas de la habitación trasera. Llevados a esta conclusión de manera inequívoca, no podemos rechazarla tomando en cuenta impedimentos evidentes. Sólo debemos demostrar que cualquiera de estos evidentes "impedimentos", realmente no existe. Bien, hay dos ventanas de bastidor corredizo, que suben y bajan, en la habitación. Una de ellas no está obstruida por el mobiliario, y queda completamente visible. La parte inferior de la otra permanece oculta por la cabecera del pesado armazón de la cama, que está estrechamente pegado a ella. La primera de dichas ventanas se hallaba cerrada y asegurada por dentro, y resistió a los más violentos esfuerzos de los que trataron de levantarla; en la parte izquierda de su bastidor habían barrenado un agujero, y hundido allí un grueso clavo casi hasta la cabeza. Examinando la otra ventana, se descubrió en ella otro clavo similar, y todos los intentos para subir el bastidor fracasaron también. La policía quedó convencida de que la fuga no podía haberse efectuado por ahí, y, por consiguiente, consideró superfluo extraer esos clavos y levantar las ventanas. Mi examen fue algo más prolijo. Razoné de este modo a posteriori: los asesinos han escapado por una de esas ventanas, y es imposible que hayan vuelto a cerrar los bastidores por dentro. Esta consideración, por su evidencia, fue la que atascó las investigaciones de la policía. Pero el hecho era que las ventanas estaban cerradas y bien aseguradas. Se hacía entonces "necesario" que pudieran cerrarse por sí mismas; no había manera de escapar a esta conclusión. Fui hasta la ventana libre de estorbos, extraje el clavo con cierta dificultad, y probé a subir el bastidor. Como me figuraba, resistió a todas mis manipulaciones, y en ese instante sospeché que había un resorte secreto. Una cuidadosa inspección me hizo descubrirlo. Lo presioné y satisfecho con mi hallazgo, me abstuve de levantar el bastidor. Volví a colocar el clavo y lo observé atentamente. Si una persona hubiese pasado por delante de la ventana y la hubiera vuelto a cerrar, el resorte habría funcionado solo, sin embargo no podría haber colocado nuevamente el clavo. El campo de mis investigaciones se estrechaba aun más: los asesinos habían escapado por la otra ventana. Suponiendo que los resortes de ambos bastidores fuesen iguales, lo que era probable, debía existir alguna diferencia entre los clavos, o por lo menos entre la forma de clavarlos. Me trepé al armazón de la cama, y examiné prolijamente, por encima de su cabecera, la segunda ventana. Pasando la mano por la tabla, descubrí y apreté el resorte, que, tal como sospechaba, tenía la misma forma que su vecino. Observé bien su clavo, que era tan grueso como el otro, y aparentemente se hallaba clavado de idéntica manera: hundido casi hasta la cabeza. Si usted supone que me quedé perplejo, no ha comprendido la naturaleza de estas deducciones. He rastreado el secreto hasta su consecuencia final, y esa consecuencia es "el clavo". Dije que tenía la apariencia de su compañero de la otra ventana, pero esto no era tan decisivo si se considera que en aquel punto se acababa toda mi pista. Debe haber un defecto en ese clavo, pensé. Lo toqué, y su cabeza, con casi un cuarto de pulgada de su espiga, se me quedó entre los dedos; el resto de la espiga seguía en el orificio barrenado. Esta espiga era muy antigua, sus bordes se encontraban impregnados de herrumbre, y era fácil comprender que el clavo había sido arreglado de un martillazo que hundió una porción de la cabeza en la superficie del bastidor. Coloqué otra vez aquella parte en el sitio de donde la había separado, y su similitud con un clavo perfecto fue completa; la fisura era invisible. Luego presioné el resorte, levanté suavemente el bastidor una pulgada, y la cabeza de clavo subió junto con éste, quedando la otra parte en su agujero. Bajé el bastidor, cerrando la ventana, y la apariencia del clavo entero fue otra vez perfecta.

Lo contemplé admirado.

—El enigma, hasta aquí —continuó Dupin—, ya estaba resuelto. El asesino se fugó por la ventana que da por sobre la cama. Luego de salir por allí, al bajar esta ventana por sí sola, quedó sujeta por el resorte, y es la sujeción de ese resorte la que ha engañado a la policía: la policía piensa que está inmovilizada por el clavo. El problema siguiente es cómo bajó el asesino. A unos cinco pies y medio de la ventana en cuestión, pasa una cadena de pararrayos. Por esa cadena resultaría absurdo que alguien llegara a la ventana. No obstante, comprobé que los postigos del cuarto piso eran de un tipo particular, llamados "ferrades" por los carpinteros franceses; un estilo raramente usado hoy, y que se ve con frecuencia en las casas antiguas de Lyon y Burdeos. Tiene la forma corriente de una puerta de una sola hoja, y la mitad superior es enrejada, o trabajada a manera de celosía, por lo cual ofrece un excelente agarradero para las manos. En el presente caso, esos postigos tienen un ancho de tres pies y medio. Cuando los vimos desde la parte trasera de la casa, estaban los dos abiertos casi hasta la mitad, formando ángulo recto con la pared. Es muy posible que la policía haya examinado la parte trasera del edificio, y si lo ha hecho, al mirar aquellos "ferrades" no ha reparado en su gran anchura: no le ha dado la debida importancia. En realidad, cuando se convencieron de que la fuga no podía efectuarse por ese lado, no le concedieron sino un examen superficial. Para mí, en cambio, era muy claro que el postigo de la ventana, en la cabecera de la cama, si se abría totalmente, llegaría a unos dos pies de la cadena del pararrayos. También era evidente que con un valor y una agilidad extraordinarias, era factible entrar en esa habitación, por esa ventana, utilizando la cadena. Al alcanzar esa distancia de dos pies y medio, suponiendo que el postigo estuviese completamente abierto, un ladrón podía conseguir un asidero muy firme en la celosía. Soltando, luego, su sostén en la cadena, con los pies bien apoyados en la pared, y saltando atrevidamente habría impelido al postigo, haciendo que se cerrara, y también, suponiendo que hubiera encontrado la ventana abierta, hubiese ido a parar al interior de la habitación. Tenga presente que he hablado de una agilidad extraordinaria, indispensable para el éxito de una empresa tan arriesgada y dificultosa. Si usamos el lenguaje de la ley, usted me dirá que más bien debería depreciar la agilidad requerida en el caso, que insistir en valorarla, pero eso no corresponde al oficio de la razón. Mi finalidad consiste únicamente en hallar la verdad, y mi propósito inmediato es inducirlo a usted a que haga un parangón entre esa sobrenatural agilidad, y la voz peculiarísima, aguda, áspera, desigual, acerca de cuya nacionalidad no hay dos personas de acuerdo, y en cuya pronunciación no es posible descubrir silabeo alguno.

Al escuchar aquellas palabras, comencé a formarme una vaga idea de lo que pensaba Dupin. Me parecía estar al borde del entendimiento, sin que pudiera entender todavía. Mi amigo continuó su razonamiento:

—Usted habrá comprendido —dijo—, que he llevado el problema del modo de salida al de entrada, y sugiero que ambas fueron efectuadas de igual manera y por un mismo sitio. Volvamos ahora al interior de la habitación. Se ha dicho que los cajones de la cómoda fueron saqueados aunque han quedado algunas prendas de vestir. La conclusión es absurda. ¿Cómo sabemos que los objetos hallados no eran todo lo que los cajones contenían? La señora y la señorita L'Espanaye hacían una vida muy apartada, y salían raramente; tenían pocos motivos para muchos cambios de ropas. Y si algún ladrón hubiera robado algo ¿por qué no robar lo mejor? ¿Por qué no llevárselo todo? En pocas palabras: ¿un ladrón habría dejado cuatro mil francos en oro, para cargar con un atado de ropa blanca? El oro fue abandonado. La cantidad mencionada por monsieur Mignaud, el banquero, fue hallada en las dos talegas, sobre el piso. Por lo tanto, sería conveniente descartar la desatinada idea, engendrada por los cerebros de la policía, de un motivo relacionado con ese dinero. Pero, debido a las circunstancias del caso, si aceptamos que el oro no ha sido la finalidad del crimen, también debemos aceptar que quien lo cometió fue tan vacilante y tan estúpido que no sólo olvidó el oro sino el objetivo del delito. Fijémonos ahora en otros detalles que nos muestran el vigor maravilloso del asesino. En la chimenea había unas espesas guedejas de canosos cabellos humanos. Habían sido arrancados con sus raíces. ¿Usted sabe qué fuerza es necesaria para arrancar de la cabeza sólo veinte o treinta cabellos juntos? Ha visto aquellas guedejas tan bien como yo... ¡horrendo espectáculo! Sus raíces estaban grumosas de fragmentos de carne del cuero cabelludo, prueba de la fuerza prodigiosa que ha sido menester para arrancar tal vez un millón de cabellos al mismo tiempo. La garganta de la anciana no sólo estaba cortada, sino que la cabeza fue separada del cuerpo, y el instrumento para ello fue sólo una navaja de afeitar. ¡De las heridas en el cuerpo de madame L'Espanaye no vale la pena ni hablar! Monsieur Dumas y su digno auxiliar monsieur Etienne, han declarado que fueron causadas por un instrumento contundente, y en esto han acertado; el instrumento fue, sin duda alguna, el pavimento de piedra del patio, sobre el que la víctima cayó desde la ventana. Este hecho, por sencillo que ahora parezca, escapó a la policía, por la misma causa que su comprensión quedó herméticamente sellada para la posibilidad de que las ventanas hubiesen podido ser abiertas. Si por añadidura a estas cosas, ha reflexionado usted adecuadamente acerca del extraño desorden de la habitación, ya hemos podido llegar a la etapa de combinar las siguientes ideas: agilidad pasmosa, una fuerza sobrehumana, una ferocidad brutal, una carnicería sin motivo, una "grotesquería" dentro de lo horrible, absolutamente ajena a la naturaleza de un ser humano, y una voz extranjera por su acento para los oídos de hombres de varias naciones, y desprovista de todo silabeo distinguible o inteligible. ¿Qué resulta de todo esto? ¿Qué impresión le causa en su imaginación?

Sentí escalofrío cuando Dupin me hizo aquellas preguntas.

—Un loco dije—. Ese crimen lo ha cometido algún demente furioso que se ha escapado de una Casa de Orates vecina.

—En algunos aspectos, su idea no es desacertada —me respondió—. Pero las voces de los enajenados, hasta en sus más feroces paroxismos, no llegan a parecerse a la voz oída desde las escaleras. Los locos pertenecen a determinados países, y su lenguaje, aunque sea incoherente en sus palabras, tiene siempre la coherencia de su silabeo. Además, el cabello de un loco no se asemeja al que yo tengo en la mano. He desenredado este mechón que retenían los dedos rígidamente crispados de madame L'Espanaye. Dígame qué puede deducir de "esto".

—¡Dupin! —exclamé—. ¡Ese cabello no es humano!

—Yo no he dicho que lo sea —me contestó—. Pero antes de que decidamos acerca de este punto, le ruego que examine el pequeño esbozo que he dibujado en este papel. Es un facsímil sacado de lo que una parte de los testigos describe como "cárdenas magulladuras y profundas heridas causadas por uñas" en el cuello de mademoiselle L'Espanaye, y los señores Dumas y Etienne, como "serie de manchas lívidas, impresiones evidentes de unos dedos". Usted comprenderá —continuó mi amigo, desplegando el papel sobre la mesa—, que este dibujo muestra una presión firme y poderosa. No hay aquí "deslizamiento" visible. Cada dedo ha mantenido, posiblemente hasta la muerte de la víctima, la ferocidad con que se hundió en el primer instante. Pruebe usted ahora a colocar todos sus dedos a la vez en las respectivas impresiones.

En vano lo intenté.

—El papel se halla extendido sobre una superficie plana, y la garganta es cilíndrica —argumentó Dupin—. Aquí tenemos un trozo de leña, cuya circunferencia es aproximadamente la de la garganta. Enrolle el dibujo en él, y prueba otra vez el experimento.

Así lo hice, y la dificultad fue aún más evidente.

—Tampoco éstas —dije—, son huellas de dedos humanos.

—Ahora lea —prosiguió Dupin—, este pasaje de Cuvier.

Era una descripción anatómica, minuciosa y general, del gran orangután fulvo de las islas de la India Oriental. La estatura gigantesca, la fuerza y la actividad prodigiosa, la salvaje ferocidad y las tendencias imitadoras de estos mamíferos, son harto conocidas en todo el mundo. Inmediatamente comprendí los horrores de aquellos asesinatos.

—La descripción de los dedos está completamente de acuerdo con este dibujo —aseguré cuando acabé de leer—. No hay otro orangután, sino el de la especie aquí mencionada, que pueda haber marcado heridas como las que usted ha dibujado. Ese mechón de pelo también es idéntico al del animal descrito por Cuvier. Pero aún no veo modo de comprender las circunstancias en que se produjo este espantoso asunto. Además, se oyeron disputar dos voces, y una de ellas era indiscutiblemente la de un francés.

—Es cierto, y usted recordará una expresión atribuida casi unánimemente, por los testigos, a esa voz. La expresión "mon Dieu" la cual, en aquellos instantes, fue definida por el testigo Montani, como expresión de reconvención. En esa voz, yo he fundado mis esperanzas de una completa solución del enigma. Hay un francés conocedor del asesinato. Y es posible, mucho más que probable, que él sea inocente de toda participación en los hechos sangrientos que han ocurrido. El orangután puede habérsele escapado, y él ha seguido el rastro hasta aquella habitación. Pero en medio de las agitadas circunstancias que se produjeron, puede que no lo haya logrado recapturar. El animal anda todavía suelto.

—¿Cree eso? —indagué.

—En realidad no me propongo continuar con estas conjeturas, porque las luces de reflexión en que se fundan alcanzan apenas la suficiente profundidad para ser apreciables para mi propia inteligencia, y no pretendo hacerlas inteligibles para la comprensión de otra persona. Si el francés en cuestión es, como yo supongo, inocente de estas atrocidades, este anuncio, que yo dejé en las oficinas de "Le Monde", que como usted sabe es un periódico dedicado a los asuntos marítimos, nos lo traerá a nuestro domicilio.

Me presentó el periódico, y leí los siguiente:

"CAPTURA: En el Bois de Boulogne se ha encontrado un enorme orangután de la especie de Borneo. Su propietario, quien se sabe que es un marinero, perteneciente a un navío maltés, podrá recuperar al animal, dando satisfactoria identificación de él, y pagando algunos pequeños gastos ocasionados por su captura y manutención. Dirigirse al Nº..., calle .... Faubourg Saint–Germain. Tercero."

—Yo no lo conozco —añadió Dupin—. No estoy seguro de su existencia. Pero aquí tengo el pedacito de un lazo que, por su forma y su aspecto grasiento, ha sido usado para anudar los cabellos en forma de esas coletas a las que son tan aficionados los marineros. Este lazo es uno de los que muy pocas personas saben anudar, y es una peculiaridad de los malteses. Recogí esta cinta al pie de la cadena del pararrayos, y no podía pertenecer a ninguna de las dos víctimas. En todo caso, si me he equivocado en mis deducciones, al pensar que el francés es un marino perteneciente a un navío maltés, no habré causado ningún daño a nadie con este anuncio. Y si he acertado, habremos ganado un punto muy importante. Aunque inocente, en autos del crimen, ese hombre vacilará en responder o no al anuncio, y entre si debe o no debe reclamar al orangután. Razonará de este modo: "Soy inocente, soy pobre, y mi orangután vale mucho dinero; un verdadero caudal para alguien que se halla en mi situación. ¿Por qué debo perderlo por vanas aprensiones? Fue encontrado en el Bois de Boulogne, a gran distancia de la casa de la calle Morgue... ¿Y cómo podría suponerse que un animal haya cometido semejante acción? La policía está despistada; no ha podido ofrecer el menor indicio. Hasta en el caso de que sospechen del orangután, sería imposible demostrar que yo sé del crimen, ni enredarme en culpabilidad alguna. Y además, me "conocen" . Quién publicó el aviso me señala como poseedor del animal. Ignoro hasta dónde se extiende este conocimiento, pero... si evito reclamar una propiedad de tanto valor, que se sabe que es mía, despertaré sospechas. Contestaré el anuncio, es lo mejor. Recuperaré mi orangután y lo mantendré encerrado hasta que se disipe este desagradable asunto".

En aquel momento oímos unos pasos en la escalera.

—Prepárese usted —dijo Dupin—. Tome sus pistolas, pero no haga uso de ellas, ni la muestre, hasta que yo le haga una señal.

Habíamos dejado abierta la puerta principal de la casa, y el visitante había entrado sin llamar. Sin embargo, ahora parecía vacilar. Oímos que bajaba. Dupin fue rápidamente a la puerta, y lo escuchamos subir otra vez. Ahora ya no se volvía atrás, sino que subía decididamente. Llamó a la puerta de nuestra habitación.

—Adelante —respondió Dupin, con voz alegre y satisfecha.

El hombre que entró era, sin lugar a dudas, un marinero. Alto, fornido, musculoso, con cierta expresión de arrogancia no del todo antipática. Su rostro, muy atezado, tenía más de la mitad oculta tras las patillas y el bigote. Traía un grueso garrote de roble, y no parecía llevar otras armas. Saludó inclinándose desmañadamente, y nos dijo un "buenos días" con acento francés, que, pese a un dejo suizo, daba a conocer su origen parisiense.

—Siéntese, amigo —invitó Dupin—. Supongo que viene a reclamar su orangután. Le doy mi palabra de que se lo envidio. ¡Hermoso animal, y de mucho precio! ¿Qué edad le atribuye?

El marinero dio un largo suspiro, como quién se quita un gran peso de encima, y luego contestó con voz segura.

—No podrá tener más de cuatro o cinco años. ¿Lo tiene usted aquí?

—¡Oh, no! Éste no es lugar para guardarlo. Está en una cuadra que alquilamos en la calle Dubourg. Podrá recuperarlo mañana temprano. ¿Viene preparado para demostrar su propiedad?

—Sin duda alguna, señor.

—Sentiré mucho desprenderme de él —agregó Dupin.

—Yo no pretendo que se haya tomado tanto trabajo sin que tenga alguna recompensa —dijo el hombre—. Eso ni pensarlo. Y estoy dispuesto a pagar una gratificación por el hallazgo del animal; por supuesto, algo razonable.

—Bien, eso es muy correcto —respondió mi amigo—. Vamos a ver... ¿qué voy a pedir yo? ¡Ah, ya lo sé! Mi recompensa será ésta: quiero que usted me diga todo lo que sabe acerca de esos asesinatos de la calle Morgue.

Dupin pronunció estas últimas palabras en voz muy baja y con mucha tranquilidad. Con la misma tranquilidad fue hacia la puerta, la cerró y se guardó la llave en el bolsillo. Luego sacó la pistola y, sin mostrar la menor agitación, la dejó sobre la mesa.

El rostro del marinero se encendió, sofocado. Se puso de pie y empuñó su garrote. Pero acto seguido, se dejó caer en la silla, temblando violentamente, y con expresión de moribundo. No dijo ni una palabra. Lo compadecí de todo corazón.

—Amigo mío —murmuró Dupin, en tono amable—, se alarma usted innecesariamente, se lo digo de veras. No nos proponemos causarle daño alguno. Le doy mi palabra de honor, como caballero, y como francés, de que no intentamos perjudicarlo. Yo sé muy bien que usted es inocente de las atrocidades de la calle Morgue. No obstante, no puedo negar que, en cierto modo, se halla complicado en ellas. Por lo que acabo de decirle, podrá comprender que he tenido medios de información acerca de este asunto. Ahora el caso se presenta de este modo: usted no ha hecho nada que pudiera evitar; nada, ciertamente, que lo haga culpable. No le pueden acusar de que haya robado, pudiendo hacerlo impunemente, y no tiene ninguna cosa que ocultar. Por otra parte, está usted obligado, por todos los principios de honor, a confesar cuanto sepa. Hay un hombre inocente encarcelado bajo la acusación de esos crímenes, a cuyo autor puede usted desenmascarar.

El marinero había recobrado mucho de su presencia de ánimo, pese a que ya no existía la arrogancia en él.

—¡Qué Dios me salve! —exclamó—. Yo quiero contarle todo lo que sé, aunque no espero que me crea ni la mitad; estaría loco si lo esperase. ¡Pero soy inocente, y hablaré con total franqueza, aun cuando arriesgue la vida!

Lo que declaró fue, en resumen, esto: recientemente había regresado de un viaje al archipiélago índico. Un grupo, del cual formaba parte, desembarcó en Borneo y pasó al interior a realizar una excursión de recreo. Entre él y un compañero capturaron al orangután. Aquel compañero murió, y el animal pasó a ser de su exclusiva propiedad.

Después de no pocos trabajos, ocasionados por la ferocidad del cautivo durante el viaje de regreso, logró encerrarlo en su propio domicilio en París, donde, para no atraer la curiosidad de los vecinos, lo mantuvo cuidadosamente recluido, hasta que pudo restablecerlo de una herida que se había hecho en un pie, con una astilla, a bordo del navío. Su resolución era venderlo.

Sin embargo, al regresar a su casa después de una parranda con otros marineros, justamente en la madrugada del día del crimen, halló al orangután en su alcoba, en la que había penetrado desde el cuarto contiguo donde estaba encerrado. Con una navaja de afeitar en la mano, se hallaba sentado delante de un espejo, tratando de afeitarse, sin duda había espiado a su amo en esta operación. Aterrorizado al ver un arma tan peligros en poder de un animal tan feroz, el marinero se quedó sin saber qué hacer durante unos momentos. Pese a todo, había logrado apaciguar al orangután, aun en sus arranques más feroces, por medio de un látigo, y a éste recurrió también en esa oportunidad. Al ver el látigo, el orangután huyó fuera de la habitación, se precipitó escaleras abajo, y luego saltó por una ventana hacia la calle.

Su dueño lo persiguió desesperado. El mono, que llevaba aún la navaja de afeitar en la mano, se volvía de cuando en cuando para mirar y hacer muecas a su perseguidor. De este modo continuó la persecución durante un largo trecho. Las calles estaban en profundo silencio porque eran casi las tres de la madrugada. Al descender por una callejuela situada detrás de la calle Morgue, llamó la atención del animal una luz que brillaba en la ventana abierta de la habitación de madame L'Espanaye, en el cuarto piso del edificio. Se precipitó hacia allá, vio la cadena del pararrayos, trepó con inconcebible agilidad por ella, se agarró al postigo que estaba abierto de par en par, y balanceándose, suspendido de aquella manera, saltó directamente sobre la cabecera de la cama. Todo esto duró apenas un minuto. El orangután, al entrar en la habitación, empujó con las patas el postigo que volvió a quedar abierto.

Mientras tanto, el marinero estaba contento y perplejo a la vez. Tenía mucha esperanza de capturar al bruto, que difícilmente podría escapar de la trampa en que se había metido. Sin embargo, por otra parte, no le faltaban grandes motivos de temor por lo que el animal pudiera hacer dentro de esa casa. Esta última reflexión movió al hombre a seguir persiguiendo al orangután. Una cadena de pararrayos se sube sin dificultad, especialmente para un marinero, y así lo hizo. Cuando llegó a la altura de la ventana, que se encontraba bastante apartada hacia su izquierda, debió hacer un alto. Todo lo que podía lograr era aproximarse para dar una ojeada al interior de la habitación. Pero al hacerlo, le faltó poco para caer al vacío, empujado por el horror. Fue entonces cuando se oyeron aquellos estremecedores gritos que despertaron de su sueño a los vecinos de la calle Morgue.

La señora L'Espanaye y su hija, vestidas con ropa de dormir, habían estado, según parece, ordenando unos documentos en el cofrecito de hierro que habían llevado hasta el centro de la habitación, y tenían abierto; su contenido se hallaba en el suelo, junto a ellas. Indudablemente, las víctimas estaban sentadas de espaldas a la ventana, y, por el tiempo que transcurrió entre el ingreso del animal y los gritos, parece que no lo vieron en seguida. El golpeteo del postigo debió ser atribuido al viento. Cuando el marinero miró hacia el interior, el gigantesco animal agarró a madame L'Espanaye por los cabellos, y blandió la navaja de afeitar junto a su cara, imitando los gestos de un barbero. La hija se desmayó, y quedó tendida en el piso, inmóvil. Los forcejeos y alaridos de la anciana, en medio de los cuales le fue arrancado el cabello, tuvieron el efecto de cambiar los propósitos pacíficos del orangután, por la cólera. Con un gesto violento de su musculoso brazo, casi le separó la cabeza del cuerpo, y, al ver la sangre, su ira se inflamó hasta el frenesí. Rechinándole los dientes, y despidiendo fuego por los ojos, se lanzó entonces sobre el cuerpo de la joven, y hundió las afiladas garras en su garganta, manteniendo la presión hasta que ella expiró. Sus miradas extraviadas y salvajes se dirigieron en aquel momento a la cabecera de la cama, sobre la cual, al otro lado de la ventana, el rostro de su amo, rígido por el horror, se distinguía apenas en la oscuridad. Instantáneamente, recordando el temido látigo, la furia del animal se convirtió en miedo. Comprendiendo que merecía ser castigado, pareció deseoso de ocultar sus sangrientas acciones, y comenzó a saltar por la sala, derribando y destrozando los muebles a su paso, y arrancando la cama de su armazón. Para terminar, cogió el cuerpo de la señorita L'Espanaye, y lo introdujo por la chimenea, tal como fue hallado. Luego el de la anciana madre, el que inmediatamente arrojó de cabeza por la ventana. Cuando el mono se acercó allí, llevando su mutilada carga, el marinero retrocedió despavorido. Resbalando por la cadena del pararrayos, más que agarrándose, llegó abajo y se alejó precipitadamente hacia su casa, temiendo las consecuencias de aquella carnicería, y abandonando, en su terror, todo cuidado por lo que pudiera ocurrirle al mono. Las palabras escuchadas por el grupo en la escalera, eran las exclamaciones de espanto del francés, mezcladas a la jerigonza del orangután.

Ya casi no me queda nada que añadir. El animal tuvo que escapar de la habitación por la cadena del pararrayos, poco antes del amanecer. Maquinalmente debió cerrar la ventana al pasar por ella.

Tiempo después fue capturado por su propio dueño, quien obtuvo por él una buena cantidad de dinero en el "Jardin des Plantes". Le Bon, el dependiente bancario inculpado, fue dejado en libertad rápidamente, después que nosotros contamos en el despacho del prefecto de policía todo lo sucedido. Aquel funcionario, aunque muy bien dispuesto para con mi amigo, no pudo disimular su pesar al ver el giro que había tomado el caso, y se permitió un par de frases sarcásticas acerca de la falta de corrección de las personas que se entrometían en sus funciones.

—Déjelo que hable —me dijo luego, Dupin—. Así aliviará su conciencia. Por mi parte, estoy satisfecho de haberlo vencido en su propio terreno. Sin embargo, el hecho de que le haya fallado la solución de este misterio no es algo tan raro como él supone. En verdad, nuestro amigo el prefecto es demasiado agudo para poder pensar con profundidad. Su ciencia carece de base; es toda cabeza y no cuerpo, como las pinturas que representan a la diosa Laverna. Más exactamente, toda cabeza y espaldas como un bacalao. Pero es buena persona, y me agrada sobre todo por un truco de su astucia, al cual le debe el haber alcanzado su fama de hombre de talento. Me refiero a su manera de "nier ce qui est, et d'expliquer ce qui n'est pas" (negar lo que es, y explicar lo que no es).

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