El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde

CAPÍTULO III

JEKYLL PIDE COMPRENSIÓN PARA HYDE

Dos semanas más tarde, el doctor Jekyll invitó a cenar a cinco de sus mejores amigos, entre los cuales se encontraba Míster Utterson. Todos eran inteligentes, de reputación intachable, y buenos catadores de vino. Cuando los invitados se marcharon, el abogado se las ingenió para quedarse a solas con su anfitrión. Aquello no era ninguna novedad, al contrario, había sucedido en innumerables ocasiones.

En cuanto los despreocupados y los habladores trasponían el umbral, el doctor Jekyll requería a Míster Utterson. Gustaba de permanecer un rato en su discreta compañía, serenando el pensamiento en el fecundo silencio de aquel hombre.

El doctor Jekyll era un hombre de unos cincuenta años, alto, fornido, de rostro armonioso, con una expresión algo astuta, pero que revelaba inteligencia y bondad. Su mirada demostraba que sentía por su amigo un afecto sincero.

—Hace tiempo que quería hablar contigo, Jekyll —le dijo éste—. ¿Recuerdas el testamento que hiciste?

Un buen observador se habría dado cuenta de que el tema no era precisamente del agrado del que escuchaba. No obstante, el doctor contestó alegremente:

—¡Mi pobre Utterson, qué mala suerte es para ti tenerme como cliente! En mi vida he visto a un hombre tan preocupado como tú al leer ese documento; excepto quizás el fanático de Lanyon, ante lo que él llama mis "herejías científicas". Ya, ya sé que es buena persona. No tienes para qué fruncir el ceño. Es un hombre excelente, aunque también es ignorante en muchos aspectos, y un tanto pedante...

—Tú sabes que nunca he aprobado tu testamento —continuó Míster Utterson, haciendo caso omiso de las palabras de su amigo.

—Sí, por supuesto —admitió el doctor—, me lo has dicho.

—Lo repito —prosiguió el abogado—. He averiguado ciertas cosas acerca de Míster Hyde.

El agraciado rostro de Henry Jekyll palideció. Hasta sus labios perdieron todo color, y sus ojos se oscurecieron.

—¡No quiero oír una sola palabra! —ordenó.

—Lo que me han dicho es abominable —insistió Utterson.

—Eso no cambia nada. No puedes entender en qué posición me encuentro —protestó el doctor Jekyll—. Me hallo en una situación difícil; en una extraña circunstancia, muy extraña...

—Tú me conoces —dijo Míster Utterson—, y sabes que soy un hombre en el que se puede confiar. Háblame con toda franqueza y no dudes de que te sacaré del atolladero.

—Mi querido Utterson, tu bondad me conmueve —confesó el doctor—. ¡Eres un gran amigo, y no encuentro palabras para agradecer esta amistad! Te creo, y confiaría en ti antes que en ninguna otra persona, antes que en mí mismo si fuera posible. Pero no es lo que te imaginas. Para que te tranquilices te diré una cosa: puedo deshacerme de Míster Hyde. ¡Por favor, te ruego que no lo tomes a mal, pero se trata de un asunto muy personal, y no quiero que volvamos a hablar de esto!

Míster Utterson reflexionó unos segundos mirando al fuego.

—Está bien. Sin duda tienes razón —admitió al fin, poniéndose de pie.

—Ya que hemos tocado el tema por última vez —prosiguió el doctor Jekyll—, hay un punto en el que voy a insistir. Siento un gran interés por el pobre Hyde. Sé que lo has visto, me lo ha dicho, y me temo que estuvo muy grosero contigo. Pese a ello, con toda sinceridad te reitero que siento un interés enorme por ese hombre, y quiero que me prometas que si muero, serás tolerante con él, y le ayudarás a hacer valer sus derechos. Estoy seguro de que no pondrías objeciones si conocieras el caso a fondo. Me quitarás un gran peso de encima si me lo prometes.

—No puedo mentir diciéndote que será alguna vez persona de mi agrado...

—No es eso lo que te pido. —El doctor Jekyll afirmó una mano sobre el hombro de su amigo—. Sólo deseo justicia. Que lo ayudes, en mi nombre, cuando yo no esté aquí.

Utterson exhaló un irreprimible suspiro.

— De acuerdo —susurró—. Haré lo que me pides.

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