El extraño caso del Dr. Jekill y Mr. Hyde

CAPÍTULO VII

EL ABRUPTO CAMBIO DEL DR. JEKYLL

Un domingo en que Míster Utterson y Míster Enfield daban su acostumbrado paseo, volvieron a desembocar en aquella callejuela, y, al pasar frente a la ya conocida puerta , ambos se detuvieron.

—Bueno, al menos esa historia terminó —comentó Enfield—. Nunca volveremos a saber de Míster Hyde.

—Eso espero —afirmó Utterson—. ¿Te conté que logré verlo en una oportunidad, y que sentí la misma sensación de repugnancia de que me habías hablado?

—Es imposible mirarlo sin experimentarla —respondió Enfield—. Y a propósito, debiste juzgarme estúpido por no haberme dado cuenta de que esta puerta lleva a la parte posterior de la casa del doctor Jekyll.

—¡Así es que lo descubriste! —exclamó Míster Utterson—. Sí, a pesar de su aspecto lamentable, conduce al sitio donde se encuentra el viejo quirófano y el laboratorio. Ya que lo sabes, podemos entrar en ese patio y mirar por las ventanas. Me he enterado de que el pobre Jekyll se refugia en su laboratorio... Estoy preocupado por él.

En el descuidado patio hacía mucho frío. Lo inundaba una luz prematuramente crepuscular, ya que en el cielo, muy lejano, aún alumbraba un triste sol de atardecer. De las tres ventanas, la del centro se hallaba entreabierta, y sentado junto a ella, como un prisionero desconsolado, con un semblante infinitamente triste, estaba el doctor Jekyll.

—¡Jekyll...! —lo llamó Míster Utterson—. ¿Cómo estás?

—Me encuentro muy abatido —respondió melancólicamente el doctor—. Muy abatido. No duraré mucho, gracias a Dios.

—Pasas demasiado encerrado. Deberías salir a la calle, caminar un poco, como hacemos Enfield y yo —lo animó el abogado—. ¡Vamos, coge tu sombrero y ven con nosotros!

—Eres muy amable —musitó el otro—. No te imaginas cuanto me gustaría. Desgraciadamente es imposible. No me atrevo. Me alegro de verte, Utterson. Les pediría que subieran, a Míster Enfield y a ti, pero éste no es lugar para recibir visitas.

—Entonces lo mejor es quedarnos donde estamos, y hablar contigo desde aquí —sugirió Utterson, esforzándose en tener buen humor.

—Eso es lo que pensaba proponerte —contestó el doctor Jekyll, con una sonrisa. Pero en cuanto profirió estas palabras, la sonrisa desapareció, y fue bruscamente reemplazada por una expresión de horror y desesperanza, tan abyectas, que la sangre de los caballeros se congeló en sus venas. No vieron más porque la ventana se cerró violentamente.

Míster Utterson y Míster Enfield se devolvieron, y salieron a la calle sin decir palabra. Todavía en silencio recorrieron el camino ya andado, y sólo al llegar a una avenida en la que, pese a ser domingo, bullían múltiples signos de vida, Míster Utterson miró a su compañero. Los dos hombres estaban intensamente pálidos, y cada uno encontró, en los ojos del otro, la respuesta a su propio terror.

—Que el Señor se apiade de nosotros —susurró Míster Utterson.

Míster Enfield asintió con seriedad, y continuaron caminando en silencio.

Materias