La isla del tesoro

CAPÍTULO XX.

LA EMBAJADA DE SILVER

Había dos hombres del otro lado del fortín; uno agitaba un pedazo de tela blanco y el otro, nada menos que Silver en persona, permanecía tranquilo a su lado.

Era todavía muy temprano y hacía un frío tremendo, un frío que calaba hasta los huesos. El sol resplandecía en un cielo despejado y la cima de los árboles tenía un matiz rosado. Pero Silver y su lugarteniente quedaban en la sombra y una suerte de niebla blanca, que venía de la ciénaga y se había formado durante la noche; les llegaba hasta las rodillas. El frío y esta neblina daban una idea bien poco halagüeña de la salubridad de aquella isla. Sin lugar a dudas, era un lugar húmedo, insano, a propósito para coger cualquier fiebre.

—Quedaos dentro —dijo el capitán—. Me apuesto diez contra uno a que es una trampa.

Luego gritó en dirección al filibustero:

—¿Quén va? ¡Alto, o disparo!

—¡Bandera de paz! —gritó Silver.

El capitán estaba bajo el porche, precaviéndose juiciosamente de cualquier bala traicionera que pudiera dispararse. Se volvió hacia nosotros y ordenó:

—¡La guardia del doctor preparada! Doctor Livesey, vos id al norte; Jim, al este, y Gray, al oeste. Los demás, a cargar los mosquetes. ¡Moveos rápidos y con mucho ojo!

Luego se volvió hacia los piratas.

—¿Qué queréis parlamentar? —les gritó.

Esta vez fue el otro quien respondió a voz en grito.

—Es el capitán Silver, señor, que pide ser escuchado.

—¿El capitán Silver? No lo conozco. ¿Quién es? —exclamó el capitán, y añadió, como para sí mismo—: ¡Capitán! ¡A fe mía, eso sí que es ascender!

Long John respondió:

—Soy yo. Esos pobres diablos me han nombrado capitán después de vuestra deserción —y acentuó deliberadamente esta última palabra—. Estamos dispuestos a someternos si logramos llegar a un acuerdo sin rencores. Todo lo que os pido, capitán Smollett, es vuestra promesa de que me dejaréis salir del fortín sano y salvo y me daréis un minuto para ponerme al abrigo antes de abrir fuego.

—Muchacho —dijo el capitán Smollett—, no tengo ningún deseo de conversar con vos. Si queréis hablarme, podéis venir; eso es todo. Si hay traición, será de vuestro lado, y Dios os guarde.

—Esto me basta, capitán —dijo John con ardor—. Una palabra vuestra me basta. Podéis creer que sé apreciar a una persona honrada.

Vimos al individuo de la bandera blanca que intentaba retener a Silver. Nada de sorprendente había en ello, si se considera la forma tan caballeresca con que el capitán había respondido. Pero Silver se echó a reír y le dio una palmada en la espalda como si la menor sospecha fuera absurda. Luego se acercó a la empalizada, echó su muleta por encima de ella, pasó una pierna y, con gran vigor y agilidad, trepó por la cerca y cayo sin daño a la parte de dentro.

Debo confesar que estaba yo demasiado apasionado por lo que sucedía, para ser un buen centinela. Para decirlo de una vez, había abandonado ya mi aspillera y me había deslizado tras el capitán, que estaba ahora sentado ante la puerta con los codos apoyados en las rodillas, la cabeza entre las manos y los ojos fijos en el agua que borboteaba en la vieja caldera. Tarareaba entre dientes: "Venid, chicos y chicas..."

Silver tuvo gran trabajo para subir hasta el montículo. Debido a la abrupta pendiente, a los tocones de los árboles y la arena, demasiado blanda, estaba, con su muleta, tan desamparado como un navío en plena tempestad. Pero luchó en silencio como los valientes y al fin llegó a presencia del capitán, al que saludó con la mayor elegancia. Se había puesto el mejor ropaje que tenía: una casaca azul demasiado ancha, resplandeciente de botones de cobre, que le llegaba hasta las rodillas, y un sombrero con soberbios encajes que, tirado hacia atrás, le colgaba sobre el occipucio.

—Ya estáis aquí, muchacho —dijo el capitán, alzando la cabeza—. Mejor será que toméis asiento.

—¿No vais a permitirme entrar, capitán? —gimió Long John—. Hace demasiado frío, capitán, para quedarse sentado fuera en la arena.

—Silver —respondió el capitán—, si hubiérais decidido seguir siendo honrado, podríais estar bien caliente en vuestra cocina. Es asunto vuestro. O bien sois mi cocinero (y creo que se os daba un buen trato) o el capitán Silver, un vulgar pirata, bueno sólo para colgar de la horca.

—De acuerdo, capitán —respondió el cocinero, sentándose sobre la arena—, pero ayudadme al menos a levantarme, no os pido otra cosa. Es bonito este lugar. ¡Ah, ahí está Jim! Buen día, Jim. Doctor, mis saludos. Puede decirse estáis como en familia.

—Si tenéis algo que decirnos, muchacho, no tardéis demasiado en hacerlo le interrumpió el capitán.

—Tenéis toda la razón, capitán Smollett —asintió Silver—. El deber es el deber, desde luego. Pues, bueno, nos disteis una bonita sorpresa la noche última; lo reconozco, fue un golpe acertado. Y hay uno entre vosotros que sabe manejar con soltura el espeque. Y no voy a negar que algunos de los nuestros se asustaron un poco, quizá todos, e incluso yo mismo tal vez. Acaso sea éste el motivo que aquí me ha traído. Pero tened cuidado, capitán, que eso no volverá a repetirse. Pondremos centinela y beberemos un poquito menos de ron. Tal vez creyerais que estábamos todos borrachos. Puedo aseguraros que yo no lo estaba. Sólo estaba reventado de fatiga, y si hubiera abierto el ojo un segundo antes, os hubiera atrapado. Todavía no estaba muerto cuando corrí junto a él.

—¿Y qué más? —dijo el capitán Smollett, con la mayor frialdad posible.

Todo lo que Silver acababa de decir era un enigma para él, pero era imposible advertirlo. En cuanto a mí, comencé a adivinarlo. Recordé las últimas palabras que le oí a Ben Gunn. Seguramente habría ido a hacer una visita a los filibusteros mientras dormían, ya borrachos del todo, en torno a la fogata, y calculaba yo con satisfacción que solamente teníamos contra nosotros catorce hombres.

—Ved ahora —dijo Silver— cuál es nuestro punto de vista. Queremos el tesoro y será nuestro al fin. El que salvéis la vida corre de vuestra cuenta. Tenéis un mapa, ¿no es cierto?

—Puede ser —replicó el capitán.

—Lo tenéis, lo sé... No debéis mostraros tan rígido conmigo. Nada tiene esto que ver con el servicio, creedme. Sólo queremos ese mapa. Por lo demás, nunca he pretendido que os pasara algo malo, al menos por mi parte...

—Eso a mí no me importa, muchacho —le interrumpió el capitán—. Sabemos cuáles son vuestras intenciones y nos interesan bien poco, pues ahora, ya podéis verlo, nada tenéis que hacer.

Y, mirándolo con toda calma, el capitán se puso a llenar la pipa.

—Si Abe Gray... —comenzó Silver.

—¡Deteneos! —exclamó el capitán Smollett—. Gray nada nos ha dicho, y nada le hemos preguntado nosotros. Y, lo que es más, ya quisiera yo veros saltar por el aire a vos, a él y toda la isla. Ése es mi punto de vista, muchacho.

Aquel pequeño estallido de cólera pareció apaciguar a Silver. Hasta entonces su irritación había ido en aumento, pero recobró su aplomo de antes.

—Es probable —dijo—. No tengo por qué juzgar lo que un caballero considera justo o no, según el caso. Y, ya que estáis llenando vuestra pipa, capitán, me tomaré la libertad de imitaros.

Llenó su pipa y la encendió. Los dos hombres permanecieron callados fumando su pipa; ya se miraban fijamente, ya comprimían el tabaco dentro, o bien giraban la cabeza para escupir. Contemplarlos era como asistir a una representacion.

—Ahora —volvió a decir Silver—, he aquí lo que yo propongo. Nos dais el mapa para que encontremos el tesoro y dejáis de asesinar a pobres marineros y golpearlos cuando están durmiendo. Cumplís esto y podréis escoger entonces entre estas dos soluciones: o venir a bordo con nosotros una vez embarcado el tesoro, y en tal caso os doy mi palabra de honor de que os depositaré sanos y salvos en algún puerto, o bien, si eso no os agrada, ya que algunos de mis compañeros son gente de mano dura y tienen algunos castigos de que desquitarse, podéis quedaros aquí. Compartiremos a partes iguales las provisiones y os doy mi palabra de que señalaré vuestra presencia en la isla al primer navío que encontremos. Ya he hablado. Nada mejor podíais esperaros. Y creo —dijo, elevando el tono de la voz— que todos los que están aquí me han oído, pues lo que digo a uno vale para todos.

El capitán Smollett se levantó y de un golpe seco sacudió las cenizas de su pipa sobre la palma de su mano izquierda.

—¿Es esto todo? —preguntó.

—Es mi última palabra, ¡truenos! —replicó John—. Rechazad esta oferta mía y sólo recibiréis de mi parte balas de mosquete.

—Muy hien —dijo el capitán—. Ahora, escuchadme. Si os presentáis aquí, uno después de otro, desarmados, yo me comprometo a poneros buenos grilletes y conduciros a Inglaterra para que se os procese. Si no aceptáis, mi nombre es Alexander Smollett, he izado la bandera de mi soberano y os podéis ir al diablo... No podéis encontrar el tesoro. No podéis gobernar el navío... No hay uno entre vosotros que sea capaz de hacerlo. No podéis combatirnos... Gray, aquí presente, ha escapado de cinco de los vuestros. Vuestro navío está desamparado, señor Silver, estáis a punto de embarrancar; bien pronto lo advertiréis. Yo me quedo aquí, tal como os digo, y éstas son mis últimas palabras, pues en nombre del cielo que os enviaré una bala a la espalda la próxima vez que me tope con vos. Largaos, muchacho. Y bien presto.

La cara de Silver era un auténtico cuadro. De rabia, se le salían los ojos de las órbitas. Sacudió la pipa.

—¡Dadme la mano! —gritó.

—No seré yo —contestó el capitán.

—¿Quién me ayuda a incorporarme? —rugió Silver.

Ni uno de nosotros hizo un movimiento. Lanzando las más terribles imprecaciones, trepó por la arena hasta que pudo cogerse al porche y apoyarse de nuevo en su muleta, luego escupió en el agua de la fuente.

—¡Eso es lo que pienso de vosotros! —gritó—. En menos de una hora arderéis como una pipa de ron en vuestro viejo reducto. ¡Reíd, truenos, reíd! Antes de una hora os estaréis riendo en el otro mundo. Los que mueran serán los más afortunados.

Y con una horrible blasfemia partió cojeando, abriendo un surco en la arena. Tras cuatro o cinco tentativas desgraciadas, ayudado por el hombre de la bandera, salió de la empalizada y desapareció entre los árboles.

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