La isla del tesoro

CAPÍTULO XXII.

DONDE COMIENZA MI AVENTURA POR MAR

Los amotinados no volvieron al ataque. Ni un solo disparo se hizo desde el bosque. Como dijo el capitán, "ya tenían ración suficiente para aquel día". Quedamos tranquilos, con tiempo para cuidar de los heridos y preparar la comida. A pesar del riesgo, el hacendado y yo cocinamos al exterior, y aun así no atendíamos demasiado a lo que estábamos haciendo, conmovidos por los fuertes gemidos que daban los pacientes del doctor.

De los ocho hombres que cayeron en aquella acción, sólo tres respiraban todavía: uno de los piratas, al que disparamos en la aspillera, Hunter y el capitán Smollett. De éstos, los dos primeros bien podían darse por muertos. En efecto, el pirata falleció bajo el estilete del doctor, y Hunter, pese a todos los cuidados que le prestamos, no volvió al sentido en este mundo. Estuvo todo aquel día agonizando, respirando fuertemente, igual que el viejo bucanero cuando sufrió en casa el ataque apoplético. El golpe recibido le había hundido las costillas y al caer al suelo se había fracturado el cráneo. En algún momento de la siguiente noche, sin una palabra ni un gesto, entregó su alma al Hacedor.

En cuanto al capitán, sus heridas eran ciertamente graves, pero no peligrosas. Ningún órgano estaba seriamente dañado. La bala de Anderson —pues fue Job quien le disparó primero— le había roto la paletilla y rozado, aunque sólo superficialmente, el pulmón. La segunda bala únicamente le desgarró y desplazó algunos músculos de la pantorrilla. Según el doctor, se recobraría de seguro, pero entretanto, por espacio de varias semanas, debía procurar no dar un paso ni tratar de mover el brazo. Debía hablar también lo menos posible.

El corte casual que me hice yo en los nudillos era tan poco serio como una picadura de avispa. El doctor Livesey me puso un parche encima y me dio de propina un tirón de orejas.

Después de la comida el doctor y el hacendado se sentaron un momento a la cabecera del lecho del capitán para intercambiar impresiones. Una vez hubieron deliberado —poco después del mediodía—, el doctor tomó su sombrero y sus pistolas, se pertrechó de un cuchillo, se metió el mapa en el bolsillo y con un mosquete en el hombro franqueó la empalizada por el lado norte y bien pronto su figura se desvaneció entre los árboles.

Gray y yo nos sentamos juntos en uno de los extremos del refugio para no oír lo que estaban deliberando nuestros jefes. Gray se sacó la pipa de la boca y se olvidó de ella por unos instantes, tan sorprendido quedó por aquel nuevo acontecimiento.

—¡Por todos los diablos! —dijo—. ¿Se habrá chiflado el doctor Livesey.

—¿Y por qué razón? —le repliqué—. Eso es imposible. De todos modos, es el más juicioso.

—De acuerdo, amigo —respondió Gray—; quizá no esté loco. Pero, si no lo está él, entonces debo estarlo yo.

—Estoy seguro de que el doctor ha tenido una buena idea —le dije—. Y, si no me equivoco, ha salido al encuentro de Ben Gunn.

Como más tarde pudo verse, tenía yo toda la razón. Mientras, sin embargo, reinaba en la casa un calor insoportable, y el sendero enarenado situado dentro de la empalizada ardía al sol del mediodía. Entonces brotó en mi cerebro una idea que poco tenía de juiciosa. Sentí envidia del doctor, que de seguro estaría andando bajo la sombra refrescante del arbolado, acompañado por el canto que emitían las aves y el dulce aroma de los pinos mientras que yo me asaba dentro del fortín, con las ropas oliendo a resina. Tanta sangre tenía a mi alrededor y tantos cadáveres yacían en aquel lugar, que el hastío inicial que experimenté hacia el sitio se convirtió finalmente en un auténtico sentimiento de terror.

Mientras me dedicaba a dejarlo todo limpio y fregar los platos de la comida, aquel hastío y la envidia que lo precedió fueron haciéndose más intensos, hasta que al fin, cuando me hallé cerca de un saco de pan, al comprobar que nadie me miraba, di mi primer paso para escaparme, llenándome los bolsillos de galleta.

Reconozco que tal vez estuviera loco y que iba a cometer una tontería, un acto gratuito de valor. Pero estaba dispuesto a hacerlo con las mayores precauciones posibles. La galleta aquella, si me encontraba en un apuro, me serviría al menos para no morirme de hambre hasta el atardecer del día siguiente.

Luego me apoderé de un par de pistolas y, como estaba provisto de un cuerno para la pólvora y municiones, juzgué que tenía ya suficiente pertrecho.

En cuanto al plan que había imaginado, no creo que pueda juzgarse malo. Tenía el propósito de descender por la franja de arena que separa al este el fondeadero de la mar libre, comprobando si era aquél el lugar donde se ocultaba la embarcación de Ben Gunn. Aún hoy creo que esta empresa valía la pena acometerla. Pero, como no me cabía ninguna duda de que no iban a dejarme abandonar el fortín, no tenía otra opción que la de largarme sin decir ni pío, eligiendo el momento oportuno para que nadie pudiera observarme. Esta forma poco noble de actuar hizo que aquella iniciativa mía cobrara mal aspecto. Al fin y al cabo, yo era apenas un muchacho,y no tenía por qué arrepentirme de lo que me disponía a hacer.

Además, todas las circunstancias favorecieron mi empeño. Gray y el hacendado estaban ocupados ambos en vendar al capítán, así es que tenía vía libre. De un salto salvé el obstáculo de la empalizada y me metí después en lo más denso del boscaje. Antes de que nadie advirtiera mi ausencia, me encontraba ya lejos del alcance de las voces de mis compañeros.

Fue aquélla mi segunda locura, aún más arriesgada que la primera al dejar en manos de dos hombres la defensa del fortín. Y sin embargo igual que la de antes, contribuyó decisivamente a la salvación de todos nosotros.

Fui derecho hacia la costa oriental de la isla, ya que estaba resuelto a bajar por la parte de la punta de arena que daba al mar para evitar que pudieran observarme desde el fondeadero. Ya la tarde estaba muy avanzada, aunque todavía dominaban el calor y el sol. Mientras yo escapaba escurriéndome entre los árboles, oía delante de mí el ruido incesante producido por el reflujo, entreverándose al murmullo del follaje y al crujir de las ramas, que me anunciaban la fuerza inusitada que cobraba la brisa. Pronto me alcanzaron las bocanadas de aire fresco, y unos pasos más adelante me encontré en el lindero de un bosque. Delante de mi vista, el mar se dilataba azul y soleado hasta el último confín del horizonte, y percibí la espuma que la resaca producía al venir a estrellarse contra la playa.

Nunca me fue dado ver la mar sosegada en torno a la Isla del Tesoro. Ya puede brillar el sol, quedar el aire dormido o la superficie del mar libre sin una arruga, que a pesar de ello seguirá el oleaje batiendo la costa, rodando y rodando sin cesar con gran estruendo. No creo que haya en la isla un solo paraje donde sea posible no oírlo.

Cada vez más contento, fui andando al borde de la marejada basta que. pensando que me desviaba demasiado hacia el sur, me resguardé bajo unos tupidos matorrales y fui reptando hasta la cresta de la franja de arena.

Detrás de mí tenía el mar y enfrente el fondeadero. La brisa, como fatigada de su insólita fuerza, ya había amainado. Un suave viento, que procedía del sur y del sudeste, la había sucedido con su cargamento de brumas, y la bahía, protegida por el islote del Esqueleto, aparecía tersa y tranquila como el día de nuestra arribada. En este nítido espejo, la silueta de la "Hispaniola" se reflejaba exactamente desde el palo mayor hasta la línea de flotación, con la bandera negra pirata colgada en lo alto.

A lo largo de uno de sus costados estaba uno de los botes, con Silver en la bancada de popa —fácilmente podía reconocerle—, en tanto que dos hombres aparecían reclinados sobre la toldilla de popa. Uno de ellos llevaba puesto un gorro rojo. Era aquel mismo desalmado que unas horas antes había visto yo montado sobre la empalizada del fortín. Parecía que estaban charlando y riendo, aunque a esa distancia —más de una milla— nada podía oír yo. Súbitamente me espantaron unos gemidos horribles, casi inhumanos, pero al poco reconocí al "capitán Flint", e incluso creí distinguirlo por su plumaje brillante, sobre el puño de su amo y señor.

Poco después se despegó el bote en dirección a la costa. El del gorro rojo y su acompañante bajaron a la cámara de popa.

Justo en aquel instante el sol se ocultó detrás de El Catalejo y, como la niebla iba adensándose por momentos, pronto quedó todo a oscuras. No había tiempo que perder sí quería encontrar aquella tarde el bote.

La roca blanca que sobresalía por encima de los matorrales se encontraba un octavo de milla más abajo, sobre la punta de arena. Me llevó algún tiempo recorrer aquella distancia reptando o avanzando a gatas entre la maleza. Casi era ya de noche cuando reposé sobre la abrupta ladera del peñasco. En línea recta hacia el fondo se veía un pedacito de césped disimulado por los bancos de arena y por una densa vegetación que me alcanzaba las rodillas y crecía exuberantemente. En medio de la hondonada había como una choza diminuta hecha con pieles de cabra, igual que las que los gitanos suelen fabricar en tierra inglesa.

Me llegué hasta la hondonada, introduciéndome en la choza por uno de los lados. Ahí estaba el bote de Ben Gunn, de fabricación indudablemente casera. Era una armazón de madera tosca y mal trabada, con un pellejo de cabra que la cubría por la parte de dentro. Hasta para mí resultaba extremadamente pequeña, y me cuesta imaginar que pudiera transportar a una persona ya adulta. En la proa llevaba un banco muy bajo, casi como el peldaño de una escalerilla, y estaba dotada de un remo doble para que sirviera de motor de propulsión.

Nunca había visto yo un coraclo, como los que fabricaban los antiguos bretones, pero luego he tenido ocasión de ver algunos otros, y, para darnos una perfecta idea de cómo era el bote de Ben Gunn, sólo puedo deciros que en todos sus aspectos se asemejaba al más primitivo de los coraclos que salieron de las manos de un ser humano. Desde luego, poseía todos sus atributos distintivos: era en extremo ligero y de fácil transporte.

Y ahora que ya había conseguido dar con el bote, quizá creeréis que estaba cumplido el objetivo de mi aventura. Mientras tanto, sin embargo, había concebido un nuevo plan, y tanto me enorgullecía de ello, que pienso que sin reparo lo hubiera llevado a efecto ante las propias narices del capitán Smollett. Dicho plan consistía en que yo me deslizara por la noche hasta el costado de la "Hispaniola", le cortara las amarras y la dejara embarrancar en la costa u otro lugar. Estaba seguro de que los amotinados, tras su fracasado ataque, sólo desearían alzar anclas y echarse a la mar. Buena hazaña sería impedírselos; y al ver que dejaban a sus centinelas sin embarcación alguna, estimé que aquella operación no implicaba grave riesgo.

Por tanto, me senté a esperar que anocheciera y con gran apetito devoré la galleta que me había traído. Era la noche ideal para mi propósito. La niebla todo lo cubría. Se habían extinguido las últimas luces del día. Cuando al fin me puse el coraclo a hombro y abandoné a tientas la hondonada donde había comido, sólo quedaban dos puntos visibles en todo el fondeadero.

Uno era la hoguera próxima a la ciénaga donde los piratas celebraban sus juergas. El otro, tenue señal en medio de la oscuridad, señalaba la posición de la goleta. Con la marea, la nave había dado un giro, y ahora su proa se dirigía hacia mi escondrijo. A bordo no había otras luces que las de la cámara, y yo únicamente discernía un pálido reflejo en la niebla de la luz que irradiaba de popa.

Ya hacía un buen rato que se había iniciado el reflujo, y no tuve otro medio que progresar por una amplia franja de cieno, en la que varias veces me hundí hasta las rodillas, hasta alcanzar la orilla del agua que se retiraba. Llegándome un poco más adentro, con gran trabajo y mucha destreza logré al fin poner el coraclo con la quilla para abajo sobre la superficie del mar.

Materias