La isla del tesoro

CAPÍTULO XXVI.

ISRAEL HANDS

El viento, acomodándose a nuestros deseos, nos impulsaba hacia el oeste. Bien fácil nos era ir desde la punta nordeste de la isla hasta la entrada de la Bahía del Norte. Sólo que, como no podíamos echar el ancla ni nos atrevíamos a hacer embarrancar la goleta hasta que no estuviera más alta la marea, disponíamos de tiempo suficiente por delante. El contramaestre me explicó cómo debía hacer para detener el navío, lo que conseguí tras varios intentos fallidos. Los dos nos sentamos entonces en silencio delante de la comida preparada.

—Capitán —me dijo finalmente, con aquella misma sonrisa inquietante de antes—, ahí ves a mi viejo compañero O'Brien, ¿qué te parece si lo echamos por la borda? No soy hombre muy mirado y no me duelo por haberlo despachado al otro barrio, pero encuentro que no cuadra con el ambiente, ¿qué opinas tú?

—No soy lo bastante fuerte y no me gustan estos trabajos. Además, a mí no me estorba —le contesté.

—Mala suerte tiene la "Hispaniola" Jim —prosiguió, guiñando un ojo—. Demasiados hombres han sido muertos en esta "Hispaniola"... Un montón de infortunados marineros han desaparecido desde que zarpamos de Brístol. Nunca he visto caso más siniestro de mala suerte. Ese O'Brien... ya lo ves, bien muerto está. No soy persona instruida, pero tú sabrás leer y escribir, ¿no, Jim? Entonces, dime con franqueza: ¿tú crees que un hombre se muere para siempre, o que resucita luego?

—El cuerpo se puede matar, señor Hands, pero no el alma. Deberíais saberlo —le repliqué—. O'Brien está en el otro mundo y tal vez nos esté mirando ahora.

—¡Ah, vaya suerte! —dijo entonces—. ¿De qué sirve así matar a la gente? Sin embargo, por lo que yo he visto, poco poder tienen los espíritus. Voy a probar mi fortuna contra ellos, Jim. Y ahora que me has hablado francamente, sé amable, Jim, y baja a la cámara para traerme una ...¡Truenos! He olvidado el nombre... ¡Ah, sí, Jim, tráeme una botella de vino, Jim! Este aguardiente no lo resiste mi cabeza.

La vacilación del contramaestre no me pareció espontánea. Y su afirmación de que prefería el vino al aguardiente no me la tragaba yo. Toda aquella historia era sólo una excusa. Deseaba que abandonara la cubierta, esto era claro, pero no podía imaginarme la razón. Nunca me miraba de frente. Sus ojos iban de aquí para allá, ya miraban al cielo, ya se volvían sobre el cadáver de O'Brien. No dejaba de sonreír ni un instante. Sacaba la lengua con aspecto tan culpable y embarazado, que un niño hubiera dicho que meditaba alguna traición. Le respondí, sin embargo, de forma inmediata, pues vi cuál era mi juego. Con un individuo tan torpe, nada me costaba disimular mis sospechas hasta el final.

—¿Vino? —le dije—. Eso es mejor. ¿Del blanco o del tinto?

—Compañero —respondió—, ya sabes tú que me da igual. Lo importante es que sea fuerte y en cantidad.

—Muy bien —le contesté—, os voy a traer oporto, señor Hands. Pero voy a tener que buscarlo.

Con esto bajé la escalerilla con el mayor ruido posible; luego me saqué los zapatos, corrí despacio por la crujía, subí la escala del castillo de proa y me asomé por la toldilla. Sabía que no esperaría verme allá, pero a pesar de esto tomé toda clase de precauciones. Mis sospechas vinieron a confirmarse.

Hands se había incorporado sobre las manos y las rodillas. Y aunque la pierna le hacía mucho daño al moverse, ya que podía oírle gruñir y dar resoplidos, en breve tiempo cruzó la cubierta. En medio minuto llegó hasta los imbornales de babor y de un rollo de cuerda extrajo un largo cuchillo o, mejor, un puñal corto, teñido de sangre hasta la empuñadura. Lo miró un momento, adelantando la mandíbula inferior, probó la punta en la mano y escondió luego el arma bajo su chaquetón, regresando a su posición de antes contra el empalletado.

Era todo lo que quería saber. Israel podía moverse y tenía un arma. Si tanto esfuerzo hizo para alejarme, fue sencillamente porque era yo la víctima designada. Lo que se proponía hacer después, ya escapaba a mi previsión. Tal vez pensaría ir a rastras a través de la isla para alcanzar desde la Bahía del Norte el campamento de la ciénaga, o quizá disparar el cañón esperando que sus compañeros acudieran a socorrerlo.

No obstante, estaba convencido de que en una cosa podía confiar en él, y era en la suerte de la goleta, de interés común. Los dos queríamos embarrancar en un lugar protegido para que en el momento preciso pudiéramos volver a poner a flote la nave sin demasiados trabajos ni peligros. Y, mientras aquello no se hiciera, reflexioné que mi vida no estaba en peligro.

Mientras así iba pensando, no me quedé parado. Regresé a la cámara, me volví a calzar y tomé al azar una botella de vino. Poco después reaparecí en cubierta.

Hands yacía en la posición de antes, donde lo había dejado, enrollado sobre sí mismo y con los párpados cerrados como si tuviera los ojos demasiado débiles para soportar la luz. Los levantó a mi llegada y rompió el gollete de la botella como hombre bien experimentado. Bebió un buen trago brindando por nuestra buena suerte. Luego se quedó un momento tranquilo, sacó un rollo de tabaco y me pidió que le cortara una mascadura.

—Córtame un pedazo —me dijo— no tengo cuchillo; y, aunque lo tuviera, no tendría fuerza para hacerlo. ¡Ay, Jim, Jim! ¡Tarde he llegado! Córtame un pedazo, que será probablemente el último, pues ya veo que no estoy lejos del último gran viaje.

—De acuerdo —le dije—, os cortaré un pedazo. Pero si yo estuviera en vuestro lugar y me sintiera tan enfermo, rezaría mis oraciones como un buen cristiano.

—¿Y por qué? —me dijo—. Dime tú por qué.

—¿Por qué? —exclamé yo—. Hace poco me preguntabais qué les pasaba a los muertos. Renegasteis de vuestra palabra, habéis vivido en la mentira, en el pecado y en la sangre. Ahora mismo, tenéis a vuestros pies a un hombre al que habéis asesinado. ¿Y todavía preguntáis por qué? ¡Para que Dios os perdone, señor Hands, ésa es la razón!

Hablé con ardor, pensando en el puñal ensangrentado que escondía bajo su chaqueta y que me tenía destinado. En cuanto a él, bebió otro buen trago y habló con rara gravedad.

—Durante treinta años —dijo— he surcado los mares, he visto lo bueno y lo malo, lo mejor y lo peor, el buen tiempo y la tempestad. He visto agotarse las provisiones, sacar los cuchillos y todo lo que sigue. Pues bien, te lo aseguro, aún no he visto que de la bondad saliera algo bien. Quien da el primer golpe se lleva la razón. Los muertos no muerden. Ése es mi punto de vista... Amén, así sea. Y ahora escúchame —agregó bruscamente, cambiando de tono—, ¡ya está bien de tonterías! La marea está bastante alta. Obedecerás mis órdenes, capitán Hawkins, navegaremos todo recto y habremos acabado.

En conjunto, apenas nos quedaban dos millas que recorrer. Pero la ruta era difícil, la boca de aquel fondeadero al norte no sólo era estrecha y poco profunda, sino que se orientaba de este a oeste, de forma que había que maniobrar muy bien con la goleta. Creo que fui un subalterno bueno y rápido y que Hands era un excelente piloto, pues navegamos rozando los bancos de arena con una seguridad y precisión dignas de verse.

Apenas cruzamos la entrada del gollete, la tierra nos rodeó por todas partes. Las costas de la Bahía del Norte estaban tan pobladas de bosque como las del fondeadero del sur. Pero tenía forma más angosta y alargada y parecía más bien un estuario, lo que en realidad era. Recto delante nuestro, en la extremidad sur, percibimos el casco de un navío naufragado, en completa ruina. Había sido un velero de tres palos, pero había estado tanto tiempo expuesto a la intemperie, que lo habían invadido las algas y sobre la cubierta habían arraigado algunos matorrales, que aparecían cubiertos de flores. Era un espectáculo triste, pero también una buena prueba de la tranquilidad de aquel fondeadero.

—Ahora —dijo Hands—, mira: ahí tienes un bello rincón para hacer embarrancar un navío. Hermosa arena fina, ni una arruga, árboles todo alrededor y flores que crecen como en un jardín en este viejo navío.

—Pero, una vez hayamos embarrancado —pregunté—, ¿cómo volveremos a poner a flote la nave?

—Pues bien, te llevas una amarra a tierra aprovechando la marea baja, la enrollas alrededor de uno de esos enormes pinos, te la vuelves a traer, la enrollas entonces alrededor del cabestrante y esperas la marea. Con la pleamar, todo el mundo tira de la amarra y el navío parte tan suavemente como un cordero. Y ahora, muchacho, presta atención. Nos acercamos al objetivo y el barco aún anda con demasiada arrancada... Un poco a estribor, sí, así... a estribor... ahora un poco a babor... recto, sin torcer el rumbo.

Así me dictaba las órdenes y yo obedecía sin decir palabra. Hasta el momento en que exclamó:

—¡Ahora, muchacho! ¡Orza!

Puse la barra del timón en dirección de la proa y la "Hispaniola" viró rápidamente y con la roda alta se deslizó por la orilla baja y tupida.

La excitación de estas últimas maniobras había contribuido a relajar un poco la estrecha vigilancia que yo ejercía sobre el contramaestre. Absorbido como estaba, esperando que la goleta tocara tierra, me había olvidado por entero del peligro que corría. Me quedé inclinado sobre el empelletado de estribor, mirando cómo la roda hendía las aguas. Hubiera caído sin defenderme a no ser que una repentina inquietud no se hubiera apoderado de mí y me hubiera obligado a volverme. Quizá había oído un crujido o percibido con el rabillo del ojo una sombra que se movía, o quizá fuera por instinto, como ocurre con los gatos, pero lo que es cierto es que al girarme vi a Hands que venía hacia mí con el cuchillo en la mano derecha.

Los dos lanzamos un grito seguramente al mismo tiempo, cuando se encontraron nuestras miradas, pero el mío fue el grito agudo que produce el terror y el suyo, en cambio, el rugido furioso del toro que carga. En el mismo instante él saltó hacia delante y yo lo hice de lado hacia proa. Al saltar solté la barra del timón, que se volvió con violencia hacia babor, y creo que esto fue lo que me salvó la vida, pues fue a golpear en el pecho a Hands, deteniéndolo en seco, aturdido por el golpe.

Antes de que se hubiera recobrado, yo estaba en lugar más seguro, fuera del rincón donde me había acorralado, con toda la cubierta delante de mí Me detuve justamente al pie del palo mayor, saqué una pistola de mi bolsillo, apunté fríamente, aunque él había dado ya media vuelta y venía derecho hacia mí, y apreté el gatillo. Éste funcionó, pero no se produjo ni fogonazo ni detonación: el cebo estaba demasiado húmedo. Maldecí aquel descuido mío. ¿Por qué no había vuelto a cargar con tiempo mis armas? De haberlo hecho, no me hubiera visto reducido como ahora a huir como un cordero que escapa al cuchillo del matarife.

Aún estando herido, era maravilla ver su agilidad; sus cabellos agrisados le caían sobre el rostro y éste estaba encendido de calor e ira, de un rojo de bandera que ondea recién estrenada. No tuve tiempo para ensayar mi otra pistola, ni tampoco el deseo de hacerlo, ya que estaba seguro del resultado que obtendría. Vi claramente que no debía tan sólo retroceder ante él, puesto que pronto me hubiera acorralado hacia la proa como antes lo había hecho en la popa. Una vez cogido, nueve o diez pulgadas del puñal teñido en sangre señalarían el final de mis aventuras de este lado de la eternidad. Coloqué las manos contra el palo mayor, que era de considerable grosor, y aguardé con los nervios tensos.

Advirtiendo que yo tenía intención de burlarle, se detuvo un instante, y transcurrió un tiempo de mutuo tanteo, él haciendo fintas y replicándole yo con movimientos similares. Siendo niño, me había entretenido muchas veces practicando este juego entre las rocas de la ensenada del Monte Negro, pero, podéis creerme, nunca el corazón me había latido con igual fuerza.

Sin embargo, como ya he dicho, era un juego de niños y pensaba que frente a un marinero ya mayor y herido en el muslo tenía yo buena oportunidad de vencerle. En verdad, había recobrado los ánimos y me permití reflexionar sobre el final del suceso. Vi con claridad que podía demorar su desenlace largo tiempo, pero no advertía esperanza alguna de salvación definitiva.

Así estaban las cosas cuando, de pronto, la "Hispaniola" tocó fondo, se estremeció, rozó la arena y luego, de un golpe, se inclinó sobre babor, de tal modo que en cubierta formó un ángulo de cuarenta y cinco grados y una tromba de agua saltó las escotillas, haciendo un lago entre la cubierta y el empalletado.

En un segundo caímos los dos derribados y rodamos casi juntos, en los imbornales, seguidos por el hombre del gorro rojo, con los brazos separados, que cayó sobre nosotros. Estábamos tan cerca el uno del otro, que mi cabeza fue a chocar con el pie del contramaestre con un golpe que me hizo rechinar los dientes. A pesar de ello, fui el primero en alzarme, pues Hands se las veía con el cadáver. La inclinación repentina del navío impedía toda persecución sobre la cubierta. Me fue preciso encontrar algún otro medio de esquivarlo, y esto de inmediato, pues mi enemigo podía casi tocarme. En un santiamén salté a los obenques de mesana, trepé a fuerza de muñeca y no recobré el aliento hasta que me encontré instalado en los mastelerillos del perroquete.

Mi rapidez me había salvado: el puñal se había clavado a menos de medio pie sobre mi cabeza. Israel Hands se quedó allí boquiabierto, el rostro levantado hacia mí, perfecta estatua de la sorpresa y la decepción.

Mi nueva ocupación dejó a Hands estupefacto. Comenzaba a darse cuenta de que había cambiado la suerte. Tras una vacilación evidente, se puso a trepar por los obenques, difícil y lentamente, con el puñal entre los dientes. La pierna herida que arrastraba tras él le obligó a realizar grandes esfuerzos, entre los gemidos que el dolor le producía. Ya había concluido yo mis preparativos y él ni siquiera había hecho aún la tercera parte del trayecto. Entonces, con una pistola en cada mano, le interpelé:

—¡Un paso más, Hands, y os aso el cerebro! Los muertos no muerden, ¿sabéis? —dije yo, con una risa burlona.

En seguida paró. Advertí por su fisonomía que trataba de pensar, y lo hacía tan lenta y laboriosamente que, en mi seguridad recién adquirida, pude reírme con toda franqueza. En fin, tras tragar salida una o dos veces, habló, dejando entrever en su rostro igual perplejidad que antes. Para hablar tuvo que sacarse el puñal de la boca, pero fuera de esto no se movió.

—Jim —dijo—, nos hemos equivocado tú y yo; firmemos las paces. Te hubiera cogido sin este golpe de ahora, pero ya no me quedan arrestos, no, y reconozco que estoy derrotado. Es duro para mí, ¿entiendes? Es duro para un marinero veterano tener que someterse a un mocoso como tú, Jim.

Bebía yo sus palabras y sonreía, tan envanecido como un gallo sobre la tapia, cuando, de un golpe, su mano derecha se distendió por encima del hombro. Por el aire pasó algo silbando como una flecha. Sentí un golpe y un dolor agudo, y me encontré clavado al mástil por la espalda. En el exceso de dolor y la sorpresa del momento —apenas puedo decir que fue voluntario, y sí ciertamente sin haber apuntado—, mis dos pistolas se dispararon a un tiempo y se escurrieron de mis manos. No cayeron solas. Con un grito ahogado, el contramaestre soltó los obenques y se sumergió en el agua con la cabeza por delante.

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