La isla del tesoro

CAPÍTULO XXX.

PRISIONERO BAJO PALABRA

Fui despertado —mejor dicho, fuimos todos despertados, pues vi al centinela, que se había adormecido contra un montante de la puerta incorporarse bruscamente— por una voz clara y cálida que nos gritaba desde la linde del bosque.

—¡Eh, los del fortín! Aquí está el doctor.

Y era él, en efecto. Aunque me sintiera feliz al oírle, mi alegría tenía su lado sombrío. No sin confusión, recordé mi desobediencia y la forma cómo me había escapado. Y cuando vi en medio de qué peligros y de qué compañeros me había traído, tuve vergüenza de mirarle a la cara

Debía haberse levantado antes del amanecer, pues apenas había aclarado el día. Corriendo hacia una aspillera y mirando al exterior, lo vi, hundido en la niebla hasta media pierna, como antes vi a Silver.

—¡Sois vos, doctor! ¡Muy buenos días, señor! —exclamó Silver, del todo despierto e irradiando amabilidad—. Temprano y activo, ciertamente; y, como suele decirse, al ave madrugadora los mejores alimentos le tocan. George, sacude tus miembros, muchacho, y ayuda al doctor a subir por la borda. Todo va bien... Vuestros enfermos van por buen camino.

Así peroraba él sobre la cima de la colina, con su muleta bajo el brazo y una mano apoyada contra la pared de troncos, el John de antes por la voz, la compostura y la expresión.

—Os tenemos preparada una sorpresa, señor —prosiguió él—; tenemos entre nosotros a un joven visitante... ¡Sí, sí! Un nuevo huésped, señor, y que parece fresco y bien dispuesto. Ha dormido como una marmota al lado del viejo John... codo con codo, toda la noche.

El doctor Livesey había cruzado entonces la empalizada y se hallaba cerca del cocinero. Le oí preguntar con voz alterada:

—¿No será Jim?

—Jim en persona —le dijo Silver.

El doctor se detuvo bruscamente sin decir una palabra, y durante algunos segundos se quedó como paralizado.

—Bueno, bueno —dijo finalmente—. Primero el deber y luego el placer, como vos mismo diríais, Silver. Examinemos antes que nada a nuestros clientes.

Un instante después se encontraba en la empalizada y tras hacerme un breve signo con la cabeza, comenzó a ocuparse de los enfermos. No parecía experimentar temor alguno, aunque supiera que su vida, entre aquellos miserables traidores, pendía de un hilo. Conversaba con sus pacientes como si estuviera realizando una trivial visita profesional en el círculo de una pacífica familia inglesa. Su actitud, supongo yo, infundía respeto en los hombres, pues se comportaban con él como si nada hubiera ocurrido... como si fuera aún el médico de a bordo, y ellos, los fieles marineros de la proa.

—Estáis mejor, amigo mío —dijo al que llevaba la cabeza vendada—, y si alguien ha escapado alguna vez por un pelo de una muerte segura, ese sois vos. Debéis tener el cráneo duro como el hierro. Y bien, George, ¿cómo va? Tenéis un hermoso color; seguro, vuestro hígado, muchacho, no está en su lugar. ¿Tomasteis la medicina que os di? ¿Sabéis si la ha tomado, vosotros?

—Sí, sí, señor, la ha tomado, estad tranquilo —afirmó Morgan.

—Porque, desde que soy doctor de amotinados o, mejor dicho, médico carcelario —prosiguió el doctor Livesey con el aspecto más agradable—, es para mí cuestión de puntillo que no se pierda ningun hombre para el rey Jorge (¡Dios le bendiga!) y para la horca.

Los miserables se miraron entre sí, pero se tragaron aquellas palabras en silencio.

—Dick no se encuentra bien —dijo uno de ellos.

—¿Es cierto? —dijo el doctor—. Venid acá, Dick, y mostradme vuestra lengua. Me sorprendería que se encontrara bien; tiene una lengua que espantaría a los franceses. Otro caso de fiebre.

—¡Ah! —dijo Morgan—, esto hay que pagar por haber destrozado una Biblia.

—Éste es el resultado —respondió el doctor— de portarse como un asno con albardas y no tener el juicio suficiente para distinguir un aire sano de otro infeccionado, la tierra seca de una ciénaga pestilente. Es muy probable (pero sólo es una opinión mía) que os cueste mucho desembarazaros de esta malaria. ¡Acampar en una ciénaga! Silver, me sorprende de vuestra parte. Parecéis más prudente que los otros, en conjunto, pero tengo la impresión de que no tenéis la menor idea de lo que es nocivo a vuestra salud.

Tras haber dado a cada cual su remedio —y le habían escuchado con una docilidad verdaderamente cómica, más como si se tratara de escolares que de sanguinarios amotinados y piratas—, concluyó así:

—Bueno, por hoy ya está bien... Y ahora, si no os importa, me gustaría conversar un ratito con este muchacho.

Y movió con descuido la cabeza señalándome.

George Merry se hallaba ante la puerta ocupado en escupir y refunfuñar acerca de un medicamento amargo, pero al oír las palabras del doctor se volvió bruscamente, y todo encarnado gritó "¡ No!", lanzando un reniego.

Silver golpeó el tonel con la mano abierta.

—¡Silencio! —rugió, y paseó a su alrededor una mirada de fiera—. Doctor —continuó con su voz de costumbre—, ya había pensado en ello, pues conozco la amistad que profesáis a ese muchacho. Estamos todos muy reconocidos por vuestros favores y, como podéis verlo, tenemos confianza en vos y nos tomamos vuestras medicinas como si fueran aguardiente. Creo haber encontrado la manera de que todos quedemos satisfechos. Hawkins, ¿quieres darme tu palabra de caballero (pues eres un joven caballero, a pesar de tu humilde cuna) de no aprovecharte para hacer tu nudo?

En seguida di la palabra que se me pedía.

—Entonces, doctor —volvió a decir Silver—, si así os place, pasaréis al otro lado de la empalizada, y cuando lo hayáis hecho así os traeré al muchacho, quien se quedará del lado nuestro y podréis conversar con él a través de las estacas. Buenos días, señor, y remitid nuestros saludos al hacendado y con él al capitán Smollett.

La explosión de protestas, que sólo las miradas amenazadoras de Silver habían contenido, estalló apenas el doctor hubo dejado la casa. Silver fue acusado de hacer doble juego, de tratar de conseguir una paz por separado para él mismo, de sacrificar el interés de sus cómplices y de sus víctimas. En una palabra, se le acusó exactamente de todo lo que efectivamente estaba realizando.

Esto me pareció tan claro a mí, que me pregunté cómo se las arreglaría para apaciguar los ánimos encolerizados. Pero era dos veces más fuerte que todos ellos juntos, y su victoria de la noche le había proporcionado nuevo prestigio. Los trató con todos los nombres imaginables, les dijo que era necesario que yo hablara con el doctor, les hizo ver el mapa y les preguntó si querían romper el tratado el mismo día en que iba a comenzar la caza del tesoro.

—¡No, truenos! —exclamó—. Repudiaremos ese tratado cuando llegue el momento de hacerlo, y hasta entonces hay que mantener engañado a ese doctor, aunque yo mismo tuviera que lustrarle las botas con aguardiente.

Luego les dio la orden de que encendieran la fogata y salió afuera, apoyado en su muleta y con una mano sobre mi hombro, dejándolos desconcertados y reducidos al silencio por su volubilidad, más que convencidos.

—Despacio, muchacho, despacio, que en un periquete podrían saltar encima de nosotros si vieran que nos apresurábamos demasiado.

Así que con intencionada andadura nos dirigimos a través del arenal basta el lugar donde el doctor nos aguardaba, del otro lado de la empalizada. Cuando estuvimos lo suficientemente cerca para que pudiéramos conversar, Silver se detuvo.

—Tomaréis buena nota de ello, doctor —dijo—, y el muchacho os dirá cómo le he salvado la vida y cómo por tal razón fui depuesto. Doctor, cuando un hombre gobierna tan cerca del viento como yo... jugándose a cara o cruz su último aliento vital... ¿podríais darle acaso algún consejo de aliento? Recordad que no es sólo mi vida la que ahora está en juego, sino también la de este muchacho. Por tanto, dadme un buen consejo, doctor, y comunicadme un poco de esperanza a fin de perseverar, por piedad os lo pido.

Silver era otro hombre apenas salía afuera, lejos de sus amigos y del fortín. Sus mejillas se ahondaban y su voz temblaba. Hablaba con seriedad absoluta.

—Vamos, John, vos no tenéis miedo —le dijo el doctor Livesey.

—Doctor, yo no soy un cobarde, no, eso sí que no —e hizo restallar los dedos—. Por otro lado, si tuviera miedo no lo diría. Pero debo confesar francamente que me pongo a temblar sólo con pensar en la horca. ¡Vos sois un hombre justo y leal! Y nunca olvidaréis lo que yo he hecho de bueno, como tampoco olvidaréis mis malas acciones, de eso estoy seguro. Y ahora, como veréis, me retiro para dejaros a solas con Jim. Y poned esto a mi crédito, pues es mucho lo que arriesgo.

Con estas palabras, se alejó lo bastante para no oírnos, se sentó en un tocón y se puso a silbar, girándose de vez en cuando sobre su asiento como para no perdernos de vista, ni al doctor ni a mí, ni a los miserables traidores que iban aquí y allá, sobre el arenal, entre la leñía para el fuego, que intentaban volver a encender, y la casa, de donde traían el tocino y la galleta para el almuerzo.

—Así, Jim —díjome con tristeza el doctor—, ésta es tu situación. Muchacho, recoges ahora lo que sembraste. Sabe Dios que no tengo ánimo de reprocharte nada, pero, sea como fuere, debo decirte que si el capitán Smollett se hubiera encontrado en condiciones no te hubieras atrevido a escapar como lo hiciste. Te aprovechaste de su enfermedad y su impotencia, y por Dios que es gran cobardía ésa.

Confieso que me eché a llorar.

—Doctor —dije—, evitádmelo. Yo mismo me he censurado ya muchas veces. En todo caso, tengo los días contados, y sin la intervención de Silver estaría muerto. Y doctor, podéis creerme, sabría morir... y lo merezco... pero temo la tortura. Si llegan a torturarme.. .

—Jim —interrumpió el doctor, y su voz había cambiado—, Jim, no puedo soportar esa idea. Salta y salvémonos los dos juntos.

—Doctor —le dije— he dado mi palabra.

—Lo sé, lo sé —exclamó—. Nada podemos hacer, Jim. Mía es la responsabilidad, la vergüenza y la culpa, suceda lo que suceda, muchacho, pero no puedo dejarte aquí. ¡Salta! Un brinco y eres libre, y escaparemos igual que cebras.

—No —respondí yo—, sabéis bien que no haríais esto, ni vos, ni el hacendado, ni el capitán, y tampoco yo he de hacerlo. Silver ha confiado en mí, he dado mi palabra y aquí me quedo. Pero, doctor, no me habéis dejado acabar. Si llegan a torturarme, podría confesar dónde está el navío, pues lo he traído, un poco por suerte, un poco a riesgo mío. Se encuentra en la Bahía del Norte, en la costa sur, justamente al nivel de la pleamar. A media marea, debe quedar en seco.

—¡El navío! —exclamó el doctor.

Brevemente le referí mis aventuras y me escuchó en silencio.

—En todo esto hay una suerte de fatalidad —advirtió cuando hube acabado con mi relato—. A cada paso eres tú quien nos salvas la vida, ¿y crees, por casualidad, que te vamos a dejar que expongas la tuya? Mala recompensa fuera, muchacho. Descubriste la conjura, descubriste la presencia de Ben Gunn... tu mejor negocio, aunque tengas que vivir cien años... ¡ Oh, por Júpiter!, a propósito de Ben Gunn... ¡Eh, Silver —llamó—, Silver! Os voy a dar un consejo.

Cuando el cocinero estuvo cerca, prosiguió:

—No apresuréis demasiado la caza del tesoro.

—Haré lo que pueda, pero no es mucho eso —dijo Silver—. No puedo salvar mi vida y la del muchacho, con todo vuestro respeto, más que buscando el tesoro, podéis creerlo.

—Bueno, Silver —respondió el doctor—, puesto que es así, voy a deciros algo más: andad alerta al viento en el momento en que lo descubráis.

—Señor –—dijo Silver—, o decís demasiado o no lo decís todo. ¿Qué objetivo perseguís? ¿Por qué habéis abandonado el fortín? ¿Por qué me habéis dado el mapa? No sé nada, ¿no es cierto? Y he actuado según vuestros deseos, con los ojos vendados, sin recibir nunca una palabra esperanzadora. Pero ahora ya es demasiado. Si no explicáis claramente de qué se trata, abandono la caña del timón.

—No —dijo el doctor pensativo—, no tengo derecho a deciros nada más, no es un secreto mío; advertidlo, Silver; si no, os doy mi palabra de que os lo diría. Pero iré tan lejos como sea posible, e incluso un poco más allá, pues, si no me equivoco, ya oirá mi peluca del capitán. Y, ante todo, os doy un poco de esperanza, Silver. Si los dos salimos vivos de esta trampa de lobos, haré lo que pueda por salvaros, dejando aparte falsos testimonios.

La figura de Silver irradiaba. Exclamó:

—No podríais haber dicho más, estoy seguro, aunque fuerais mi propia madre.

—Ésta es pues mi primera concesión —volvió a hablar el doctor—. La segunda es un consejo: mantened al muchacho junto a vos, y cuando necesitéis ayuda llamadnos. Voy a buscárosla, lo que os demostrará que no hablo a la ligera... Adiós, Jim.

Y el doctor Livesey me estrechó la mano a través de la empalizada, hizo una señal con la cabeza a Silver y con rápido paso se adentró en el bosque.

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