El Príncipe y el mendigo

1

En Londres, un día de otoño del siglo XVI, nació en una familia pobre, de apellido Canty, un niño no deseado. Ese mismo día, otro chico inglés nacía en una familia rica, de apellido Tudor, que sí lo deseaba. Y toda Inglaterra lo deseaba también. El pueblo casi enloqueció de alegría. Todo el mundo celebró el acontecimiento durante varios días y sus noches. Durante el día, Londres era un espectáculo digno de ser visto, con banderas y pendones que flameaban desde todos los balcones y tejados. De noche grandes fogatas ardían en todas las esquinas y grupos de parranderos festejaban a su alrededor. El tema de tema de toda Inglaterra era el recién nacido, Eduardo Tudor, Príncipe de Gales, quien, envuelto en sedas y rasos, permanecía quietecito, insensible a todo aquel alboroto. Pero de ese otro recién nacido, Tom Canty, envuelto en harapos, nadie habló. Para la familia de mendigos, el chico era sólo una molestia.

2

Trasladémonos ahora unos cuantos años más adelante.

Londres tenía ya mil quinientos años de edad y era una gran ciudad de cien mil habitantes. Las calles eran muy estrechas, torcidas y sucias, especialmente en el sector donde vivía Tom Canty, no lejos del gran Puente de Londres. Las casas estaba hechas de madera y mientras más pisos tenían, más se ensanchaban hacia arriba. Sus armazones eran de gruesas vigas pintadas de rojo, azul y negro, dando a las construcciones un aspecto muy pintoresco.

La casa donde vivía el padre del pequeño Tom quedaba en una inmunda calle llamada, por lo mismo, Patio de las Basuras, que nacía en la conocida como Calleja del Budín. Era una casa pequeña y ruinosa, donde vivían apiñadas muchas familias pobrísimas. La familia de Canty ocupaba un cuarto del tercer piso. La madre y el padre tenían en un rincón un armazón que servía de cama, pero Tom, sus dos hermanas, Bet y Nan, y la abuela, disponían de todo el suelo para dormir donde se les antojase. Por la noche se acomodaban con restos de una o dos frazadas y algunos atados de paja, malolientes y sucios, que cada mañana apilaban a puntapiés en un rincón del cuarto.

Bet y Nan habían cumplido quince años. Eran gemelas de buen corazón, aunque harapientas y profundamente ignorantes. La madre era como ellas. El padre y la abuela se embriagaban y se peleaban entre ellos o con cualquiera que se les cruzara en el camino. John Canty era ladrón, y su madre, mendiga. De los niños hicieron mendigos, pero no lograron convertirlos en ladrones. Entre la terrible gentuza que habitaba la casa, había un viejo y buen sacerdote que secretamente inculcaba a los chicos las buenas costumbres. El padre Andrés enseñó a Tom algo de latín, a leer y a escribir.

Toda la calle Patio de las Basuras era una colmena: la embriaguez, el desorden y las peloteras estaban a la orden del día. Pese a todo, Tom no era desgraciado. Aunque las pasaba negras, no tenía conciencia de ello, porque suponía que era lo natural. Cuando regresaba de noche a casa con las manos vacías, sabía que primero lo había de maldecir y golpear el padre y que cuando éste hubiera concluido, lo tomaría por su cuenta la temible abuela. Sabía también que, entrada la noche, su pobre madre se acercaría silenciosamente con algún mísero mendrugo, privándose ella de satisfacer el hambre, aunque con frecuencia recibiera por esa causa buenas palizas del marido.

Con todo, la vida de Tom transcurría bastante bien, especialmente en el verano, porque buena parte de su tiempo la dedicaba a escuchar al padre Andrés, quien le contaba encantadores cuentos y leyendas sobre gigantes, hadas, castillos encantados, príncipes y reyes. La cabeza de Tom se llenó de aquellas maravillas y muchas noches, cansado, hambriento y dolorido después de una azotaina, soñaba con la vida encantada de un príncipe mimado en un regio palacio, olvidando así sus penas. Un deseo que mantuvo en secreto llegó a obsesionarlo día y noche: ver con sus propios ojos a un príncipe verdadero.

Los libros del anciano cura y esas ensoñaciones comenzaron a operar ciertos cambios en el chico. Tom comenzó a lamentar lo gastado de sus ropas y su suciedad, y a desear el aseo y los buenos vestidos. Continuaba jugando en el barro como siempre y gozando con ello; pero ahora chapotear en el Támesis era, además de una diversión, una forma de asearse.

Tom encontraba siempre algo interesante en los alrededores del Palo de Mayo, lugar famoso por las fiestas del primero de mayo; en la calle de los Baratillos; y también en las ferias. De tanto en tanto podía ver un desfile militar cuando algún prisionero era llevado a la Torre de Londres.

Después de un tiempo, sus lecturas y sueños sobre la vida principesca le llevaron a representar el papel de príncipe, y tanto su modo de hablar como sus modales se hicieron ceremoniosos y cortesanos, con enorme admiración y divertimiento de sus íntimos. Los chicos y sus mayores llegaron a considerarlo como una criatura extraordinaria y superdotada. ¡Parecía saber tanto!. Y al mismo tiempo ¡era tan profundo y tan discreto...! En realidad, había llegado a ser el héroe de todos, con excepción de su familia: eran los únicos que no veían en él nada fuera de lo común.

Más tarde, y privadamente, Tom organizó una corte real. Él era el príncipe, sus amigos fueron guardias, chambelanes, caballerizos, señores o miembros de la familia real. Todos los días el príncipe improvisado era recibido con ceremonias que Tom aprendía de sus lecturas. Y se trataban en el real consejo los asuntos importantes de aquel reino de fantasía. Su Alteza ficticia emitía también decretos dirigidos a sus ejércitos, flotas y virreinatos imaginarios.

Su deseo de mirar siquiera una vez a un príncipe verdadero, de carne y hueso, llegó a convertirse en la única pasión de su vida.

Un día de enero recorrió de arriba abajo los barrios de comercio de carnes y embutidos y de las pequeñas tiendas y todos sus alrededores. Hora tras hora, descalzo y helado, miró las vidrieras de las rotiserías, yéndosele los ojos tras los horribles pasteles de cerdo y otros mortales inventos que se exhibían y que eran para él bocados propios de ángeles. Caía una llovizna helada y el ambiente era lóbrego.

Aquella noche, Tom llegó a su casa tan cansado y empapado que a su padre, su madre y su abuela, les fue imposible no conmoverse, a su manera: esta vez sólo le dieron unos cuantos golpes y lo mandaron a acostar. Los dolores, el hambre y las peleas que se oían en el edificio lo tuvieron largo rato despierto, pero por fin se durmió en compañía de principitos enjoyados que vivían en enormes palacios. Luego, como siempre, terminó por soñar que "él" era también un joven príncipe.

Cuando se despertó por la mañana y miró en torno suyo, su sueño tuvo el efecto acostumbrado de intensificar mil veces la miseria de su ambiente. Se dejó llevar entonces por la amargura, la desolación y las lágrimas.

3

Hambriento, Tom salió de su casa con el recuerdo de sus sueños de aquella noche. Anduvo vagando sin fijarse por dónde caminaba ni lo que sucedía a su alrededor. Nada importaba al chico, absorto en su preocupación, y así continuó su camino hasta cruzar las murallas de Londres.

Tom atravesó Strand, una calle apenas poblada, y luego el barrio de Charing. De ahí, sin apuro, bajó por un camino precioso y tranquilo hasta llegar a un edificio majestuoso y soberbio: el palacio de Westminster. Feliz y turbado, contempló aquella inmensa mole, los extensos pabellones, los imponentes bastiones y torrecillas, la enorme entrada de piedra con sus barrotes dorados y los colosales leones de granito y demás signos y símbolos de la realeza inglesa. Estaba, sin lugar a dudas, frente al palacio de un rey. ¿No podría tener esperanzas de ver ahora un príncipe de carne y hueso?

A cada lado de la verja dorada había un soldado armado, inmóvil, con reluciente armadura de acero. A respetuosa distancia esperaban campesinos y gente de la ciudad por si aparecía algún personaje de la realeza.

El pobre Tom se aproximó, avanzando con timidez y con el corazón latiéndole de creciente esperanza. De pronto, entre los barrotes dorados, vio un espectáculo que casi lo hizo gritar de alegría. Adentro había un chico bien parecido, curtido y moreno por los deportes practicados al aire libre, cuyas ropas eran de sedas, rasos y piedras preciosas. En la cadera llevaba un espadín y puñalito enjoyados; en los pies, delicados botines de tacones rojos; y en la cabeza, un vistoso gorro carmesí con plumas sostenidas por una enorme piedra relumbrante.

Varios caballeros —servidores, sin duda— lo acompañaban. ¡He ahí un príncipe viviente, un príncipe auténtico! El ruego del mendigo ¡había sido por fin escuchado...!

Tom respiraba agitadamente, lleno de admiración. Un solo deseo ocupó su cerebro: acercarse al príncipe y mirarlo bien. Sin darse cuenta de lo que hacía, pegó su cara contra los barrotes. En ese mismo instante uno de los soldados lo cogió sin la menor cortesía y lo lanzó, dando vueltas como un trompo, entre la muchedumbre de campesinos y londinenses humildes. Y dijo el soldado:

—¡Qué modales, señor mendiguito!

La gente rió burlona, pero el joven príncipe corrió hasta la verja, con la cara enrojecida de indignación, mientras gritaba:

—¿Cómo te atreves a tratar así a un pobre niño? Abre los portales y déjalo entrar!

—¡Viva el Príncipe de Gales! —gritó la multitud, que pasó rápidamente de la burla al más profundo respeto.

Los soldados presentaron armas, abrieron los portales y volvieron a presentarlas al entrar el Príncipe de la Pobreza con los harapos agitándose al viento, a tomarse de la mano con el Príncipe de la Abundancia sin Límites.

Eduardo Tudor dijo entonces:

—Pareces cansado y hambriento. Te han tratado mal: ven conmigo.

Eduardo llevó entonces a Tom a su gabinete y ordenó traer una comida que el niño pobre sólo conocía en los libros. El Príncipe despidió a los sirvientes para que su humilde invitado no se sintiera molesto. Se sentó cerca de Tom y mientras éste comía le hizo mil preguntas:

—¿Cómo te llamas, muchacho'?

—Tom Canty, para servirle, señor.

—¡Qué raro apellido tienes! ¿Dónde vives?

—En Patio de las Basuras, señor, perpendicular a la Calleja del Budín.

—¡Patio de las Basuras! En verdad que eso también es raro... ¿Tienes padres?

—Sí, señor, tengo padres y también abuela, que es muy poco cariñosa... También tengo dos hermanas mellizas, Nan y Bet.

—Por lo que me dices, tu abuela no es demasiado bondadosa contigo.

—Ni con nadie, si place a vuestra señoría. Hace malas obras todos los días de su vida.

—¿Acaso te maltrata?

—Algunas veces contiene la mano sólo porque está dormida o demasiado borracha, pero en cuanto se despeja me da tremendas palizas.

—¿Has dicho palizas? —dijo el principito con una fiera mirada.

—Oh, sí, señor, de veras.

—¡Palizas! Y tú tan pequeño y débil! Oye: antes de que anochezca, será llevada a la Torre.

—En verdad, señor, olvidáis que la Torre es sólo para los prisioneros importantes.

—Es cierto. Pensaré otro castigo para ella. ¿Y tu padre? ¿Es bueno contigo?

—No más que la abuela Canty, señor.

—Los padres son todos iguales, creo yo. El mío sabe pegarme aunque luego me hace la gracia de perdonarme. ¿Cómo te trata tu madre'?

—Es buena, señor. Y Nan y Bet son como ella; tienen quince años.

—La señora Isabel, mi hermana, tiene catorce y la señora Jane Grey, mi prima, es de mi edad, y además amable; pero otra hermana, la señora Mary, con su espantosa cara y... Dime: ¿tus hermanas prohíben a sus sirvientes que sonrían por miedo a que el pecado destruya sus almas?

—¡Oh, señor! ¿Acaso crees tú que ellas tienen sirvientes?

El pequeño príncipe contempló al mendigo y luego dijo:

—¿Y me quieres decir por qué no? ¿Quién las ayuda a desvestirse y quién las viste cuando se levantan?

—Nadie, señor. ¿Quieres que se quiten la prenda que llevan y duerman sin nada, como los animales?

—¡La prenda que llevan! ¿Acaso no llevan más que una?

—¡Ah, mi buen señor! ¿Qué quieres que hagan con más de una? ¿Acaso tienen dos cuerpos cada una?

— ¡He ahí un pensamiento exquisito y maravilloso! Perdóname, no es que quisiera reírme, pero te aseguro que las buenas de Nan y Bet tendrán ropas y lacayos en abundancia y eso ¡muy pronto! Mi tesorero se ocupará de ello. Tú hablas bien, ¿eres instruido?

—No sé si lo soy o no, señor. El padre Andrés me enseñó de sus libros.

—¿Acaso sabes latín?

—Un poquito, señor.

—¡Apréndelo, muchacho! Sólo los comienzos son difíciles. El griego es más complicado. Pero cuéntame más acerca de Patio de las Basuras. ¿Tu vida es agradable en ese sitio?

—En verdad, sí, señor, si os place, excepto cuando uno tiene hambre. Hay teatros de títeres y monos en las ferias. Y hay teatros donde los actores gritan y pelean hasta que se matan. ¡Es tan lindo de ver, y sólo cuesta un centavo! Aunque, en verdad, es bastante difícil conseguirse ese centavo, si place a su señoría.

—Continúa contándome.

—Nosotros, los chicos del Patio de las Basuras, nos peleamos con palos a veces.

Relampaguearon los ojos del príncipe:

—Por la Virgen, que no me disgustaría verlo —exclamó—. Sigue contándome...

—También competimos en carreras, señor.

—Eso también me gustaría. Sigue hablando.

—En verano, señor, vamos a nadar a los canales y al río y cada uno hunde en el agua a su vecino y lo salpica y nos zambullimos y gritamos y damos vueltas y...

—¡Valdría tanto como el reino de mi padre gozar de todo eso una sola vez! Por favor, continúa.

—En la calle de los Baratillos bailamos y cantamos alrededor del Palo de Mayo; también jugamos en la arena y a veces hacemos pasteles de barro. ¡Ah, qué agradable es el barro! La verdad es que nos revolcamos en el barro, señor.

—¡Por favor, no me digas más! ¡Es maravilloso...! Si pudiera yo vestirme como tú y descalzarme y retozar en el barro una vez. ¡Una sola vez!, sin que nadie me lo impidiera... ¡Creo que podría renunciar a la corona!

—Y si yo pudiera vestirme una vez, dulce señor, como tú estás vestido, ¡sólo una vez!

—¡Ah...! ¿Te gustaría, eh? Entonces, así será. ¡Quítate los harapos y ponte estas ropas, muchacho! Será una felicidad breve pero intensa. La gozaremos y volveremos a cambiarnos antes de que nadie se dé cuenta.

Algunos minutos después, el Principito de Gales se vestía con los harapos de Tom y el Principito del Reino de la Mendicidad se disfrazaba con el plumaje de la realeza. Se pararon frente a un gran espejo y ¡oh, milagro! ¡No parecía haberse operado el menor cambio! Intrigado, el principito real preguntó:

—¿Cómo te explicas tú esto'?

—¡Ah, mi buen señor, no me exijas que te responda!

—Entonces, lo diré yo. Tienes el mismo pelo, los mismos ojos, la misma voz y modales, la misma estatura, la misma cara y aspecto que yo. Desnudos, nadie podría distinguirnos. Y ahora que estoy vestido como tú, parece que puedo sentir más de cerca lo que tú sentiste cuando ese soldado bruto... Pero, oye, ¿no es una magulladura lo que tienes en la mano?

—Sí, pero es poca cosa y su señoría sabe que el pobre soldado...

—¡Cállate! ¡Fue algo abusivo y cruel! —gritó el principito—. No des ni un paso hasta que yo esté de vuelta. ¡Es una orden!

El príncipe guardó un objeto de importancia nacional que estaba sobre una mesa y salió a los jardines de palacio con sus harapos al viento, lleno de furia. En cuanto llegó a la entrada principal, se tomó de los barrotes gritando:

—¡Abrid el portal!

El soldado que había maltratado a Tom no se hizo de rogar, y mientras el príncipe salía indignado, el soldado le dio un violento golpe en la oreja que lo lanzó dando vueltas hasta el camino, mientras le decía:

—¡Toma, mendigo! ¡Te lo mereces por el lío en que me metiste con Su Alteza!

La multitud rugió de risa. El príncipe se levantó del barro e hizo un feroz ademán al centinela gritándole:

—Soy el Príncipe de Gales y mi persona es sagrada. ¡Y a ti te colgarán por ponerme la mano encima!

El soldado puso la lanza en posición de presentar armas y contestó burlonamente:

—¡Salud a Vuestra Graciosa Alteza! —y añadió, colérico—: ¡Ándate. basura de manicomio!

En eso, la turba rodeó al pobre principito y a empujones lo llevó por el camino con bramidos de burla y con gritos de:

—¡Paso a Su Alteza Real! ¡Paso al Príncipe de Gales!

4

Tras soportar durante horas la persecución y los vejámenes, el príncipe fue finalmente abandonado. Sólo entonces miró a su alrededor y no pudo reconocer el lugar. Todo cuanto sabía era que estaba en Londres. Continuó avanzando hasta que comenzaron a escasear las casas y los transeúntes. En un arroyo, el chico se lavó los pies ensangrentados y descansó un momento. Luego caminó hasta un lugar donde había una iglesia prodigiosa. El príncipe la reconoció e inmediatamente se reanimó, diciendo para sí: "Se trata de la antigua iglesia de los Frailes Grises que el rey, mi padre, ha quitado a los monjes para dársela a los niños abandonados, de manera que tengan un hogar seguro, y que ha rebautizado con el nombre de Iglesia de Cristo. ¡Ahora sí que van a alegrarse de servir al hijo de quien los ha tratado tan generosamente! Más aún, cuando el tal hijo está ahora tan pobre y desposeído como el que más".

Muy luego se encontró en medio de una multitud de chiquillos que corrían, saltaban, jugaban a la pelota o se divertían metiendo mucha bulla. Todos vestían igual: un gorro chato y redondo que no servía para cubrir y ni siquiera para adornar la cabeza, una banda al cuello como la que usan los curas, una túnica ajustada que los cubría hasta las rodillas o más abajo, cinturón rojo, medias amarillas y zapatos bajos con grandes hebillas de metal. Una vestimenta bastante fea.

Interrumpiendo sus juegos, los muchachos se apiñaron alrededor del príncipe. Éste les dirigió la palabra con dignidad:

—Buenos muchachos, decid a vuestro amo que Eduardo, Príncipe de Gales, desea parlamentar con él.

Una gritería tremenda se levantó, mientras uno de ellos contestaba una insolencia:

— Por la Virgen!... ¿Acaso eres tú el mensajero de Su Alteza, mendigo?

El rostro del príncipe enrojeció de ira y su mano pareció volar a su cadera, donde nada había. Se desencadenó una tempestad de risas y dijo uno de los chicos:

—¿Os habéis dado cuenta? Se imaginó tener espada... ¿Será acaso el príncipe en persona?

Esta humorada hizo brotar nuevas risas. El mozalbete que había hablado primero gritó ahora a sus camaradas:

—¡Ea, basta...! ¡Puercos, esclavos, empleados del principesco padre de Su Alteza...! ¿Dónde están vuestros buenos modales? ¡De rodillas, a reverenciar sus harapos de rey!

Todos, en masa, cayeron de rodillas en fingido homenaje. El príncipe pegó un puntapié al muchacho que tenía más cerca:

—¡Toma eso...! —dijo, fiero—. ¡Y espera que llegue la mañana y te haga construir una horca!

La risa cesó de pronto y fue sustituida por la furia. Una docena de muchachos gritó:

—¡Al estanque de los caballos...! ¿Dónde están los perros? ¡Ea. "León"! ¡Aquí, "Colmillos"

Lo que ocurrió luego, jamás se había visto en Inglaterra...

Al caer la noche, el príncipe se encontró muy lejos de allí, en el sector edificado de la ciudad. Con el cuerpo amoratado, las manos ensangrentadas, los harapos llenos de barro, continuó avanzando más y más, tan débil y agotado, que apenas podía arrastrar los pies.

"Patio de las Basuras —decía para sus adentros—. Si pudiese encontrar aquel sitio estaría salvado, porque su familia me llevará a palacio. ¡Entonces recobraría lo mío!"

De cuando en cuando, recordaba cómo lo habían tratado los muchachos de la Iglesia de Cristo y se decía: "Cuando sea rey, esos chicos no han de tener sólo asilo y pan, sino también enseñanzas pues de poco sirve un estómago lleno si no se alimentan la inteligencia... ¡y el corazón! No olvidaré la lección de este día por el bien de mi pueblo: la educación suaviza el corazón y da nobleza y caridad".

Se puso a llover y la noche se hizo borrascosa. El heredero del trono de Inglaterra siguió avanzando en el laberinto de calles donde se apiñaban la pobreza y la desgracia.

De pronto sintió que un rufián ebrio lo cogía del cuello y le gritaba:

—¡Otra vez fuera a estas horas de la noche y sin traer a casa un céntimo! Si no te rompo todos lo huesos, ¡no me llamaré John Canty!

El príncipe se liberó a fuerza de contorsiones y preguntó ansioso:

—¡Ah...! ¿Eres de verdad su padre? Ojalá sea así, pues entonces lo irás a buscar y me repondrás en mi lugar.

Materias