El Príncipe y el mendigo

5

Apenas estuvo solo en el gabinete del príncipe, Tom Canty aprovechó la oportunidad. Se pavoneó primero de un lado para otro ante el espejo, deslumbrado por su elegancia. Desenvainó luego la hermosa espada e, inclinándose, besó la hoja tal como había visto hacer a más de un caballero de noble alcurnia. Jugó luego con la daga enjoyada, examinó los adornos del aposento y pensó cuán orgulloso se pondría si la gente del Patio de las Basuras lo pudiera ver.

De pronto se le ocurrió que el príncipe tardaba demasiado. Comenzó a sentirse solo y dejó de juguetear. Primero se sintió desasosegado, luego inquieto, por último angustiado. Temía que alguien pudiera pescarlo vestido con las ropas del príncipe. Sus temores crecieron, crecieron... Abrió la puerta que daba a la antecámara, resuelto a huir. Seis caballeros al servicio del príncipe y dos pajecillos se pusieron de pie haciéndole una profunda reverencia. Tom retrocedió y cerró la puerta diciéndose:

—¡Se burlan de mí... ¿Por qué he venido a este lugar para arruinar mi vida?

En eso, se abrió de par en par la puerta y un paje anunció:

—La señora Jane Grey.

La puerta se cerró y entró una dulce muchachita que le dijo con voz apenada:

—¡Oh, querido señor, ¿qué tienes?

Tom apenas tartamudeó:

—¡Ah, tú, ten piedad'. En verdad soy sólo el pobre Tom Canty del Patio de las Basuras. Por favor, busca al príncipe y él me dejará marchar de aquí sin dañarme.

A todo esto, el muchacho esperaba arrodillado y suplicaba en forma lastimera. La muchachita escapó horrorizada, mientras Tom se desplomaba murmurando:

—Ya no hay esperanza. Ahora vendrán a capturarme.

Mientras tanto, un rumor corría por el palacio con la terrible nueva: ¡El príncipe se ha vuelto loco. Algo más tarde, un funcionario pasó voceando la siguiente proclama:

"EN NOMBRE DEL REY

"Bajo pena de muerte, nadie debe creer en este rumor falso y estúpido, ni repetirlo ni llevarlo fuera de palacio.

"¡En nombre del rey!

Los comentarios cesaron para dar paso a un cuchicheo general: ¡Viene el príncipe!

Caminando lentamente, el pobre Tom contemplaba tímidamente las cosas y personas extrañas que le rodeaban. Pronto se encontró en un magnífico departamento y oyó que la puerta se cerraba tras él. Lo rodeaban señores, médicos de la corte y algunos sirvientes. A cierta distancia estaba reclinado en un diván un hombre inmenso y muy gordo, de cara carnosa y expresión severa. Eran muy canosas su enorme cabeza y su barba. Una de sus piernas, hinchada, tenía una almohada debajo y estaba envuelta en vendajes. Reinaba completo silencio y todas las cabezas se inclinaban en señal de reverencia, con excepción de la cabeza de este hombre. Era el gran Enrique VIII. Suavizando su expresión a medida que hablaba, dijo:

—¿Cómo andamos, mi príncipe? ¿Has querido engañar al bueno del rey, tu padre, con una broma ridícula?

El pobre Tom escuchó el principio de aquel discurso, pero cuando las palabras: "el bueno del rey" le penetraron al oído, perdió el color. Cayó de rodillas y levantando las manos, exclamó:

—¿Tú, el rey? ¡Entonces sí que estoy perdido!

Aquella frase desgarró al rey. Pero luego de un profundo suspiro, dijo con voz suave:

—Ven con tu padre, hijo. Tú no estás bien.

Tom se acercó temblando a la Majestad de Inglaterra. El rey tomó en sus manos la cara temblorosa y la contempló un momento, amorosamente. Luego oprimió la cabeza rizada contra su pecho, la acarició con ternura y dijo:

—No destroces mi corazón y dime que me conoces. En verdad me conoces, ¿no es así?

—Sí, eres mi temido señor, el rey.

—Así es, así es. Anímate y no tiembles, no hay nadie aquí que no te quiera. Ya pasa ese mal sueño, ¿no es verdad? Ya no te pondrás nombres impropios como me dicen que hiciste hace un rato, ¿eh?

—Yo ruego a Vuestra Alteza que me crea. No hice más que decir la verdad. Soy demasiado joven para morir y tú puedes salvarme con solo una palabrita. ¡Dila, oh, señor!

—¿Morir? No hables así, dulce príncipe. ¡Tú no morirás!

Tom cayó de rodillas con un grito de alegría. Luego, poniéndose en pie, volvió hacia los caballeros su rostro jubiloso y exclamó:

—¡Vosotros lo habéis oído! ¡No he de morir, el rey lo ha dicho!

Todos se inclinaron con solemne respeto, pero nadie habló. Tom, confuso, miró al rey con timidez, diciendo:

—¿Puedo marcharme ahora?

—Por cierto, si así lo deseas. Pero, ¿a dónde habías de marcharte?

Bajando los ojos, Tom contestó humildemente:

—En verdad me creía libre y tuve el impulso de volver a la choza donde nací y me crié en la desgracia, junto a mi madre y a mis hermanas... ¡Oh, hacedme favor, señor, de dejarme marchar...!

El rey quedó en silencio. Luego, con algo de esperanza, hizo a Tom una pregunta en latín para probar su cordura, la que Tom respondió a tropezones. El rey estaba encantado, así como los caballeros y los médicos. Dijo entonces:

—La respuesta demuestra que su razón está sólo enferma, no fatalmente perdida. Ahora, hemos de someterlo a otra prueba... Hizo a Tom una pregunta en francés. Tom guardó silencio, para decir por fin:

—No conozco ese idioma, Su Majestad.

El rey se derrumbó. Hizo esfuerzos por recobrarse y tranquilizó al muchacho, diciéndole que pronto sanaría. En seguida habló a los cortesanos con voz serena:

—¡Escuchad todos! Mi hijo está loco, pero no se trata de una situación duradera. Demasiado estudio y encierro han sido las causas. ¡Fuera libros y maestros! Divertidlo, entretenedlo de modo que recobre la salud. Es mi hijo y el heredero de Inglaterra y, loco o cuerdo, ¡ha de reinar! Y oíd: quienquiera que hable de su perturbación conspira contra la paz y el orden de estos reinos ¡e irá a la horca!... Es, pese a todo, el Príncipe de Gales y yo, el rey, he de confirmarlo. Esta misma mañana será instaurado en su dignidad principesca con todos los debidos ritos tradicionales.

Poco a poco se fue desvaneciendo la ira del rostro del viejo rey. Entonces, le dijo a Tom, como despedida:

—Bésame una vez más y vete a gozar de tus juegos y diversiones. Ve con tu tío, el conde de Hertford.

Tom quedó muy triste, pues comprendía que ya no sería puesto en libertad. Comenzó a darse cuenta de que era un cautivo dentro de una jaula dorada. ¡Sus sueños habían sido tan agradables! Pero la realidad era muy diferente.

6

Tom fue llevado a una habitación principal, donde le pidieron que se sentara. El muchacho invitó a sentarse a varios hombres de edad que estaban a su alrededor, pero ellos continuaron de pie. "Así es la costumbre", le sopló al oído el conde de Hertford. Poco después llegó el señor de St. John con un mensaje del rey para ser comunicado en privado a Tom, en presencia del conde. En éste, Su Majestad ordenaba que la enfermedad del príncipe debía ser ocultada; que en tanto recobrara la salud no debía negar ser el auténtico príncipe y heredero al trono de Inglaterra; que debía aceptar reverencias y ceremonias sin protestar; que no debía referirse a ese supuesto humilde nacimiento y a esa vida que su enfermedad le hacía imaginar; que debía esforzarse por recordar las caras que había conocido antes de enfermar y que, en caso de no lograrlo, debía disimular; que no tenía que mostrar inquietud o sorpresa ante los demás si no sabía cómo actuar en las ceremonias oficiales; y que tanto el conde de Hertford como el propio señor St. John estarían a su lado para instruirlo y apoyarlo.

Tom, resignado, replicó:

—El rey ha hablado. El rey será obedecido.

Lord Hertford, por su parte, dijo:

—Quizás sea del gusto de Su Alteza distraerse, de modo que no llegue cansado al banquete de esta noche.

El rostro de Tom demostró sorpresa y en seguida se avergonzó. St. John le advirtió:

—La memoria te falla de nuevo y has demostrado sorpresa: pero no te aflijas, pues eso desaparecerá junto con tu mejoría. Lord Hertford se refería al banquete municipal al cual el rey prometió la asistencia de Su Alteza. ¿Lo recordáis ahora?

—Me apena confesar que en verdad se me había olvidado —respondió Tom con voz vacilante.

En ese momento anunciaron a la princesa Isabel y a Lady Grey. Hertford marchó rápido hacia la puerta y dijo a las muchachas en voz baja:

—Os ruego, señoras, simulad no daros cuenta de sus rarezas ni mostréis sorpresa cuando le falle la memoria.

Entretanto, Lord St. John decía a Tom al oído:

—Recuerda cuanto puedas y simula recordar todo lo demás. No dejes que se den cuenta de cuán cambiado estás. ¿Deseas que me quede aquí, señor, y también tu tío?

Tom indicó su asentimiento con un ademán y una palabra apenas murmurada. En su alma sencilla había resuelto desempeñarse lo mejor posible, según el mandato del rey. Pero más de una vez estuvo a punto de claudicar y de confesarse incapaz de desempeñar su papel, salvándolo el tacto de la princesa Isabel o una palabra que dejaban caer los caballeros con aparente descuido. En una oportunidad, se dijo que por el momento el príncipe no continuaría con sus estudios. Al oír esto, Lady Jane exclamó:

—¡Es una lástima...! Pero espera con paciencia el momento de continuar. Tú estarás adornado de sabiduría como tu padre, y tu lengua llegará a dominar tantos idiomas como él, mi buen príncipe.

—¡Mi padre! —exclamó Tom, tomado de sorpresa—. Creo que no sabe hablar ni la lengua propia como para que lo entiendan los cerdos en los chiqueros...

Tom paró de hablar, se sonrojó y luego siguió en voz baja y triste:

—¡Ay!... ¡ me ataca de nuevo la enfermedad y mi mente desvaría!

—Lo sabemos, señor —dijo la princesa Isabel—. No te aflijas, ya que tú no tienes culpa alguna; es tu enfermedad.

—Eres una gran consoladora, dulce señora —exclamó Tom con gratitud— y me nace del corazón agradecértelo.

Pese a todas las dificultades, el tiempo pasó placenteramente y Tom se fue poniendo más cómodo y a gusto al comprobar el cariño y el apoyo que recibía. Cuando se mencionó que las dos damitas lo acompañarían al banquete, el corazón le saltó de gozo y de alivio porque supo que no estaría allí sin amigos, entre aquella multitud de desconocidos.

Los dos ángeles custodios de Tom, sin embargo, tenían la sensación de pilotear un gran barco por un canal muy peligroso: debían estar continuamente alertos. Por eso, cuando se acercaba el final de la visita de las damas y anunciaron a Lord Guilford Dudley, tanto Hertford como St. John aconsejaron a Tom que se excusara de recibirlo. Ambos necesitaban reponerse un tanto. Y también Tom, porque cuando se hubieron marchado las niñas, preguntó a sus guardianes con un gesto de cansancio:

—¿Pueden darme permiso para irme a algún lugar a descansar?

—Si place a Su Alteza —contestó Lord Hertford—, para él es ordenar y para nosotros, obedecer. Que descanses es algo muy necesario.

Tocó una campana y apareció un paje, a quien se le ordenó llamar a sir William Herbert. Este caballero condujo a Tom a un departamento interior. Una vez allí, Tom fue a estirar la mano para llenar un vaso de agua, pero un servidor se lo arrebató y arrodillándose se lo ofreció en bandeja de oro. Otro paje le quitó los botines. Tom hizo dos o tres tentativas de atenderse solo, pero fue inútil. De modo que renunció, murmurando resignado: "¡Me maravilla que no quieran también respirar por mí...!" Se echó por fin a descansar, aunque no a dormir, pues tenía la cabeza llena de pensamientos y el cuarto demasiado lleno de personas, que no sabía cómo despedir.

La partida de Tom había dejado solos a sus dos nobles guardianes. Por un rato estuvieron meditando hasta que Lord St. John dijo:

—Francamente, ¿qué es lo que piensas?

—Francamente, pienso que el rey está llegando a su fin, que mi sobrino está loco, loco ha de ascender al trono y loco permanecerá en él. ¡Dios proteja a Inglaterra...!

—Pero no... no tienes tú acaso recelos respecto de... de... —vaciló St. John y finalmente se detuvo al sentirse en terreno delicado.

Lord Hertford lo miró a la cara con mirada franca y le dijo:

—Continúa hablando, recelos respecto de qué.

—Perdón si ofendo, milord, pero... ¿no es extraño que la insanía pueda cambiarle tanto el porte y los modales? Su porte y su habla ¡son tan diferentes! ¿No es raro que la locura le haga olvidar las facciones de su padre, las costumbres y ceremonias y que, dejándole el latín, lo despoje del griego y del francés? Milord, no te ofendas, pero me obsesiona que diga que no es el príncipe y así...

—Cállate, milord. Se te ha olvidado el mandato del rey.

St. John palideció y se apuró en decir:

—Confieso que estaba en falta. No hablaré ni pensaré ya en esto. No me trates con dureza, señor, o estaré perdido.

—Ya estoy satisfecho, milord. Siempre que nunca vuelvas a trasgredir las órdenes del rey. Pero no debes temer: es el hijo de mi hermana. ¿Acaso su voz, su rostro, su figura no me son conocidas desde la cuna? La locura puede producir todas estas cosas contradictorias que tú observas y aún otras más. Éste es el príncipe verdadero. ¡Le conozco muy bien'. Y pronto será tu rey.

Después de conversar algo más, Lord Hertford relevó a su compañero y se sentó solo a montar guardia. Pronto se encontró sumido en profunda meditación y cuanto más pensaba, más preocupado se ponía.

—¡Bah...! ¡Tiene que ser el príncipe! ¿Podrían existir en el país dos seres de diferente sangre y nacimiento que sean tan extraordinariamente exactos? Y, ¿no sería un milagro todavía más extraño que la casualidad arrojara a uno a ocupar el lugar del otro? ¡No! ¡Sólo pensarlo es una locura...! Y si fuera un impostor, ¿acaso existió alguna vez uno que, llamado príncipe por el rey, negara sus títulos? ¡No! Se trata del príncipe auténtico, que se ha vuelto loco.

7

Más tarde, Tom se resignó a que lo vistieran para la comida. Con gran ceremonia lo llevaron a una lujosa habitación, donde había una mesa puesta para un comensal. Los muebles eran de macizos dorados, con bellos diseños. El aposento estaba lleno de servidores. Tom estaba a punto de ponerse a comer, cuando el conde de Berkeley le ató una servilleta al cuello. El copero se anticipó a todas las tentativas que Tom hizo de servirse vino. También estaban allí Lord d'Arcy, Primer Caballerizo de la Cámara Real —Dios sabría para qué—, el Señor Despensero Principal, el Señor Gran Mayordomo, el Señor Jefe de Cocina... y otros tantos personajes. Aunque aún no lo sabía, Tom contaba con trescientos ochenta y cuatro sirvientes, pero sólo la cuarta parte estaba en aquella habitación. A todos se les había instruido de que no debían sorprenderse ante las extravagancias del príncipe, pues sufría un trastorno mental pasajero. Estas "extravagancias" fueron exhibidas bien pronto.

El pobre Tom comía principalmente con los dedos. Y después de examinar con gran interés la delicada servilleta, dijo con sencillez:

—Haced el favor de llevárosla, para que no la manche en cualquier descuido.

Después del postre, se llenó los bolsillos de nueces, pero al momento él mismo se dio cuenta de que había cometido una falta poco principesca. En un momento comenzó a sentir una irresistible picazón en la nariz. Soportó en silencio el deseo de rascarse, hasta que las lágrimas comenzaron a asomar por sus ojos. Aflijidos, los servidores le rogaron entonces que les explicara qué le pasaba...

—Me pica espantosamente la nariz —explicó Tom, desesperado— ¿cuál es la costumbre y la usanza en semejante emergencia? Daos prisa, porque no podré aguantar más.

Todos se miraron unos a otros sin saber qué hacer: era una situación única en toda la historia de Inglaterra. El Maestro de Ceremonias no estaba presente y nadie se atrevía a intentar resolver aquel serio problema. Pasó el tiempo y Tom no se contuvo más. Rompiendo las barreras de la etiqueta, alivió a su agobiada corte rascándose él mismo la nariz.

Terminada la comida, un caballero le presentó un dorado recipiente que contenía agua de rosas para que se limpiara la boca y los dedos. Tom miró confundido aquella fuente, luego la levantó y bebió muy seriamente un sorbo, diciendo mientras la devolvía:

—No, no me gusta, milord. Tiene buen sabor, pero le falta fuerza.

Ante estas rarezas, los sirvientes reaccionaban con compasión, no con burla, pues les entristecía terriblemente ver perturbado a su amado principito.

Luego, nuestro amiguito fue conducido a su gabinete privado y allí lo dejaron solo. Colgadas en ganchos estaban las diversas piezas de una armadura de acero con incrustaciones de oro. Pertenecía al verdadero príncipe, un regalo reciente de madame Parr, la reina. Tom se puso todas las piezas que podía colocarse solo y estuvo tentado de pedir ayuda para continuar, pero se acordó de las nueces y pensó en la alegría de poder comérselas sin que nadie lo observara. Así pues, se sacó la armadura y pronto estuvo rompiendo nueces y, por primera vez, sintiéndose feliz de un modo casi natural. Cuando las nueces se terminaron, Tom encontró algunos libros en un armario, entre los que había uno sobre la etiqueta de la corte inglesa. Se arrojó en un diván y empezó a instruirse con sincero empeño.

8

Hacia las cinco despertó Enrique VIII después de una siesta poco reconfortante y murmuró: "¡Qué sueños tan desagradables! Mi fin ya está cerca, eso es lo que indican estas advertencias y la confirma mi pulso que decae. Sin embargo, no me he de morir hasta que él se vaya primero, el hombre odiado".

Sus acompañantes le anunciaron que el Lord Canciller esperaba afuera. Entró el Canciller y, arrodillándose, dijo:

—He dado orden de acuerdo con el mandato del rey. Los nobles del reino están en la Cámara, donde han confirmado la sentencia del duque de Norfolk, el Gran Mariscal Hereditario de Inglaterra que se encuentra prisionero en la Torre, acusado de traición. En la Cámara esperan para saber los nuevos deseos de Su Majestad.

La cara del rey se iluminó con fiera alegría. Dijo:

—¡Levantadme! Iré en persona ante mi Parlamento y con mi propia mano sellaré la orden que me libere de...

Le falló la voz y se puso muy pálido. Los cortesanos lo volvieron a acostar en los almohadones y le dieron remedios. Al poco rato les dijo tristemente:

—¡Ay de mí... Este dulce momento llega demasiado tarde. Pero, ¡apresuraos! Que otros ejecuten esta misión feliz ya que a mí me resulta imposible: pongo en comisión mi gran sello. Elegid vosotros a los lores que la compondrán. ¡Daos prisa, hombre de Dios!. Antes de que el sol salga y se ponga, de nuevo, traedme su cabeza.

—Así se hará según el mandato del rey. ¿Es el deseo de Su Majestad que el sello me sea entregado ahora, de modo que pueda yo proceder?

—¡El sello! ¿Quién si no tú custodia el sello?

—Majestad, me lo quitásteis hace dos días diciendo que no entraría de nuevo en funciones hasta estamparlo en la orden contra el duque de Norfolk.

—¡Si, es verdad...! ¿Qué he hecho de él?... ¡Es tan frecuente en estos días que la memoria me haga traición...!

El rey trató de recordar qué había hecho con el sello. Lord Hertford le informó:

—Señor, disteis el gran sello a Su Alteza el Príncipe de Gales para que lo guarde para el día que...

—¡Es cierto! —interrumpió el rey—. ¡Buscadlo, el tiempo vuela!

Lord Hertford voló al lado de Tom, pero regresó junto al rey al poco rato, con las manos vacías:

—Mi rey y señor, el príncipe no recuerda haber recibido el sello...

Un gemido del rey interrumpió a milord. Cerrando los ojos, volvió a sus murmullos y por fin quedó en silencio. Después de un tiempo los abrió de nuevo y miró al Lord Canciller. Inmediatamente se le puso la cara roja de ira:

—Estás ahí todavía ¡Si no pones manos a la obra en el asunto de ese traidor, tu corona tendrá feriado mañana por falta de cabeza para adornar!.

Temblando, el Canciller respondió que sólo esperaba el sello.

—¿Has perdido la cabeza, hombre? —exclamó el rey—. Está en mi tesoro el sello pequeño, ¿no bastará ése acaso? ¡Márchate! ¡Y no vuelvas hasta que me traigas su cabeza!

El pobre Canciller no perdió tiempo. La comisión aprobó la sentencia del Parlamento y señaló el día siguiente para la ejecución del primer noble de Inglaterra, el duque de Norfolk.

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