El Príncipe y el mendigo

23

Hendon se inclinó y, con una sonrisa nerviosa, susurró al oído del rey:

—¡Despacio, príncipe mío! Es mejor que no hables. ¡Confía en mí y todo saldrá bien! —Y añadió para sí: "¡Sir Miles! ¡No me acordaba de que fuera caballero! ¡Qué sorpresa es, Dios mío, el modo como su memoria se aferra a esas fantasías...! ¡Título vacío es el mío y, sin embargo, creo que es más honor ser un caballero en su Reino de Sueños y Sombras que ser estimado conde en alguno de los verdaderos reinos de este mundo."

La gente se apartó para recibir a un policía que estaba ya por echar mano al hombro del rey, cuando Hendon le dijo:

—¡Con cuidado, buen amigo! Retirad vuestra mano, pues él ha de ir por las buenas y de ello yo respondo. Indicad el camino, que os seguiremos.

El rey sentía deseos de revelarse, pero Miles le dijo en voz baja:

—Reflexionad, señor: vuestras leyes son el aliento saludable de vuestra realeza. ¿Acaso las resistirá el tronco y exigirá que las respeten las ramas? Aparentemente se ha violado una de esas leyes; cuando el rey esté nuevamente en su trono, ¿acaso no será bueno recordar que cuando parecía un ciudadano común se sometió a la autoridad del rey?

—Tienes razón, no digas más. El rey sufrirá la ley en carne propia, mientras sea un súbdito.

Cuando llamaron a la mujer ante el juez, juró que el pequeño prisionero era quien le había robado y, no habiendo nadie para demostrar lo contrario, el rey fue condenado. Cuando se descubrió el contenido del paquete, que resultó ser un lechoncito gordo y aliñado, el juez se turbó mientras Rendon se ponía pálido. El rey, protegido por su ignorancia, se mantenía tranquilo.

—¿Cuánto crees tu que vale lo que te han robado? —preguntó el juez a la mujer.

—Tres chelines y seis peniques, su señoría.

El juez miró a su alrededor con inquietud y luego ordenó al alguacil despejar la sala y cerrar las puertas. Sólo quedaron los dos funcionarios, el acusado, el acusador y Miles Hendon. El juez se volvió de nuevo hacia la mujer y le dijo con voz compasiva:

—Se trata, buena mujer, de un pobre muchacho; fíjate que no tiene cara maligna... ¿Sabes que cuando alguien roba una cosa de un valor superior a los trece peniques y medio, la ley indica que deberá ser colgado por ello?

El pequeño rey se sobresaltó, pero nada dijo. No así la mujer, quien se puso de pie aterrorizada y exclamó:

—¡Oh, cielos! ¡No colgaría al pobrecito por todo el oro del mundo! ¿Qué puedo hacer?

Manteniendo su compostura, el magistrado dijo:

—Puedes cambiar el precio, ya que aún no está anotado en el registro.

—¡Entonces dígase que el lechón vale ocho peniques y que se libere mi conciencia de esta cosa terrible!

Fue tal su júbilo, que Miles Hendon olvidó todos sus modales y sorprendió al juez con un apretado abrazo de agradecimiento. La mujer se despidió y se fue con su lechón, acompañada por el policía. Mientras el juez escribía en su registro, Hendon salió al vestíbulo y escuchó la siguiente conversación entre el alguacil y la mujer:

—Es un cerdo gordo y promete estar bueno. Te lo compro; aquí tienes los ocho peniques...

—¡Ocho peniques! —exclamó la mujer—. Me costó tres chelines y seis peniques. ¡Me río yo de tus ocho peniques.

—¿Con que ésas tenemos, eh? Dijiste bajo juramento que valía ocho peniques, así es que juraste en vano y debes responder por tu delito... ¡Y el muchacho será ahorcado!

—¡Vamos, buen hombre! Dame tus ocho peniques y cállate la boca sobre este asunto.

La mujer se fue llorando, Hendon regresó a la sala y luego entró el policía, después de esconder su botín. El juez dio al rey un sabio y bondadoso sermón sentenciándolo a corta prisión en la cárcel común, que debía ser seguida por los públicos azotes.

El rey estuvo a punto de ordenar que el juez fuese decapitado, pero captó la advertencia de Hendon y cerró la boca antes de perder la lengua, pena que era frecuente en esos tiempos.

Miles y el rey partieron entonces tras el policía, camino a la cárcel. Ya en la calle, el monarca exclamó con rabia:

—Idiota ¿Te imaginas que voy a entrar vivo en una cárcel?

Hendon se agachó y le dijo con cierta dureza:

—¿Quieres confiar en mí o no? ¡Cállate y no eches a perder nuestras posibilidades diciendo algo peligroso! Lo que Dios quiera sucederá. Por lo tanto, espera y ten paciencia...

24

Las calles estaban casi desiertas. La escasa gente que aún transitaba iba de prisa, parecía querer despachar rápidamente sus diligencias para meterse lo antes posible a sus casas y protegerse del viento y la oscuridad que se avecinaban. Nadie prestaba atención a nuestros amigos y ni siquiera se percataban de su presencia. Eduardo VI se preguntaba si alguna vez había sido contemplado con tal indiferencia el espectáculo de un rey camino a la prisión. Cuando atravesaban una plaza de mercado, solitaria, Hendon le puso la mano en el brazo al policía y le dijo en voz baja:

—Espera un momento, buen señor. Aquí nadie puede oírnos y quiero decirte algo.

—Mi deber me lo prohíbe, señor. Os ruego que no me estorbéis, pues está por anochecer.

—De todos modos, espera. Es un asunto que te concierne. Vuelve un momento la espalda, aparenta no ver y deja escapar a este muchachito.

—¡Decirme esto a mí, señor! Os arresto en...

—No, no vayas tan rápido. Ten cuidado de no cometer una equivocación —y continuó, bajando muchísimo la voz—. ¡El chancho que has comprado por ocho peniques puede costarte la cabeza, hombre! No quisiera verte perjudicado... Observa: he oído todo, cada palabra que dijiste a la mujer y te lo probaré.

Refirió entonces, palabra por palabra, la conversación que había escuchado.

—¡Ea! ¿Crees que no sería capaz de repetirla exactamente ante el juez, si fuese necesario?

El hombre se quedó mudo de angustia por un momento, pero después dijo con forzada ligereza:

—Estás exagerando algo que fue sólo una broma. Sólo por divertirme estuve atormentando a esa mujer...

—¿También fue por divertirte que te guardaste su lechón? Estoy empezando a creerte, pero aguarda aquí un momento, mientras corro a preguntar a su señoría...

Ya se retiraba, cuando el alguacil se agitó, escupió un juramento y por fin exclamó:

—¡Esperad, esperad, buen señor...! Os lo ruego, el juez no ha de comprender una broma... Venid y hablaremos más de este asunto. ¡Cuerpo de Cristo! Parece que estoy en apuros y todo por una inocente broma. Soy padre de familia, tengo mujer e hijos... Escuchad: ¿Qué querría su merced de mí?

—Únicamente que te transformes en ciego, mudo y paralítico mientras cuento hasta cien mil..., despacio —dijo Hendon con la expresión de quien pide un favor razonable e insignificante.

—¡Sería mi destrucción! —dijo el policía angustiado—. Sed razonable. Sólo fue una broma. Y si no lo fuese, es una falta tan pequeña que no merecería más que una reprimenda y una advertencia de labios de un juez.

Solemnemente, Hendon contestó:

—Tu broma tiene un nombre legal... ¿Sabes tú cuál es? Legalmente, ese delito se llama "Non compos mentís lex talionis sic transit gloria mundi". ¡Y tiene pena de muerte!

—¡Dios tenga misericordia de este pecador!

—Sacando ventaja de alguien que estaba en falta y a tu merced, tú te has apoderado de una mercadería que vale más de trece peniques y medio, pagando una insignificancia. Eso, a los ojos de la ley, es ocultación de traición, fechoría en ejercicio de funciones, "adhomines expurgatis in statu quo...", y tiene pena de muerte en la horca, sin posibilidad de rescate o conmutación.

—¡Sostenedme, dulce señor! ¡Las piernas se me doblan! ¡Tened misericordia! Volveré la espalda sin ver nada de lo que ocurra.

—¡Magnífico! Ahora me pareces razonable. ¿Y vas a devolver el lechón a su dueña?

—¡Lo haré, sí, sí, lo haré...! ¡Marchaos! Diré que entraste en la prisión por la fuerza y me arrebataste al prisionero de las manos.

—Hazlo, buen hombre. Nadie resultará perjudicado. El juez no derramará lágrimas ni le romperá los huesos al carcelero porque se haya escapado este niño.

25

Apenas Hendon y el rey se quedaron solos, Su Majestad recibió instrucciones de partir de prisa a cierto sitio fuera de la ciudad, y esperar allí a que Hendon pagara su cuenta en la posada. Media hora más tarde, ambos amigos marchaban alegres, al trote corto de las míseras cabalgaduras de Miles. El rey se sentía cómodo y abrigado, pues había botado sus harapos y se había vestido con el traje de segunda mano que Hendon le había comprado en el Puente de Londres.

Miles cuidó al niño del exceso de fatiga, estimando que los largos viajes, las comidas irregulares y la falta de sueño no favorecían su mente trastornada. Deseaba ver recuperado ese intelecto resentido y libre esa cabecita atormentada de toda visión enfermiza. En consecuencia, resolvió avanzar por etapas cómodas hacia aquel hogar del que había sido desterrado, en lugar de cabalgar día y noche llevado por su impaciencia.

Cuando Hendon y el rey hubieron recorrido unos veinte kilómetros, llegaron a una aldea bastante grande e hicieron un alto en una buena posada. Allí reanudaron sus relaciones anteriores:

Hendon, de pie tras la silla del rey mientras comía, le sirvió; lo desvistió cuando estuvo dispuesto a acostarse y luego se acostó en el suelo, durmiendo atravesado ante la puerta, envuelto en una frazada.

Los dos días siguientes anduvieron perezosamente a tranco corto, hablando de las aventuras que ambos habían tenido durante la separación y disfrutando la mar con los mutuos relatos. Hendon contó detalladamente todas sus búsquedas, contando cómo el arcángel lo había engañado con una falsa búsqueda del rey para llevarlo finalmente de vuelta a la choza cuando comprobó que no podía librarse de él. Según Hendon, el anciano ingresó al dormitorio y regresó con aspecto desolado, diciendo que había esperado que el niño hubiese vuelto y se hubiera echado a descansar, pero que no había sido así. Hendon había aguardado en la choza todo el día y, pensando que el rey no volvería, se había marchado de nuevo en su busca.

—Y el viejo sintió realmente que Su Majestad no volviese —agregó Hendon—. Se lo vi en la cara.

—¡No lo pongo en duda! —dijo el rey—. Y empezó a contar lo que le había pasado en la choza. Entonces Hendon se arrepintió de no haber destruido al arcángel.

En el último día de viaje, Hendon se puso de mejor humor; la lengua no le paraba: hablaba de su padre, de su hermano Arturo, y contó de ellos muchas cosas que mostraban sus nobles y generosos caracteres; cuando le llegó el turno a su Edith, se puso frenético de amor y estuvo tan feliz, que hasta de Hugo pudo decir algunas buenas palabras. Se detuvo bastante en el tema de la reunión que tendría lugar en la casa de los Hendon a su llegada, con la sorpresa que tendría todo el mundo y la explosión de alegría y agradecimiento que iba a producirse.

La zona que cruzaban era hermosa, salpicada de casitas y de huertos, y el camino llevaba por extensas tierras de pastoreo cuyas suaves colinas sugerían las ondulaciones del mar. Por la tarde, el hijo pródigo se apartaba constantemente del camino para ver si, subiéndose a un montículo, sería posible observar su casa. Cuando logró verla, exclamó entusiasmado:

—¡Ahí está la aldea, mi príncipe, y ahí está Hendon Hall! Desde aquí pueden verse sus torres... Ese bosque de allá es el parque de mi padre. ¡Ahora si verás lo que es pompa! Una casa de setenta habitaciones ¡Y veintisiete sirvientes! ¡ Hermoso alojamiento para gente como nosotros! ¿No es verdad? Ven, apurémonos, que mi impaciencia no aguanta más tiempo.

Se apresuraron todo lo posible, pero eran más de las tres cuando llegaron a la aldea. Los viajeros la cruzaron rápidamente, sin que Hendon dejara de hablar:

—Ésa es la iglesia; está cubierta con la misma hiedra. Allá está la posada del León Rojo y allá, el mercado. Aquí está el Palo de Mayo y aquí, la bomba de agua. Nada ha cambiado; nada sino la gente. Diez años cambian a la gente; a algunos creo reconocerlos, pero ellos no me conocen a mí.

Pronto llegaron al final de la aldea. Los viajeros tomaron entonces un camino tortuoso y estrecho, rodeado de altos cercos. Por allí anduvieron durante un kilómetro, pasando luego a un jardín por una portada cuyas enormes columnas de piedra tenían esculpidos emblemas heráldicos. Era una noble mansión.

—¡Bienvenido a la casa señorial de los Hendon, mi rey! —exclamó Miles—. ¡Ah, qué gran día! Mi padre, mi hermano y Lady Edith no van a tener ojos ni lengua para nadie que no sea yo; parecerá fría tu bienvenida pero en cuanto les diga que eres mi pupilo y sepan lo mucho que significa para mí tu cariño, te acogerán en sus pechos por amor a Miles Hendon.

Hendon se apeó ante la enorme puerta, ayudó a bajar al rey y luego lo tomó de la mano y se precipitó al interior. Llegó a una habitación espaciosa: entró, sentó al rey con más prisa que ceremonia y corrió hacia un hombre joven que estaba sentado a un escritorio frente a un agradable fuego de troncos.

—¡Abrázame, Hugo —exclamó— y di cuán contento estás de que haya vuelto! Y llama a nuestro padre, ¡pues mi hogar no será tal hasta que no haya tocado de nuevo su mano y haya visto su rostro y oído nuevamente su voz!

Pero Hugo no hizo más que apartarse luego de traicionarse con una momentánea sorpresa, y echó al intruso una seria mirada llena de curiosidad y de real o fingida compasión. Con voz suave, dijo:

—Parece que tu razón está afectada, pobre desconocido. Sin duda has sufrido las privaciones y los rudos ajetreos del mundo. ¿Con quién me confundes?

—¿Confundirte? ¡Por favor! Te tomo por Hugo Hendon —dijo Miles duramente.

El otro, en cambio, continuó con el mismo tono suave de antes:

—¿Y quién te imaginas que eres?

—La imaginación nada tiene que ver en este asunto. ¿Acaso pretendes no conocerme a mí, tu hermano Miles Hendon?

La sorpresa apareció en el rostro de Hugo:

—¿Qué? ¿Acaso pueden los muertos volver a la vida? ¡Que Dios sea alabado si así fuese! —exclamó—. ¡Que nuestro pobre muchacho perdido haya vuelto a nuestros brazos después de tantos años crueles! Parece demasiado hermoso para ser verdad. ¡Ten piedad y no juegues conmigo! ¡Rápido, ponte a la luz y déjame examinarte bien!

Tomando a Miles de un brazo, lo arrastró hasta la ventana y comenzó a devorárselo con los ojos, dándole vueltas de un lado y de otro, a fin de ponerlo a prueba desde todos los ángulos.

El hijo pródigo sonreía, reía y seguía asintiendo con la cabeza:

—¡Sigue, hermano, sigue y no temas! No has de encontrar nada que no resista la prueba. Recórreme todo lo que quieras, mi querido Hugo, que en verdad soy tu mismísimo viejo Miles, tu hermano perdido. ¡Yo lo dije: éste sería un gran día! ¡Dame tu mano, dame tu mejilla! ¡Señor! ¡Estoy por morir de felicidad...!

Cuando iba a arrojarse sobre su hermano, Hugo levantó la mano en señal de disentimiento y bajando luego el mentón sobre el pecho, dijo:

—¡Ay, Dios mío...! ¡Con tu misericordia, dame fuerzas para soportar este doloroso desencanto!

Miles no pudo hablar por un momento; luego recobró la palabra:

—¿Qué desencanto? —preguntó—. ¿Acaso no soy tu hermano?

Hugo sacudió tristemente la cabeza:

—Ruego al cielo que otros ojos encuentren las semejanzas que a mí se me ocultan —dijo—. ¡Ay...! Me temo que la carta no decía más que la verdad.

—¿Qué carta?

—Una que llegó de ultramar hace seis o siete años. Relataba que mi hermano había muerto en una batalla.

—¡Era mentira! Llama a mi padre; él me reconocerá.

—No se puede llamar a los muertos.

—¿Muerto? ¡Mi padre muerto...! ¡Qué triste noticia! La mitad de mi reciente alegría se marchita con esto. Te lo ruego, permíteme ver a mi hermano Arturo... El me reconocerá y podrá consolarme.

—Él también está muerto.

—¡Dios tenga misericordia de mí! ¡Ambos desaparecidos! ¡Arrebatados los dignos y salvados los indignos! ¡Imploro tu piedad.. .! No me digas que Lady Edith...

¿...ha muerto? No, ella vive.

—Entonces, permítele que se me acerque. Date prisa, hermano mío... Si ella dice que yo no soy yo..., pero no lo dirá. No, no, ella me va a reconocer. Traedla y traed a los viejos sirvientes que ellos también me conocerán.

—Ninguno está ya..., salvo cinco: Pedro, Halsey, David, Bernardo y Margarita.

Dicho esto, Hugo abandonó la habitación. Miles permaneció de pie un momento, pensando, para luego decir:

—¡Los cinco servidores villanos han sobrevivido a los veintidós leales y honrados. ..! ¡Esto sí que es raro!

En eso, Su Majestad, con gravedad y compasión verdadera, dijo:

—No te preocupes por tu desgracia, mi buen Miles. Hay otros en el mundo cuya identidad les es negada y cuyas pretensiones son ridiculizadas. Ahora estás en buena compañía.

—¡Ah, rey mío! —exclamó Hendon, enrojeciendo ligeramente—. No me condenes... No soy un impostor. Ella te lo dirá. Ya lo oirás de los labios más dulces de Inglaterra. ¿Yo, un impostor? Conozco este viejo salón, estos cuadros de mis antepasados y todas estas cosas igual que un niño conoce su propio cuarto. Aquí he nacido y me he criado, señor; digo la verdad, y si nadie más la creyese, no la pongas tú en duda: me sería difícil soportarlo.

—Yo no lo pongo en duda —dijo el rey con sencillez.

—¡Te lo agradezco de todo corazón! —exclamó Hendon.

Y con la misma sencillez de antes, el rey agregó:

—¿Pones en duda lo que yo digo?

La confusión se apoderó de Hendon y dio gracias de que se abriera la puerta y entrara Hugo, salvándolo de tener que dar una respuesta.

Tras Hugo venía una hermosa dama ricamente vestida y varios sirvientes. La dama caminaba despacio, con los ojos fijos en el suelo. El rostro era infinitamente triste y Miles Hendon se adelantó de un salto:

—¡Oh, Edith, querida mía...! —exclamó.

Pero Hugo lo apartó con seriedad y dijo a la dama:

—¡Miradlo! ¿Lo conocéis?

La mujer se había sobresaltado levemente al oír la voz de Miles... Ahora temblaba. Durante varios minutos se quedó inmóvil, luego levantó la cabeza para mirar a los ojos de Hendon con expresión dura y asustada; la sangre desapareció de su rostro, hasta que sólo quedó en ella la palidez de la muerte. Y con voz tan muerta como su cara, dijo:

—¡No lo conozco! —y con un gemido y un ahogado sollozo salió de la habitación.

Miles Hendon se cubrió el rostro con las manos. Luego de una pausa, su hermano dijo a los sirvientes:

—Ya lo habéis observado. ¿Lo conocéis?

Ellos sacudieron negativamente la cabeza.

—Los sirvientes no os conocen, señor. Me temo que se trate de un error. Ya habéis visto que mi esposa tampoco os conoció.

—¡Tu esposa! —rápidamente Hugo fue acorralado contra la pared por un puño de hierro que le ceñía la garganta—. ¡Oh, astuto esclavo! ¡Ahora lo sé todo... Eres tú quien ha escrito aquella carta falsa; y mi novia robada, así como mis propiedades, son el fruto de tu engaño. ¡Vete, si no quieres que arruine mi reputación de soldado matando a un miserable muñeco como tú!

Casi sofocado, Hugo se dejó caer tambaleando en la silla más cercana y ordenó a los sirvientes que capturaran y atasen al desconocido. Los sirvientes vacilaron.

—Está armado, Sir Hugo, y nosotros no —dijo uno de ellos.

—¡Armado! ¡Y qué, si vosotros sois muchos! ¡A él, os ordeno!

Miles les advirtió:

—Me conocéis de antes... ¡Venid a mí, si sois capaces...!

Los sirvientes no se movieron.

—Entonces, id, míseros cobardes, y armaos... ¡Y vigilad las puertas mientras alguien llama a la guardia! —gritó Hugo, y volviéndose en el umbral, se dirigió a Miles—: Descubriréis que no os conviene molestarnos con inútiles tentativas de fuga.

—¿Fuga? Miles Hendon es dueño de Hendon Hall y de todas sus pertenencias. Se quedará, ¡no lo dudes!

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