El Príncipe y el mendigo

26

El rey se sentó a pensar durante unos minutos. Después dijo, alzando la vista:

—Es raro..., y no puedo explicármelo.

—No, no es raro, señor. Su conducta es la única natural; fue un pillo desde que nació.

—¡Oh!, no hablaba de él, Sir Miles.

—¿De quién, entonces? ¿Qué es lo que encuentras raro?

—Que no echen de menos al rey.

—¿Cómo? ¿A cuál? No entiendo.

—¿De veras? ¿No te parece muy raro que el país no se haya llenado de emisarios que anden en mi búsqueda? ¿No es acaso motivo de gran angustia que desaparezca el rey...? ¿Que yo esté ausente y perdido?

—Es verdad, mi rey, lo había olvidado.

—Pero tengo un plan que nos salvará a ambos. Voy a escribir un documento en tres idiomas: en latín, griego e inglés... Tú lo llevarás a Londres. Se lo darás a mi tío Lord Hertford. Cuando él lo lea, sabrá que fui yo quien lo escribió, y ha de enviar por mi.

—¿No sería más seguro, príncipe mío, esperar hasta que yo pruebe quién soy? Así yo estaría más capacitado para...

El rey lo interrumpió bruscamente:

—¡Calla! ¿Qué son tus míseros dominios comparados con asuntos que interesan al bienestar de una nación y a la integridad de un trono? —luego, arrepentido de su severidad, añadió con tono menos áspero—: Obedece y no tengas miedo. Yo te haré justicia.

Tomó entonces la pluma y se puso a escribir. Hendon lo contempló amorosamente un rato; luego se dijo: "Si estuviera más oscuro, creería que era un rey quien hablaba. Echa rayos y centellas como el mejor de los reyes. ¿De dónde ha sacado tal destreza? Allí está, contentísimo, haciendo sus garabatos, imaginándose que escribe en latín y en griego... Parece que me veré obligado a enviar mañana a alguien con esta descabellada misión que se le ha ocurrido confiarme".

Los pensamientos de Miles volvieron a sus problemas, y tan compenetrado estaba en ellos, que cuando el niño le pasó el documento que había escrito, lo guardó en su bolsillo distraídamente. "Creo que me reconoció y también creo que no me conoció —mascullaba, pensando en Edith—. Me doy perfecta cuenta de que estas opiniones están en contradicción. Ella debe haber reconocido mi rostro, mi figura, mi voz; pues ¿cómo podría ser de otro modo? Dijo, sin embargo, que no me conocía y esa prueba es perfecta, pues ella no miente... Me parece que comienzo a ver claro. Quizás él le haya ordenado, obligado a mentir. ¡He ahí la solución! Parecía muerta de miedo. ¡Sí...! La he de buscar, dirá lo que realmente siente. Recordará los viejos tiempos cuando éramos compañeritos de juegos y eso hará que confiese conocerme. Siempre fue sincera. En aquellos días me amaba y ésa es mi garantía: no se puede traicionar al que se ama."

Se dirigió a la puerta, pero en ese preciso momento entró Lady Edith. Estaba muy pálida, pero caminaba con paso firme. Su rostro se veía tan triste como antes.

Miles se abalanzó hacia ella, confiado, pero la dama lo contuvo con un gesto. Sentándose, le pidió que hiciese lo mismo, convirtiéndolo en un extraño y en un huésped. La sorpresa que esto le causó le hizo dudar por un momento si realmente era, después de todo, la persona que pretendía ser.

—Señor, he venido a advertiros —dijo Lady Edith—. Los insanos no pueden tal vez ser persuadidos de algo distinto a sus imaginaciones, pero sí puede persuadírseles de los peligros que corren para que los eviten. Tu sueño es verdadero para vos y, en consecuencia, no constituye delito; pero no os detengáis en este sitio con él, porque es peligroso —miró sin pestañear a los ojos de Miles y luego dijo de modo impresionante—: Es tanto más peligroso por ser vos muy parecido a nuestro muchacho perdido.

—¡Cielos, señora, pero yo os aseguro que soy él!

—No pongo en duda de que vos lo creéis con honradez, señor. Pero os advierto: mi marido es amo de toda esta región. Su poder no tiene límite. Las personas de aquí prosperan o mueren, según su voluntad. Vuestro parecido con quien declaras ser hará que mi esposo diga a todos que sois un loco impostor y todos creerán —inclinando nuevamente aquella mirada sobre Miles, añadió—: Si fueras en realidad Miles Hendon y Hugo lo supiese, estaríais en gran peligro, os denunciaría y nadie había de osar daros apoyo.

—En verdad, lo creo —dijo Miles, amargamente—. Es un poder capaz de obligar a un amigo de toda la vida a que traicione a otro. Si eso ocurre, el poderoso puede también esperar que le obedezcan allí donde están implicados el pan y la vida, sin que interese ningún vínculo de lealtad y de honra.

Las mejillas de la dama enrojecieron levemente y sus ojos se posaron en el suelo, pero la voz no reveló emoción alguna:

—Os he advertido —dijo— y debo continuar haciéndolo, de que os marchéis de aquí. Este hombre os destruirá. Es un tirano que desconoce la piedad. Yo lo sé muy bien. Tanto Miles como Arturo y mi querido tutor, Sir Richard, están libres de él y descansan... Vuestras pretensiones son una amenaza a su título y posesiones; lo habéis asaltado en su propia casa. Marchaos, no vaciléis. Si carecéis de dinero, tomad esta bolsa, os lo ruego, y sobornad a los sirvientes para que os dejen pasar. ¡Escapad mientras podéis!

Apartando la bolsa con un ademán, Miles se levantó.

—¡Concededme una cosa! —le rogó—. Dejad que vuestros ojos descansen en los míos para que yo pueda ver si vacilan... ¡Así...! Ahora, respondedme: ¿Soy o no Miles Hendon?

—No, no os conozco.

—¡Juradlo!

La respuesta fue en voz baja, pero clara:

—¡Lo juro!

—¡Oh, esto es increíble!

—¡Huid! ¿Acaso queréis perder este tiempo precioso? ¡Huid y poneos a salvo!

La guardia irrumpió entonces en la habitación. Se entabló una lucha violenta, pero Hendon fue derrotado y llevado a la rastra. Apresaron también al rey y ambos fueron conducidos maniatados a la prisión.

27

Los calabozos estaban repletos, así es que ambos amigos fueron encadenados en un gran aposento, donde se encarcelaba a personas que habían cometido faltas leves. Había allí unos veinte prisioneros engrillados o maniatados, de ambos sexos y distintas edades. El rey se indignó con aquella afrenta a su realeza; pero Hendon se quedó pensativo y silencioso, pues estaba profundamente confundido. Había regresado al hogar, esperando encontrar a todo el mundo feliz por ello. En lugar de eso, se enfrentaba al rechazo y la cárcel: le era imposible decidir si era una situación trágica o grotesca. Se sentía como un hombre que hubiera salido a gozar de la vista de un arco iris y fuera derribado por un rayo.

Poco a poco, sin embargo, sus pensamientos se fueron ordenando y su mente se concentró en Edith. Examinando su conducta no llegaba a ninguna conclusión. ¿Lo conocía o no lo conocía? Acabó por convencerse de que sí lo conocía y que lo había repudiado por razones interesadas. Quiso maldecir su nombre, pero no pudo hacerlo pues había sido sagrado para él por mucho tiempo.

Envueltos en frazadas sucias y rotas, Hendon y el rey pasaron la noche inquietos. El carcelero había sido sobornado y llevó licor a unos prisioneros; la consecuencia fue que cantaron canciones groseras y pelearon entre ellos. Poco después de medianoche, un hombre atacó a una mujer y casi la mató golpeándola en la cabeza con las esposas antes de que el carcelero pudiera acudir a salvarla, dando un fuerte garrotazo al agresor. Todos pudieron dormir, siempre que fueran capaces de desentenderse de los lamentos y gemidos de ambos heridos.

Durante la siguiente semana todo transcurrió monótonamente. De día, hombres que Hendon recordaba con mayor o menor claridad, venían a ver al "impostor" y a repudiarlo y llenarlo de insultos. De noche, las fiestas y las peleas eran habituales. Al final, sin embargo, hubo un cambio cuando el carcelero introdujo a un anciano y le dijo:

—El villano está acá, ubícalo con tus viejos ojos y ve si puedes decir cuál de ellos es.

Hendon alzó la vista y tuvo la primera sensación agradable desde que fue encarcelado. Se dijo: "Éste es Blake Andrews, sirviente de la familia de mi padre. Hombre bueno y sincero. Es decir, lo era antes. Pero nadie es leal ahora, sino que todos mienten. Este hombre me reconocerá, pero ha de negarme, como todos los demás."

El anciano contempló cada rostro por turno:

—Aquí sólo veo a míseros bribones —dijo finalmente—; a la escoria de las calles. ¿Cuál es?

El carcelero rió:

—¡Ése! —le indicó—. Mira bien a ese animal grande y dame una opinión.

El anciano se acercó, miró a Hendon por todos lados un buen rato y sacudió la cabeza:

—¡Por la Virgen! ¡Éste no es Hendon..., ni jamás lo fue!

—¡Bien! Tus viejos ojos todavía sirven. Si yo fuera Sir Hugo, agarraría al villano y...

El carcelero terminó la frase levantándose de puntillas con una soga imaginaria al cuello, haciendo al mismo tiempo un ruido que sugería la muerte por asfixia.

El anciano dijo despreciativamente:

—Si yo estuviera encargado de este bribón, lo haría morir asado, o yo no soy un verdadero hombre.

El carcelero rió con risa de hiena:

—¡Dile todo lo que piensas, viejo...! Verás cómo te diviertes. —Y se retiró a la antecámara.

El anciano cayó entonces de rodillas:

—¡Gracias a Dios que has regresado, amo mío! —susurró—. Yo creía, desde hace siete años, que habías muerto. Te conocí desde el momento en que te vi y buen trabajo me costó mantener la cara como si fuera de piedra y simular que no veía aquí a nadie más que a pura escoria de las calles. Soy viejo y pobre, Sir Miles, pero di una sola palabra y saldré a proclamar la verdad aunque me ahorquen por ello.

—No —dijo Hendon—, no harás nada de eso. Te perjudicarías tú y poco ayudarías a mi causa. Pero te lo agradezco, pues me has devuelto algo de mi perdida fe en la humanidad.

A partir de ese momento, el viejo servidor se convirtió en persona muy útil para el rey y para Hendon. Varias veces al día llegaba a "insultar" a éste y siempre traía algunos bocados, sin dejar tampoco de darles las noticias del momento. Hendon reservaba las golosinas para el rey, ya que sin ellas Su Majestad no hubiese sobrevivido, pues le era imposible comer el alimento suministrado por el carcelero. Andrews se veía obligado a limitar sus visitas a breves minutos para evitar sospechas; pero cada vez se las arreglaba para impartir bastante cantidad de información intercalada con palabras insultantes, dichas en voz alta.

De este modo, poco a poco, relató la historia de la familia. Hacia seis años que había muerto Arturo. Esa pérdida, junto con la carencia de noticias de Miles, quebrantaron la salud del padre. Seguro de que iba a morir, deseaba ver a Hugo y Edith unidos para toda la vida antes de su muerte, pero Edith imploraba que demorara la boda, esperanzada con el regreso de Miles. Cuando llegó la carta con noticias de la muerte de éste, la pena postró a Sir Richard; creyendo próximo su fin, él y Hugo insistieron en el matrimonio. Edith imploró y obtuvo una tregua de tres meses. La boda se efectuó entonces, junto al lecho de muerte de Sir Richard. No había resultado una unión feliz.

Se murmuraba en la región que, pocos días después del matrimonio, la novia había encontrado entre los papeles del marido varios borradores de la carta falsificada que había precipitado la muerte del padre. Por todos lados se oían historias de crueldad para con Lady Edith y los sirvientes. Desde la muerte de su padre, Sir Hugo se había quitado todas las caretas de blandura y se había convertido en un amo implacable para todos los que dependían de él.

Entre los chismes de Andrews, hubo algo que el rey escuchó con gran interés:

—Se rumorea que el rey está loco. Pero, por caridad, no menciones que yo te lo dije. El hablar de ello significa la muerte.

Su Majestad miró con furia al anciano:

—El rey no está loco, buen hombre —le aseguró—. Y deja de ocuparte de chismes sediciosos.

—¿Qué quiere decir con eso el muchacho? —preguntó Andrews, sorprendido ante el ataque. Hendon le hizo una señal y el anciano no insistió más, prosiguiendo:

—El difunto rey va a ser sepultado en Windsor y el nuevo rey será coronado en Westminster el día veinte.

—Creo que primero tendrán que encontrarlo —masculló Su Majestad; luego agregó, lleno de confianza—: ¡Pero ya se ocuparán de ello. Y yo haré lo mismo!

—En nombre de...

Pero el anciano se detuvo ante una señal de Hendon para que no hiciera ninguna observación al niño; luego retomó el hilo de sus chismes...

—Sir Hugo asistirá a la coronación y confía en regresar hecho un par de Inglaterra, ya que goza del favor del Lord Protector.

—¿Qué Lord Protector? —preguntó Su Majestad.

—Su señoría, el duque de Somerset.

—¿Qué duque de Somerset?

—¡Por la Virgen!, sólo hay uno solo: Seymour, conde de Hertford.

El rey preguntó rudamente:

—¿Desde cuándo es él duque y Lord Protector?

—Desde el último día de enero.

—¿Y puede saberse quién le confirió tales títulos?

—El Gran Consejo, con ayuda del rey.

Su Majestad se sobresaltó violentamente:

—¡El rey! —gritó—. ¿Qué rey, buen señor?

—¡Qué rey! No tenemos más que uno: su más sagrada Majestad, el rey Eduardo VI. ¡Qué Dios lo conserve! Es un bellaquito gracioso y muy querido, esté loco o no. Se oyen salir de todos los labios elogios de su persona y se ofrecen plegarias para que reine mucho tiempo en Inglaterra, pues se inició muy humanitariamente salvando la vida del viejo duque de Norfolk y ahora está empeñado en destruir la más cruel de las leyes que oprimen al pueblo.

La noticia dejó al rey mudo de asombro y terriblemente pensativo. Se preguntaba si "el bellaquito" era quizás aquel niño mendigo a quien había dejado en palacio vestido con sus ropas. Era imposible que así fuera, pues con seguridad sus modales y modo de hablar lo hubieran traicionado. En ese caso, habría sido inmediatamente despedido, comenzando la búsqueda del verdadero príncipe. ¿Sería acaso que la corte hubiese instalado a algún hijo de la nobleza en su lugar? No, pues su tío no lo habría permitido. Sin embargo, mientras más trataba el niño de resolver el enigma, más confuso se ponía, más le dolía la cabeza y menos podía dormir. Cada hora aumentaba su impaciencia por estar en Londres y el cautiverio se le hizo casi insoportable.

Hendon no logró reconfortar al rey. En cambio, dos mujeres que estaban encadenadas cerca de él tuvieron mejor éxito. Con sus cuidados devolvieron la paz al rey y le enseñaron a tener paciencia. Les estuvo muy agradecido y llegó a quererlas y a deleitarse con la dulzura de su presencia. Les preguntó por qué estaban presas y al contestarle ellas que por ser bautistas, el rey sonrió y les preguntó:

—¿Acaso ser bautista es un delito como para encerrar a alguien en una cárcel? Ahora me aflijo, pues no van a reteneros mucho tiempo por tan poca cosa.

Las mujeres no respondieron y algo en sus rostros inquietó al rey:

—¿Por qué no habláis? —les preguntó ansioso—. Decidme: ¿verdad que no sufriréis ningún otro castigo?

Ambas mujeres trataron de cambiar de tema, pero el rey continuó con el asunto:

—¿Acaso van a azotaros? ¡No, no podrían ser tan crueles! Decidme que no, ¿verdad que no? ¿O tal vez sí?

Las mujeres no pudieron eludir la respuesta. Una de ellas dijo con voz ahogada por la emoción:

—¡Oh, nos partes el alma con tu espíritu dulce! ¡Dios nos ayude a soportar nuestros...!

—Eso es una confesión —interrumpió el rey—. ¡Entonces os van a azotar! ¡Miserables, perversos! Pero no debéis llorar. Mantened el valor... Yo seré restituido a tiempo para salvaros de esta iniquidad.

A la mañana siguiente, cuando el rey despertó, las mujeres ya no estaban.

—Están salvadas —se dijo alegremente; pero luego pensó, desalentado—: ¡Pobre de mí: eran mis consoladoras!

Cada una le había dejado de recuerdo un trocito de cinta y el rey declaró que conservaría siempre esos recuerdos, y que pronto habría de buscar a esas amigas queridas para tomarlas bajo su protección.

Entonces entró el carcelero con algunos subordinados que sacaron a los presos al patio. El rey tuvo un rapto de alegría, pues quería ver el cielo azul y respirar de nuevo el aire libre. Le aflojaron el grillete y siguió, junto a Hendon, a los demás prisioneros.

El patio tenía pavimento de piedra y era abierto, sin techumbre. Los presos fueron colocados en fila, de pie y de espaldas a la pared. Se extendió una soga delante de ellos y estuvieron vigilados por los carceleros. La mañana era fría y nublada. La nieve blanqueaba el gran espacio vacío y aumentaba lo tenebroso del ambiente. A ratos, un viento invernal estremecía el lugar y arremolinaba la nieve por todos lados.

En medio del patio había dos mujeres atadas con cadenas a unos postes. Al rey le bastó una mirada para saber que se trataba de sus buenas amigas. Estremecido, se dijo: "¡Ay, no habían salido en libertad, como yo había creído...! ¡Pensar que personas como éstas puedan conocer los azotes! ¡Y en Inglaterra! ¡Sí, en eso reside la vergüenza, que sea en la cristiana Inglaterra! Serán flageladas y yo deberé ser simple espectador de esa gran injusticia. Yo, que soy la fuente auténtica del poder en este dilatado reino, no tengo recurso alguno para protegerlas. ¡Pero que se cuiden estos renegados! Llegará el día en que recibirán cien golpes por cada uno de los que den hoy."

En ese momento se abrió un gran portón y por él entró una turba de ciudadanos que rodearon a las dos mujeres, ocultándolas de la vista del rey. Después entró un clérigo. Siguieron la bulla y los preparativos hasta que se hizo un profundo silencio.

Cumpliendo órdenes, la gente se apartó y dejó a la vista del rey un espectáculo que le congeló la médula de los huesos. ¡Junto a las mujeres había pilas de leña y un hombre empezaba a encenderlas!

Las mujeres bajaron la cabeza para cubrirse el rostro con las manos. Las llamas amarillentas comenzaron a elevarse entre la leña y guirnaldas de humo azulado, a ondear por el aire. El clérigo comenzó una plegaria justo cuando entraban por el portal dos niñitas que se arrojaron sobre las mujeres en la hoguera, lanzando gritos desgarradores. Inmediatamente fueron arrancadas de allí por funcionarios, pero una de ellas se escapó diciendo que había de morir con su madre. Antes de que pudieran detenerla, la niña había arrojado una vez más los brazos al cuello de la madre. De nuevo la apartaron con violencia, esta vez con el vestido en llamas. Dos o tres hombres la sujetaron y le arrancaron el trozo incendiado del traje, mientras la muchacha forcejeaba por desasirse, repitiendo todo el tiempo que se quedaba sola en el mundo y rogaba que le permitiesen morir junto con su madre.

Aunque ambas muchachas gritaban continuamente, el bullicio fue ahogado de pronto por unos chillidos de angustia mortal que penetraron los corazones. El rey miró a las chicas y a la hoguera, luego se dio vuelta y no miró más, diciendo: "Lo que he visto en este brevísimo instante no desaparecerá jamás de mi memoria y lo he de ver siempre durante el día y soñar con ello durante la noche, hasta mi muerte. ¡Quisiera Dios que hubiera sido ciego!".

Hendon, que observaba al rey, se dijo satisfecho: "Su enfermedad mejora. Ha cambiado y cada vez se pone más humano. De ser como antes, hubiera vociferado contra estos malvados diciendo que él era el rey y ordenando que libertaran a las mujeres sin daño alguno. Su pobrecita inteligencia se recobrará. ¡Quiera Dios que pronto!"

Ese mismo día trajeron a pasar la noche a varios prisioneros que iban a ser llevados bajo custodia a diversos lugares del reino a cumplir sus condenas. El rey conversó con ellos y el relato de sus calamidades le estrujó el corazón.

Una era una pobre mujer idiota que había robado un metro o dos de género a un tejedor y que iba a ser ahorcada. Otro era un hombre acusado de haber robado un caballo. Como no hubo pruebas, logró escapar a la horca pero apenas estuvo libre fue procesado por matar un venado en los parques del rey y por ello sería ahorcado. El caso de un aprendiz molestó especialmente al rey, pues el joven contó que una noche había encontrado un halcón y se lo llevó a su casa, pero el tribunal lo encontró culpable de robo y lo condenó a muerte.

El rey se hallaba espantado por estas inhumanidades y quería que Hendon se escapara y huyese con él a Westminster para ascender al trono y usar su cetro en defensa de estos desdichados. "¡Pobre niño! —se decía Hendon—. Estos terribles relatos lo enfermaron de nuevo.

En el nuevo grupo de presos había un anciano abogado, recio y valeroso. Tres años atrás había escrito un panfleto contra el Lord Canciller, donde lo acusaba de injusticia, siendo por ello castigado con la pérdida de ambas orejas, la inhabilitación para trabajar, una multa de tres mil libras esterlinas y la prisión perpetua. Recientemente había incurrido en la misma ofensa y estaba bajo sentencia de perder lo que quedaba de sus orejas, pagar una multa de dos mil quinientas libras, ser marcado con hierros al rojo en ambas mejillas y continuar en cadena perpetua.

—Mis cicatrices son honrosas —decía apartándose el cabello canoso y mostrando los muñones de las que habían sido sus orejas.

El rey ardía de indignación.

—Nadie cree en mí—dijo—, y tampoco lo harás tú. Pero no importa. Dentro de un mes estarás libre. Las leyes que te deshonraron serán abolidas. El mundo está mal hecho: los reyes deberían estudiar de vez en cuando sus propias leyes. Aprenderían así a ser clementes.

28

Miles Hendon estaba ya bastante cansado del encierro. Cuando llegó finalmente el momento del juicio, pensó que recibiría gustoso cualquier sentencia, siempre que no fuera un nuevo encierro. Pero igual se enfureció cuando fue descrito como "vagabundo reincidente" y sentenciado a sentarse dos horas en la picota por atacar al dueño de Hendon Hall. Por indignas, no se tomaron en cuenta sus afirmaciones de ser hermano de éste y heredero legítimo de los Hendon.

Al caminar al lugar del castigo su ira sólo le proporcionó un trato más duro, donde no faltó uno que otro puñetazo por su conducta insolente. El rey lo seguía desde lejos, porque una multitud le impedía acercarse a Hendon. Él había quedado libre con una reprimenda y una advertencia por estar en tan mala compañía.

Sólo cuando su amigo fue sentado en el denigrante cepo, para diversión y blanco de la chusma, el rey logró colarse entre la gente para acercarse a él. Hasta entonces, no había comprendido toda la indignidad de la sentencia y su cólera llegó al rojo cuando vio volar por el aire un huevo que reventó contra la mejilla de Hendon. La chusma rugió de gozo con aquel episodio. Eduardo, de un salto, enfrentó al guardia:

—¡Debiera daros vergüenza...! ¡Éste es mi servidor: ponedlo en libertad! Yo soy el...

—¡Oh, por Dios, calla! —exclamó Hendon asustado—. ¡Vas a causar tu ruina! No le hagáis caso, oficial: está loco.

—No te preocupes de si le hago caso o no. Deja que ese necio le tome el gustito al látigo; ya verás cómo mejora sus modales.

—Media docena de azotes le vendrá mejor —sugirió Sir Hugo, que recién venía llegando a caballo.

Tomaron al rey, quien ni siquiera luchó, paralizado ante la idea del ultraje que se proponían hacer contra su sagrada persona. Estaba en una trampa: debía someterse al castigo o implorar el perdón. Era duro, pero aceptaría los azotes: lo que un rey no podía hacer era implorar.

Sin embargo, Miles Hendon resolvió el dilema:

—¡Dejad en paz al niño —les dijo—, perros rabiosos! ¡Dejadlo ir, que yo he de recibir los azotes que le corresponden!

—¡Qué buena idea, por la Virgen! —dijo Sir Hugo—. Dejad ir al mendiguito y dad a este individuo una docena de azotes bien fuertes por él —y como vio que el rey iba a protestar, agregó—: Sí, habla mendigo, que por cada palabra que pronuncies, tu amigo recibirá seis latigazos más.

Liberaron a Hendon del cepo y le desnudaron la espalda. Mientras el látigo caía sobre ella, el rey volvió la cara y dejó que las lágrimas cayeran sin reprimirlas. ¡Ah, corazón valeroso —decía para sí—, esta leal acción jamás saldrá de mi memoria! ¡Y tampoco la olvidarán ellos! Quien salva a su príncipe de posibles heridas o de la muerte realiza un gran servicio. ¡Pero eso no es nada ante aquel que salva a su príncipe de la vergüenza!

Hendon soportó los duros golpes con fortaleza propia de un soldado. Eso, unido a la defensa que hizo del niño, obligaron al respeto a la gente reunida allí. La burla y los gritos no se volvieron a escuchar. Cuando Hendon se encontró de nuevo en el cepo, el rey le susurró suavemente al oído:

—Los reyes no pueden ennoblecerte a ti, porque uno que está por encima de todos ya lo ha hecho, pero un rey sí puede confirmar ante los hombres tu nobleza —y recogiendo del suelo el látigo, tocó ligeramente los hombros ensangrentados de Miles, diciendo por lo bajo—: ¡Eduardo de Inglaterra te nombra conde!

Hendon se conmovió y los ojos se le humedecieron. Sin embargo, la situación era de un terrible humorismo: desnudo y ensangrentado, era elevado de pronto del cepo común a un condado. Y se dijo: "Ahora sí que estoy adornado de fantásticas condecoraciones de pacotilla, pero yo las valoraré por el amor con que me fueron dadas. Valen más que aquellas que se compran con servilismo al poderoso."

El temido Sir Hugo dio vuelta a su cabalgadura y se alejó. La ausencia de insultos de la multitud era en sí misma un homenaje a Miles.

29

Al quedar Hendon en libertad le ordenaron que abandonara la región y no regresara. Le devolvieron su espada, la mula y el borrico. Cuando hubo montado y mientras se alejaba de allí con el rey, se le ocurrió una idea. Recordó lo que había contado Andrews respecto a la bondad del joven rey y su defensa de los agraviados. ¿Por qué no tratar de hablar con él e implorar justicia? ¿Acaso podría ser admitido él ante la presencia de un monarca? No importaba. Acostumbrado a inventar ardides, bien podría arreglar ese asunto. Sí, se dirigiría a la capital. Tal vez el viejo amigo de su padre, Sir Humphrey Marlow, quien cumplía alguna función en palacio, le ayudaría. Ahora que tenía un objetivo bien claro, despejó su abatimiento y levantando la cabeza comprobó que hacia mucho habían dejado atrás la aldea y que el rey, con la cabeza baja, iba sumido en sus propios pensamientos. Miles se le acercó:

—Me había olvidado preguntarte a dónde nos dirigimos. ¿Tus órdenes, Majestad?

—¡A Londres!

Hendon continuó la marcha muy contento con la respuesta. Durante todo el viaje no ocurrió aventura alguna. Pero terminó con una de proporciones. Llegaron al Puente de Londres a las diez de la noche del 19 de febrero, en medio de un gran gentío porque ya habían comenzado las festividades del día de la Coronación.

Todo el mundo estaba lleno de patriotismo..., y de bebida. Este ambiente permitió que un incidente se convirtiera en cosa de minutos en una batalla campal que se extendió a una hectárea o más de terreno. Hendon y el rey fueron separados y se perdieron en el alboroto de la muchedumbre rugiente.

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