El Príncipe y el mendigo

30

Mientras el verdadero rey vagabundeaba y sufría duras experiencias, el falso rey Tom Canty disfrutaba de una vida muy diferente.

Cuando lo vimos por última vez, la realeza empezaba ya a mostrarle su lado bueno. Muy poco tiempo después se había convertido casi todo en alegría y deleite. Perdió el niño sus temores; sus aprietos fueron reemplazados por un comportamiento fácil y confiado. Llegaron a gustarle las ceremonias y los honores; disfrutaba cada vez que oía: "Paso al rey". Gozaba con sus espléndidas ropas y encargó algunas más. Encontró que eran pocos sus cuatrocientos sirvientes y los triplicó. Continuó, sin embargo, siendo benévolo y gentil, y un recio y decidido defensor de todos los oprimidos, haciéndole la guerra a las leyes injustas. Pero también sabía imponerse si lo ofendían. Una vez llegó a despedir a su "hermana" lady Mary de su gabinete, cuando ésta le reprochó su política de indulto, recordándole que Enrique VIII, su padre, había mantenido las cárceles hasta con sesenta mil reos y que durante su reinado hubo setenta y dos mil ejecutados. Tom le dijo que rogase a Dios por un corazón a cambio de la piedra que tenía en el pecho.

El recuerdo del legítimo príncipe que tanto lo turbó en los primeros días se había ido desvaneciendo, pero cuando resurgía le hacía sentir culpa y vergüenza. Su madre y sus hermanas siguieron idéntico camino hasta salir de la mente del niño, en la medida en que se ocupaba cada vez más de sus nuevas experiencias.

El 19 de febrero, Tom Canty dormía feliz, porque al día siguiente sería coronado rey de Inglaterra. A esa misma hora, Eduardo, el auténtico rey, hambriento y desastrado, se encontraba metido en el gentío que miraba las cuadrillas de obreros que trabajaban en la Abadía de Westminster, en los últimos preparativos para la coronación.

31

A la mañana siguiente, Tom Canty pudo comprobar que el pueblo inglés estaba dispuesto para el gran día.

Tom fue la figura principal de una maravillosa procesión flotante sobre el Támesis. Según la tradición, "la procesión de Identificación" debía atravesar Londres, partiendo de la Torre. Al llegar a ésta fue saludado con descargas y griteríos de la multitud.

Vestido espléndidamente, Tom montó un brioso corcel de guerra con ricos arreos. El Lord Protector ocupó su sitio tras él, en tanto la guardia real formaba a ambos lados, con sus armaduras relucientes. Luego seguía un desfile interminable de nobles acompañados de sus vasallos; tras éstos iban los funcionarios civiles con ropas de gran ceremonia y vistosos banderines. Como guardia de honor especial iba la Honorable Compañía de Artillería.

Era un espectáculo brillante y en todo el trayecto Tom Canty fue saludado con aclamaciones, a medida que marchaba entre las compactas multitudes de ciudadanos. A todos los que le recibían con un: "Dios Salve a Su Majestad", Tom les retribuía con un: "Dios Salve a todos Vosotros."

Al pisar las calles de la ciudad, un hermoso niño vestido de gala le dio la bienvenida a nombre del Municipio, con loas en honor al rey. La gente repetía feliz y con voz unánime lo que el niño había dicho. Tom Canty miró a lo lejos y sintió el corazón henchido de triunfo, pues tuvo la sensación de que una de las cosas dignas de ser vividas en este mundo era ser rey e ídolo de una nación. Más adelante divisó a distancia a dos de sus harapientos camaradas del Patio de las Basuras. ¡Qué gloria sería que aquellos dos pudiesen reconocer que el rey falso de los barrios bajos se había convertido en un rey auténtico!.

Cada cierto rato se elevaba del gentío el grito de: "¡Una dádiva, una dádiva...!" Y Tom respondía arrojando lejos un puñado de monedas nuevas.

En un estrado que cruzaba toda una calle y bajo un magnífico arco, se exhibía una representación histórica de los progenitores del rey. Allí figuraban Isabel de York, Enrique VII y los padres del nuevo rey. Aparecía también la efigie del propio Eduardo VI, en toda su real majestad y rodeado de rosas rojas y blancas. Ante esta escena, el pueblo estalló en aclamaciones que resonaron como música en los oídos de Tom.

—¡Y todas estas maravillas son para darme la bienvenida a mí! —murmuró Tom Canty con los ojos brillantes y lleno de emoción.

En cierto momento levantaba la mano para arrojar monedas cuando alcanzó a ver una cara que, adelantándose a la multitud, clavó en él su intensa mirada: era su madre. Instantáneamente voló su mano con la palma hacia arriba tapándole los ojos, con aquel ademán de siempre, nacido de un episodio de la infancia. Su madre sobrepasó a los guardias y llegó a su lado. Abrazándole una pierna, se la cubrió de besos y gritó:

—¡Oh, hijo mío, querido mío! —y levantó hacia él un rostro jubiloso y pleno de amor—. Un oficial de la guardia real la sacó violentamente y la arrojó tambaleante al sitio de donde había salido. Mientras ocurría esto, salían de los labios de Tom Canty las palabras: —¡No os conozco, mujer!—. Pero al verla tratada así se le encogió el corazón y al volverse para echarle una última mirada ella pareció tan herida y tan angustiada que la vergüenza se apoderó del niño, consumiendo su orgullo y marchitando su realeza robada.

El desfile continuó, maravilloso, pero Tom Canty no veía ni oía nada más. La realeza había perdido su gracia y sus pompas se habían convertido en un reproche porque lo invadía el remordimiento.

—¡Quisiera Dios librarme de mi cautiverio! —exclamó.

—¡Dádiva, dádiva! —pero el clamor caía en oídos sordos. Tom iba cabizbajo y con mirada vacía.

—¡Viva Eduardo de Inglaterra! —pero no había reacción por parte del rey. Sólo una voz le repetía, una y otra vez, las palabras vergonzosas: "¡No os conozco, mujer!".

En los rostros de la gente apareció un toque de inquietud y disminuyeron los aplausos. Rápido, el Lord Protector espoleó su caballo hasta ponerlo junto al rey.

—Señor, es mal momento para soñar despierto —le dijo—. El pueblo te observa... ¡Levanta la cabeza y sonríe!

El falso rey hizo mecánicamente lo que se le pedía, pero su sonrisa carecía de alma, aunque pocos lo notaron. Los saludos de su cabeza eran nuevamente graciosos y amables frente a sus súbditos, y las dádivas, abundantes, de modo que fue desapareciendo la inquietud y los vítores estallaron igual que antes.

Pero una vez más, antes de que terminara el desfile, se vio obligado a decirle el Lord Protector:

—¡Oh, Majestad! ¡Disipa esas brumas, que los ojos del mundo están fijos en ti! ¡Que el diablo se lleve a esa mendiga trastornada! Fue ella quien turbo a Su Alteza.

La ricamente ataviada figurita volvió hacia él una mirada sin brillo y dijo con voz mortecina: —¡Era mi madre!

—¡Dios mío! —se lamentó el duque—. ¡ Nuevamente se ha vuelto loco!

32

Situémonos en la Abadía de Westminster, a las cuatro de la mañana del Día de la Coronación. Las gradas están llenándose de gente dispuesta a esperar siete u ocho horas para contemplar lo que difícilmente podrían ver dos veces en su vida: la coronación de un rey.

Un sector de la catedral, el gran crucero del norte, aguarda a los privilegiados de Inglaterra. En una amplia plataforma, alfombrada con telas riquísimas, se encuentra el trono, elevado con cuatro escalones sobre su nivel. En el mismo recinto hay una piedra plana y áspera —la piedra de Scone— sobre la que se sentaron muchos reyes para ser coronados. El trono y el taburete para los pies están cubiertos de lama de oro.

Con la luz del día, a las siete, la primera de las damas nobles entra en el crucero, vestida con todo esplendor y conducida por pajes que le acomodan la cola del traje, cuando ésta toma asiento, y le ponen a mano la corona para el momento de la colocación simultánea de todas las coronas nobiliarias. Poco después han llegado todas las damas nobles, formando una completa hectárea de flores humanas tan resplandeciente de colores brillantes como la Vía Láctea.

Un potente estampido de la artillería indicó que el rey y su magnífica procesión habían llegado. Los pares del reino, con sus togas de ceremonia, fueron escoltados a sus asientos. Desfilaron luego las grandes cabezas coronadas de la iglesia, ocupando sus sitios. Los siguió el Lord Protector y otros altos dignatarios.

Hubo un compás de espera y, a una señal, se produjo un estallido musical: Tom Canty, cubierto con un largo manto de oro, apareció por una puerta y avanzó por el estrado. Se levantó en masa la multitud y comenzó entonces la ceremonia de la Identificación. A medida que los ritos se iban cumpliendo, Tom Canty empalidecía más y la angustia se apoderaba de su espíritu.

Se aproximaba ya el acto final. El Arzobispo de Canterbury levantó la corona de Inglaterra y la sostuvo sobre la cabeza del falso rey, quien estaba temblando. En el mismo instante cada uno de los nobles levantó también su corona y la mantuvo en alto sobre su cabeza, en actitud de espera.

Un hondo silencio invadió la abadía. Fue entonces cuando, repentinamente, una extraña aparición se introdujo a la fuerza en el recinto y avanzó por la gran nave central. Era un muchachito, mal calzado y vestido con raídas prendas plebeyas que ya estaban pasando al estado de harapos. Con solemnidad que no correspondía a su aspecto miserable y mugriento, levantó la mano:

—Os prohíbo —advirtió— colocar la corona de Inglaterra sobre esa cabeza cuyos derechos no son legítimos. ¡Yo soy el rey!

De inmediato varias manos indignadas se posaron sobre el muchacho. Pero entonces Tom Canty dio un rápido paso adelante y exclamó con voz poderosa:

—¡Soltadlo! ¡Conteneos! Es él, en verdad, el rey.

El pánico se apoderó de la concurrencia. Tan asombrado como el resto, el Lord Protector exclamó con voz autoritaria:

—¡No hagáis caso de Su Majestad! ¡Nuevamente su enfermedad lo domina: apresad al vagabundo!

—¡Vos correréis el riesgo! ¡No lo toquéis! ¡Es el rey! —gritó Tom.

Todo quedó paralizado, nadie sabía cómo actuar ni qué decir, mientras el muchacho continuaba avanzando, altivo y confiado. Cuando pisó la plataforma, el falso rey corrió feliz a recibirlo y arrodillándose ante él, dijo:

—¡Oh, mi señor y rey, permite que sea Tom Canty el primero que te jure fidelidad y te diga: Ponte la corona y toma posesión de lo tuyo!

Las miradas severas sobre el recién llegado fueron reemplazadas por expresiones de sorpresa. Todos pensaban lo mismo:

¡Qué gran y extraño parecido! El Lord Protector meditó un instante y luego dijo con respetuosa seriedad:

—Con vuestra venia, señor, deseo formularos ciertas preguntas...

—Os las contestaré, milord.

El duque le hizo diversas preguntas sobre la corte, el difunto rey, las princesas... El muchacho contestó correctamente y sin titubeos.

Parecía extraño y prodigioso a todos cuantos lo oyeron. Pero el Lord Protector dijo asintiendo con la cabeza:

—Resulta maravilloso en extremo, pero lo que está haciendo este niño no es más de lo que puede hacer nuestro señor, el rey. No constituyen pruebas.

Estas palabras desmoronaron las esperanzas de Tom. Pero la verdad era que el Lord Protector estaba confuso:

—Sir Tomás, arrestad a este... —dijo—. ¡No, esperad!

Con el rostro iluminado, enfrentó al harapiento muchacho:

—¿Dónde está el gran sello? ¡Respóndeme con certeza y el enigma quedará resuelto, pues solamente el que fuera Príncipe de Gales puede contestar mi pregunta!

Era una magnífica idea que recibió la aprobación de los grandes dignatarios. Nadie, salvo el auténtico príncipe, podía resolver el misterio del gran sello extraviado.

—No es una adivinanza difícil —dijo Eduardo con seguridad, emitiendo la siguiente orden—: Milord de St. John, id a mi gabinete privado, pues nadie conoce ese sitio mejor que vos, y a ras del piso, en el rincón izquierdo más lejano a la puerta que da a la antecámara, veréis en la pared la cabeza de un clavo de bronce. Oprimidlo y se abrirá un pequeño joyero empotrado que sólo yo y el artesano que lo construyó lo conocemos. Lo primero que verán allí vuestros ojos será el gran sello. ¡Traedlo aquí!

La concurrencia estaba asombrada de ver que el pequeño mendigo escogía a aquel noble sin vacilar y que lo llamaba por su nombre con tanta convicción. St. John, sorprendido, casi obedeció, pero inmediatamente confesó su desatino sonrojándose. Tom Canty se volvió hacia él, severo:

—¿Por qué vacilas? —le preguntó—. ¿Acaso no has oído la orden del rey? ¡Anda!

El señor de St. John hizo una profunda reverencia con cautela y sin comprometerse, ya que no iba dirigida a ninguno de los dos reyes, sino a mitad del camino entre ambos, y se puso en marcha.

Se inició entonces un lento movimiento de la brillante concurrencia que rodeaba a Tom hacia el recién llegado. Tom quedó completamente solo.

Cuando St. John regresó, el suspenso era tan grande que se tradujo en un profundo silencio. Todas las miradas convergían a él. Se acercó a la plataforma, avanzó hacia Tom Canty y le dijo, haciendo una reverencia:

—¡Señor, el sello no está allí!

Inmediatamente, la multitud que acompañaba al raído pretendiente a la Corona se separó de él. Y ahora fue Eduardo quien quedó completamente solo. El Lord Protector gritó fieramente:

—¡Arrojad al pordiosero a la calle y azotadlo! ¡El miserable no merece más consideración!

—¡Atrás! —gritó Tom Canty a los oficiales de la guardia que avanzaban—. ¡Peligra la vida de quien lo toque!

El Lord Protector, confundido en extremo, preguntó a St. John si había buscado bien, admirado de que un objeto tan grande, un disco de oro macizo como era el sello de Inglaterra, hubiera desaparecido.

Con ojos radiantes, Tom avanzó de un salto:

—¡Esperad, con eso basta! —gritó—. ¿Era redondo y macizo? ¿Y tenía letras y dibujos grabados? ¿Sí? ¡Ahora sé lo que es este sello sobre el que hubo tanta preocupación! Si lo hubieseis descrito, os lo hubiera dado hace tres semanas, pues sé dónde está, aunque no fui yo quien lo puso allí..., es decir, la primera vez...

—¿Quién, entonces, señor? —preguntó el Lord Protector.

—Aquel que está allí, el legítimo rey de Inglaterra. Él mismo os dirá dónde está... Piensa, rey mío: fue lo último que hiciste ese día, antes de salir de palacio vestido con mis harapos para castigar al soldado que me había insultado.

Todos miraban al recién llegado, expectantes. Eduardo, con la frente contraída, hurgaba en su memoria. Los segundos se hicieron minutos y el muchacho seguía luchando en silencio. Por fin, suspirando, dijo con abatimiento:

—Recuerdo la escena, pero no veo el sello en ella —y agregó con gentil dignidad—: Caballeros, si queréis despojar a vuestro soberano legítimo de lo que es suyo por falta de esa evidencia, yo no puedo deteneros...

—¡Oh, rey mío! —gritó Tom, lleno de pánico—. ¡Espera, piensa! ¡La causa aún no está perdida! Escucha lo que digo...

Y Tom fue relatando paso a paso lo que hicieron y conversaron ambos niños aquella mañana en el gabinete del Príncipe de Gales. Eduardo asentía, recordando, mientras la concurrencia se asombraba ante esa historia que parecía auténtica.

—Por juego, príncipe mío, nos cambiamos las ropas —continuaba Tom—. Y ante un espejo comprobamos lo iguales que éramos... Entonces notaste que el soldado me había lastimado la mano... Su Alteza dio un salto prometiendo venganza y corrió hacia la puerta..., y al pasar por una mesa recogiste rápido eso que llamáis sello y miraste alrededor buscando un sitio donde esconderlo... Entonces observaste...

—¡Basta, basta... —exclamó el andrajoso pretendiente a la Corona—. Ve, mi buen St. John: en el brazal de la armadura milanesa que cuelga de la pared, allí encontrarás el sello.

—¡Bien, rey mío, bien! —exclamó Tom—. Ahora sí que es tuyo el cetro de Inglaterra... ¡ Ve, St. John, pon alas a tus pies.

La multitud estaba trastornada por la emoción y el tiempo voló sin que nadie lo notara. Se hizo un profundo silencio cuando St. John apareció en la tarima sosteniendo en alto el gran sello. Se oyó entonces un enorme clamor:

—¡Viva el auténtico rey!

Tembló el aire con los gritos. Un pequeño andrajoso, la figura más ilustre de Inglaterra, emocionado, feliz y orgulloso, estaba de pie en el centro de la plataforma, con todos los grandes vasallos del reino arrodillados a su alrededor.

Cuando se pusieron de pie, exclamó Tom Canty:

—Ahora, rey mío, te devuelvo estas prendas de la realeza y devuelve al pobre Tom sus harapos.

—¡Que desnuden al pequeño lacayo y lo arrojen a la Torre! —gritó entonces el Lord Protector.

Pero el verdadero rey intervino:

—No permitiré que se haga tal cosa. De no ser por él, no hubiera recuperado mi corona. ¡Nadie pondrá sus manos sobre él para hacerle daño! —y agregó, volviéndose hacia Tom—: ¡Pobre muchacho mío! ¿Cómo pudiste acordarte dónde había escondido el sello?

— ¡Ah, mi rey, no me fue difícil, pues lo usé durante varios días!

—¿Lo usaste...? ¿Y por qué no pudiste explicar dónde estaba?...

—Yo no sabía que era aquello lo que buscaban. Jamás me lo describieron, Majestad.

—¿Y entonces, para qué lo utilizabas?

Tom dudó un momento.

—¡Para romper nueces...! —dijo.

Una tempestad de risas saludó la respuesta, echando por tierra cualquier duda que relacionara a Tom con el trono de Inglaterra.

Las ceremonias de la coronación fueron reanudadas y el verdadero rey fue festejado por toda la ciudad.

33

Miles Hendon salió de la pelea del Puente de Londres sin un centavo. Se dedicó a buscar al pequeño rey, recorriendo los barrios más pobres de Londres hasta el amanecer. El mediodía aún lo encontró caminando entre la gente que seguía a la comitiva real hacia Westminster. Pero tampoco encontró allí a su muchacho.

Su búsqueda lo llevó hasta el campo. Hambriento y fatigado, se estiró en el suelo y comenzaba a adormecerse cuando un lejano estampido de cañones le hizo pensar: "El nuevo rey está coronado". Sólo despertó al día siguiente y caminó hasta Westminster con el propósito de ubicar al anciano Sir Marlow. Frente al palacio, el "muchacho–de–los–azotes" creyó reconocer en él al vagabundo que tenía muy preocupado a Su Majestad, y aceptó llevar un mensaje suyo a la casa real. Mientras esperaba una respuesta, Hendon fue detenido como sospechoso por la guardia. En el registro de sus ropas encontraron el documento con los "garabatos" de su amiguito.

—¡Otro pretendiente a la Corona! —exclamó el oficial al leer el papel y decidió enviárselo al rey. Poco después, Miles fue conducido al interior del palacio y él temió lo peor. Lo llevaron a un gran salón donde estaba reunida la nobleza de Inglaterra. Su aspecto andrajoso atrajo miradas hostiles y burlonas. Miles Hendon estaba completamente desconcertado. Allí estaba sentado el joven rey y, al verle bien la cara, ¡quedó sin respiración! Pensó: "¿Acaso es el auténtico soberano de Inglaterra? ¿Cómo resolver este enigma?"

Una idea súbita brilló en su mirada. Dio unos pasos, tomó una silla y se sentó. Se oyó un cuchicheo de indignación y una voz exclamó:

—¡Levántate, payaso mal educado! ¿Pretendes sentarte ante el rey?

—¡No lo toquéis! ¡Está en su derecho! —dijo el rey y, ante la multitud incrédula, continuó—: Sabed todos que éste es mi servidor bien amado, Miles Hendon, quien con su excelente espada salvó a su príncipe y por eso es caballero, por voto del rey. Sabed también que por salvar a su soberano de los azotes y la vergüenza, recibiéndolos en su lugar, es par de Inglaterra, conde de Kent, y que tendrá riquezas de acuerdo a su dignidad. Y aún más: los principales de su línea familiar mantendrán el derecho de sentarse en presencia de la majestad de Inglaterra, mientras perdure la Corona. No lo molestéis.

Lleno de asombro, Hendon tuvo que admitir que su muchacho era el verdadero rey y cayendo de rodillas, le rindió homenaje.

Hubo una nueva agitación al otro lado de la sala: Tom Canty entró vestido de manera extraña pero suntuosa.

—Estoy complacido contigo, porque gobernaste el reino con nobleza y misericordia —le habló el rey—. ¿Has encontrado a tu madre y hermanas? Bien. Se tendrá buen cuidado de ellas. En cuanto a tu padre, será ahorcado si lo deseas y la ley lo permite. Enteraos todos de que los que viven en el asilo del Hospital de Cristo serán alimentados en sus inteligencias y corazones, además de sus estómagos, y que este niño vivirá allí, ocupando el lugar principal en el honorable cuerpo de directores, durante el resto de su vida. Y porque ha sido rey le corresponderán otras credenciales: llevará una vestimenta oficial que nadie podrá copiar y recordará a la gente que él ha pertenecido a la realeza en su época. Tiene la protección del trono, el apoyo de la Corona y será llamado por el título honorable de Pupilo del Rey.

Feliz y lleno de orgullo, el pequeño Tom Canty se levantó y besó la mano del rey. Luego, sin perder tiempo, corrió en busca de su madre para contarle todo, y para que Nan y Bet pudieran participar de tan gozosa noticia.

CONCLUSIÓN

El rey despojó a Hugo Hendon de su falsa pompa y de sus propiedades robadas. Cuando todos los misterios se aclararon, se supo por confesión del ex Sir Hugo que él había forzado a su esposa a repudiar a Miles Hendon, amenazándola con matar a su propio hermano si ella se resistía. Hugo no fue perseguido porque ni la esposa ni el hermano quisieron declarar en su contra, pero se marchó del país y poco después murió. Con el tiempo, el conde de Kent se casó con su viuda, con gran regocijo en la aldea de Hendon.

Nunca volvió a saberse del padre de Tom Canty.

El rey hizo buscar al granjero que había sido marcado y vendido como esclavo, lo reivindicó de su mala vida en la cuadrilla del Rizador y le brindó una vida cómoda.

También sacó al anciano abogado de la prisión e hizo anular su deuda. Tomó a su cargo los gastos de hogares para las hijas de las dos mujeres que había visto quemar en la hoguera, y castigó severamente al funcionario que aplicó los inmerecidos azotes a Miles Hendon.

Libró de la horca al muchacho que había capturado el halcón perdido, así como a la mujer que había robado el trozo de tela, pero llegó tarde para salvar al hombre que había sido condenado por matar un venado en los bosques reales.

Favoreció al juez que había sido clemente cuando fue acusado de haber robado un cerdo.

Durante su vida, al rey le gustaba relatar sus aventuras de principio a fin, incluyendo cuando entró a Westminster con la cuadrilla de obreros y se escondió en la abadía, durmiéndose hasta tan tarde que estuvo a punto de perder la Coronación. Solía decir que contando la historia, conservaría frescas aquellas enseñanzas que dieron beneficios a su pueblo y mantuvieran la fuente de la piedad en su corazón.

Mientras duró su breve reinado, Miles Hendon y Tom Canty fueron favoritos del rey. El buen conde de Kent usó su privilegio especial otras dos veces: volvió a sentarse ante la majestad de Inglaterra en la ascensión de la Reina María y en la de la Reina Isabel.

Tom Canty vivió hasta avanzada edad y se transformó en un hermoso anciano de cabello blanco y aspecto benigno. Mientras vivió fue honrado y reverenciado. A su paso, la gente se apartaba con respeto, susurrándose unos a otros: "¡Quítate el sombrero, que pasa el Pupilo del Rey".

Sí, el rey Eduardo VI vivió unos pocos años, pero los vivió con dignidad. En más de una ocasión, cuando algún dignatario criticaba su blandura al enmendar alguna ley que ya se consideraba bastante suave, el joven rey volvía hacia él sus grandes ojos compasivos y exclamaba:

—¿Qué sabéis vos de sufrimiento y opresión? Yo y mi pueblo sí los conocemos, pero no vos.

El reinado de Eduardo VI fue benigno para aquellos duros tiempos. Ahora, al despedirnos de él, tratemos, en honor suyo, de recordarlo.

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