DE LA TIERRA A LA LUNA

CAPÍTULO X

De las apuestas, al duelo

Ignorante de aquel desafío, Ardán descansaba de las fatigas de su triunfo. Medio durmiendo y medio despierto, escucho un griterío que lo sobresaltó:

—¡Sucede algo horrible! –exclamó casi gritando J. T. Maston, presentándose en el hotel donde se alojaba Miguel Ardán-. Nuestro presidente, Impey Barbicane, se ha citado en el bosque de Skersnaw con el capitán Nicholl.. Quizá se maten si no acudimos pronto a impedirlo.

-¿A qué esperamos para partir en su busca?

Por el camino, J. T. Maston acabó de poner a Ardán al tanto de la historia de la enemistad de los contendientes. Los dos pensaban en la catástrofe que podía resultar del incidente, con vistas a colocar un proyectil en la Luna.

Al llegar al bosque divisaron a un leñador y a él se dirigió Maston:

—¿Ha visto entrar a un cazador en el bosque, buen hombre?

—Sí, hace casi una hora.

—¡Llegamos tarde! –exclamó el secretario del Club, horrorizado.

—¿Ha habido tiros?

—No.

—¿Qué hacemos? –preguntó Maston a su compañero.

—Entrar en el bosque, aunque nos encontremos con una bala destinada a otra persona.

Avanzaron entre los árboles y de improviso J. T. Maston se detuvo.

—¡Pscht! ¡Allí hay alguien!

—Un hombre inmóvil, pero sin ningún rifle entre las manos. ¿Qué diablos estará haciendo?

—Nos aproximaremos sin ruido para averiguarlo...

Instantes más tarde descubrían al capitán Nicholl arrodillado ante una malla finísima colocada entre los tuliperos gigantescos. Atrapado en la malla, un pajarillo se debatía lanzando chillidos. El cazador que había tendido la red no era un ser humano, sino una araña venenosa. El capitán Nicholl, olvidando los peligros que le amenazaban, había dejado el rifle en el suelo y se ocupaba en libertar, con toda la delicadeza posible, a la víctima de la araña.

Cuando al fin el pajarillo alzó el vuelo, Nicholl, enternecido, le siguió con la vista.

—Es usted un hombre generoso, Nicholl –dijo J. T. Maston.

—¿Qué viene usted a hacer aquí?

—Vengo a darle un abrazo, señor Nicholl, y a impedir que Barbicane le mate o usted a él.

—¿Conque Barbicane, eh? Hace dos horas que le busco sin resultado. ¿Dónde diablos se habrá escondido? Porque sepan ustedes, caballeros, que las diferencias que median entre nosotros sólo la muerte las soluciona. ¡Nos batiremos! Uno de los dos, sobra.

—Caballero, si tanta necesidad tiene de suprimir a alguien, aquí me tiene –sugirió J. T. Maston–, pero deje en paz a nuestro presidente.

—¡Es a él a quien quiero encontrar!

Durante media hora los tres hombres recorrieron el bosque. De pronto descubrieron a Barbicane sentado sobre una gran piedra y efectuando operaciones en un papel. Como su enemigo, también tenía el rifle junto a un árbol.

—Amigo Barbicane –empezó Maston.

—Silencio, por favor –replicó éste sin levantar la cabeza ni reconocer al recién llegado-. ¡Lo encontré!

—¿El qué?

—¡El medio!

—¿Qué medio?

— El de anular los efectos de la percusión en el momento del disparo. ¡El agua será el freno ideal!

Como continuase con sus cifras sobre el papel, el capitán Nicholl se acercó a comprobarlas. Luego los dos se perdieron en una de las largas discusiones que ya habían empezado por carta algún tiempo antes.

Viendo aquello, Ardán hizo que los adversarios se dieran la mano y luego propuso:

—¿Qué les parece si nos vamos a almorzar? Creo que todos nos lo hemos ganado.

Algún tiempo después, entre discusiones interminables, apuestas y más apuestas, Nicholl y Barbicane llegaron a un increíble acuerdo: ambos ocuparían el proyectil juntamente con Ardán.

Toda América supo en pocas horas y casi al mismo tiempo que el desafío del capitán Nicholl y del presidente Barbicane había tenido ese singular desenlace. El papel desempeñado por el caballeresco europeo, su inesperada proposición con que zanjó las dificultades, la simultánea aceptación de los dos rivales, la conquista del continente lunar a la cual iban a marchar aliados Francia y los Estados Unidos... todo, en. fin, contribuía a aumentar la popularidad de Miguel Ardán.

Ya se sabe con qué frenesí los yanquis se apasionan con un individuo. En un país en que graves magistrados tiran del coche de una bailarina para llevarla en triunfo, júzguese cuál sería la pasión que se desencadenó en favor del francés, audaz sobre todos los audaces. Todas las pruebas de entusiasmo le fueron prodigadas.

Desde aquel día, Miguel Ardán no tuvo un momento de reposo. Delegaciones procedentes de todos lo puntos de la Unión le felicitaron incesantemente, y de grado o fuerza tuvo que recibirlas. Las manos que apretó y las personas que tuteó no pueden contarse; pero se rindió al cabo, y su voz, enronquecida por tantos discursos, salía de sus labios sin articular casi sonidos inteligibles, sin contar con que los brindis que tuvo que dedicar a todos los condados de la Unión le produjeron una gastroenteritis.

—¡Qué hermosa locura! –dijo a Barbicane, después de haberles despedido–. Y una locura que ataca con frecuencia a inteligencias privilegiadas. ¿Crees tú en la influencia de la Luna en las enfermedades?

—Poco –respondió el presidente del Club del Cañón.

En medio de su triunfo, no pudo Miguel Ardán librarse de algunas molestias y ofrecimientos disparatados. Sus numerosos retratos circularon por todo el mundo y ocuparon el puesto de honor en revistas, diarios y álbumes. Su rostro apareció en todas las dimensiones, desde el tamaño natural hasta las reducciones microscópicas para sellos de correo.

Y debemos reconocer que esta popularidad no le desagradaba.

Al contrario. Se ponía a disposición del público y se carteaba con el mundo entero. Se repetían sus chistes, se propagaban sus felices ocurrencias, sobre todo las que él no había tenido. Por lo mismo que las tenía en abundancia, se le atribuían muchas más. Así es el mundo. Más limosnas se atribuyen al rico que al pobre.

No solamente tuvo contentos a los hombres, sino que también a las mujeres. ¡Cuántos buenos matrimonios se le hubieran presentado por pocos deseos que hubiera manifestado de casarse!

La verdad es que hubiera encontrado compañeras a centenares, aunque les hubiese impuesto la condición de seguirle en su peregrinación aérea. Las mujeres son intrépidas cuando no tienen miedo a todo. Pero Ardán no tenía intención de fundar una dinastía en el continente Luna. Por lo tanto, se negó rotundamente.

Apenas pudo sustraerse a las alegrías demasiado repetidas del triunfo, fue, seguido de sus amigos, a hacer una visita al ""Columbiad"". Se la debían

—Al menos –dijo, cuando estuvo dentro de él–, esté cañón no hará daño a nadie, lo que, tratándose de un cañón, no deja de ser una maravilla.

Debemos hacer aquí mención de una proposición relativa a J. T. Maston. Cuando el secretario del Club del Cañón oyó que Barbicane y Nicholl aceptaban la proposición de Miguel Ardán, le entraron ganas de unirse a ellos y formar parte de la expedición. Formalizó un día su deseo. Barbicane, sintiendo mucho no poder acceder a su demanda, le hizo comprender que el proyectil no podía llevar tantos pasajeros. J. T. Maston, desesperado, acudió a Miguel Ardán, quien le aconsejó resignación.

—Oye, querido Maston –le dijo–, no des a mis palabras un alcance que no tienen; pero, sea dicho entre nosotros, la verdad es que eres demasiado incompleto para presentarte en la Luna.

—¡Incompleto! –exclamó el valeroso inválido.

—¡Sí, mi valiente amigo! Da por sentado que encontraremos bastantes habitantes allá arriba. ¿Querrás darles una triste idea de lo que pasa aquí, enseñarles lo que es la guerra, demostrarles que los hombres invierten el tiempo más precioso en devorarse, en comerse, en romperse brazos y piernas? Vamos, amigo mío, no quieras que en la Lunas nos den con la puerta en las narices, que nos echen a patadas.

—Pero si ustedes llegan hechos pedazos –replicó J. T. Maston–, serán tan incompletos como yo.

—Es una verdad digna de perogrullo –respondió Ardán–. Pero nosotros llegaremos enteramente enteritos.

En efecto, un experimento preliminar; realizado por vía de ensayo el 18 de octubre, había dado los mejores resultados y hecho concebir las más legítimas esperanzas. Barbicane mandó traer del arsenal de Pensacola un mortero de 32 pulgadas (0,75 centímetros), que colocó en la rada de Hillisboro a fin de que la bomba cayera en el mar y se amortiguase su choque. Se trataba únicamente de experimentar el sacudimiento a la salida y no el choque al caer.

Para este curioso experimento se preparó con el mayor esmero un proyectil hueco. Una gruesa almohadilla, aplicada a una red de resortes de acero delicadamente templados forraba sus paredes interiores. Era un verdadero nido cuidadosamente mullido y acolchado.

—¡Qué lástima no poder meterse en él! –decía J. T. Maston, lamentando que su volumen no le permitiera intentar la aventura.

La ingeniosa bomba se cerraba por medio de una tapa con tornillos, y se introdujeron en ella una ardilla y un gato, pertenecientes al secretario perpetuo del Club del Cañón, J. T. Maston. Se pretendía saber de manera experimental y práctica cómo soportarían el viaje dos animalitos tan poco sujetos a vértigos.

Se cargó el mortero con sesenta y dos kilos de pólvora y, colocada en la bomba, se dio la voz de fuego.

De inmediato se disparó él proyectil. Describió una parábola majestuosa; subió a una altura aproximada de unos trescientos, y, formando una graciosa curva, cayó en el mar y se hundió en las olas.

Una embarcación se dirigió sin pérdida de tiempo al sitio de la caída, y hábiles buzos ataron con cables el proyectil. Éste fue izado rápidamente a bordo. No habían transcurrido cinco minutos desde el momento en que fueron encerrados los animales, cuando se levantó la tapa de su mazmorra.

Ardán, Barbicane, Maston y Nicholl se hallaban en la embarcación, y examinaron la operación con un sentimiento de interés que se comprende con facilidad. Apenas se abrió la bomba, salió el gato echando chispas, lleno de vida, aunque no de muy buen humor; si bien nadie hubiera dicho que acababa de regresar de una expedición aérea. Pero, ¿y la ardilla? ¿Dónde estaba que no se veía de ella ni rastro? Fue preciso reconocer la verdad: ¡El gato se había comido a su compañera de viaje!

La pérdida de su graciosa y desgraciada ardilla causó una verdadera pesadumbre a J. T. Maston, el cual se propuso inscribir el nombre de tan digno animal en el martirologio de la ciencia.

Después de un experimento tan decisivo y coronado de un éxito tan feliz, todas las vacilaciones desaparecieron. Para mayor abundamiento, los planes de Barbicane debían perfeccionar aun más el proyectil y anular casi enteramente los efectos de la repercusión inercial de la explosión.

No faltaba ya más que ponerse en camino.

Dos días después, Miguel Ardán recibió un mensaje a la vez personal y oficial de la Casa Blanca, suscrito por el señor Presidente:

Lo mismo que a su caballeresco compatriota, el marqués de Lafayette, el gobierno le había conferido el título de ciudadano de los Estados Unidos de América.

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