DE LA TIERRA A LA LUNA

SEGUNDA PARTE

VIAJE ALREDEDOR DE LA LUNA

CAPÍTULO I

LA BALA SALE AL ESPACIO

Cuando llegó la hora (diez de la noche), los tres viajeros se despidieron de la multitud de amigos que allí había acudido. Los dos perros que les acompañaban (idea de Ardán), destinados a ser aclimatados en los continentes lunares, ya se hallaban encerrados en el proyectil. Los valientes viajeros se acercaron a la boca de aquel enorme tubo de fierro fundido y mediante una grúa volante, se les hizo descender hasta el vértice cónico del proyectil. Una abertura, que tenía esa finalidad, les permitió entrar al interior del vagón de aluminio, es decir, a la bala del "Columbiad". Desmontados los aparejos de la grúa, se desmontaron también los andamios que rodeaban la boca del cañón. La suerte estaba echada.

Apenas Nicholl, junto a sus compañeros, se vio en el interior del proyectil, se ocupó de cerrar la abertura por la cual habían ingresado con ayuda de una gran plancha sujeta. por dentro con poderosos tornillos de presión. Otras planchas, sólidamente adaptadas a ese efecto, sirvieron para cubrir los cristales lenticulares de los tragaluces. De este modo, encerrados en forma hermética en su prisión de metal, los viajeros se encontraron sumidos en la más profunda oscuridad.

—Ahora, queridos compañeros —dijo Miguel Ardán—, hay que proceder como quien está en su casa; yo soy un hombre muy casero, y mi fuerte es el arreglo de las habitaciones. Es preciso sacar el mejor partido posible de nuestra vivienda, y encontrar comodidades en ella. ¡Ante todo, tengamos luz! ¡Qué diablos!

Y diciendo así, el alegre francés encendió una cerilla y la acercó a la llave de un recipiente lleno de hidrógeno carbonado sometido a una elevada presión y en cantidad suficiente para suministrar luz y calor por espacio de ciento cuarenta y cuatro horas, o sea seis días con seis noches.

Encendió el gas, y el proyectil, iluminado, ofrecía el aspecto de una habitación bastante decente, con las paredes cubiertas de un tapiz acolchado, divanes circulares alrededor y techo abovedado.

Las armas, los útiles, los instrumentos y demás objetos que contenía, iban sujetos al tapiz almohadillado, y podían sufrir sin riesgo el choque de la salida. Se habían tomado, en fin, todas las precauciones humanamente posibles para llevar a feliz término aquella temeraria tentativa.

Miguel Ardán lo examinó todo y se manifestó satisfecho de su disposición.

—Es una prisión —dijo—, pero una prisión que viaja; y, con la condición de poder asomar la nariz a la ventana, no tendría inconveniente en hacer el contrato de arrendamiento por cien años. ¿Por qué te ríes, Barbicane? ¿Qué piensas? ¿Qué esta prisión puede ser nuestro sepulcro?

Mientras Miguel Ardán hablaba, Barbicane y Nicholl hacían los últimos preparativos.

Cuando los tres viajeros se encerraron definitivamente en el proyectil, el cronómetro de Nicholl marcaba las diez y veinte.

Aquel cronómetro estaba arreglado a la décima de segundo con el del ingeniero Murchisson. Barbicane lo consultó.

—Amigo —dijo—, son las diez y veinte. A las diez y cuarenta y siete, Murchisson lanzará la chispa eléctrica sobre el hilo que comunica con la carga del "Columbiad", y en ese momento abandonaremos nuestro planeta; todavía nos quedan veintisiete minutos de permanencia en la Tierra.

—Pues bien —exclamó Miguel Ardán en tono alegre—, en veintiséis minutos se pueden hacer muchas cosas. Se pueden discutir las más graves cuestiones de moral y de política, y hasta resolverlas. Veintiséis minutos bien empleados, velen mucho más que veintiséis años sin hacer nada.

—¿Y qué deduces de eso, charlatán? —preguntó el prudente Barbicane.

—Deduzco que tenemos veintiséis minutos —respondió Ardán.

—Veinticuatro solamente —respondió Nicholl.

—Veinticuatro, si te empeñas, querido capitán —respondió Ardán—. Veinticuatro minutos durante los cuales se podría profundizar...

—Miguel —dijo Barbicane—, durante la travesía que vamos a iniciar tendremos tiempo de sobra para profundizar las cuestiones más arduas. Ahora ocupémonos de lo relativo a nuestra partida.

—¿No estamos ya dispuestos?

—Sin duda; pero hay que tomar todavía algunas precauciones a fin de atenuar en lo posible el efecto del primer choque.

—¿No tenemos esos almohadones de agua dispuestos entre les paredes movedizas, y cuya elasticidad nos protegerá?

—Así lo espero, Miguel —respondió Barbicane—, pero no estoy enteramente seguro.

—¡Vaya! ¡Qué buen chiste! —exclamó Miguel Ardán—. Y aguardas el momento que estamos encerrados para hacer esta lastimosa confesión. Pienso que quiero marcharme.

—¿Y cómo te las arreglarías —preguntó Barbicane.

—¡Es verdad! —dijo Miguel Ardán—. Es difícil. Estamos en el tren, y el silbato del conductor va a sonar antes de veinticuatro minutos.

—Veinte —dijo Nicholl.

Los viajeros se miraron unos a otros durante algunos instantes. Después, como si nada hubiera ocurrido, se pusieron a examinar los objetos encerrados con ellos.

—Todo está en su sitio —dijo Barbicane—; ahora hay que pensar cómo nos colocaremos para soportar mejor el primer choque. La posición que adoptemos es cosa de gran importancia, porque es necesario evitar en lo posible el que nos afluya la sangre a la cabeza.

—Justamente—dijo Nicholl.

—Entonces —agregó Miguel Ardán, disponiéndose a hacer lo que decía—, pongámonos cabeza abajo, como los clowns del Greet Circus.

—No juegues —dijo Barbicane—, es mejor que nos tendamos de lado; así es como mejor resistiremos el choque. Hay que tener presente que en el momento de partir el proyectil, el hallarnos dentro de él viene a ser poco más o menos lo mismo que si estuviéramos delante.

—El "poco más o menos" es lo que me tranquiliza.

—¿Apruebas mi idea, Nicholl? —preguntó Barbicane.

—Enteramente —respondió el capitán—; todavía falten trece minutos y medio.

—Este Nicholl no es un hombre —exclamó Miguel—, es un cronómetro.

Pero sus compañeros no le escuchaban, y tomaban sus últimas disposiciones con admirable sangre fría. Parecían dos viajeros metódicos, que se encuentren en un coche ordinario y tratan de acomodarse lo mejor que pueden.

Dentro del proyectil se habían dispuesto tres camas blandas y sólidamente aseguradas, como todo lo que iba allí. Nicholl y Barbicane las colocaron en el centro del disco que formaba el piso movible; en ellas debían acostarse los viajeros pocos momentos antes de partir.

Entre tanto, Ardán, que no podía estarse quieto, daba vueltas en su estrecha prisión como une fiera en su jaula, hablando con sus amigos, o con los perros, "Diana" y "Satélite", a los cueles, como puede apreciarse, había bautizado con nombres significativos y en armonía con la expedición de que formaban parte.

—¡Hola, "Diana"! ¡Hola, "Satélite"! ¡Vamos a ver si le enseñen a los perros selenitas los buenos modales de los perros terrestres! Esto hará honor a la raza canina. ¡Caramba! Si alguna vez volvemos a la Tierra quiero traer conmigo un tipo cruzado con "perro lunar", que estoy seguro hará furor.

—Si es que hay perros de la Luna —repuso Barbicane.

—Los hay, sin duda —aseguró Miguel. Ardán—, como hay caballos, vacas, asnos y gallinas. Apuesto, desde luego, a que encontramos gallinas.

—Cien dólares a que no las encontramos —dijo Nicholl.

—Apostados, mi capitán —respondió Ardán, apretando las manos de Nicholl—. Y a propósito, tú has perdido ya tres apuestas con nuestro presidente, puesto que se han reunido los fondos necesarios para la empresa, que se ha hecho bien la fundición y, en fin, que el "Columbiad" ha sido cargado sin accidentes; total, seis mil dólares.

—Sí —respondió Nicholl—; las diez y treinta y siete minutos y seis segundos.

—De acuerdo, capitán; antes de un cuarto de hora tendrás que dar nueve mil dólares más al presidente; cuatro mil porque el "Columbiad" no reventará, y cinco mil porque el proyectil se elevará a más de nueve kilómetros y medio.

—Estoy preparado —respondió Nicholl, poniendo una mano en el bolsillo de su levita—, y no deseo más que pagar.

—Vamos, Nicholl, ya veo que eres hombre ordenado, cosa que nunca he podido ser. Pero, en resumidas cuentas, me permitirás que te diga que has hecho una serie de apuestas poco ventajosas para ti.

—¿Y por qué? —preguntó Nicholl.

—Porque si ganas la primera, es señal de que habrá reventado el "Columbiad", y con él la bala, y Barbicane no se hallará en situación de reembolsarte.

—Mi apuesta se halla depositada en el Banco de Baltimore —respondió simplemente Barbicane—, y a falta de Nicholl, serán sus herederos los que le perciban.

—¡Ah, hombres prácticos! —exclamó Miguel Ardán—. ¡Espíritus positivos! Los admiro, aunque no los comprenda.

—¡Las diez y cuarenta y dos! —dijo Nicholl.

—¡No faltan más que cinco minutos! —respondió Barbicane.

—¡Sí! ¡cinco breves minutos! —replicó Miguel Ardán—. ¡Y estamos encerrados en una bala, y en el fondo de un cañón de trescientos metros! ¡Y debajo de esta bala hay 181 mil kilos de algodón pólvora que valen por 724 mil kilos de pólvora común! Y el amigo Murchisson, con el cronómetro en la mano, la vista fija en la aguja y el dedo en el aparato eléctrico, cuenta los segundos, y va a lanzarnos a los espacios interplanetarios...

—¡Basta, Miguel, basta! —dijo Barbicane gravemente—. Preparémonos; sólo nos faltan unos cuantos instantes para el momento supremo; las manos, amigos míos.

—¡Sí! —exclamó Miguel Ardán, más conmovido de lo que aparentaba.

Y los tres animosos compañeros se abrazaron estrechamente.,

—¡Dios nos asista! —dijo el religioso Barbicane.

—Miguel Ardán y Nicholl se tendieron en las camas dispuestas en el centro del disco.

—¡Las diez y cuarenta y siete! —murmuró el capitán.

—¡Veinte segundos todavía!

Barbicane apagó rápidamente el gas y se tendió cerca de sus compañeros.

En seguida reinó un silencio profundo, interrumpido únicamente por el sonido del cronómetro, que marcaba los segundos.

De repente se produjo un choque espantoso, y el proyectil, impulsado por seis mil millones de litros de explosivo, se elevó en el espacio.

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