VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO VI

ELECTRICIDAD: ¡QUÉ MARAVILLA!

—Estimado profesor —dijo el capitán Nemo cuando estuvimos en su cuarto—, estos son los aparatos necesarios para la navegación del "Nautilus". Aquí, como en el salón, están siempre a la vista, y me indican la situación que tengo y dirección exacta que sigo en medio del océano. Usted ya conocerá varios, como el compás magnético que dirige mi camino; el sextante, que por la altura de los astros me indica la latitud en que me encuentro...

—Son los instrumentos habituales del navegante —respondí—, y conozco su uso. Pero usted tiene otros que sin duda responden a las particulares exigencias del "Nautilus". Este cuadrante que advierto y que va recorriendo una aguja movible, ¿no es un manómetro?

—Efectivamente, es un manómetro y se comunica con el agua del exterior indicando su presión y dándonos a conocer a qué profundidad se mantiene mi aparato.

—¿Y estas sondas de nueva especie?

—Son termométricas, y me revelan la temperatura que reina en las diferentes capas de agua.

—¿Y esos otros instrumentos cuyo empleo no comprendo?

—Sobre esto, señor profesor, tendría que darle algunas explicaciones —dijo el capitán Nemo.

Guardó silencio durante algunos instantes, diciendo luego:

—Existe una energía poderosa, obediente, rapida, fácil, limpia, que se adapta a todos los usos, y que reina en todos los mecanismos de mi nave. Todo se ejecuta por él. Me alumbra, me calienta, es el alma de mis máquinas e instrumentos. Es la electricidad.

—¡La eletricidad! —exclamé bastante sorprendido.

—Sí, señor.

—Sin embargo, capitán, hasta ahora su potencia dinámica es de muy poca consideración, y nunca ha podido producir más que pequeñas fuerzas.

—Señor profesor —respondió el capitán—, mi electricidad no es la que todo el mundo conoce, y esto es cuanto puedo decirle.

—No insistiré, caballero. Permítame una sola pregunta, sin embargo, que ojalá no resulte indiscreta. Los elementos que emplea para producir esta maravillosa electricidad deben gastarse pronto, ¿cómo los reemplaza cuando no conserva ya ninguna comunicación con la tierra?

—He querido pedir al mismo mar los medios de producir mi electricidad —contestó el capitán Nemo.

—¿Al mar?

—Sí, profesor. Ya sabe usted cómo está compuesta el agua del mar. El cloruro de sodio se encuentra allí en notable proporción, y lo extraigo del agua del mar componiendo de él mis elementos.

—¿El sodio?

—Sí, señor. Mezclado con el mercurio, forma una amalgama que hace las veces del cinc en los elementos Bunsen. El mercurio no se gasta nunca. Sólo el sodio se consume, y el mar me lo suministra. Las pilas de sodio tienen una fuerza electromotriz el doble de la de las pilas de cinc.

—Comprendo perfectamente, capitán, la existencia del sodio. El mar lo contiene, es verdad, pero es preciso también fabricarlo, extraerloe, en una palabra. Y ¿cómo lo hace usted?

—Empleo sencillamente el calor del carbón piedra.

—¿De tierra? —dije yo, insistiendo.

—No. Carbón marino. Todo lo debo al océano; produce la electricidad, y la electricidad da al "Nautilus" el calor, la luz, el movimiento, la vida, en una palabra.

—Pero no el aire.

—¡Oh! Podría fabricar el aire necesario a mi consumo, pero es inútil, puesto que subo a la superficie del mar cuando me parece. A pesar de todo, si la electricidad no me suministrara el aire respirable, da movimiento por lo menos a las poderosas bombas que lo almacenan en los receptáculos especiales, lo cual me permite prolongar cuando es necesario, y por tanto tiempo como quiero, mi permanencia en las capas profundas.

—Capitán —respondí—, lo admiro. Todo esto es simplemente maravilloso.

—Otra aplicación de la eletricidad —continuó el capitán Nemo—. Ese cuadrante de ahí sirve para indicar la velocidad del "Nautilus". Un hilo eléctrico lo pone en comunicación con la hélice, y su aguja me indica la marcha real del aparato; en este momento caminamos con una velocidad moderada de quince millas por hora.

—Es maravilloso —respondí.

—No hemos acabado aún, señor Aronnax —dijo el capitán Nemo, levantándose—, visitaremos el "Nautilus", ahora.

Con mucho gusto seguí al capitán Nemo, y llegamos al centro del navío. Hallábase allí una especie de pozo que se abría en dos compuertas impermeables. Una escala de hierro incrustada en la pared conducía a su extremidad superior. Pregunté al capitán para qué servía aquella escalerá.

—Conduce a la canoa —me respondió—. Una excelente embarcación, ligera e insumergible, que sirve para pasear y pescar por la superficie.

—Pues, entonces, para embarcarse en ella tendrán que subir a la superficie del mar cada vez.

—De ninguna manera. La canoa va adherida a la parte superior del casco del "Nautilus", y ocupa una cavidad dispuesta a propósito para recibirla. Está dispuesta de manera que sea hermética. Esa escala conduce a un agujero abierto en el casco del "Nautilus" y que corresponde a otro exactamente igual, por donde puede pasar un hombre, practicado al costado de la canoa. Por esta doble abertura me introduzco en la embarcación; se cierra una, la del "Nautilus"; cierro yo la otra, la de la canoa, por medio de tornillos de presión. La embarcación sube casi instantáneamente a la superficie del mar. Después abro la escotilla del puente, pongo el mástil, hizo mi vela o tomo los remos y me paseo.

—¿Y cómo lo hace para volver a bordo?

—No vuelvo yo, es el "Nautilus", señor Aronnax, el que vuelve.

—¿Obedeciendo vuestras órdenes?

—Sí, mis órdenes, porque, unido con un cable eléctrico que me pone en comunicación con él, envió un telegrama, y esto basta.

Después de haber pasado el hueco de la escalera que conducía a la plataforma, vi una especie de jaula como de dos metros, en la cual, Consejo y Ned Land, muy alegres, se entretenían en devorar su comida.

Luego se abrió una puerta que daba a la cocina, situada en la parte inferior del buque, y que tendría unos tres metros.

Allí la electricidad, más enérgica y más limpia que el gas, hacía hervir las ollas y calentarse los hornos. Algunos cables que llegaban bajo las hornillas comunicaban a esponjas de platino un calor que se distribuía y se mantenía con regularidad. Próxima a esta cocina se hallaba una sala de baño, dispuesta con todo lo que podía hacerla confortable y con llaves que a voluntad proporcionaban agua fría o agua caliente.

Detrás de la cocina estaban los dormitorios y cámaras de la tripulación, y que ocupaban ocho metros; pero la puerta estaba cerrada y no pude ver los muebles, que me hubieran quizá dado la idea del número de hombres que necesitaba el "Nautilus" para sus maniobras.

Al fondo había otro mamparo, impermeable como todos los demás, que separaba este puesto del cuarto de máquinas. Se abrió una puerta y me encontré repentinamente en aquel departamento, donde el capitán Nemo, ingeniero de primer orden seguramente, había dispuesto sus máquinas impulsoras.

El cuarto de máquinas, sencillamente alumbrado, no medía menos de veinte metros de longitud. Estaba dividido naturalmente en dos partes, conteniendo la primera los elementos que producían la electricidad y, la segunda, el mecanismo que transmitía el movimiento a la hélice.

Yo examinaba entre tanto con gran interés, como puede presumirse, la maquinaria del "Nautilus".

—Ya lo ve usted —me dijo el capitán Nemo—. La electricidad producida químicamente actúa por medio de electroimanes sobre un sistema de palancas y engranajes que transmiten el movimiento al árbol de la hélice, cuyo diámetro es de seis metros, y puede dar hasta ciento veinte revoluciones por segundo.

—Y entonces, ¿qué velocidad máxima tiene esta nave?

—Cincuenta nudos. Es decir, algo más de noventa kilómetros por hora.

Quedé mudo de asombro ante esa rapidez abrumadora, que jamás se habrían imaginado los más optimistas almirantes.

—Señor Aronnax —me propuso el capitán Nemo—, vamos a fijar exactamente nuestra posición y el punto de partida de este viaje. Son las doce menos cuarto. Vamos a subir a la superficie.

El capitán comprimió tres veces un timbre eléctrico; las bombas empezaron a echar el agua afuera de sus receptáculos; la aguja del manómetro señaló, según las diferentes presiones, el movimiento ascensional del "Nautilus", hasta que por fin de detuvo.

El capitán, que había observado atentamente, dijo:

—Hemos llegado, arriba.

Me dirigí entonces a la escalera central, que iba a terminar en la plataforma de cubierta. Subí los escalones de metal, y llegué a la parte superior del "Nautilus".

Sólo unos ochenta centímetros del casco quedaban fuera del agua. Pude notar entonces que sus planchas de acero, perfectamente imbricadas, tenían mucho parecido con las escamas que revisten el cuerpo de los grandes reptiles. Así pude naturalmente explicarme que, a pesar de los mejores anteojos, el "Nautilus" hubiera sido siempre confundido con un animal marino.

Hacia la mitad de la plataforma de cubierta, la canoa, sujeta al casco del navío, formaba una ligera excrecencia. A proa y a popa podían observarse dos especies de torrecillas de mediana altura, de paredes inclinadas, y cerradas mediante gruesos cristales; una, destinada al timón que dirigía al "Nautilus"; la otra encerraba un poderoso proyector eléctrico. No teníamos a la vista cosa alguna, ni un escollo, ni un islote, ni el "Abraham Líncoln" siquiera..., únicamente la inmensidad desierta.

El capitán Nemo, provisto de su sextante, tomó la altura del sol para averiguar la latitud.

—Son las doce, señor profesor, y cuando quiera regresamos abajo.

Dirigí una última mirada al mar y volví a bajar al salón.

Una vez más allí el capitán hizo cálculos para fijar cronométricamente su longitud, comparándola con precedentes observaciones de ángulos horarios. Después me dijo:

—Señor Aronnax, nos encontramos exactamente a ciento cincuenta y siete grados y quince minutos de longitud al Oeste.

—¿De qué meridiano? —pregunté.

—Treinta y siete grados de longitud al Oeste del meridiano de París y treinta grados siete minutos de latitud Norte; es decir, a trescientas millas aproximadamente de las costas del Japón. Hoy estamos a ocho de noviembre, es mediodía, y comienza nuestro viaje de exploración submarina.

A pesar mío, sentí un escalofrío de entusiasmo.

—Y ahora, señor profesor —añadió el capitán—, lo dejó entregado a sus estudios. Hacemos ruta al Este–Noreste, y nos hallamos a cincuenta metros de profundidad. He aquí mapas perfectamente dispuestos, donde puede usted seguir la marcha; queda el salón a disposición suya y le pido permiso para retirarme.

El capitán Nemo me saludó, y me quedé solo, abismado en mis pensamientos, que recaían todos sobre aquel comandante del "Nautilus". ¿Podría llegar a descubrir alguna vez a qué nacionalidad pertenecía aquel extraño que se jactaba de no tener patria? ¿Qué causas habían provocado y quién podía ser objeto de aquel odio que él manifestaba a la humanidad?

Permanecí durante más de una hora sumido en estas reflexiones, procurando penetrar aquel misterio que tanto me interesaba. De pronto Ned Land y Consejo se presentaron a la puerta del salón.

El canadiense exclamó:

—¿Dónde nos encontramos?

—Amigos míos —respondí, haciéndoles señas para que pasaran adelante—, nos hallamos a bordo del "Nautilus" y a cincuenta metros bajo el nivel del mar.

—No veo por qué no creerlo, señor, puesto que tan formalmente lo afirma —replicó Consejo, que comenzó a examinar los estantes, mirando los especímenes y clasificándolos con palabras propias de los naturalistas:

Mientras Consejo examinaba la sala, Ned Land me dirigía algunas preguntas relativas a mi entrevista con el capitán Nemo. Deseaba saber si había yo descubierto quién era, de dónde venía, a dónde iba y a qué profundidad nos arrastraba, con otras mil preguntas a que yo no podía responder.

Referí entonces a mis compañeros lo que había podido averiguar, lo poquisímo que sabía, preguntándoles a mi vez lo que por su parte habían visto u oído.

—Nada he visto, nada he oído —respondió el canadiense—, ni siquiera he logrado divisar a ningún miembro de la tripulación del buque. ¿Serán eléctricos también estos tripulantes?

—No puedo decir nada, amigo Land. Además, créame, es preciso abandonar por ahora la idea de apodernarnos del "Nautilus" o escaparnos. Este barco es una de las obras maestras de la ingeniería moderna, y tendría un verdadero remordimiento de no haberlo visto y examinado a fondo. Por esto es indispensable que nos mantengamos tranquilos y que procuremos ver y examinar atentamente lo que pasa alrededor nuestro, sin comprometer nuestra situación, que es harto dificil.

—¿Ver? —exclamó el arponero—. ¡ Pero si aquí no se ve nada, ni se verá nunca cosa de provecho en esta extraña cárcel de acero! Nos movemos y vamos navegando como ciegos...

Apenas acababa de pronunciar Ned Land estas palabras, cuando quedamos repentinamente en tinieblas profundas, en una oscuridad absoluta.

Quedamos mudos sin saber si debíamos esperar una sorpresa agradable o desagradable; oímos un rechinamiento y se hubiera dicho que las paredes se descorrían y abrían en los costados del "Nautilus", pero no logramos saber de qué se trataba.

Nuevamente se hizo la luz, y distinguimos gran claridad en ambos lados del salón, a través de dos ventanas alargadas. Las masas líquidas aparecieron iluminadas por faros eléctricos; dos láminas de cristal nos separaban del mar, y al principio sentí un estremecimiento. Distinguíase perfectamente el mar alrededor del "Nautilus". ¡Que espectáculo! ¿Cómo podría describirse la belleza de aquella inmensidad?

El "Nautilus" se mantenía inmóvil al parecer, y es que faltaban los puntos de comparación. Sin embargo, a veces las líneas de agua que el espolón cortaba huían a nuestra mirada con una velocidad increíble. Nosotros, maravillados al presenciar aquellas metamorfosis, permanecíamos apoyados de codos sobre las ventanas, sin atrevernos a pronunciar palabra, cuando Consejo rompiendo el silencio dijo:

—¡Querías ver, amigo Ned! Pues bien, ahora quedará satisfecha tu curiosidad.

—¡Curioso, curioso! —decía el canadiense que, olvidando su cólera y sus proyectos de evasión, experimentaba una atracción irresistible—. Yo habría pagado mil dólares por ver este espectáculo.

—¡Ah! —exclamé—. ¡Comprendo la vida de ese hombre! Se ha formado un mundo aparte que le reserva sus más asombrosas maravillas.

—¿Y los peces? —prosiguió el canadiense—. No veo peces.

—¿Qué te importa, amigo Ned —respondió Consejo—, puesto que no.los conoces?

—¿Me lo dices a mí, a mí, pescador? —exclamó Ned Land.

Y con este motivo se entabló una discusión entre ambos amigos, porque conocían los peces, pero cada uno de una manera distinta.

De repente, se alumbró completamente el salón, volvieron a caer las planchias de acero y desapareció la encantadora visión.

Esperaba que se presentaría el capitán Nemo, pero no apareció; el reloj señalaba las cinco.

Ned Land y Consejo volvieron a su camarote, y yo a mi cuarto. Encontré preparada la comida, que se componía de sopa de tortuga, de un mero de carne blanca, cuyo hígado preparado aparte tenía un sabor delicioso, y filetes de esa carne del holocanto emperador, cuyo sabor me pareció muy superior al del salmón.

Pasé la noche leyendo, escribiendo y pensando, y después, habiéndome acometido el sueño, me tendí en la cama quedando profundamente dormido.

Dormí hasta muy tarde al día siguiente, 9 de noviembre: ¡casi doce horas! Vino Consejo, según su costumbre, a saber cómo el señor había pasado la noche, y a ofrecerle sus servicios. Había dejado al canadiense durmiendo.

Me vestí con el traje que me había proporcionado, cuya tela, tan rara, dio ocasión a muchas reflexiones del curioso Consejo. Le expliqué que estaba tejido con los filamentos lustrosos y sedosos que sujetan a las rocas a las ostras–peñas, especie de moluscos muy abundantes en las costas del Mediterráneo, y con cuyas hebras se construían en otro tiempo hermosas telas. Después de vestirme, despedí a Consejo y me dirigí al gran salón. Estaba desierto.

Pasó el día entero sin ver al capitán Nemo. Las puertas de comunicación del salón no se abrieron, tampoco pude verlo al otro día y sentí una curiosa sensación de soledad. No vi a nadie de la tripulación, y Ned y Consejo pasaron la mayor parte del día a mi lado, asombrados, como yo, de la inexplicable ausencia del capitán.

Era el 10 de noviembre, fecha en que principié el diario de estas aventuras, lo que me ha permitido narrarlas con más escrupulosa exactitud. Un detalle curioso: lo escribí en un papel fabricado en el zostero marino.

El 11 de noviembre, muy de madrugada, comprendí por el aire fresco que habíamos vuelto a la superficie del océano para renovar las provisiones de oxígeno. Me dirigí hacia la escalera central y subí a la plataforma de cubierta.

Eran las seis. Apenas se sentía el oleaje, aunque el cielo aparecía nublado. ¿Vendría hoy el capitán Nemo? Sólo pude distinguir al timonel, aprisionado en su torre de cristal. Sentado en el saliente producido por el casco de la canoa, aspiré por largo rato las emanaciones salinas.

La neblina se disipó poco a poco bajo la acción de los rayos solares; el mar se inflamó como un reguero de pólvora, y las nubes esparcidas por las alturas tomaron tonos admirablemente matizados. Sus formas caprichosas anunciaron viento para todo el día.

Estaba contemplando con emoción aquella risueña salida del sol, cuando oí que subía alguien a la plataforma.

Me preparaba a saludar al capitán Nemo, más fue su segundo el que se presentó, adelantándose por la plataforma como si no se percatara de mi presencia en ella. Tomando un poderoso anteojo, lo dirigió a todos los puntos del horizonte, examinándolos con una extremada atención, y hecho este examen se aproximó a la entrada, pronunciando una frase cuyos términos exactos voy a reproducir. He conseguido recordarla, porque todas las mañanas podía oírla en idénticas condiciones. He aquí la frase:

"Nautron respoc lornim virch".

Pronunciadas estas palabras, volvió a bajar, y yo, calculando que el "Nautilus" iba a emprender su navegación submarina, bajé también y me dirigí a mi habitación.

Así transcurrieron cinco días. Todas las mañanas subía a la plataforma oía pronunciar la misma frase que con tono solemne decía el mismo individuo. En cuanto al capitán Nemo, no aparecía por ninguna parte.

Me había resignado a no verlo ya, cuando el 16 de noviembre, al entrar en mi cuarto con Ned y Consejo, hallé sobre la mesa una misiva con mi nombre. Estaba escrita con una letra gótica, que recordaba los tipos alemanes. Decía:

"Sr. profesor Aronnax."

A bordo del "Nautilus".

16 de noviembre de 1867.

"El capitán Nemo invita al señor profesor Aronnax a una partida de caza, que tendrá lugar mañana por la mañana en sus bosques de la isla Crespo. Espera que no habrá nada que le impida asistir, y verá con mucho gusto que concurrieran también sus compañeros."

"El comandante del "Nautilus""

"CAPITÁN NEMO"

—¡Una cacería! —exclamó Ned.

—¡Y en sus bosques de la isla Crespo! —añadió Consejo.

—¡Tenemos que aceptar! —replicó el canadiense—. Una vez colocados en tierra firme, ya trataremos de tomar nuestro partido; además que no me incomodaría comer algunos trozos de carne fresca.

Me limité a responder:

—Veamos primero dónde está y lo que es la isla Crespo.

Entonces consulté el planisferio, y por los 32 grados 40' de latitud Norte y los 167 grados 50' de longitud Oeste pude hallar un "slote Crespo", que los antiguos mapas españoles designaban con el nombre de "Roca de la Plata", a unas mil ochocientas millas aproximadamente del punto de partida, en dirección del Sudeste.

Les enseñé a mis compañeros aquella pequeña roca perdida en medio del Pacífico Norte.

Ned Land se encogió de hombros sin responder, y después Consejo y él me abandonaron. Me sirvieron la cena con el mismo ceremonial y el silencio de siempre, y me dormí profundamente inquieto.

Cuando desperté pude notar que el "Nautilus" estaba completamente inmóvil.

Me vestí de prisa, y pasé al gran salón.

El capitán Nemo, que me esperaba, se levantó, me dedicó un saludo afectuoso y me preguntó si nos convenía acompañarle.

Respondí que mis compañeros y yo estábamos dispuestos a seguirle. Luego añadí:

—Me permité hacerle una pregunta.

—Dígala, señor Aronnax, y si puedo responder a ella, lo haré con mucho gusto.

—Pues bien, capitán, ¿cómo es que usted, que ha cortado toda relación con la tierra, es propietario de bosques en la isla Crespo?

—Señor profesor —me respondió el capitán— no son los bosques terrestres, son bosques submarinos.

—¿Bosques submarinos? —exclamé.

—Sí. Están en el fondo del mar.

—¿Y me ofrece guiarme hasta ellos?

—Precisamente.

—¿A pie?

—Y a pie enjuto.

—¿Cazando?

—Sí.

—¿Y con la escopeta en la mano?

—Con la escopeta en la mano.

Miré al comandante del "Nautilus" de una forma tal que el capitán Nemo se echó a reír, y se limitó a indicarme que le siguiera, y lo hice, como hombre resignado a todo.

Llegamos al comedor, donde estaba servido el desayuno, comimos con apetito, y sin pronunciar una sola palabra durante algún tiempo. Después el capitán Nemo dijo:

—Señor profesor, cuando le he invitado a cazar a mis bosques de Crespo y le he dicho que se trataba de bosques submarinos, usted juzgó que yo estaba loco. No conviene juzgar jamás a los hombres con esa ligereza.

—Pero, capitán, créame que...

—Si me escucha un momento, podrá convencerse.

—La verdad es que no sé...

—Usted sabe tan perfectamente como yo, señor Aronnax, que un hombre puede vivir debajo del agua, a condición de llevar consigo una provisión de aire respirable. Yo empleo el aparato Rouquayrol–Denayrouce, que he conseguido perfeccionar para mi uso. Consiste en un recipiente o tanque hermético en el cual almaceno aire a una presión de cincuenta atmósferas. Este tanque se sujeta a la espalda, por medio de correas, como una mochila; su parte superior forma una caja, y en ella el aire, mantenido por mecanismos de fuelle, sólo puede escaparse según su tensión normal. Tiene dos tubos, uno para aspirar el aire y el otro para expulsarlo, y funcionan alternadamente por medio de válvulas. El tubo de respirar está conectado a una escafandra de cristal, es a la vez un casco y una máscara.

—Sin embargo, capitán —dije—, esa cantidad de aire debe durar muy poco.

—Lo suficiente; entre nueve a diez horas, según sea la respiración o el esfuerzo que uno haga.

—Y, ¿cómo hace para alumbrar el camino en el fondo del océano?—pregunté.

—Con un aparato que se sujeta a la cintura. Se compone de una pila eléctrica que pongo en actividad con sodio. Una bobina de inducción recoge la electricidad producida, dirigiéndola hacia una linterna que contiene gas carbónico. Cuando el aparato funciona, este gas se hace luminoso y da una luz blanquecina y permanente.

—Capitán Nemo, estas explicaciones responden a todas mis dudas. ¡Usted me ha convencido!. Respecto a la escopeta, ¿es también de aire comprimido?

—¡Exactamente! —me respondio—. Y sus balas son muy mortíferas.

—Pero supongo que en medio de líquido tan denso no podrán tener mucha fuerza las balas, y serán difícilmente mortales —objeté.

—Sucede precisamente lo contrario; todos los golpes son mortales, y, desde el momento en que toca la bala a un animal, éste cae como herido del rayo.

—¿Por qué?

—Porque no son balas ordinarias las que lanza esta escopeta, sino pequeñas cápsulas de cristal, cubiertas de una armadura de acero y que llevan un apéndice de plomo para que tengan peso. Son verdaderas botellas de Leyden, cargadas con electricidad de muy alta tensión. Al más leve choque se descargan, y por poderoso que sea el animal cae muerto. La carga de un fusil ordinario puede contener diez cápsulas.

—Ya no quiero discutir más —respondí, levantándome de la mesa—, y voy a tomar desde luego mi escopeta. Además, donde usted se atreve a ir, ¿por qué no habría de ir yo?

El capitán me condujo a la popa del "Nautilus", y al pasar delante del camarote de Ned y de Consejo, llamé a mis compañeros, que se reunieron con nosotros inmediatamente.

Llegamos a un compartimiento situado cerca del cuarto de máquinas, y nos detuvimos allí para tomar nuestros equipos de paseo submarino.

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