VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO VII

DE CACERÍA EN EL FONDO MARINO

En ese compartimiento se encontraba el arsenal y el vestuario del "Nautilus". Una docena de equipos de excursión submarina, colgados en la pared, esperaban a quien los necesitara.

Ned Land, al verlos, se opuso terminantemente a ponerse uno de esos trajes.

—Mi querido amigo Ned —le dije—, los bosques de la isla Crespo son bosques submarinos.

—Por lo que a mí respecta —respondió el arponero—, a menos que se me obligue, no entraré ahí dentro.

—Nadie lo forzará señor Ned —dijo el capitán Nemo.

—Y Consejo, ¿va a correr esos riesgos? —preguntó Ned.

—Yo sigo a mi señor a todas partes donde él vaya —respondió Consejo.

Llamó entonces el capitán y se presentaron dos hombres de la tripulación para ayudarnos a vestir aquellos pesados trajes impermeables, hechos de caucho. El pantalón iba embutido en unas botas muy fuertes, guarnecidas de pesadas suelas de plomo. Las mangas terminaban en forma de guantes que permitían todos los movimientos de la mano.

El capitán Nemo, uno de sus compañeros —un hombronazo que debía tener una fuerza prodigiosa—, Consejo y yo, nos encajamos perfectamente aquellos trajes de escafandra.

Uno de los hombres del "Nautilus" me presentó una escopeta sencilla, cuya culata de planchas de acero y hueca en el interior era bastante grande; servía de receptáculo al aire comprimido, que salía por una válvula. Una cajita de proyectiles, vaciada también en el espesor de la culata, encerraba unas veinte balas eléctricas, por medio de un resorte se colocaban automáticamente en la recámara de la escopeta. Hecho un disparo, todo quedaba preparado para otro.

El capitán Nemo introdujo su cabeza en el casco, Consejo y yo hicimos otro tanto, después de haber oído al canadiense que se despedía de nosotros, diciendo irónicamente:

—¡Buena caza!

Oí cómo se cerraba tras nosotros una compuerta metálica y nos quedamos en la más completa oscuridad.

Algunos minutos después llegó a mis oídos un silbido muy vivo, y sentí cierta impresión de frío que me subía desde los pies al pecho. Evidentemente, desde el interior del buque se había dado entrada al agua exterior, que llenó muy pronto el cuarto en que nos encontrábamos. Otra puerta, abierta al costado del "Nautilus", se abrió entonces. Un instante después nos encontramos pisando el fondo del mar.

El capitán Nemo iba delante, siguiéndonos a alguna distancia su compañero. Consejo y yo íbamos uno al lado del otro. Nada me parecía ya pesado; ni mi ropa, ni mi calzado, ni mi receptáculo de aire.

Me asombró la intensidad de la luz solar, cuyos rayos, rasgando fácilmente aquella masa líquida y disipando sus colores, iluminaban el fondo hasta diez metros por debajo de la superficie del océano

Caminábamos sobre un suelo de arena fina. Aquella alfombra resplandeciente refleja los rayos del sol con sorprendente potencia, produciendo una reverberación en todas las moléculas líquidas que penetraba.

Durante un cuarto de hora anduve pisando una arena sembrada de un fino polvo de conchas. El casco del "Nautilus", perceptible como un largo escollo, se alejaba de nuestra vista paulatinamente, pero cuando llegara la noche debía facilitar nuestro regreso a bordo, proyectando rayos luminosos con perfecta nitidez.

Entre tanto, seguíamos andando, sin que la vista alcanzase, al parecer, los límites de aquella extensa llanura de arena. Yo apartaba con la mano las masas líquidas, que, abiertas a mi paso, se cerraban tras de mí, y la huella de mis plantas quedaba borrada por la presión del agua.

En seguida comenzó mi vista a distinguir algunas formas de objetos que se iban dibujando en lontananza, hasta que reconocí los primeros contornos de magníficos peñascos.

Eran las diez de la mañana. Los rayos solares caían sobre la superficie de las aguas con un ángulo bastante oblicuo, y al contacto de su luz, descompuesta por la refracción, como a través de un prisma, flores, peñas, plantas, conchas, pólipos, se matizaban con los siete colores del iris. Aquel tejido de varios tonos de luz era una maravilla, un verdadero caleidoscopio de verde, de amarillo, de anaranjado, de morado, de añil, de azul.

Ante espectáculo tan espléndido, Consejo se había quedado parado como yo. Más adelante la naturaleza del suelo se modificó.

A la llanura de arena sucedió un compuesto únicamente de conchas silíceas o calcáreas. Recorrimos después un pradera de algas cuya vegetación era muy frondosa. Aquel césped, de tejido menudo y suave bajo el pie, hubiera rivalizado con las alfombras más blandas labradas por la mano de los hombres. Y al mismo tiempo que el verdor se desplegaba por donde pisábamos, no nos abandonaba tampoco por encima de nosotros. Cruzábase en la superficie de las aguas un ligero dosel de plantas marinas.

Como cosa de hora y media había transcurrido desde nuestra salida del "Nautilus", y eran cerca de las doce, a juzgar por el ángulo de los rayos solares. La gama de los colores fue desapareciendo, y los matices de esmeralda y zafiro se borraron de nuestro cielo. Los ruidos más insignificantes se transmitían con una velocidad a la cual no está acostumbrado el oído en tierra, y es porque en el agua el sonido se propaga cuatro veces más rápido.

Entramos luego a una zona que bajaba con pronunciado declive, y la luz adquirió un matiz uniforme. Llegamos a una profundidad de cien metros, bajo una presión de diez atmósferas, que, sin embargo, no me molestaba a causa de las buenas condiciones con que estaba construido mi aparato. Solamente sentía cierta incomodidad en las articulaciones de los dedos, que no tardó en desaparecer. En cuanto al cansancio que este paseo de dos horas debía producirme, bajo un ropaje al que no estaba acostumbrado, era nulo, porque mis movimientos, ayudados por el agua, se efectuaban con sorprendente facilidad.

El capitán Nemo se detuvo entonces y aguardó a que le alcanzara. Me mostró con el dedo algunas masas oscuras que se vislumbraban a corta distancia entre la sombra.

Ahí comenzaban las selvas de la isla de Crespo.

El lugar al que habíamos llegado era lo que el capitán Nemo consideraba uno de sus más bellos dominios. Y en verdad formaba una selva extraña y hermosa.

Ninguna de las hierbas que alfombraban el suelo, ninguna de las ramas que brotaban de los arbustos se enredaban, ni se encorvaba, ni se extendía en sentido horizontal. Todas subían hacia la superficie del océano. Inmóviles, por otra parte, aquellas plantas, cuando yo las apartaba con la mano, recobraban en seguida su posición primitiva. Aquel era el reino de la verticalidad.

Hacia la una el capitán Nemo dio la señal de alto, lo cual me satisfizo bastante, y nos tendimos bajo un dosel de algas, cuyas largas tirillas angostas se levantaban como dardos.

Me pareció delicioso este instante de reposo. Sólo nos faltaba el encanto de la conversación. Acerqué mi cabeza a la de Consejo, y vi los ojos de este buen muchacho brillar de contento. En señal de satisfacción se agitó en su escafandra del modo más cómico del mundo.

Al cabo de cuatro horas de excursión me sorprendió mucho el no sentir una violenta necesidad de comer. En cambio experimentaba un insuperable deseo de dormir, como suele sucederles a todos los buzos. Los ojos pugnaban por cerrarse bajo el espeso cristal, y caí en una invencible soñolencia. El capitán Nemo y su robusto compañero, extendidos en medio de aquella agua cristalina, nos daban el ejemplo durmiendo una siesta despreocupada.

No me es posible calcular el tiempo que estuve sumido en aquel profundo sopor; pero cuando me desperté, me pareció que el sol descendía hacia el horizonte. El capitán Nemo estaba ya despierto, y comencé a deperezarme, cuando una aparición inesperada me hizo poner súbitamente de pie.

A algunos pasos, una monstruosa araña de mar, de un metro de alto, me miraba con sus ojos oblicuos lista para arrojarse sobre mi. No pude reprimir un movimiento de horror. Consejo y el marinero del "Nautilus" se despertaron entonces. El capitán Nemo señaló el animal a su compañero, quien le asestó con la escopeta un violento culatazo, y pronto vi las horribles patas del monstruo retorcerse en convulsiones terribles.

El capitán Nemo prosiguió su atrevida expedición. El suelo seguía descendiendo y su pendiente, cada vez más profunda, nos condujo a mayores profundidades. Debían ser aproximadamente las tres, cuando llegamos a un estrecho valle abierto entre altas paredes verticales, y situado a ciento cincuenta metros del fondo. La oscuridad se hizo profunda. A diez metros ya no se divisaba objeto alguno. Yo andaba a tientas, cuando vi brillar de repente una luz blanca y bastante viva. El capitán Nemo acababa de poner en actividad un aparato eléctrico, imitándole luego su compañero. Consejo y yo seguimos este ejemplo. El mar se iluminó en un radio de veinticinco metros.

Siguiendo al capitán Nemo, continuamos penetrando en las oscuras profundidades de la selva, cuyos arbustos se iban aclarando cada vez más. Observé que la vida vegetal desaparecía más pronto que la animal. Varias veces se detuvo el capitán Nemo para echarse la escopeta a la cara; pero, después de estar apuntando durante algunos momentos la bajaba para continuar su marcha.

Por último, esta maravillosa excursión concluyó hacia las cuatro, cuando nos detuvieron unos muros de soberbios peñascos llenos de cavernas y oquedades oscuras.

Eran los farallones sumergidos de la isla Crespo. Eran las raíces de la tierra firme.

Nuestro regreso comenzó. Me pareció que no seguíamos el mismo rumbo para volver al "Nautilus". El nuevo camino, muy empinado, nos acercó con rapidez a la superficie del mar. Reapareció y creció la luz del día, y como el sol estaba ya bajo en el horizonte, la refracción volvió a teñir con irisado anillo los contornos de los objetos.

A diez metros de profundidad, caminábamos entre un enjambre de pececitos de toda especie, pero ninguna caza acuática, digna de recibir un tiro, se había ofrecido a nuestra vista.

En aquel momento noté que el capitán Nemo seguía con la escopeta apuntada a algún objeto que se movía entre los zarzales. El tiro salió, escuché un débil silbido, y un animal cayó herido de muerte a algunos pasos.

Era una magnífica nutria de mar. Tenía metro y medio de longitud. Su piel era de color pardo oscuro por el lomo y plateada por debajo. El compañero del capitán Nemo la cargó sobre los hombros, y volvimos a emprender nuestro camino.

Durante una hora seguimos avanzando a través de una llanura arenosa, cuyo suelo se elevaba con frecuencia a menos de dos metros de la superficie del mar. Entonces vi nuestras imágenes, claramente reflejadas sobre esta superficie cual en un espejo, reproduciendo nuestros movimientos y nuestros ademanes con toda claridad, pero con la diferencia de andar con la cabeza hacia abajo y los pies para arriba.

También se divisaba el paso veloz de las sombras que las grandes aves proyectaban en las aguas al pasar sobre nosotros.

Un ave corpulenta, de alas anchurosas, perfectamente visibles, se acercaba, cerniéndose, hasta que llegada a algunos metros sobre las aguas, el compañero del capitán Nemo apuntó y disparó. Cayó el animal herido de muerte, viniendo a parar en su descenso al alcance del diestro cazador. Era un albatros.

Nuestra marcha no se interrumpió con este incidente, y por espacio de dos horas estuvimos caminando. De pronto advertí que cierto brillo interrumpía la oscuridad de las aguas a media milla de distancia. Era el fanal del "Nautilus". Yo me había quedado rezagado a unos veinte pasos, cuando vi que el capitán Nemo se volvía bruscamente hacia mí. Con la mano vigorosa me echó al suelo, mientras que su compañero hacía otro tanto con Consejo. Al levantar la cabeza, divisé unas enormes masas que pasaban ruidosamente despidiendo resplandores fosforescentes.

Mi sangre se heló en las venas. Era un par de tintoretas, terribles tiburones de cola enorme, mirada apagada y vidriosa, que despedían cierta materia fosfórica por unos orificios que tienen alrededor del hocico.

Afortunadamente pasaron sin distinguirnos, rozándonos con sus aletas parduzcas, escapando así nosotros como por milagro de aquel peligro, mayor sin duda alguna que el encuentro con un tigre en medio de la selva.

Media hora después, guiados por el rayo de luz eléctrica, alcanzamos al "Nautilus". La puerta exterior había quedado abierta, y el capitán Nemo la cerró tan pronto como estuvimos en el primer compartimiento. Después apretó un botón, sentí maniobrar las bombas dentro del barco, y disminuir el agua alrededor de mí. En algunos instantes quedó vaciada aquella cámara, se abrió la puerta interior y entramos en el vestuario.

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