VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO VIII

NAUFRAGIOS Y TENSIONES

Cuando veo mis anotaciones sobre el día anterior, me parece revivir esa experiencia y sus emociones extraordinarias.

Al día siguiente, 18 de noviembre, desperté descansado y bastante feliz. Subía a la plataforma de cubierta en el momento en que el segundo del "Nautilus" pronunciaba su frase cotidiana. Se me ocurrió entonces que las enigmáticas palabras se referían al estado del mar o que más bien significaban: "Nada tenemos a la vista".

El océano estaba desierto. Ni una vela se divisaba en el horizonte. Las alturas de la isla de Crespo habían desaparecido durante la noche.

Estaba yo admirando los colores del mar, cuando el capitán Nemo apareció y comenzó una serie de observaciones astronómicas. Terminada su operación, se apoyó de codos sobre la barandilla del fanal, perdiéndose su mirada en la superficie del océano. Actuaba como si yo no existiera.

Fuera de él, unos veinte marineros del "Nautilus", gente toda muy vigorosa y bien constituidas, habían subido sobre la plataforma de cubierta. Venían a retirar las redes que se habían dejado a la rastra durante la noche. Era evidente que aquellos marineros pertenecían a diferentes naciones aunque en todos ellos estaba indicado el tipo europeo. Se izaron las redes a bordo. Contenían curiosos ejemplares de aquellos sitios abundantes en pesca.

Estos diversos productos del mar fueron inmediatamente metidos por las escotillas para llevarlos a la despensa.

Terminada la pesca y renovada la provisión de aire, creí que el "Nautilus" iba seguir su excursión submarina, y me preparaba a regresar a mi cámara cuando el capitán Nemo, volviéndose hacía mí, me dijo:

—Mire el océano, señor Aronnax. ¿No le da la impresión de que es un ser dotado de una vida real?...

—Véalo —prosiguió—: ya se despierta ante las caricias del sol. Va a revivir con su existencia diurna.

El capitán Nemo se dirigió hacia la escotilla y desapareció por la escalera. Le seguí, y llegué al gran salón. La hélice se puso al punto en movimiento, y la corredera indicó una velocidad de treinta y seis kilómetros por hora.

Sólo muy de tarde en tarde pude ver al capitán Nemo durante las semanas que siguieron, aunque algunas veces lo escuché tocar sus extrañas piezas musicales en el órgano que parecían presagiar un drama latente.

Consejo y Land pasaban conmigo largos ratos. Mi criado le había referido a su amigo las maravillas de nuestra excursión, y el canadiense lamentaba no habernos acompañado.

Casi todos los días, durante algunas horas, las ventanas del salón se abrían, y nuestros ojos no se cansaban de penetrar los misterios del mundo submarino.

El 26 de noviembre, a las tres de la mañana, el "Nautilus" atravesó el trópico de Cáncer por los 172 grados de longitud. El día 27 pasó a la vista de las islas Sandwich. Habíamos andado entonces cuatro mil ochocientas setenta leguas desde nuestro punto de partida. Por la mañaña, cuando llegué a la plataforma, pude ver a dos millas por sotavento una gran isla tropical. Era la más considerable de las siete que formaban el archipiélago de las Sandwich.

La dirección del "Nautilus" se mantuvo al Sudeste. Cortó el Ecuador el 1 de diciembre, a los 142 grados de longitud y el 4 del mismo mes, después de una rápida travesía, sin incidente alguno, tuvimos a la vista el grupo de las islas Marquesas.

Después de haber dejado atrás aquel encantador archipiélago, el "Nautilus" recorrió todavía unas dos mil millas (tres mil setecientos kilómetros) desde el 4 al 14 de diciembre. Esta navegación fue señalada por el encuentro de una inmensa migración de calamares. Podían contarse por millones. Se desplazaban de las zonas templadas hacia las cálidas, siguiendo el itinerario de los arenques y de las sardinas. Los mirábamos por entre los gruesos cristales de las ventanas, viéndolos nadar hacia atrás con extraordinaria rapidez, y moverse por medio de su tubo locomotor, persiguiendo a los peces y a los moluscos, comiéndose a los pequeños, siendo comidos por los grandes, y agitando en definible confusión los diez pies que la naturaleza les ha implantado en la cabeza, como una cabellera de serpientes neumáticas. El "Nautilus", a pesar de su velocidad, navegó durante algunas horas en medio de aquel tropel de animales y sus redes capturaron gran cantidad de ellos.

El 11 de diciembre ocurrió un hecho para mí perturbador. Estaba yo ocupado leyendo en el gran salón, mientras Ned Land y Consejo observaban las aguas luminosas por las ventanas entreabiertas. El "Nautilus" estaba quieto, a una profundidad de mil metros, cuando súbitamente Consejo interrumpió mi lectura.

—¿Quiere el señor venir un instante por aquí? —me dijo con extraño acento.

—¿Qué ocurre, Consejo?

—Mire el señor.

Me levanté, fui a apoyarme de codos delante de la ventana y miré.

En plena luz eléctrica manteníase suspendida en medio de las aguas una enorme masa negruzca.

—¡Un navío! —exclamé.

—¡Sí, señor! —respondió el canadiense—; un navío desamparado que se ha ido a pique.

Estábamos en presencia de un buque, cuyos obenques cortados colgaban todavía de las bozas o cadenas. Su casco estaba al parecer en buen estado; el naufragio debía haberse producido muy poco tiempo atrás. Los tres mástiles se veían partidos a un metro por encima del puente, indicando que aquel barco había tenido que sacrificar su arboladura; pero, caído sobre el costado, había hecho agua, y todavía estaba tumbado, dando la banda a babor. En su puente yacían tendidos algunos cadáveres amarrados con cuerdas.

Conté cuatro hombres; otro estaba de pie agarrado al timón, y había una mujer medio asomada por la lumbrera de la toldilla, y con un niño en los brazos. La luz proyectada por el "Nautilus" me permitió ver que era joven. Haciendo un supremo esfuerzo había levantado por encima de la cabeza a su criatura cuyos brazos se aferraban al cuello de su madre. La actitud de los cuatro marinos me pareció espantosa, pues habían perecido, según toda probabilidad, entre movimientos convulsivos y haciendo esfuerzos por arrancarse las cuerdas que los tenían amarrados. El timonel demostraba más serenidad. Con semblante grave y tranquilo, sus cabellos canosos, la mano crispada sobre la rueda del timón, parecía dirigir todavía el buque, perdido en las profundidades del océano.

Entre tanto, el "Nautilus", haciendo evoluciones, dio la vuelta alrededor del buque sumergido, y en un momento pude leer sobre el "espejo", es decir, la parte plana de popa, de la nave: "Florida Sunderland"

El amanecer del Año Nuevo de 1863, muy de madrugada, Consejo se reunió conmigo en la plataforma, sobre cubierta.

—¿Me permitirá el señor que le felicite, como primer día del año que es hoy?

—Acepto tus votos, y te los agradezco. Solamente tengo que hacerte una observación, y es que me digas lo que entiendes por felicitación en las circunstancias que nos rodean. ¿Será este el año que pondrá fin a nuestro cautiverio o seguiremos tan extraño viaje? —contesté.

—La verdad, señor —respondió Consejo—, es que no sé qué decirle. Son tales las cosas curiosas que vemos, que no hemos tenido tiempo de sufrir de tedio, desde hace dos meses. La última maravilla siempre es la más admirable.

—Creo, pues y no se disguste el señor, que un buen año sería el que nos permitiese verlo todo.

—Y ¿qué opina Ned Land?

—Ned Land piensa precisamente lo contrario —respondió Consejo.

El 2 de enero habíamos andado once mil trescientas cuarenta millas, o sea veinte mil novecientos veintiocho kilómetros, desde nuestro punto de partida en los mares del Japón. Ante el espolón del "Nautilus" se extendían los peligrosos parajes del mar de coral, en la costa Nordeste de Australia.

Mucho hubiera yo deseado visitar el arrecife, pero en este momento los planos inclinados del "Nautilus" nos llevaban a gran profundidad, debiendo satisfacerme con el espectáculo de algunos peces traídos por nuestras redes.

Dos días después de haber atravesado el mar de Coral, el 4 de enero avistamos las costas de la Papuasia. Entonces el capitán Nemo me comunicó su intento de llegar al océano Índico por el estrecho de Torres, sin añadir más. Ned Land recibió la noticia muy satisfecho porque este rumbo nos acercaba a los mares europeos.

El estrecho de Torres es considerado como no menos peligroso por los escollos de que está erizado, que por los salvajes naturales que frecuentan sus costas. Se halla situado entre Nueva Holanda y la gran isla de Papuasia, llamada también Nueva Guinea.

El "Nautilus" navegó serenamente hacia aquellas aguas y en pocas horas de veloz marcha estuvo a la entrada del estrecho más peligroso del mundo, obstruido por una cantidad inumerable de islas, islotes, rompientes y peñas que casi imposibilitaban su navegación.

El capitán Nemo tomó todas las precauciones para atravesarlo. El "Nautilus", flotando a flor de agua, avanzaba con moderado andar, mientras que el capitán y sus oficiales alternaban su vigilancia sobre las mirillas, ventanas e instrumentos.

Aprovechando la situación, mis dos compañeros y yo habíamos subido a la plataforma de cubierta, donde nadie más parecía interesado en situarse. Delante de nosotros se alzaba la cámara del timonel, y si no me engaño, allí debía estar el capitán Nemo dirigiendo por sí mismo su nave. Alrededor del "Nautilus" el mar bullía con furia.

—¡Qué mar tan encrespado! —dijo Ned Land.

—Detestable, en efecto —respondí—, y por cierto que no puede convenir a un barco como el "Nautilus".

—Este endiablado capitán —repuso el arponero— debe sentirse "muy mucho" y bien seguro de su derrotero, porque veo por ahí unas masas de corales que despedazarían este buque, aun cuando no hiciera más que rozarlos.

La situación era indudablemente peligrosa; pero el "Nautilus" parecía deslizarse como por encanto en medio de aquellos agudos escollos. Modificando su dirección y cortando recto al Oeste, apunto su proa hacia la isla Gueboroar.

Eran las tres de la tarde. El oleaje se estrellaba sobre las peñas, estando las aguas casi en pleamar. El "Nautilus" se acercó a menos de dos millas de la isla.

De repente, un choque me derribó. El "Nautilus" acababa de tocar en un escollo, y quedó encallado, inclinándose ligeramente hacia el costado de babor.

Cuando me levanté, divisé sobre la plataforma al capitán Nemo y a su segundo. Estaban examinando la situación del buque, mientras intercambiaban ideas en su incomprensible idioma.

Habíamos varado mientras la marea estaba alta y en uno de esos parajes donde las mareas son apenas medianas, circunstancia perjudicial para ponerse a flote. Por fortuna, el buque no había sufrido averías graves, gracias a la solidez de su casco. Sin embargo, aunque no podía irse a pique ni abrirse, corría mucho riesgo de quedar para siempre preso entre aquellos escollos.

El capitán, frío y sereno, siempre dueño de sí mismo, se acercó y aproveché de preguntarle:

—¿Un accidente?

—No; un "incidente" —me respondió.

—Pero un incidente —repliqué— que obligará tal vez a habitar de nuevo las tierras que usted ha rechazado.

El capitán Nemo me miró con aire singular, e hizo un ademán negativo, significándome con bastante claridad que nada habría que le hiciera volver a poner los pies en un continente. Después dijo:

—Por otra parte, señor Aronnax, el "Nautilus" no está perdido. Todavía seguirá llevándonos en medio de las maravillas del océano. Nuestro viaje principia ahora, y no deseo privarme tan pronto del honor de tenerlo a usted por compañía.

Apuntes de mi diario de a bordo:

04 de enero.

Hoy interrogué nuevamente al capitán Nemo sobre la situación del barco. Me respondió con tono desafiante:

—Dentro de cinco días será luna llena. Mucho me sorprendería que este complaciente satélite no levantase lo suficiente estas masas de agua y no me prestase un servicio que a él sólo quiero deber.

Dicho esto, el capitán Nemo, seguido de su segundo, bajó al interior del "Nautilus". En cuanto a éste, ya no se movía.

—¿Y bien, señor profesor? —me dijo Ned Land, que vino hacia mi después de haberse marchado el capitán.

—Aguardaremos la marea del nueve, pues parece que la luna puede ponernos nuevamente a flote.

—¿Nada más que eso?

—Nada, puesto que la marea bastará —respondió sencillamente Consejo.

El canadiense miró a Consejo, y luego se encogió de hombros. Ned se expresaba como marino, y añadió:

—Yo entiendo de esto y puedo asegurarles que este pedazo de hierro ya no navegará ni encima ni debajo del agua. Creo que ha llegado el momento de abandonar la compañía del capitán Nemo.

—Amigo Ned —respondí—, dentro de cuatro días sabremos a qué atenernos sobre los mares del Pacífico. Por otra parte, el consejo de huir podía ser oportuno si estuviésemos a la vista de las costas de Inglaterra o de la Provenza; pero ¡en los parajes de la Papuasia es otra cosa!

—¿Pero no podríamos al menos gozar un poco de ese terreno —repuso Ned Land—. Ahí tenemos una isla. Debajo de esos árboles existen animales terrestres, portadores de chuletas y de buenos lomos a los cuales daría gustoso algún enorme mordisco.

—Tiene razón el amigo Ned —dijo Consejo—, y soy de su parecer. ¿No podría el señor obtener de su amigo el capitán Nemo que nos traslade a tierra?

—Puedo preguntárselo; pero temo que se negará.

Con sorpresa mía, el capitán Nemo nos concedió sin problemas el permiso que le solicité, y hasta lo hizo sin haberse exigido la promesa de volver a bordo. Pero una fuga por las tierras de Nueva Guinea hubiera sido peligrosísima. Jamás hubiera yo aconsejado a Ned que la intentase. Valía más ser prisionero a bordo del "Nautilus" que caer en manos de los caníbales de la Papuasia.

05 de enero.

De madrugada, ya el bote estaba listo y a nuestra disposición. A las ocho, armados con escopetas eléctricas y con hachas, nos separábamos del "Nautilus".

Siguen aquí apuntes desordenados que prefiero resumir en un relato convencional.

Consejo y yo remábamos vigorosamente, y Ned era quien manejaba el timón, dirigiéndonos por los angostos canales que existían entre las peñas. El esquife se gobernaba bien, y corría con rapidez hacia la tierra.

Ned Land no podía contener su alegría.

—¡Carne! —repetía—. ¡Vamos a comer carne! ¡Nada de pescado!

—¡Glotón! —respondió Consejo.

— ¡La boca se me hace agua!

—Falta saber —dije— si en esos bosques hay caza, y si no habrá peligro de encontrarnos con bestias que resulten más cazadoras que los cazadores.

—Aun así, señor Aronnax —respondió el canadiense, cuyas muelas parecían afilarse como el filo de un hacha— ¡comeré tigre, si no hay otro cuadrúpedo en la isla!

—¡Bueno! —exclamé yo—. ¡Ya comienza a perder la cabeza el señor Land!

—No tenga cuidado, señor Aronnax —respondió el canadiense—, y reme aprisa. No pido ni veinticinco minutos para ofrecerle un plato preparado por mí.

A las ocho y media el bote del "Nautilus" arribó suavemente sobre una playa de arena, después de haber atravesado con felicidad el anillo coralífero que cercaba a la isla de Gueboroar.

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