VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO IX

ENTRE ARRECIFES Y SALVAJES

¡Qué deliciosa fue la sensación de tocar tierra! Durante varios minutos tuve que luchar contra la sensación de que la isla se balanceaba como un barco bajo mis pies, fenómeno que tan a menudo le ocurre a las personas que han permanecido demasiado tiempo a bordo.

El arponero Land parecía delirante de placer y pateaba el suelo como si quisiera tomar así posesión de la isla.

Todo el horizonte se veía cerrado por una cortina de selvas admirables; cón árboles enormes, cuya altura llegaba a veces a sesenta metros, y se enlazaban unos con otros por medio de guirnaldas de bejucos y enredaderas floridas mecidas por una ligera brisa.

El canadiense descubrió un cocotero, derribó algunos de sus frutos, los abrió, bebimos su leche y comimos su almendra con una satisfacción que protestaba contra el régimen del "Nautilus".

—¡Excelente! —decía Ned Land.

—Exquisito —respondía Consejo.

—Y yo no creo —dijo el arponero— que el capitán Nemo se oponga a que introduzcamos un cargamento de cocos a bordo.

—No lo creo —respondí—, pero no querrá probarlos.

—Peor para él —dijo Consejo.

—Señor Land —dije al arponero, que se disponía a saquear otro cocotero—; el coco es una cosa buena, pero antes de llenar la canoa, me parece prudente reconocer si la isla produce alguna sustancia no menos útil. Las verduras frescas serían bien recibidas en la cocina del "Nautilus".

—El señor tiene razón —respondió Consejo—, y propongo reservar tres sitios en nuestra embarcación: uno para las frutas, otro para las verduras y el tercero para la caza.

—Continuemos, pues nuestra excursión —repliqué—; pero estemos en guardia, porque si bien la isla parece deshabitada, pudiera encerrar algunos individuos menos delicados que nosotros sobre la naturaleza de la caza.

Mientras seguía esta conversación, penetrábamos bajo las sombrías bóvedas de la selva, y durante dos horas la recorrimos en todos sentidos.

Distinguimos un árbol muy bonito, de unos quince metros de altura. Su copa, graciosamentde redondeada estaba formada de hojas grandes y brillantes. De su verde masa pendían unas grandes frutas globulosas, de diez a quince centímetros de anchura, provistas de rugosidades exteriores dispuestas en hexágono. Era un árbol del pan.

Ned Land conocía muy bien aquella fruta, porque ya la había comido durante sus largos viajes, y sabía de qué modo se preparaba la sustancia comestible.

Exclamó:

—Señor profesor, si no pruebo un poco de esa pasta del árbol del pan me muero.

Y encendió un montón de leña seca, que chisporroteó alegremente. Entre tanto, Consejo y yo escogíamos las mejores frutas. Consejo llevó una docena a Ned Land, que las colocó sobre ascuas, después de haberlas cortado en lonjas gruesas, y exclamando al mismo tiempo:

—Ya verá, señor profesor, qué bueno es este pan.

—Sobre todo cuando se ha estado sin él mucho tiempo —dijo Consejo.

Al cabo de algunos minutos, la parte de las frutas expuesta al fuego quedó completamente carbonizada. En el interior parecía una pasta blanca, especie de miga tierna, cuyo sabor era parecido al de la alcachofa, y que comí con extraordinario gusto.

Terminada nuestra cosecha, proseguimos la marcha para completar nuestra comida terrestre.

No fueron inútiles nuestras investigaciones, pues habíamos hecho una amplia cosecha de plátanos. Recogimos, además, cierta fruta llamada jack, cuyo sabor es muy pronunciado, unos mangueis sabrosos y unas piñas de inverosímil magnitud. Ned marchaba delante y, durante su paseo por la selva, recogía con segura mano toda una variedad de frutas, desconocidas para nosotros, que debían completar su provision.

—Acabemos —dijo Consejo—. ¿falta todavía alguna cosa?

—Esos vegetales no hacen una comida —respondió Ned Land—. Apenas son postres. ¿Y la sopa? ¿Y el asado?

—En efecto —dije—. Ned nos había ofrecido unas chuletas, que me parecen muy problemáticas.

—Señor profesor —repuso el arponero—, la caza todavía está por empezar. ¡Paciencia! Ya encontraremos algún animal de pluma o pelo, si no en un paraje, en otro...

—Y si no lo hallamos hoy, lo buscaremos mañana —añadió Consejo—, porque no debemos alejarnos mucho. Propongo que regresemos a la canoa.

Volvimos, pues, a atravesar la selva, y completamos nuestra cosecha con una porción de nueces muy agradables y sustanciosas. Recogimos además una clase de habichuelas y varias baratas de superior calidad.

A las cinco de la tarde, cargados con todas aquellas riquezas, abandonamos la playa, y media hora después llegamos al "Nautilus". Nadie nos salió al encuentro. Una vez embarcadas las provisiones, me fui a mi cámara, donde encontré la cena lista. Comí y dormí.

Al día siguiente 6 de enero, nada de nuevo ocurrió a bordo. No se escuchaba el más mínimo ruido en el interior, ni había señal alguna de vida. El bote había permanecido en el sitio mismo donde lo habíamos dejado. Resolvimos volver a la isla de Gueboroar. Al salir el sol ya estábamos en marcha. La embarcación, impelida por el oleaje, alcanzó la isla en pocos instantes.

Desembarcamos, y seguimos a Ned Land, cuyas largas piernas amenazaban dejarnos atrás.

Después de haber cruzado un pastizal bastante frondoso llegamos a la linde de un bosquecillo, animado por el canto y el vue!o de muchos pájaros.

—Todavía no se ven más que pájaros —dijo Consejo.

—Pero son pájaros comestibles —respondió el arponero.

—Yo no veo más que papagayos —replicó Consejo.

—Amigo Consejo—respondió gravemente Ned—, el papagayo es el faisán de los que no tienen otra cosa que comer.

En efecto, bajo el frondoso follaje de aquel bosque saltaba de rama en rama todo un mundo de papagayos, en compañía de unas cotorras de todos los colores, y de graves guacamayos de color encarnado brillante, loros, kalaos de ruidoso vuelo, papúes, teñidos con los matices azules más finos y toda una variedad de volátiles bellísimos, pero poco comestibles.

Después de haber atravesado el bosquecillo salimos a un llano obstruido por zarzales. Entonces reparé que se levantaban una aves magníficas, que la disposición de sus plumas obligaba a dirigirse contra el viento.

—¡Aves del paraíso! —exclamé—. Señor Land; cuento con usted y su destreza para coger uno de esos pájaros portentosos de la naturaleza tropical.

—Lo intentaré, señor profesor.

Pero los intentos del canadiense resultaron inútiles y perdió bastantes municiones sin ningún resultado.

Hacia las once de la mañana todavía no habíamos conseguido cazar nada. El hambre nos aguijoneaba. Por fortuna, Consejo, con sorpresa suya, hizo un golpe doble y acertó dos palomas gordas. Desplumadas con presteza y ensartadas en un asador improvisado, fueron expuestas al fuego. Mientras se asaban, Ned preparó las frutas del árbol del pan y luego fueron las palomas devoradas hasta los huesos y declaradas excelentes.

—Y ahora, Ned, ¿qué nos falta? —pregunté al canadiense.

—Una caza de cuatro patas, señor Aronnax —respondió Ned Land—. Mientras no mate a un animal con chuletas no estaré satisfecho.

—Ni yo tampoco, Ned, si no cojo un pájaro del paraíso.

—Prosigamos, pues, la caza —dijo Consejo—. Pero vamos regresando hacia el mar, porque hemos llegado a las primeras vertientes de las montañas y me parece más prudente volver hacia la zona de las selvas.

Era un dictamen sensato, y lo seguimos. Después de una hora de andar, habíamos alcanzado un nuevo bosque. Las aves del paraíso se escondían al acercarnos y me desesperaba no alcanzarlas, cuando Consejo, que iba delante, dio un grito de triunfo y volvió hacia mí, trayéndome un magnífico pájaro de esa especie.

—¡Bravo, Consejo! —exclamé1, tu golpe ha sido de maestro. ¡Coger una de esas aves vivas, y cogerla con la mano!

—No me ha costado mucho trabajo, señor, porque ese pájaro está borracho como un carretonero.

—¿Embriagado?

—Sí, señor; ebrio a causa de las nueces moscadas que se estaba comiendo.

Consejo no se equivocaba. El pájaro, embriagado por el zumo, estaba reducido a la impotencia. No podía volar ni andar apenas. Pero esto me daba poco cuidado, y le dejé digerir sus moscadas.

Era un ejemplar bellísimo, con uñas de matiz avellana, las alas con púrpura en las puntas, amarillo claro en la cabeza y garganta y castaño en el abdomen y pecho. Sobre su cola se levantaban dos filamentos sedosos, adornados con largas y ligerísimas plumas de admirable finura, que completaban el conjunto de tan maravillosa ave, poéticamente llamada por los indígenas Pájaro del Sol.

Deseaba yo vivamente poder llevar a París aquel magnífico ejemplar de ave del paraíso, a fin de regalarlo al Jardín de Plantas, que no tiene ninguno con vida.

Mis deseos estaban satisfechos con la posesión de tan precioso ave, pero no los del canadiense respecto de su caza, hasta que, por fin, hacia las dos de la tarde, pudo tirar a un cerdo montés. El grueso animal alcanzado por la bala eléctrica, cayó muerto en el acto.

El canadiense lo abrió y despojó de las entrañas, sacando media docena de costillas, que debían suministrarnos una excelente cena. Después se prosiguió la caza.

Ned Land y Consejo batiendo los zarzales hicieron salir un rebaño de canguros que huyeron brincando pero no tan de prisa que no pudiera alcanzar a uno con su bala eléctrica. En seguida fue en persecución de la manada logrando abatir otros cinco robustos canguros jóvenes.

—¡Ah, señor profesor! —exclamó Ned Land, a quien el entusiasmo de cazador se le subía a la cabeza—. ¡Qué caza tan excelente! ¡Que abastecimiento para el "Nautilus"! ¡cinco por tierra! ¡Y cuando pienso que nos comeremos toda esa carne sin que esos necios de a bordo la prueben!

Creo que, en el exceso de su alegría, el canadiense, a no haber hablado tanto, hubiera acabado con todo el rebaño. Pero finalmente se satisfizo con una docena de aquellos marsupiales.

A las seis de la tarde habíamos regresado a la playa, y el bote se encontraba en el mismo sitio, mientras que el "Nautilus" sobresalía de las aguas a unas dos millas de la costa.

Ned Land, sin más tardanza, se ocupó de la comida; era muy entendido en aquella especie de cocina, y las costillas asadas sobre las ascuas esparcieron muy pronto un olor delicioso.

La comida fue excelente, completándola con pichones torcaces. Algunos mangueis, media docena de piñas y al licor fermentado de ciertas nueces de coco, nos comunicaron risueña alegría, y hasta creo que las ideas de mis compañeros no eran todo lo lúcidas que fuera de desear.

—Mejor haríamos en no volver esta noche al "Nautilus" —dijo Consejo.

—Mejor todavía sería no volver nunca más —añadió Ned Land. En ese preciso instante una piedra cayó con gran velocidad a nuestros pies, dejando al arponero sin terminar la frase.

Otra piedra redonda y negra pasó como una bala y se llevó de entre las manos de Consejo una sabrosa pierna de pichón.

Nos levantamos los tres con la escopeta al hombro dispuestos a repeler aquel ataque.

—¿Son monos? —preguntó Ned Land.

—Casi lo mismo —respondió Consejo—, porque son salvajes.

—¡Al bote! —dije, encaminándome hacia el mar.

Unos veinte indígenas, armados con arcos y flechas, aparecieron sobre el lindero de una espesura que nos ocultaba el horizonte de la derecha a unos cien metros de distancia.

Los salvajes se aproximaban sin correr, pero gritaban y hacían las más hostiles demostraciones, arrojándonos una lluvia de piedras y de flechas.

Ned Land no quiso abandonar sus provisiones, y a pesar de la inminencia del peligro, tirando del cerdo por un lado y de sus canguros por otro, salió a escape con la mayor velocidad que podía.

En dos minutos estuvimos sobre el bote. Cargar los víveres, echarlo mar afuera, armar los remos, fue cosa de un momento. Habíamos ganado unos trescientos metros de distancia, cuando cien salvajes, aullando y gesticulando, entraron en el agua hasta la cintura.

Veinte minutos más tarde subíamos a bordo del "Nautilus".

Descendí al salón, donde sonaban algunos preludios armónicos. Allí estaba el capitán Nemo, delante de su órgano, sumido en un éxtasis musical.

—Capitán —le dije.

No me oyó.

—Capitán —repetí, tocándole en un hombro.

Se estremeció, y exclamó volviéndose:

—¡Ah! ¿Es usted, señor profesor? Y bien, ¿han hecho buena caza?

—Sí, capitán —respondí—; mas por desgracia hemos atraído una tropa de salvajes, cuya vecindad me parece peligrosa.

—¡Salvajes! —dijo el capitán Nemo con ironía—. Y ¿se asombra de hallar salvajes en esta hermosa isla? Y ¿dónde no los hay? Y ¿son peores que los otros, esos que ustedes encontraron?

—Pero capitán...

—Yo los he visto en todas partes, señor Aronnax.

—Pues bien, si no los quiere tener a bordo del "Nautilus", lo aconsejable sería tomar algunas precauciones.

—Tranquilícese, señor profesor. No hay motivo de preocupación.

—Pero esos indígenas son numerosos.

—Señor Aronnax —respondió el capitán Nemo, cuyos dedos se apoyaron de nuevo sobre el teclado—, aun cuando todos los salvajes de la Papuasia estuviesen reunidos en esa playa, nada tendría que temer de ellos el "Nautilus".

Los dedos del capitán corrían entonces sobre el teclado. Olvidó mi presencia, y quedó sumido en una meditación que no traté de turbar. Volví a la plataforma. Era ya de noche; numerosas hogueras encendidas en la playa atestiguaban que los indígenas no pensaban abandonar el lugar.

Así llegó el 8 de enero. A las seis de la mañana subí a la plataforma de cubierta. Las sombras de la noche comenzaban a disiparse con los albores de la aurora, y pude ver que los indígenas seguían reunidos allí más numerosos que la víspera, pues calculé que ahora su número era de unos quinientos o seiscientos. Aprovechándose algunos de la marea baja, se habían adelantado por los arrecifes a menos de trescientos metros del "Nautilus". Yo les distinguía fácilmente. Eran positivamente verdaderos papúas de atlética estatura, hombres de bella raza, de frente ancha y elevada, nariz gruesa pero no aplastada, y dientes blancos. Su crespa cabellera, teñida de rojo, se destacaba sobre un cuerpo negro y brillante como el de los nubios. Entre ellos observé algunas mujeres que exhibían sus airosos pechos desnudos y sólo se cubrían con una faldita de hierbas. Casi todos iban armados con arcos, flechas y broqueles y llevaban a la espalda una especie de red, donde guardaban los proyectiles de piedra que con tanta destreza sabían disponer por medio de sus hondas.

Uno de los jefes, bastante cercano al "Nautilus", lo examinaba con atención.

Durante todo el tiempo de la baja marea aquellos indígenas estuvieron rondando alrededor del "Nautilus", pero sin manifestarse agresivos. Yo les oía repetir con frecuencia la palabra "assai", y por sus ademanes comprendí que me invitaban a ir a tierra, invitación que por cierto no me atreví a aceptar.

La marea comenzó a subir a eso de las nueve, y a las once el mar empezaba a sumergir las crestas de los arrecifes de coral. Los salvajes volvieron entonces a la playa. Observé que su número crecía considerablemente, sin cesar. Quizás llegaban de las islas vecinas, o de la Papuasia propiamente dicha. Sin embargo, no había visto piraguas.

A falta de algo mejor en que ocuparme, se me ocurrió explorar el fondo de aquellas límpidas águas.

Llamé a Consejo, que me trajo una draga pequeña y ligera, casi semejante a las que sirven para arrancar las ostras de sus bancos, y estuvimos pescando durante dos horas sin obtener nada de importancia.

Consejo y yo estábamos absortos en la contemplación de una concha especialmente extraña que habíamos hallado, con la cual me proponía enriquecer el Museo, cuando una piedra, vigorosamente lanzada por un indígena, vino a destrozar el precioso objeto en las manos mismas de Consejo.

Se me escapó un grito de miedo. Consejo agarró la escopeta y apuntó a un salvaje que agitaba su honda a diez metros de distancia. Quise detener la acción de mi criado, pero el tiro salió y la bala destrozó el brazalete de amuletos que colgaba en el brazo del indígena.

—¡Consejo! —exclamé—. ¡Consejo!

—¿Pero no ve el señor que ese caníbal ha comenzado el ataque?

—Una concha no vale la vida de un hombre —le dije.

—¡Ah, bribón! —dijo Consejo—. ¡Mejor hubiera sido que me hubiese roto el brazo y no ese ejemplar tan raro!

Entretanto la situación había cambiado; sin que lo hubiésemos percibido antes, nos vimos rodeados por unas veinte piraguas manejadas por diestros remeros medio desnudos que, sin mostrar temor alguno, llegaron más cerca del "Nautilus". Sobre éste cayó una nube de flechas.

—Hay que avisar al capitán Nemo —dije, entrando por la escotilla.

Llamé a la puerta del capitán.

—Adelante —me respondieron.

Entré y vi que el jefe estaba embebido en un cálculo, donde no faltaban los más abstrusos signos algebraicos.

—¡Capitán Nemo! —le dije—. Las piraguas de los indígenas nos rodean, y dentro de algunos minutos nos veremos acometidos por centenares de salvajes.

—¡Ah! —dijo con sosiego el capitán Nemo—. ¿Han venido con sus piraguas?

—Si, señor.

—Pues bien, basta cerrar las escotillas.

Y tocando un botón eléctrico, transmitió sus órdenes a la tripulación.

—Ya está hecho —me dijo, después de algunos instantes—. El bote ya se encuentra en su sitio y las escotillas están cerradas.

—Capitán, hay otro peligro.

—¿Cuál es?

—En que mañana, a igual hora, habrá que volver a abrir las escotillas para renovar el aire del "Nautilus".

—Sin duda.

—Pues bien, si en ese momento los salvajes ocupan la plataforma de cubierta no comprendo cómo podrá impedir que entren..

—Entonces usted teme que subirán a bordo.

—Estoy seguro de ello.

—Pues bien, que suban. No veo motivo alguno para impedírselos. No quiero que mi visita a la isla de Gueboroar cueste la vida a uno solo de esos desgraciados.

Dicho esto, iba a retirarme; pero el capitán Nemo me retuvo y me invitó a sentarme junto a él. Me interrogó con interés sobre nuestras excursiones por tierra, y pareció no comprender la necesidad de carne de que era tan codicioso el arponero. Después, la conversación versó sobre otros asuntos, y sin ser más comunicativo, el capitan Nemo me pareció más amable.

—Mañana —dijo finalmente el capitán Nemo, levantándose—, mañana, a las dos cuarenta minutos de la tarde, el "Nautilus" flotará y abandonará sin averías el estrecho de Torres.

Dijo estas palabras con acento categórico, como si no le cupiera ni la sombra de una duda. Después el capitán Nemo se inclinó ligeramente, lo cual significaba que me despedía, y yo volví a entrar en mi habitación.

Allí encontré a Consejo, que deseaba conocer el resultado de mi entrevista con el capitán.

—Muchacho —dije—, cuando le he manifestado mi creencia de que el "Nautilus" estaba amenazado por un millar de caníbales de Papuasia, el capitán me contestó con mucha ironía. Ahora sólo me resta decirte que tengas confianza en él y te vayas a dormir en paz.

Me quedé solo; me acosté, pero dormí bastante mal. Escuchaba claramente el ir y venir de los salvajes que pataleaban sobre cubierta, prorrumpiendo a veces en gritos desaforados. Así se paso la noche sin que la tripulación saliera de su apatía habitual.

A las seis de la mañana me levanté, y todavía no estaban abiertas las escotillas.

Trabajé en mi cuarto hasta las doce, sin haber visto ni por un momento al capitán Nemo. Me pareció que estaban haciendo a bordo preparativos de marcha. Esperé durante algún tiempo, y luego penetré en el salón grande. El reloj señalaba las dos y media. Diez minutos después, las olas debían alcanzar su máximo de altura,.y si el capitán Nemo no había hecho una promesa infundada, el "Nautilus" quedaría muy pronto libre.

Se sintió poco después un estremecimiento precursor en el casco de la nave, y sobre sus costados rechinaron las asperezas calcáreas del fondo coralífero.

A las dos y treinta y cinco minutos, el capitán Nemo apareció en el salón.

—Vamos a zarpar —dijo. He dado orden de abrir las escotillas.

—¿Y los salvajes? ¿No entrarán en el "Nautilus"?

—Señor Aronnax —respondió tranquilamente el capitán Nemo—, no se entra tan fácilmente por las escotillas del "Nautilus", aun estando abiertas. Venga a ver y saldrá de dudas.

Lo seguí a la escalera central. Allí Ned Land y Consejo, muy inquietos, estaban mirando cómo se abrían las escotillas, mientras que se escuchaban fuera gritos de rabia y espantosas vociferaciones.

Las portas fueron echadas para afuera y de inmediato aparecieron por ellas veinte figuras horribles. Pero el primero de los indígenas que se apoyó en el pasamanos de la escalera, fue rechazado por no sé qué fuerza invisible y rebotó hacia atrás para escapar dando horrorosos gritos y haciendo cómicas piruetas.

Diez de sus compañeros le imitaron, y los diez tuvieron igual suerte.

Consejo estaba extasiado. Ned Land, arrastrado por sus instintos violentos, se arrojó a la escalera, pero no bien hubo asido la barandilla, cuando fue derribado a su vez como si hubiese recibido algo mucho más demoledor que una patada de mula.

—¡Mil diantres! —exclamó—. ¡Me ha herido un rayo!

Esta palabra me lo explicó todo. No era aquello una barandilla, sino un cable de metal cargado de electricidad, que llegaba hasta la plataforma.

Por cierto que los indígenas, amedrentados, habían emprendido la retirada sobrecogidos de terror. Nosotros, medio risueños, consolábamos y dábamos fricciones al desdichado Ned Land, que lanzaba maldiciones como un poseído del demonio.

En aquel momento, el "Nautilus", levantado por las últimas ondulaciones de las aguas, abandonó su lecho de coral, cumpliendo con matemática precisión los horarios fijados por el capitán. La hélice batió las aguas con majestuosa lentitud. Su velocidad aumentó poco a poco y salió navegando sano y salvo fuera de los peligrosos pasos del estrecho de Torres.

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