VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XIV

EN LAS PROFUNDIDAS: LA ATLÁNTIDA

Se me hacía evidente que el capitán Nemo detestaba permanecer en esta región del Mediterráneo, rodeada por aquellas tierras que él había resuelto abandonar para siempre. Sus olas y sus brisas le traían demasiados recuerdos, acaso demasiados pesares, y no demostraba aquí ya la libertad de modales, la independencia de maniobras que le dejaban los océanos. Me parecía que ahí sentía su "Nautilus" como oprimido entre aquellas costas de África y Europa.

Por eso, aunque nuestra velocidad era de veinticinco nudos, más de cuarenta kilómetros por hora, debió parecerle poca. Ned Land, con gran sentimiento suyo, tuvo que renunciar a los proyectos de fuga.

Pude ver tan sólo en el interior del Mediterráneo lo que un viajero que viaja en tren expreso puede distinguir en un paisaje que huye a escape ante sus ojos. Solamente los lejanos horizontes.

Nuestra velocidad era tanta que durante la noche del 16 al 17 de febrero llegamos a encontrarnos navegando en el Mediterráneo occidental cuyas mayores profundidades se encuentran a tres mil metros. El "Nautilus", impulsado por su hélice y deslizándose sobre sus planos inclinados, se sumergió hasta las últimas capas del mar.

Esas profundidades de aguas límpidas y mortales ofrecieron a mi vista escenas terribles, conmovedoras.

Atravesábamos, efectivamente, entonces toda esa parte del Mediterráneo que es más fecunda en siniestros. Desde la costa argelina a las playas de Provenza, ¡cuántas naves han naufragado! En este paseo rápido a través de las aguas profundas, distinguí muchos pecios, barcos perdidos, que yacían allí sobre el fondo marino, algunos ya cubiertos por los corales y otros revestidos sólo por una capa de orín. Anclas, cañones, balas, guarniciones de hierro, aletas de hélice, trozos de máquina, cilindros destrozados, cascos de buques flotando entre dos aguas, calderas sin fondo, las unas en posición recta, otras invertidas.

Pero el "Nautilus" indiferente y rápido, se deslizaba a toda hélice entremedio de aquellas ruinas, y el 18 de febrero, a las tres de la mañana, llegamos ante la entrada del estrecho de Gibraltar.

Poco después afloramos a la superficie sobre las olas del Atlántico.

El mar estaba algo rizado; navegando rápido, el "Nautilus" rompía las aguas con su espolón. Habíamos recorrido unos sesenta mil kilómetros, diez mil leguas, en tres meses y medio. Ya habíamos cubierto una distancia muy superior a la de uno de los círculos máximos de la Tierra. ¿Hacia dónde navegábamos ahora y qué nos reservaba el porvenir?

Tras cruzar el estrecho de Gibraltar, el "Nautilus" se apartó de las costas y volvió a la superficie de las aguas, permitiéndonos retomar nuestros cotidianos paseos en la plataforma de cubierta.

Subí a ella al instante, acompañado de Ned Land y de Consejo.

A una distancia de doce millas se vislumbraba vagamente el cabo de San Vicente, que forma la punta Sudoeste de la Península Ibérica. Un viento borrascoso soplaba del Sur; la mar se iba volviendo gruesa, levantisca, e imprimía sacudidas violentas de balanceo al "Nautilus". Era casi imposible mantenerse en la plataforma, batida por enormes olas a cada momento. Por último tuvimos que resignarnos a bajar después de haber respirado algunos instantes el aire libre y tonificante.

Consejo volvió a su camarote. Yo me retiraba al mío con ganas de estar solo, pero el canadiense, con un aire bastante inquieto, me siguió. Nuestra marcha rápida a través del Mediterráneo le había impedido poner sus proyectos en práctica, y no disimulaba su disgusto y frustración.

Cuando se hubo cerrado la puerta de mi cuarto, se sentó mirándome silenciosamente.

—Amigo Ned —le dije—, te comprendo perfectamente, pero no tienes nada de qué arrepentirte. En las condiciones en que navegaba el "Nautilus", ciertamente que hubiera sido desvarío pensar en una fuga.

—No —respondió Ned Land, y sus labios apretados, sus cejas fruncidas, indicaban que se veía violentamente asediado por una idea fija.

—No te desesperes, hombre —continué—, vamos por la costa de Portugal y no estamos muy lejos de Francia e Inglaterra. Allí, fácilmente encontraríamos un refugio.

Ned Land me miró más fijamente aun, y despegando por último sus labios, dijo:

—Esta noche nos fugaremos.

Me incorporé de un salto pues estaba, lo confieso, poco preparado a semejante noticia.

—Estábamos de acuerdo en que esperaríamos una circunstancia —continuó Ned Land—, y esta circunstancia ha llegado. Pasaremos esta noche a algunas millas de la costa española, y como la noche está sombría y el viento sopla del mar; cuento con usted, señor profesor... Porque usted lo prometió. Será esta noche a las nueve...

Ya he prevenido a Consejo. El capitán Nemo se hallará encerrado en su cuarto, probablemente acostado. Ni los maquinistas ni los hombres de la tripulación pueden vernos. Consejo y yo ganaremos la escalera central mientras usted, señor Aronnax, se quedará en la biblioteca, a dos pasos de nosotros, esperando la señal. Los remos, el mástil y la vela están dentro de la canoa, he conseguido llevar también algunas provisiones. Ya conseguí apropiarme de una llave inglesa para destornillar las tuercas que sujetan la canoa al casco del "Nautilus". Todo está perfectamente dispuesto.

—Malo está el mar —le dije.

—Es verdad, pero algo hay que arriesgar, y la libertad merece algún sacrificio. Por otra parte, la embarcación es sólida. Con el viento que sopla será cosa de poco tiempo el recorrer las millas que nos separan de la costa. Que las circunstancias nos favorezcan, y entre diez y once nos hallaremos desembarcados en algún punto de tierra firme o habremos muerto.

Diciendo esto, el canadiense se retiró dejándome perplejo. Sin embargo, mi palabra me ataba al arponero.

Permanecí en mi cuarto durante muchas horas porque quería evitar un encuentro con el capitán. Sabía que no hubiera podido ocultar a sus ojos la emoción que me dominaba. Triste me resultó aquel día de este modo, entre el deseo de volver a entrar en posesión de mi libertad y el pesar de abandonar aquel maravilloso "Nautilus" sin completar mis estudios submarinos.

Aquella tarde, como siempre, me sirvieron la comida en mi cuarto y comí muy mal. ¡Me hallaba completamente preocupado y enervado! Eran las siete cuando me levanté de la mesa, y ya sólo faltaban ciento veinte minutos, que iba contando, para el momento en que debía reunirme con Ned Land. No podía permanecer quieto un momento.

Volví a mi habitación y me vestí con todo lo que podía resistir mejor la intemperie: botas de mar, gorro de piel de nutria, casaca impermeable forrada de piel de foca. Cuando me hallé ya dispuesto, esperé. Sólo turbaban el profundo silencio que reinaba a bordo los estremecimientos de la hélice.

Faltando algunos minutos para las nueve me puse a escuchar al lado de la puerta del capitán. Nada se oía. Dejé mi cuarto, volviendo al salón, donde reinaban una semioscuridad y una soledad desconsoladoras.

Abrí la puerta que comunicaba con la biblioteca y allí encontré la misma soledad, la misma penumbra.

Fui a apostarme cerca de la puerta que daba a la caja de la escalera central, esperando la señal del canadiense.

En aquel momento disminuyeron notoriamente las revoluciones de la hélice que poco después cesaron completamente.

Únicamente los latidos de mi corazón turbaban el silencio, mientras me entretenía en matar el tiempo, contando los segundos. Pero la señal del arponero Land no se hacía oír. La verdad es que yo estaba impaciente por reunirme con él para intentar convencerlo de que desistiera, que dejara la tentativa para otra ocasión. Ya me daba cuenta de que no estábamos navegando en condiciones ordinarias.

De repente percibí un ligero choque y el vibrar del casco me hizo comprender que el "Nautilus" acababa de posarse en el fondo del mar.

De pronto se abrió la puerta del gran salón y apareció el capitán Nemo, que al divisarme, sin ningún preámbulo, dijo con mucha amabilidad:

—Lo buscaba, profesor: ¿conoce usted bien la historia de España?

—Muy mal— respondí.

—Si usted quiere puedo contarle un curioso episodio de esa historia.

El capitán se extendió en un diván, y maquinalmente tomé asiento a su lado en la penumbra.

—Estimado profesor —continuó el capitán Nemo—, si le parece bien retrocederemos al año 1702. En esa época el rey de Francia, Luis XIV, creyendo que bastaba un ademán de su parte para hacer desaparecer los Pirineos, había impuesto al duque de Anjou, su nieto, como rey de España, bajo el nombre de Felipe V. Por cierto que halló gravísimas dificultades en el exterior.

Efectivamente, las casas reales de Holanda, Austria e Inglaterra, firmaron un tratado de alianza, con el objeto de arrancar la corona de España a Felipe V, para colocarla en las sienes de un archiduque, a quien prematuramente dieron el nombre de Carlos III.

"España tuvo que resistir a esta coalición, hallándose sin soldados ni marinos. Con todo, no faltaba dinero siempre que sus galeones cargados de oro y plata de América pudiesen entrar en sus puertos. Hacia fines de 1702, esperaban un rico convoy que los franceses escoltaban, mandados por el almirante de Chateau–Renaud, que dirigía una escuadra de veintitrés buques. El convoy se dirigía a Cádiz; pero habiendo sabido el almirante que la escuadra inglesa acechaba en aquellas costas, resolvió guarecerse en un puerto de Francia.

"Protestaron contra semejante decisión los comandantes españoles del convoy, pretendiendo ser conducidos a un puerto de España, y a falta de Cádiz, a la bahía de Vigo, situada en la costa Noroeste, que no se hallaba bloqueada.

"El almirante de Chateaud–Renaud tuvo que obedecer, y los galeones entraron en la bahía de Vigo.

"Desgraciadamente, esta bahía es muy abierta, y no tiene defensa alguna. Fue necesario entonces apresurar la descarga de los galeones antes que llegasen las escuadras coaligadas. Pero repentinamente surgió una miserable cuestión de rivalidad.

"Los comerciantes de Cádiz tenían un privilegio, por el cual debían recibir todas las mercancías que viniesen de las Indias Occidentales, y como desembarcar los lingotes de los galeones en Vigo era ofender su derecho, se quejaron al débil Felipe V. El convoy sin descargar, quedó secuestrado en la rada de Vigo esperando que las escuadras enemigas se alejaran.

"Mientras se tomaba esta decisión, el 22 de octubre de 1702 llegaron los navíos ingleses a la bahía de Vigo. Los españoles a pesar de la inferioridad de sus fuerzas, se batieron con valor, y cuando el almirante vio que las riquezas del convoy iban a caer en manos de sus enemigos, incendió los galeones, que se hundieron con sus tesoros."

El capitán Nemo detuvo su relato y confieso que no comprendí la razón por la que esta historia pudiera interesarme.

—¿Y bien?— le pregunté.

—Y bien, señor Aronnax —me respondió el capitán Nemo—; estamos ahora en la bahía de Vigo, y podemos penetrar nosotros mismos sus misterios.

El capitán se levantó, indicándome que le siguiera.

El salón estaba muy oscuro y a través de los cristales transparentes chispeaban las olas del mar. Miré, pues, con atención.

Alrededor del "Nautilus", hasta un radio de media milla, aparecían las aguas impregnadas de luz eléctrica, iluminando con una gran claridad las arenas del fondo. Algunos hombres de la tripulación, premunidos de escafandras, se ocupaban en desfondar toneles medio podridos, cajas desvencijadas, en medio de objetos ya ennegrecidos. De aquellas cajas, de aquellos barriles, se escapaban lingotes de oro y de plata; cascadas de monedas y de joyas, que cubrían aquel fondo de arena. Después, aquellos hombres, cargados con tan precioso botín, subían a depositar su carga en el "Nautilus" y volvían a emprender aquella inagotable pesca de plata y oro.

Entonces comprendí. Estaba en el teatro de la batalla del 22 de octubre de 1702. Allí mismo se habían ido a fondo los galeones cargados por cuenta del Gobierno español. Allí era donde el capitán Nemo iba a recoger los millones con que atestaba el "Nautilus". Él era el heredero directo de aquellos tesoros arrancados a los Incas y a los vencidos por Hernán Cortés.

—¿Acaso ignoraba usted, señor profesor —me preguntó sonriendo—, que el mar contenía tantas riquezas?

—Permítame decir, capitán, que al explotar esta bahía de Vigo, usted sólo se ha adelantado algún tiempo a los proyectos de una sociedad rival que ha recibido del Gobierno español el privilegio de buscar los galeones sumergidos. Los accionistas están muy animados con el cebo de un enorme beneficio, porque se ha calculado en cien millones de dólares el valor de las riquezas aquí sumergidas.

—¡Cien millones de dólares! —me respondió el capitán Nemo—. Estaban, pero no están ya.

—En efecto –dije—, así pues, un buen aviso a esos accionistas sería un acto de caridad. ¿Pero quién sabe si sería bien recibido? Después de todo, no les compadezco tanto como a esos millares de desgraciados a quienes esas riquezas, bien repartidas, hubieran podido aprovechar. Ahora esta fortuna será inútil.

—¡Inútil! —respondió con viveza el capitán Nemo—. ¿Cree usted, caballero, que estas riquezas estén perdidas, siendo yo quien las recoge? ¿Cree que es por mí que me tomo el trabajo de buscar esos tesoros? ¿Cree quizá, que ignoro la existencia en la tierra de seres desgraciados, de razas oprimidas cuya suerte hay que aliviar, de víctimas que piden venganza? ¿Es que todavía me comprende usted?

El capitán Nemo se detuvo al pronunciar estas últimas palabras, arrepentido tal vez de haber hablado tanto. Pero yo había adivinado que cualesquiera que fueran los motivos que le habían obligado a buscar la independencia en los mares, no había dejado de ser hombre. Su corazón palpitaba con los sufrimientos de la humanidad, y su caridad inmensa se extendía a todos los hombres y todas las razas de esclavos.

Y comprendí entonces que aquellos millones enviados por el capitán Nemo, cuando el "Nautilus" navegaba en las aguas de Creta, eran su donativo a la independencia de los griegos.

El canadiense entró a mi cuarto a la mañana siguiente, con cara de amargura y rabia. Se quedó mirándome como si no pudiera coordinar sus palabras.

—Ya vez, Ned. Las cosas resultaron ayer contra nosotros.

—¡Ese condenado capitán!... —masculló el arponero—. ¡Tenía que detenerse precisamente en la hora crítica en que íbamos a huir!

—Tenía, amigo, que despachar un negocio en casa de su banquero.

—¡Su banquero!

Le relaté entonces al canadiense los incidentes de la víspera con la esperanza secreta de atraerle a la idea de no abandonar al capitán, y mi relato sólo tuvo por resultado el pesar, enérgicamente expresado por Ned, de no haber podido hacer por su cuenta una visita al campo de batalla de Vigo.

—Qué diantres —diojo—, no nos hemos de apurar; otra vez saldremos bien, y desde esta noche si es preciso...

El canadiense se fue a buscar a Consejo, yo me vestí, pasando al salón, donde descubrí que el "Nautilus" marchaba con rumbo al Sur sudoeste, volviendo la espalda a Europa.

Esperé con cierta impaciencia, y a eso de las once y media se vaciaron los receptáculos y nuestro aparato volvió a la superficie del océano. Subí corriendo hacia la plataforma, y ya se hallaba allí Ned Land.

No se veían las tierras, sólo la inmensidad del mar y algunas velas en el horizonte. El cielo se hallaba cubierto y amenazaba una tormenta.

Ned Land, desesperado, trataba de penetrar en el brumoso horizonte, y esperaba aun que detrás de aquella niebla se extendiera la tan deseada tierra.

A las doce salió el sol algunos momentos, y se aprovechó este claro para tomar la altura con el sextante. La mar se fue poniendo cada vez más brava y tuvimos que volver a bajar cerrando las escotillas.

Una hora después, cuando consulté el mapa, vi que la posición del "Nautilus" estaba marcada en los 16 grados 17' de longitud y 32 grados 22' de latitud, a 900 kilómetros de la costa más próxima. No había, pues, que pensar en la fuga.

Por la noche, a eso de las once, recibí la inesperada visita del capitán Nemo, que me preguntó si me sentía fatigado por la vigilia de la noche anterior. Desde luego que le respondí negativamente.

—Proponga, capitán.

—No ha visitado todavía los fondos submarinos más que por el día, y a la claridad del sol, ¿no le gustaría verlos ahora en medio de una noche oscura?

—Ya lo creo.

—Debo prevenirle que este camino será fatigoso, porque habrá que caminar mucho tiempo y subir una montaña.

—Estoy dispuesto a seguirle, capitán.

—Vamos, pues, señor profesor, y nos pondremos las escafandras.

Cuando llegamos al vestuario, vi que ni mis compañeros ni ningún otro tripulante debía seguirnos durante esta expedición.

En pocos instantes arreglamos nuestros aparatos, y quedaron colocados en nuestra espalda los receptáculos abundantemente provistos de aire; pero las lámparas eléctricas no estaban preparadas y se lo hice observar al capitán.

—Serían inútiles —respondió.

Me figuré que había oído mal; pero no pude reiterar mi observación, porque la cabeza del capitán había desaparecido ya en su envoltura metálica. Acabé de vestirme, y noté que me colocaban en la mano un bastón de hierro; algunos minutos más tarde, después de la acostumbrada maniobra, poníamos pie en el fondo del Atlántico, a una profundidad de trescientos metros.

Se acercaba la medianoche. Las aguas estaban profundamente oscuras, y el capitán Nemo me enseñó a lo lejos un punto rojizo, una especie de resplandor ancho, que brillaba a dos millas aproximadamente del "Nautilus", y que nos iluminaba vagamente.

El capitán Nemo y yo marchábamos uno al !ado del otro en dirección a aquel fuego. El terreno llano subía suavemente. Dábamos los pasos muy largos, ayudándonos con el bastón, pero nuestra marcha era lenta, porque los pies se introducían a veces en una especie de fango pegajoso, amasado con algas y sembrado de piedras.

Avanzando en nuestro camino, oía una especie de granizada sobre mi cabeza, y aquel ruido redoblaba muchas veces, produciendo como un chisporroteo continuo. Bien pronto comprendí que era la lluvia que caía violentamente, crepitando en la superficie de las olas.

Después de media hora de marcha, el terreno se volvió rocoso, y sin mi bastón de hierro habría caído más de una vez. Al volverme veía siempre el fanal blanquecino del "Nautilus", que empezaba a palidecer por la distancia.

Pero la claridad rojiza que nos guiaba iba aumentando e inflamaba el horizonte. La presencia de aquel foco luminoso bajo las aguas, me extrañaba bastante. Excitado sin cesar por la serie de maravillas que pasaban ante mi vista, no me hubiera sorprendido descubrir en el fondo del mar una de esas ciudades submarinas que el capitán Nemo imaginaba.

El capitán Nemo subía siempre, yo no quería quedarme atrás, y me esforzaba, casi trotando, apoyándome en mi bastón, que me servía de mucho. Me daba gusto saltar unas hendiduras cuya profundidad me hubiera hecho retroceder si me hubiera encontrado en tierra. Otras veces me aventuraba sobre el tronco vacilante de un árbol, que formaba puente de un lado a otro por encima de un abismo. Un paso en el vacío hubiera sido peligrosísimo en aquellos estrechos senderos que atravesaban las simas, y me adelantaba con pie cauteloso y firme.

Dos horas después de haber dejado el "Nautilus" habíamos pasado una línea de árboles y a unos treinta metros por encima de nuestras cabezas se levantaba el pico de la montaña, cuya proyección hacía sombra en la brillante irradiación de la vertiente opuesta. Algunos arbustos petrificados se veían por aquí y por allí, formando sinuosidades terribles, y los peces se levantaban en masa bajo nuestros pasos, como pájaros sorprendidos entre las retamas.

Millares de puntos luminosos brillaban en medio de aquellas tinieblas. Eran los ojos de gigantescos crustáceos encerrados en sus cuevas.

El capitán Nemo, familiarizado con aquellos animales terribles, no hacía ya caso alguno de ellos. Habíamos llegado a una especie de plataforma donde me esperaban todavía nuevas sorpresas. Allí se dibujaban misteriosas ruinas, que mostraban, claramente la mano y la voluntad del hombre. Eran vastos montones de piedras donde se distinguían vagas formas de castillos, de templos como monumentos druídicos de los tiempos prehistóricos. ¿Dónde estaba? ¿A dónde me había arrastrado el capricho del capitán Nemo?

Pocos minutos después llegamos a la cumbre que dominaba toda aquella masa de rocas.

Entonces dirigí una mirada a la parte que acabábamos de recorrer. La montaña se elevaba apenas 350 ó 400 metros sobre la llanura, pero desde su vertiente opuesta dominaba con doble altura el fondo de aquella porción del Atlántico.

Extendí mis miradas a lo lejos, abrazando un vasto espacio iluminado por una violenta fulguración, porque, en efecto, aquella montaña era un volcán. Allí aparecía a mi vista una ciudad arruinada, con techos hundidos, sus templos destruidos, sus arcos dislocados, las columnatas caídas en tierra, donde aun podían reconocerse las sólidas proporciones de una especie de arquitectura toscana. Más lejos, algunos restos de un acueducto gigantesco; aquí, la cimentada elevación de una acrópolis con las formas flotantes de un Partenón; allí, vestigios de malecones, como si algún antiguo puerto hubiera abrigado en otro tiempo en las costas de un océano desaparecido, los buques mercantes y las trirremos de guerra. Todavía mucho más allá, largas líneas de murallas derribadas y anchas calles desiertas.

El capitán Nemo entonces me hizo un gesto que abarcaba toda la ciudad en ruinas, recogió un pedazo de greda, avanzó hacia una roca de basalto negro y trazó esta única palabra:

ATLANTIDA

¡Qué rayo de luz cruzó por mi imaginación! ¡La Atlántida! La Atlántida de Platón...

Su imperio se extendía hasta Egipto, y quisieron imponerla a Grecia, teniendo que retirarse ante la indomable resistencia de los helenos. Transcurrieron los siglos; sobrevino un cataclismo, inundaciones y terremotos. Una noche y un día bastaron para destruir esa Atlántida, cuyas más altas cimas, Madera, las Azores, Canarias, las islas de Cabo Verde, se descubren todavía.

Aquellos eran los recuerdos históricos que la inscripción del capitán Nemo hacía despertar en mi mente.

Nos quedamos más de una hora en aquellos lugares, contemplando la vasta llanura al resplandor de la lava, que en algunos momentos tomaba una sorprendente intensidad. La efervescencia del interior producía rápidos estremecimientos en la superficie de la montaña, y los rumores de lo profundo, claramente transmitidos por la masa líquida, repercutían con majestuosa amplitud.

Descendimos la montaña. Yo me sentía conmovido más allá de lo que puedo expresar. Una vez traspuesto el bosque mineralizado, distinguí el fanal del "Nautilus", que brillaba como una estrella, y nos dirigimos directamente hacia él. Ya estábamos a bordo en el momento en que los primeros albores del día comenzaban a colorear la superficie del océano.

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