VEINTE MIL LEGUAS DE VIAJE SUBMARINO

CAPÍTULO XVII

CALAMARES GIGANTES

No llegué a darme cuenta de cómo fui hasta la plataforma de cubierta. Sin duda fueron mis amigos quienes me llevaron hasta allí.

Pero lo que me importaba era que podía respirar y que saboreaba el vivificante aire del mar. Mis dos compañeros se hallaban también a mi lado, embriagándose de aire fresco.

—¡Ah!— decía Consejo—. ¡Qué cosa tan buena es el oxígeno! No tenga el señor miedo de respirar. Para todos alcanza.

En cuanto a Ned Land, no hablaba, pero abría unas mandíbulas capaces de espantar a un tiburón.

Muy pronto recobramos las fuerzas, y cuando miré alrededor de nosotros vi que estábamos solos. Ningún hombre de la tripulación. Ni aun el capitán Nemo. Los extraños marineros del "Nautilus" se satisfacían con el aire que circulaba en el interior. Ninguno había venido a deleitarse en plena atmósfera.

Las primeras palabras que pronuncié fueron de agradecimientos y gratitud hacia mis compañeros. Ned y Consejo habían prolongado mi existencia durante las últimas horas de tan larga agonía.

—Amigos míos —les dije, vivamente conmovido—, estamos ligados para siempre los tres. Ustedes tienen ahora derechos que ejercer sobre mí.

—De los cuales abusaré —respondió el canadiense.

—¿Qué quiere decir eso? —dijo Consejo.

—S í—repuso Ned Land—, el derecho de llevarlo a usted conmigo cuando me vaya de esta infernal embarcación.

—Al grano —añadió Consejo—. ¿Vamos por el buen camino?

—Sí —respondí—, puesto que vamos hacia el sol, y aquí el sol es el Norte.

—Sin duda —dijo Ned Land—; pero falta saber si avanzamos hacia el Pacífico o hacia el Atlántico; es decir, los mares frecuentados o los desiertos.

No podía yo responder, y hasta tenía mis recelos de que el capitán nos llevase más bien al vasto mar que baña las costas de Asia y de América. Así completaría la vuelta entera, volviendo a los parajes donde el "Nautilus" se sentía independiente. Y entonces, ¿cómo realizaría Ned Land sus proyectos, estando lejos de las tierras habitadas?

El "Nautilus" mantenía su alta velocidad. El círculo polar quedó atrás, y el rumbo era hacia el promontorio que llaman cabo de Hornos. Estábamos a la vista de la punta americana el día 31 de marzo a las siete de la tarde. A pesar de la época del año, nuevamente el sol era visible a algunas horas. El capitán Nemo no aparecía ni en el salón ni en la cubierta y a mí me resultaba imposible calcular la dirección exacta del "Nautilus". Aquella tarde quedó evidentemente demostrado, y con mucha satisfacción mía, que íbamos por el Atlántico.

Di parte de mis observaciones al canadiense y a Consejo.

—Buena noticia —respondió Ned Land—; ¿pero a dónde vamos?

—No lo sé.

—¿Querrá el capitán llevarnos ahora al Polo Norte para trasladarse al Pacífico por el famoso paso del Noroeste?

—Cuidado con incitarle a ello —dijo Consejo.

—Es que antes dejaríamos su compañía —añadió el canadiense.

—De todos modos —prosiguió Consejo—, el capitán Nemo es un hombre de pro, y no nos pesará haberle conocido.

—Sobre todo después de haberle abandonado —respondió Ned Land.

Al día siguiente, primero de abril, cuando el "Nautilus" volvió a la superficie, algunos minutos antes de mediodía divisamos una costa al Oeste. Era la Tierra de Fuego, a la cual dieron este nombre los navegantes por la numerosas humaredas que despedían las chozas indígenas. La costa me pareció baja; pero a lo lejos se veían elevadas montañas.

Volviendo el "Nautilus" a sumergirse, se acercó a la costa y la siguió durante algunas millas.

Sobre aquellos fondos feraces y frondosos, el "Nautilus" pasaba con extraordinaria rapidez. Por la noche se acercó al archipiélago de las Falkland, cuyas ásperas cumbres pude reconocer al día siguiente. La profundidad del mar no era muy grande, y creí, no sin razón, que aquellas dos islas rodeadas de muchos islotes formaban antiguamente parte de las tierras de Magallanes.

Cuando hubieron desaparecido bajo el horizonte las últimas alturas de las islas Falkland, el "Nautilus" se sumergió entre veinte y veinticinco metros, y siguió la costa americana sin que apareciera el capitán Nemo.

Hasta el 3 de abril no abandonamos los parajes de la Patagonia, unas veces bajo el océano, otras en la superficie. Es una vasta planicie submarina de poca profundidad, en la que abundan unas colosales y redondeadas dunas que alcanzan a unos cuarenta metros de la superfice en sus cumbres. El "Nautilus" pasó más tarde delante de la ancha embocadura del río De la Plata y costeaba, el 4 de abril, el Uruguay, aunque a cincuenta millas mar adentro. Su dirección se mantuvo al Norte y continuó siguiendo las largas sinuosidades de América meridional. Habíamos andado ya ciento dieciocho mil kilómetros desde nuestro embarque en los mares del Japón.

Hacia las once de la mañana corta el trópico de Capricornio y pasamos junto a cabo Frío. El capitán Nemo, con disgusto de Ned Land, no era aficionado a las costas del Brasil, porque el "Nautilus" navegaba a una velocidad vertiginosa. No podía seguirnos, por veloz que fuera, ningún pez ni ave, quedando sin observación las curiosidades naturales de aquellos mares.

Esta velocidad se sostuvo durante algunos días y el 9 de abril estábamos a la altura de la punta más oriental de América del Sur; que forma el cabo de San Roque. Pero entonces el "Nautilus" se apartó de nuevo, y fue a buscar mayores profundidades a un valle submarino formado entre dicho cabo y Sierra Leona, en la costa africana.

Pero el 11 de abril, súbitamente, cambió el rumbo apareciendo de nuevo cerca de la embocadura del río Amazonas.

Habíamos cortado el Ecuador. A veinte millas al Oeste quedaban las Guayanas, en las cuales hubiésemos podido hallar fácil refugio. Pero la brisa era fuerte y las olas furiosas no hubieran permitido que un bote las abordase. Ned Land lo comprendió sin duda, porque no habló nada respecto de huir.

Compensé fácilmente esta tardanza por medio de interesantes estudios. Durante las dos jornadas del 10 y 12 de abril, el "Nautilus" no se movió de la superficie del mar, y sus redes le proporcionaron un pesca maravillosa en zoófitos, peces y reptiles.

Al día siguiente, 12 de abril, durante el día, el "Nautilus" se aproximó a la costa hacia la embocadura del Maroni, en la zona holandesa. Allí vivían en familia varios grupos de lamantinos, del género manatí, que como el dugongo y el estelero pertenecen al orden de los sirénidos. Estos hermosos animales, pacíficos e inofensivos, de seis a siete metros de longitud, debían pesar al menos cuatro mil kilogramos. Ellos son los que, como las focas, pasen en las praderas submarinas y destruyen las aglomeraciones de hierbas que bloquean la embocadura de los ríos tropicales.

—¿Y saben —añadí— lo que ha sucedido desde que los hombres han aniquilado por completo estas razas útiles? Las hierbas en putrefacción han emponzoñado el aire, y la fiebre amarilla devasta esas admirables regiones. Las vegetaciones venenosas se han multiplicado en esos mares tórridos, y el mal se ha desarrollado desde la embocadura del río De la Plata hasta Florida. Y ese azote no es nada al lado del que herirá a nuestros descendientes cuando estén los mares despob!ados de focas y ballenas. Hacinado entonces todo, pulpos, medusas, calamares, se formarán vastos focos de infección, porque ya no surcarán las aguas esos grandes estómagos, a los cuales había dado Dios el encargo de espumar la superficie de los mares.

Aquel día, una pesca felizmente realizada vino aumentar las reservas del "Nautilus" y a demostrar la abundancia de aquellos mares. La barredera había traído en sus mallas cierto número de peces cuya cabeza terminaba en una placa ovalada de bordes carnosos. Eran unos esqueneides. Su disco aplanado se compone de láminas cartilaginosas transversales movibles, entre las cuales el animal puede practicar el vacío, lo cual le permite adherirse a los objetos de modo de ventosa.

Terminada la pesca, el "Nauti1us" se acercó a la costa, donde cierto número de tortugas marinas dormían en la superficie de las aguas. Hubiera sido difícil apoderarse de aquellos preciosos reptiles, porque el menor ruido los despierta, al mismo tiempo que su caparazón sólido está a prueba de arpón. Pero el esqueneide debía verificar esa captura con una seguridad y una precisión extraordinarias. Ese animal es, en efecto, un anzuelo vivo, que haría la suerte y felicidad del pescador de caña.

Los hombres del "Nautilus" ataron a la cola de esos peces un anillo bastante ancho para no molestar sus movimientos y en esta especie de argolla fijaron una cuerda larga, amarrada a bordo por la otra punta.

Los esqueneides, arrojados al mar, fueron a pegarse sobre la concha de las tortugas. Su tenacidad era tal, que antes de soltar la presa se hubieran dejado despedazar. La tripulación después los izaba a bordo, arrastrando adheridas las tortugas.

Con esta pesca terminó nuestra residencia en los parajes del río Amazonas, y llegada la noche el "Nautilus" regresó a las aguas marinas.

A partir del estuario amazónico, el "Nautilus" siguió un rumbo constante hacia el Noreste, apartándose de la costa americana. No quería el capitán Nemo frecuentar los mares del golfo de MéXico o de la Antillas, parajes sembrados de islas y surcados de vapores, innumerables.

El canadiense, que había esperado poner en acción sus proyectos en el golfo, ganando tierra firme o dirigiéndose a uno de los muchos barcos que hacen el cabotaje de una isla a otra, estaba desconcertado. La fuga hubiera sido muy practicable si Ned Land conseguía apoderarse del bote sin saberlo el capitán, pero en medio del océano no podía pensar en ello.

El canadiense, Consejo y yo sostuvimos una larga conversación con este motivo. Seis meses hacía que éramos prisioneros en el "Nautilus". Habíamos recorrido diecisiete mil leguas, casi ciento veintiséis mil kilómetros, y, como lo decía Ned Land, no había razón para que esta situación continuase. Me hizo entonces una proposición que yo no esperaba, a saber: que yo plantease al capitán Nemo esta cuestión: ¿Pensaba tenernos indefinidamente a bordo?

Semejante gestión me repugnaba, y yo abrigaba la creencia del que no podía tener éxito. Nada podía esperarse del jefe, y teníamos que fiarlo todo a nostros mismos. Por otra parte, notaba yo que desde algún tiempo atrás aquel hombre se tornaba más sombrío, más retirado y menos comunicativo. Parecía huir de mí.

Supliqué, por consiguiente, a Ned Land que me dejase pensarlo antes de obrar. Si mi gestión no daba resultado, podía servir para excitar de nuevo sus recelos, empeorar nuestra posición y perjudicar los proyectos del canadiense.

El 20 de abril habíamos subido a una altura media de mil quinientos metros. La tierra más inmediata era entonces el archipiélago de la Bahamas, diseminadas como grandes jardines en la superficie de las aguas. Allí se elevaban altos capiteles submarinos, murallas rectas hechas con moles de piedras desgastadas, dispuestas en largas hiladas, ente las cuales había unos hoyos negros que no podían ser alumbrados hasta el fondo por nuestros rayos eléctricos.

Aquellas rocas estaban tapizadas con altas hierbas, colosales luminarias, gigantescos fucos, verdadero espaldar de hidrófitas dignas de un mundo de titanes.

Al considerar aquellas plantas colosales, Consejo, y Ned y yo, trajimos a la conversación los animales gigantescos del mar. No hay duda que aquéllas deben estar destinadas para alimento de éstos. Sin embargo, a través de los cristales del "Nautilus", casi inmóvil, yo no veía aún sobre aquellos largos filamentos más que unas lambras de patas largas semejantes a monstruosas arañas, unos cangrejos morados, y unos clíos particulares del mar de las Antillas.

Eran como las once cuando Ned Land llamó mi atención sobre un formidable hormigueo que se producía a través de las mayores algas.

—Lo que debe haber ahí —dije— son verdaderas cavernas de pulpos.

—¡Cómo! —exclamó Consejo—. ¿Calamares simples, calamares de la clase de los cefalópodos?

—No. Pulpos de gran tamaño. Pero el amigo Land se ha engañado sin duda, porque no veo nada.

—Lo siento —replicó Consejo—. Yo quisiera contemplar cara a cara uno de esos pulpos de que tanto he oído hablar, y que pueden arrastrar naves al fondo del abismo. Esos animales que se llaman Krakens.

—Nunca me harán entender —dijo Ned Land— que existan semejantes animales.

—¿Por qué no? —respondió Consejo—. Bien hemos creído nosotros en el narval que nos describió el señor.

—Por mi cuenta, Consejo, estoy decidido a no admitir la existencia de esos monstruos sino cuando los haya disecado con mi propia mano —dije yo.

—¿Y quién diantres ha creído nunca en ellos? —exclamó el canadiense.

—Muchas personas, amigo Ned.

—Y yo, que hablo con toda seriedad —dijo Consejo—, me acuerdo perfectamente haber visto una gran embarcación arrastrada sobre las aguas por el brazo de un cefalópodo.

—¿Y dónde?

—En Saint–Malo —respondió, sin turbarse, Consejo.

—¿En el puerto? —dijo Ned Land, irónicamente.

—No, en una iglesia.

—¿En una iglesia? —exclamó el canadiense.

—Sí, amigo Ned. Era un cuadro que representaba al pulpo en cuestión.

Seguimos hablando de monstruosas criaturas marinas y de pronto, al mirar hacia uno de los ventanales no pude reprimir un movimiento de repulsión. Ante mi vista se agitaba un animal horrible.

Era un calamar de dimensiones colosales, unos ocho metros de longitud, que andaba hacia atrás con suma rapidez en la dirección del "Nautilus". Estaba mirando con sus enormes ojos fijos de matices verdosos. Sus ocho brazos tenían una longitud el doble de su cuerpo y se retorcían como la cabellera de las furias. Se veían con toda claridad las doscientas cincuenta ventosas dispuestas en la cara interna de los tentáculos en foma de cápsulas semiesféricas. Algunas veces las ventosas se aplicaban sobre los cristales del salón, adhiriéndose a él por medio del vacío que practicaban. La boca de este monstruo era un gran pico córneo semejante al del papagayo, que se abría y cerraba verticalmente. Su lengua, sustancia córnea también, y armada con varias hileras de agudos dientes, salía estremecida de aquella verdadera cizalla o máquina de cortar moler y devorar. Su cuerpo fusiforme y abultado en su parte media, formaba una masa carnosa, que debía pesar de veinte a veinticinco toneladas. Su color inconstante, cambiando con extraordinaria rapidez, según la irritación del animal, pasaba del gris lívido al pardo rojizo.

Dominé el horror que su aspecto me inspiraba, y tomando un lápiz comencé a dibujarlo.

Sobre el cristal de estribor aparecían otros pulpos. Conté hasta siete, que formaban comitiva al "Nautilus", y sentimos el rechinamiento de su pico sobre el casco de hierro.

De repente, el "Nautilus" se paró. Un choque lo había estremecido en toda su armazón.

—¿Hemos tocado en algún escollo? —pregunté.

—Sea lo que fuere —respondió el canadiense—, ya estaríamos desembarazados, porque estamos flotando.

Era indudable que el "Nautilus" flotaba, pero no avanzaba. Las aletas de su hélice no batían las aguas. Transcurrió un minuto. El capitán Nemo, seguido de su segundo, entró en el salón. Parecía sombrío. Sin hablarnos, se fue a la ventana, miró los pulpos y dijo algunas palabras a su segundo.

Éste salió. Las ventanas se cerraron y la techumbre se iluminó.

Me dirigí al capitán y le dije con el desembarazo de un aficionado, ante el cristal de un acuario:

—¡Buena y curiosa colección de pulpos!

—En efecto, señor naturalista —me respondió—, y vamos a batirnos con ellos cuerpo a cuerpo.

—¿Cuerpo, a cuerpo? —le dije..

—Sí, señor. La hélice está parada, y creó que las mandíbulas córneas de uno de esos calamares se han agarrado a una de las aletas, lo cual nos impide andar.

—¿Y qué se propone hacer?

—Subir a la superficie y matar a toda esa podredumbre.

—Empresa difícil.

—En efecto. Las balas eléctricas son impotentes contra esas carnes blandas donde no hallan bastante resistencia para estallar. Pero los atacaremos con el hacha.

—Y con el arpón, si quiere aceptar mi ayuda —dijo el canadiense.

—La acepto, señor Land.

—Tambien lo acompañaremos nosotros —exclamé.

Siguiendo entonces al capitán Nemo, nos dirigimos a la escalera central.

Allá unos diez hombres armados con hachas de abordaje estaban dispuestos para el ataque. Consejo y yo tomamos dos hachas. Ned Land blandió el arpón.

El "Nautilus" había subido a la superficie de las aguas. Uno de los marinos, colocado en los últimos peldaños, destornillaba los pernos de la escotilla; pero apenas quedaron éstos desprendidos, cuando la trampilla se abrió con violencia extraordinaria, atraída indudablemente por la ventosa de un pulpo.

Al punto se deslizó, cual una serpiente, por la abertura uno de aquellos brazos repugnantes y otros veinte se agitaron por encima. El capitán Nemo cortó de un hachazo aquel formidable tentáculo, que se deslizó por los escalones, retorciéndose.

En el momeno en que nos apiñábamos unos sobre otros para alcanzar la plataforma, otros dos brazos, cerniéndose en el aire, cayeron sobre el marino que estaba delante del capitán Nemo y lo levantaron con irresistible violencia.

El capitán Nemo dio un grito y se precipitó hacia fuera, siguiéndole nosotros apresuradamente.

El desgraciado, asido por el tentáculo y pegado a sus ventosas, se meció en el aire a merced de aquella enorme trompa. Estaba ahogándose y exclamaba con dificultad: "¡Socorro! ¡Socorro!". Estas palabras, pronunciadas en francés, me causaron estupor profundo. ¡Había un compatriota a bordo, quizá muchos!

El capitán Nemo se había arrojado sobre el pulpo, y de un hachazo le cortó otro brazo. Su segundo luchaba furioso con otros monstruos que se encaramaban por los costados del '"Nautilus". Toda la tripulación se batía a hachazos. El canadiense, Consejo y yo, hundíamos nuestras armas en aquellas masas carnosas. Un violento olor de almizcle dulzón penetraba la atmósfera.

Luchamos con furia, confiados en que el desgraciado, enlazado por el pulpo, podría librarse de aquel horrendo apretón. Siete, de los ocho brazos, habían sido cortados, y quedaba solamente uno blandiendo en el aire su víctima cual una pluma. Pero en el momento en que el capitán Nemo y su segundo caían sobre el animal, despidió éste una columna de un líquido negruzco, segregado por un bolsa que tenía en el abdomen. Quedamos cegados, y después de disipada la nube, el calamar había desaparecido llevándose a mi infortunado compatriota.

¡Qué furor sentimos entonces contra aquellos monstruos! Diez o doce pulpos habían invadido la plataforma y la entrada del "Nautilus". Rodábamos en confusión entre aquellos trozos de serpientes, que saltaban en la plataforma sobre arroyos de sangre y de tinta negra. El arpón de Ned Land, a cada golpe, se hundía en los ojos vidriosos de los calamares y los reventaba. Pero mi atrevido compañero fue repentinamente derribado por los tentáculos de un monstruo, que no había podido evitar.

El formidable pico del calamar se había abierto sobre Ned Land. ¡El desgraciado iba a ser partido por la mitad! Me lancé en auxilio suyo, pero el capitán Nemo se había adelantado. Su hacha desapareció entre las dos enormes mandíbulas, y después de levantarse, milagrosamente salvado, el canadiense clavó su arpón entero hasta el corazón del pulpo.

—Le debía esta revancha —dijo el capitán Nemo al cañadiense.

Ned se inclinó sin responderle.

El combate había durado un cuarto de hora. Los monstruos, asustados al fin, nos dejaron el campo libre y desaparecieron bajo las aguas.

El capitán Nemo, ensangrentado y quieto junto al fanal, miraba al mar, que se había tragado a uno de los compañeros.

Preferí dejarlo sólo y descendí al interior de la nave fingiendo no haber visto sus lágrimas.

Mucho más tarde escuché los pasos de nuestro misterioso anfitrión que descendía finalmente de cubierta.

El capitán entró en su cámara, y ya no le volví a yer durante algún tiempo. El "Nautilus" no seguía ya dirección determinada.

Iba, venía, flotaba a merced de las olas. Su hélice ya estaba libre, y, sin embargo, apenas si giraba. Era como si todo el "Nautilus" expresara su angustia y su perplejidad por la muerte de uno de esos hermanos del mar.

El "Nautilus" navegaba entonces en ese inmenso río del océano que los ingleses llaman "Gulf Stream".

A cosa de mediodía Consejo y yo estábamos en la plataforma de cubierta, conversando apaciblemente. Yo le daba a conocer las particularidades de la gran corriente, y le invité después a introducir sus manos en el agua.

Consejo obedeció, pero quedó atónito al ver que no experimentaba sensación de frío ni calor.

—Esto se debe —le dije— a que la temperatura de la corriente al salir del golfo de México, difiere poco de la sangre humana en su temperatura.

El 8 de mayo, estábamos ya frente al cabo de Hatteras, a la altura de Carolina del Norte. El "Nautilus" parecía avanzar navegando a la ventura. Toda vigilancia había cesado, al parecer, a bordo. En estas condiciones podía intentarse con buen éxito una evasión. En efecto, las playas habitadas ofrecían por todas partes fáciles refugios. El mar estaba sin cesar surcado por los numerosos vapores que hacen el servicio entre Nueva York o Boston y el Golfo de México, y lo recorrían de día y de noche esas pequeñas goletas dedicadas al cabotaje entre los diversos puertos de la costa americana. Como había esperanza de poder ser recogidos, la ocasión para escapar era favorable, a pesar de las treinta millas a que se encontraban las costas de la Unión.

Pero una circunstancia fatal contrariaba absolutamente los proyectos del canadiense. El tiempo era muy malo. Nos acercábamos a los parajes donde las tempestades son frecuentes, a la patria de los grandes trombas de agua, engendradas precisamente por la gran corriente. Arrostrar aquel mar sobre una débil barquilla era correr a una perdición cierta, y Ned Land lo comprendía así.

—Señor profesor —me dijo aquel día—, acabemos de una vez, no más vacilaciones. Su famoso amigo Nemo se aparta de las tierras y sube hacia el Norte. Pero, lo declaro, me basta con el Polo Sur. No voy a seguirlo al Polo Norte.

—¿Y qué haremos, puesto que una evasión es impracticable?

—Vuelvo a mi idea. Hay que hablar al capitán. Nada quiso decirle usted mientras estábamos en los mares de Europa. Quiero hablar ahora que estamos en los mares míos. Mire, señor Aronnax. ¡Yo no me quedo aquí, donde me ahogo!

El canadiense había agotado evidentemente su paciencia. Su carácter se tornaba más sombrío. Yo no desconocía que debía sufrir; porque yo también comenzaba a ser presa de la nostalgia. Habían transcurrido cerca de siete meses sin que tuviésemos noticias de tierra. Además, el aislamiento del capitán Nemo, su humor modificado, su taciturnidad, todo me hacía ver las cosas bajo un aspecto diferente.

—¿Y bien, señor Aronnax? —repuso Ned Lan, viendo que yo no respondía.

—¿Conque lo que tú quieres es que yo pregunte al capitán Nemo cuáles son sus intenciones respecto de nosotros?

—Sí. Prefiero por última vez saber a qué atenerme. Hable por mí solo, en mi nombre, si así lo prefiere.

—Pero le veo raras veces, pues parece que huye de mí.

—Ésa es una razón de más para ir a verle.

—Ya le interrogaré. Ned. Cuando lo encuentre.

—Señor Aronnax, ¿quiere que le vaya a ver yo mismo?

—No, déjame a mí, Mañana...

—Hoy —dijo Ned Land.

—De acuerdo. Hoy le veré —respondí al canadiense.

Entré en mi cámara. Desde allí, escuché andar en las habitaciones del capitán Nemo. Llamé a la puerta y no conseguí respuesta. Llamé por segunda vez y di vuelta al picaporte. La puerta se abrió.

Entré. El capitán estaba allí, inclinado sobre una mesa de trabajo, y sin haberme oído. Resuelto a no salir sin haberle hablado, me acerqué, a él. Levantó la cabeza bruscamente, frunció las cejas y me dijo, en tono bastante rudo:

—¿Usted aquí? ¿Qué quiere?

—Hablarle, capitán.

—Pero estoy ocupado, señor Aronnax; estoy trabajando. ¿No puedo yo tener esa misma libertad de aislamiento que le concedo a usted?

No era muy halagüeño el recibimiento; pero yo me decidí a todo, y le dije con frialdad:

—Tengo que hablarle, señor capitán, de un asunto que no puedo diferir.

—¿De qué se trata? —respondió. Pero antes de darle tiempo para contestar, me dijo con tono suave, señalándome un manuscrito que tenía sobre la mesa:

—Aquí tiene, señor Aronnax, un manuscrito en varias lenguas. Contiene el resumen de mis estudios sobre el mar, y no perecerá conmigo, Dios mediante. Este manuscrito, firmado por mí y que constituye el complemento de la historia de mi vida, se encerrará en un aparato insumergible. El último que sobreviva a bordo del "Nautilus" lo arrojará al mar; donde flotará a merced de las olas.

—Capitán —respondí—, no puedo aprobar el pensamiento que lo hace obrar así. No debe perderse el fruto de sus estudios, pero el medio que para ello emplea me parece muy primitivo. ¿Quién sabe a dónde llevarán los vientos el aparato y en qué manos caerá? ¿No se le ocurre otra cosa mejor? Usted, o cualquiera de sus hombres, ¿no podría?...

—Jamás, señor profesor —dijo con viveza el capitán, interrumpiéndome.

—Pero yo, mis compañeros, estamos dipuestos a guardar reservadamente ese manuscrito, y si nos diese usted la libertad...

—¡Libertad! —dijo el capitán, levantándose.

—Sí, señor, y por eso quería hablarle. Hace siete meses que estamos a bordo, y hoy le pregunto, en mi nombre y en el de mis compañeros, si se propone tenernos aquí siempre.

—Señor, Aronnax, responderé hoy lo que le dije hace siete meses: el que entra en el "Nautilus" no debe salir nunca de aquí.

El capitán me miraba cruzado de brazos.

—Señor —le dije—. Le repito que no se trata solamente de mi persona. Para mí, el estudio es un apoyo, una diversión poderosa, un aliciente, una pasión que todo me lo hace olvidar. Soy, como usted, un hombre que puede vivir oscuro, ignorado, con la débil esperanza de legar un día al porvenir el resultado de mis trabajos. En una palabra, puedo admirarlo, seguirlo sin disgusto en esta vida que, bajo cierto aspecto, está rodeaba también de complicaciones y de misterios, de los cuales ni mis compañeros ni yo participaremos. Y, además, cuando nuestro corazón ha podido latir por usted, conmovido por algunos de sus dolores o por sus actos de genio o de valor; hemos debido tener recóndito hasta el más leve testimonio de esa simpatía engendrada por la vista de lo bello y de lo bueno. Pues bien, ese sentimiento de comprendernos extraños a todo lo que le concierne a usted es el que hace de nuestra posición una cosa inaceptable, imposible hasta para mí, pero imposible sobre todo para Ned Land. ¿Habrá pensado en todo lo que el amor de la libertad y el odio a la esclavitud pueden engendrar en una naturaleza como la del canadiense? ¿Qué proyectos de venganza es capaz de poner en juego?...

Yo me había callado. El capitán Nemo se levantó.

—Que Ned Land piense, que intente y ensaye cuanto quiera. ¿Qué me importa? No he sido yo quien ha ido a buscarle. No le guardo tampoco a bordo por gusto mío. En cuanto a usted, señor Aronnax... Usted pertenece a la clase de personas que todo lo pueden comprender, aun el silencio. No tengo nada más que decirle. Sea ésta la última vez que venga a tratar ese asunto, porque si en otra ocasión le ocurre lo mismo, ni siquiera lo voy a escuchar.

Me retiré, y desde este día nuestra situación se tornó muy tirante. Referí la conferencia a mis dos compañeros.

—Ahora sabemos —dijo Ned— que nada podemos aguardar de ese hombre. El "Nautilus" se acerca a Long Island. Nos escaparemos, cualquiera que sea el temporal que haya.

Pero el cielo se tornaba cada vez más amenazador; manifestándose los síntomas del huracán. El mar se encrespaba levantando gruesas olas.

El temporal estalló en la jornada del 18 de mayo, precisamente cuando el "Nautilus" flotaba a la altura de Long Island, a algunas millas de los pasos de Nueva York. En vez de evitar la tempestad bajando a las profundidades del mar, el capitán Nemo tuvo el inexplicable capricho de arrostrarla en la superficie.

Sereno ante la borrasca, el capitán Nemo se había colocado sobre la plataforma de cubierta, amarrándose a medio cuerpo para resistir las monstruosas olas que se estrellaban sobre nuestra embarcación. Yo también me había hecho atar, para dividir mi admiración entre aquella tempestad y aquel hombre incomparable que la arrostraba.

A cosa de las cinco cayeron torrentes de lluvia, sin que el viento y el mar cedieran. El huracán se desencadenó con velocidad de cuarenta y cinco metros por segundo. En estas condiciones es cuando derriba casas, lanza tejas que se hincan en las puertas, rompe verjas de hierro y hasta mueve los pesados cañones calibre veinticuatro.

Las olas medían hasta quince metros de altura por una longitud de ciento cincuenta a ciento setenta, y su velocidad de propagación, un tercio de la del viento, era de quince metros por segundo. Su volumen y su potencia se acrecentaban con la profundidad de las aguas. Comprendí entonces el oficio de aquellas olas que encierran el aire y lo repelen al fondo de los mares, adonde llevan la vida con el oxígeno. Su extraordinaria fuerza de presión, puede elevarse hasta ¡doce toneladas por metro cuadrado de la superficie contra lo cual chocan!

A las diez de la noche, el cielo era todo fuego. La atmósfera estaba surcada por violentos relámpagos. El viento saltaba a todos los puntos del horizonte, y la borrasca, partiendo del Este, daba la vuelta entera, pasando por el Norte, Oeste y Sur; en sentido inverso de las tempestades giratorias del hemisferio austral.

A la lluvia había sucedido un chaparrón de fuego. Las gotas de agua se cambiaban en penachos fulminantes. Parecía que el capitán Nemo, deseando una muerte digna de él, quería hacerse matar por el rayo. En un espantoso movimiento de balanceo, el "Nautilus" levantó al aire su espolón de acero como la punta de un pararrayos, y de él brotaron numerosas chispas.

Rendido ya y sin fuerzas, me arrastré hasta la escotilla, la abrí y bajé al salón. El huracán llegaba entonces a su máximo de intensidad y era imposible tenerse de pie en el interior del "Nautilus".

El capitán Nemo entró a medianoche. Sentí que los depósitos se llenaban poco a poco, y el "Nautilus" descendió lentamente bajo la superficie de las olas.

Por las ventanas abiertas del salón vi unos grandes peces pasar absortos cual fantasmas, entre las encendidas aguas. Algunos fueron heridos por el rayo a mi vista.

El "Nautilus" seguía siempre bajando. Pensé que encontraría la calma a quince metros de profundidad. No. Las capas superiores estaban agitadas con demasiada violencia. Fue necesario ir a buscar reposo hasta cincuenta metros en las entrañas del mar.

Pero allí la calma era perfecta, ajena por completo a pandemonium de arriba.

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